El comisario

Con optimismo, el comisario se podría identificar como una variante del crítico. Pero en asuntos relativos al vicio o al oficio de la comisaría no conviene para nada ser optimista. Bien o mal, con razón o sin ella, inteligente o estúpidamente, el crítico juzga; vale decir, argumenta. El comisario, en cambio, se complace en calificar y, sobre todo, en descalificar.

Lo suyo no son los razonamientos, las apreciaciones, los matices. Lo suyo son las nóminas, los catálogos, las curadurías: cualquier conjunto de entidades más o menos homologables del que pueda desterrar a seres más o menos anómalos como tú.

Semejante en esto y sólo en esto a sus víctimas, el comisario no se hace; nace. No se precisa ser demasiado perspicaz para reconocerlo desde pequeño. Es el bravucón que a punta de amenazas les impone su voluntad a los demás; el habilidoso que los envuelve en su verbo; el taimado que los embauca con falsas promesas. A él le corresponde, por derecho reconocido por propios y ajenos, distribuir a los otros niños en equipos para jugar futbol y, si el número de los jugadores resulta ser non, establecer quién va a sobrar.

Así era de chico Olegario el comisario. Así era contigo, inexorablemente. Cuánto disfrutaba marginarte de los juegos colectivos. Cómo se reía de tu torpeza física, que iba aumentando y volviéndose irreversible en la medida misma en que no te dejaba jugar. Y ya en la adolescencia se encargó de que nunca nadie te invitara a una fiesta ni a una simple reunión. Y de que sus amigos, que eran también los tuyos, te repudiaran por ser tan retraído.

Pasados los sesenta, Olegario es una figura pública. Toda una autoridad. Una pluma menos respetada que temida. Un antólogo adulado por los escritores deseosos de figurar aunque sea en una nota a pie de página en sus antologías. Un promotor cultural aplaudido por los literatos ansiosos de participar en los bien remunerados festivales literarios que él organiza. Un censor que dictamina a su antojo cuál texto es de veras poesía, cuál sólo narrativa, y cuáles no merecen ser literatura.

Tú tienes desde siempre la costumbre de quedar al margen de sus torvas jugadas. Pero pocas cosas en el mundo son más flagrantes que la ausencia, y de tarde en tarde un colega impertinente quiere saber con genuino interés o con auténtica inquina cuántos libros debes publicar, cuántos premios ganar y cuántos lectores tener para que Olegario por fin te antologue, te promueva, te dictamine. A riesgo de pasar por despechado, replicas: “pregúntaselo a él”, aunque estás seguro de que el poder del comisario no reside en lo que crea, sino en lo que destruye. No en incluir, sino en excluir.

A no ser, desde luego, que a Olegario le dé por hacer listas. Y que, no conforme con declarar a los cuatro vientos qué novelas y qué volúmenes de ensayos o de relatos o de poemas son los mejores del año, el comisario resuelva denunciar cuál es el peor. Porque en ese caso extremo de la comisaría (piensas con alivio), bendita sea la exclusión.