Los vampiros
Desde que el irlandés Bram Stoker publicó su icónica novela en 1897, no han dejado de escribirse artículos y ensayos y libros enteros para especular sobre el origen del Conde Drácula. Algunos estudiosos del tema proponen que, al construir su monstruo, Stoker se inspiró en la condesa húngara Erzsébet Báthory (1560-1614), sospechosa de sacrificar mujeres siempre jóvenes en cuya sangre se bañaba o incluso la bebía con el propósito nunca logrado de conservar su menguante juventud. Otros (Carlos Fuentes entre ellos) postulan que el personaje novelístico se basa en el tremendo príncipe valaquio Vlad Tepes “El Empalador” (1431-1476), quien, según sugiere su apodo, despachaba a sus enemigos de la manera más sangrienta.
La virtud de estas interpretaciones historicistas de la leyenda vampírica es que le atribuyen al vampirismo (metáfora del deseo paradójico y soberanamente egoísta de alcanzar la inmortalidad a expensas de la vida, tanto propia como ajena) un sustento firme en la experiencia. Su defecto, común a tantas hipótesis científicas, es que resultan demasiado literales.
No se trata aquí de poner en tela de juicio la existencia de un subgénero de seres originalmente humanos que parasitan a otros seres humanos. Pero mientras no se pruebe sin lugar a dudas, no hay razón para creer que esos aborrecibles parásitos de su misma especie se alimentan sólo de hemoglobina.
Te vampiriza el marido (o la esposa) que, en una comida con otras personas, te interrumpe cuando te adentrabas en lo más exquisito de un razonamiento muy tuyo que él (o ella) conoce de sobra porque te lo ha escuchado un montón de veces y lo termina como si a él (o a ella) se le hubiera ocurrido antes y mejor que a ti.
Te vampiriza el hermano (o la hermana) que, en una tediosa reunión de familia, se apropia de una anécdota de tu infancia que le contaste hace mucho y la cuenta como si él (o ella), y no tú, la hubiera experimentado en carne propia.
Te vampiriza el amigo inmisericorde que, como Ramiro, es consciente de que debes irte pronto y te nota contrariado y, aunque ya te despediste y miras sin disimulo tu reloj, sigue hablando de un asunto de su trabajo que no entiendes ni podría interesarte menos.
Te vampiriza la amiga inclemente que, como Yadira, sólo te pregunta por tu salud o por cualquier otra cosa íntima para asentir distraídamente mientras le contestas con unas cuantas frases breves y pasar en el acto a informarte sin omitir un solo detalle de sus muchos males ciertos o imaginarios o de su propia intimidad.
Con la posible excepción de tu pareja, a últimas fechas intentas evitar todo contacto con estas personas. Y cuando por mala suerte o buena educación no te queda otro remedio que verlas, te precaves igual que si tuvieran colmillos largos y filudos y huecos para hincarlos en tu cuello. Pues aunque Ramiro el vampiro y Yadira la vampira no te chupen literalmente la sangre, te chupan algo aún más valioso y difícil de recuperar. Te chupan el tiempo. Te chupan el alma.