El del coche
Dos razones aconsejan regatearle a este apasionado del automóvil la categoría de automovilista. La primera, de orden circunstancial e idiosincrásico, es que mientras las nuevas generaciones han dado en designar a los vehículos automotores que infestan la Ciudad de México mediante el apócope un tanto bárbaro de “autos”, él insiste en llamarlos, a la usanza antigua, “coches”. La segunda, de índole esencial y filosófica, es que todo le interesa de su carro (denominación también atávica que apenas utiliza, pero que prefiere a la de “auto”) salvo manejarlo.
Pese a ser tu vecino en un condominio de medio pelo en una colonia pequeñoburguesa, Bartoloche el del coche parece un personaje de barrio popular. Chaparro, rechoncho, corto de cuello y de extremidades, acostumbra cubrir la redondez de su cabeza (lo único grande en él) con una cachucha de beisbol y la redondez de su cuerpo con una sudadera y unos pants (él pronuncia “pans”) del mismo color, poco más o menos. Pero no es beisbolista ni practica otro deporte. La indumentaria deportiva que viste día tras día, complementada con unos tenis fosforescentes, viene a ser el uniforme de su pasión.
Nada le gusta más que cuidar sus coches (en plural, pues tiene dos). Uno es un Vocho decrépito, con la pintura descascarada y las llantas lisas, que Bartoloche lava y seca y acicala como si fuera un perro fino. El otro, viejo también pero aún funcional, es para uso de su mujer. No por eso deja él de cuidarlo, ni de lamentar que, como su consentido, deba pasar la noche a la intemperie.
Pero hace un par de meses convenció a otro inquilino (quién sabe cómo) de subarrendarle un lugar para un coche en el edificio. Y desde entonces la vida de Bartoloche se transfiguró. Para sustituir al agonizante Vocho compró (supones que a plazos) un carrito tan pequeño y tan frágil y tan verde limón que semeja un juguete. Y él, desinhibido, se empoderó en el estacionamiento.
Toda la atención, toda la energía y todo el tiempo libre del desempleado Bartoloche se concentran en el culto a su nuevo coche. Lo lava por fuera cada mañana y cada tarde. Lo limpia por dentro, con aspiradora, tres veces por semana. Lo encera y lo pule los sábados sin falta. Aunque el sol alumbra el estacionamiento nada más dos horas diarias, lo protege de la resolana con una manta pararreflejante extendida día y noche a lo largo del parabrisas. Y aunque esté siempre encerrado, nunca desconecta la alarma contra robos.
No quieres ni pensar qué pasaría si alguien, por descuido o por simple malevolencia, rayara la verde pintura del coche de Bartoloche. Para no hablar de una abolladura en la carrocería, de un vidrio quebrado, de una llanta ponchada, de un faro fundido, ni de otra peor calamidad.
Pues Bartoloche ama a su coche más que a su esposa, más que a su perro, más que a su propia vida, más que a nadie. Tanto lo ama, y tanto teme perder el objeto de su amor, que ni una sola vez, en los varios meses que lleva de poseerlo, lo has visto salir con él a la calle.