El uniformado

Desde muy niño fue vulnerable a los uniformes y otros disfraces. Hay una fotografía donde aparece, a los cinco años, con el torso desnudo y la cabeza ceñida por un penacho de plumas de guajolote que su madre, modesta cocinera, confeccionó con muchos trabajos. La mujer, abandonada por el padre de su único hijo, recuerda todavía cómo el niño se posesionó de su aspecto de apache y arruinó la fiesta de cumpleaños de la hija del patrón a punta de flechazos dirigidos contra el pastel.

Más adelante prefirió ser el sheriff, con sus pantalones vaqueros y su camisa de flecos y una corcholata adherida a su pecho a manera de placa, y blandiendo una pistola de plástico en la diestra perseguía a los indios y los amagaba y les disparaba si no se rendían.

Con estos antecedentes, no es de extrañar que Librado el uniformado viva su vida de adulto como quien interpreta un papel. El mezquino papel del cancerbero.

Su primer empleo, apenas cumplidos los 18, fue el de portero de un edificio casi lujoso donde cocinaba su madre. Vestido siempre con casaca y pantalones caquis, Librado se complacía en entorpecer la circulación de cuanto individuo pasara por la puerta, sin excusar a los residentes. A todos les preguntaba qué querían, a quién iban a ver.

Después pasó a encargarse, con uniforme gris, de la caseta de vigilancia de una calle ilegalmente cerrada al tránsito de vehículos y personas en un barrio residencial. Allí se facilitó el quehacer de Librado. Todos los peatones, pobres como él, eran potenciales amenazas y podía interrogarlos, esculcarlos, humillarlos al entrar y salir. Con los automovilistas no era hostil sino muy servil, pero los sometía a varios minutos de espera antes de abrirles la reja.

Su celo excesivo lo llevó a la desgracia y fue a parar a la Comercial Mexicana. Lo avistaste una tarde lluviosa, apostado a la entrada, con la camisa blanca y los pantalones azul marino de los elementos de seguridad. Acababas de cerrar tu paraguas empapado cuando se acercó a ponerle una etiqueta del almacén para garantizar, a la salida, que no te lo estabas robando. Quisiste razonar, hacerle ver que los paraguas no se venden húmedos. Pero Librado se emperró en la etiqueta y tú la arrojaste ovillada al piso y durante mucho tiempo se miraron con odio (él) o retadoramente (tú) cada vez que se topaban.

Hasta que lo olvidaste y, un día de trámites en una oficina del gobierno, el hombre de uniforme negro sentado a un escritorio frente a una gran libreta de registros te negó la entrada sin razón, y lo reconociste en el momento en que se puso de pie ante ti para impedirte el paso, y lo temiste cuando llevó su diestra a un bolsillo en donde había quién sabe qué, y mientras retrocedías y te alejabas sin prisa, para no perder la compostura, pensaste qué pasaría si a Librado el uniformado lo disfrazaran de militar y le dieran una pistola o acaso un rifle y lo mandaran a la sierra o a cualquier otro paraje anónimo donde por fin pudiera sin testigos asentar su pequeña autoridad.