El amigo objetor
No es que te aborrezca. Ni que desprecie lo que haces. Ni, tampoco, que no lo entienda (aunque esto último no se pueda descartar absolutamente). Nicanor el objetor te quiere de veras y juzga que tus libros no son malos y, por o pese a escribir cosas muy distintas (y añadirías: muy escasas), lee las tuyas, según afirma y acaso cree, con objetividad profesional. El problema, para ti, es que él confunde ser objetivo con tener objeciones.
Nunca, en las varias décadas que llevan de ser amigos, ha aprobado un escrito tuyo sin reparos inmediatos. Si el protagonista de una de tus novelas es un varón que trabaja en lo mismo que Nicanor y tiene una vida semejante a la de Nicanor y piensa más o menos como Nicanor, su comentario inicial, después de leerla de un tirón, es que a quién demonios le interesa un personaje así. Cuando publicas, en cambio, una novela histórica, que por razones obvias no guarda ninguna relación ni con él ni con la época que él comparte contigo, te pregunta de golpe si de ahí en adelante vas a ser un anticuario. Y al comprobar que tu siguiente novela, quizá la más personal que hayas escrito hasta entonces, versa sobre una familia parecida a la tuya, el objetor te acusa de crueldad con tus seres queridos.
Sus objeciones, en todos los casos, asumen una de estas dos modalidades no excluyentes: o bien elegiste mal el asunto de tu novela, o bien no supiste cómo abordarlo. (Entre paréntesis se sobreentiende que él lo habría elegido o abordado mejor que tú.)
Es cierto que siempre (o casi) termina por arrepentirse de haber sido tan intransigente contigo. Que sin excepciones relee el libro que objetó y te dice sin excepciones que, en el fondo, no es nada desdeñable. Que, incluso, podría ser de lo más interesante (u original o hermoso, según su humor) que has hecho. (Aunque él, huelga aclararlo, no lo hubiera escrito así.) Pero no bien te consideras desagraviado y olvidas los disgustos recurrentes y le das un ejemplar de tu nueva novela, Nicanor el objetor vuelve a las andadas.
Esta vez, magnánimo o nada más displicente, no se esmera en rebajar por principio el tema, ni en cuestionar de bulto la ejecución. Esta vez se atiene a devolverte el ejemplar dignificado con tu dedicatoria cariñosa, explicando no sin sonreír que cada uno de los coloridos marcadores que erizan las páginas señala una errata. O dos.
La última vez que le diste un libro (y juras, aunque luego puedas perjurar, que ésta sí fue la última), Nicanor condescendió por fin al entusiasmo. “Qué manera de exprimir tus emociones”, exclamó para tu asombro. “Qué pathos”, remachó con tanta pedantería cuanta redundancia. Pero cuando ya sentías estar vindicado, el objetor te preguntó a quemarropa: “y después de vaciarte así, ¿qué vas a escribir ahora?”
“Nada”, respondiste con trabajosa bonhomía. Aunque en realidad hubieras querido decirle, y de algún modo le dices: “escribiré una fábula ensayística o un ensayo fabulado como éste, que por ningún motivo pienso darte a leer”.