El amigo informador
Ya lo describió Augusto Monterroso, con su proverbial concisión, en La letra e. Fragmentos de un diario. Nunca falta un lenguaraz que, apenas se sienta contigo a la mesa, te informa sin preámbulos: “Anoche tuve que defenderte a morir”. Y tú te preguntas, acongojado, quién te atacaba tan feo. Por qué, si hasta donde sabes no tienes enemigos. Pero no le trasladas esas interrogaciones al amigo informador, para no darle el gusto de explicarte: “¿Qué más da? Lo que importa es que yo puse los puntos sobre las íes”.
A tu amigo Amador el informador le interesa todo de ti. Tanto, que se entera antes que tú de las cosas que te afectan. Y es el primero en comunicarte las peores noticias. El primero en lamentarlas ostentosamente. En asegurarte que está contigo. En las buenas y en las malas. Como aquella vez que ganaste un concurso de cuento y, no sin felicitarte, Amador te informó que él conocía a los jurados y le habían dicho en confianza que te eligieron a ti porque no lograban ponerse de acuerdo sobre otros dos cuentos mejores que el tuyo.
No vaya a creerse, sin embargo, que aquí se trata sólo de varones. En el campo de la información no solicitada e indeseable, igual que en muchos más, las hembras no son en modo alguno el sexo débil.
Todas las mujeres que se respetan, y la mayoría de las otras, tienen una amiga como Isadora la informadora. Una fémina feroz y franca a ultranza que en cuanto entras en la galería, nerviosa como siempre que inauguras una exposición, susurra a tu oído mientras te abraza: “El galerista me comentó que le parecen mejores tus cuadros de antes, pero a mí los de ahora me encantan”.
En esa misma ocasión o en cualquier otra, pues no desaprovecha una sola oportunidad de informarte, Isadora te cuenta que hace pocos días una amiga común, artista como ustedes, anduvo diciendo horrores de ti. Atónita, le permites a la inexorable informadora hacerte un relato pormenorizado de todas esas maledicencias. Y si al final del suplicio cedes a la tentación de preguntarle a tu verduga qué le dijo ella a la maledicente, Isadora te contesta, casi ofendida contigo: “Nada. Ya sabes que detesto el chisme”.
Te gustaría decirles a tus amigos informadores que tú tampoco careces de información. Que en prolongadas tertulias con otros machos criticas a Amador sin miramientos: sus libros, su vida ociosa, su manera desenfrenada de beber. Que en comidas de parejas escuchas con deleite lo que otras mujeres opinan de Isadora: sus depresiones, sus fracasos artísticos, su falta crónica de amantes.
Pero luego de pensarlo con cuidado te abstienes de informar: no porque no quieras zaherir a quienes te lastiman, ni porque te repugne moralmente rebajarte a ser también un vil informador, sino porque estás seguro, por experiencia tanto propia como ajena, de que tarde o temprano, y más bien lo segundo, uno de tus contertulios o una de tus comensales se encargará con fruición de comunicarles a Amador y a Isadora las crueles verdades que ambos hubieran preferido ignorar.