El gourmet
El mexicano común y corriente le da poca importancia a la comida. Mejor dicho: le da su importancia justa. La consume por necesidad (como todo el mundo) y también por placer (faltaba más) y en muchos casos por gula (y en detrimento de su salud). Pero rara vez les presta excesiva atención a los protocolos que en otras culturas adornan a la no siempre bien llamada “buena mesa”.
La comida mexicana más suculenta se devora en plena calle. De pie y con un plato de plástico ahíto de viandas olorosas en una mano y en la otra un refresco dulce hasta la caries. O en equilibrio sobre un banco de patas altas y sin respaldo, de los que se conocen como “periqueras”. Y, en ambas circunstancias, inclinado hacia delante para evitar (cosa difícil) que una pingüe salsa roja o verde le manche a uno la barriga. También hay fondas y loncherías donde uno se sienta en sillas plegables de aluminio a despachar comidas corridas en mesas plegables de aluminio. Y restoranes de cocina autóctona donde las memelas y el aguacate se cotizan en dólares y la cerveza es artesanal. Y otros restoranes aún más pretenciosos (denominados o no “bistró”) donde se sirven platillos de filiación mediterránea o argentina, rociados con vinos chilenos o españoles o franceses o, en patriótico dispendio, mexicanos.
Estas dos últimas categorías de comederos, con rigurosa exclusión de las otras, son las que frecuenta desde hace años (desde que, a los cincuenta, mejoraron sus ingresos y, según él, sus gustos) el exquisito René.
Sus juicios gastronómicos son inexorables. Un corazón de lechuga (o cogollito) empalagoso por sobra de miel en la vinagreta, un robalo un poco tieso de tan cocido o un filete de res (o solomillo) término medio, y no medio rojo como él lo pidió, suelen suscitar su cólera contra los meseros y una agria discusión con el capitán y hasta con el chef, a quien René manda llamar para jurarle que nunca volverá a ese pésimo (y carísimo) restorán.
Tampoco transige con los vinos. Prefiere los europeos a los del continente americano por razones atávicas y ajenas a su experiencia. En México nunca toma tintos porque, según leyó por ahí, se degradan al viajar. Y si la botella de blanco tiene más de dos años de etiquetada, la rechaza sin probar el líquido con el argumento de que no envejece bien.
Los dogmas de este fanatizado gourmet (epíteto que acepta si se lo endilgas con cariño y pronuncias a la francesa “gugmé”) no se reducen a los alimentos. René es capaz de repudiar un restorán donde comió y bebió de maravilla porque las mesas no estaban cubiertas con manteles largos.
Y es peor cuando la decoración y la comida y la bebida le gustan mucho, porque entonces no habla de otra cosa y, si alguien a su lado emprende una conversación coherente (no se diga inteligente), él la interrumpe para exclamar: “mmm, qué rico está el paté”.
Nunca te has atrevido a decirle a René el gourmet que comer bien, siempre que sea un medio para convivir con los amigos y no un fin en sí mismo, no tiene nada de malo.