Las misóginas

Pese a lo que piensan muchas mujeres (y a lo que dicen pensar muchos hombres), la misoginia no es una malformación intelectual exclusivamente masculina. Parece innegable que muchos hombres (cuando no la mayoría de los hombres, o acaso todos los hombres sin excepción) contemplan a las mujeres con extrañeza con recelo o con temor o con desprecio o hasta con odio, como si ellas pertenecieran a otra raza, o incluso a otra especie, ambas naturalmente inferiores.

Resulta muy probable, además, que esta mecánica o esta falla del pensamiento, constitutiva de la psicología general del macho, sea hereditaria: no en el sentido genético, sino atávico. Los hombres son misóginos porque lo fueron sus padres y los padres de sus padres y así hasta el despadrado Adán, que nunca le perdonó a Eva el ardid de la manzana.

Pero desde la pareja primigenia no hay hijo de hombre que no sea también y ante todo hijo de mujer. Y el machismo, así como la misoginia, son venenos que se inoculan en la mente de los vástagos por conducto de la mente de los progenitores. Y la madre puede ser tanto o más misógina que el padre.

En sus hijas, y en las hijas de otras hijas, muchas mujeres (cuando no la mayoría de las mujeres, o acaso todas las mujeres sin excepción) se extrañan o recelan o temen o desprecian o hasta odian a sí mismas: como si los hombres pertenecieran a otra raza, o incluso a otra especie, ambas no por fuerza inferiores ni superiores, aunque sí de segunda importancia.

A Virginia no la preocupa que a los hombres les vaya bien, ni siquiera que les vaya mejor que a ella. Le interesa (bastante más) que a las mujeres les vaya mal y, de ser posible, peor que a ella.

Ha publicado varios volúmenes en cuyas páginas escasas hay pocos renglones siempre cortos y muchos espacios vacíos. Así, es poeta. Cuando su colega Vandervelde el otrora rebelde ganó un concurso nacional de poesía al que ella también había enviado un manuscrito inédito, lo felicitó con efusión que no parecía insincera. Cuando su amiga Regina ganó un premio nacional de poesía al que ella también había mandado un libro, Virginia sólo se resignó a felicitarla hasta que, luego de hacer unas averiguaciones, pudo decirle con verdad que el jurado la eligió porque descalificaron al favorito.

Regina también tiene lo suyo. Un año después, cuando a ella le tocó ser jurado del premio que había obtenido y Virginia se presentó con el libro resultante del manuscrito perdedor en el otro concurso, no sólo votó en su contra en la ronda final. Regina también le explicó a Virginia, sin que ésta le pidiera explicaciones, que había abogado por ella con toda su energía pero los demás prefirieron a un poeta hombre.

Tales trapacerías recíprocas no contaminan su complicidad feminista. Siempre que se defiende la causa de las mujeres, Virginia la reina de la misoginia y Regina la misógina están juntas. La semana pasada abajofirmaron un manifiesto para exigir la paridad de género en los jurados que otorgan las becas a los creadores artísticos.