El columnista

Aunque no lo parezca, o en ciertos casos lo parezca demasiado, escribir una columna en cualquier publicación periódica es un oficio serio. Puede ser asimismo un privilegio, según el escritor de que se hable. Y resulta sin duda, para alguien tan dubitativo y propenso a la desidia como Miguel Solista, una tortura recurrente.

Ya sea mensual o quincenal o semanal, y ni se diga si es diaria, una columna tiende a convertirse en ocupación de tiempo completo. Apenas terminada la última entrega, el columnista empieza a pensar de qué escribirá en la siguiente. Y si lo mueve una mínima ambición literaria pensará también, o sobre todo, en la forma (que incluye, pero no se reduce, a la prosa).

Para acometer los retos del tema o del estilo, muchos columnistas ensimismados optan por hablar sin pudor de sus propias personas. De sus éxitos (reales o imaginarios). De sus gustos (más o menos caprichosos y determinados por la amistad o por la conveniencia). De sus fobias (igualmente antojadizas y originadas en la enemistad o en la envidia).

Otros (que a veces son los mismos) se aventuran a comentar las noticias. El último Premio Nobel de Literatura o el último muro que se alza contra los migrantes en Europa y en Estados Unidos o el último acto de violencia de las autoridades mexicanas contra los opositores (pero rara vez el último acto de violencia de los opositores contra los demás ciudadanos) les sirven de pretexto a estos columnistas sagaces para externar sus opiniones más o menos informadas y, de paso, establecer en qué lado se ubican de la frontera siempre cambiante de la corrección política.

Miguel Solista no está exento de la vanidad de quienes hablan (bien) de sí mismos, ni de la fatuidad de quienes opinan (correctamente) de todos los asuntos del mundo. Pero en vez (o además) de ejercer estos defectos en su columna, él la utiliza para denunciar y escarnecer los defectos del prójimo.

Solista se sabe fraudulento. Falible. Frágil. Casi nunca mejor y muchas veces peor que los otros. No se pretende moralista, aunque a menudo lo es. Menos aún quisiera ser moralino, pero no siempre consigue evitar la falsa rectitud. Y cuando se erige en humorista para burlarse de la solemnidad del prójimo no hace con frecuencia sino exhibir su propio mal humor.

Luego está el problema de los caracteres. Los implacables tres mil caracteres, que te limitan pero también te educan. Te enseñan a eliminar sin contemplaciones adjetivos o frases completas. O te obligan a decir un poco más. Y siempre te imponen el deber de respetar no tanto el contenido de tu pensamiento como el estrecho continente donde se moldea en signos.

Y, sin embargo, en tal espacio de medidas inviolables puede surgir una suerte de improvisación. Una melodía verbal que se compone al tiempo que se ejecuta, a la manera del jazz. Un texto no prescrito y a la vez necesario. Un mensaje efímero con urgencia de durabilidad. Un episodio fugaz y terminante como éste, en que Solista el columnista se diluye en las palabras que lo llevan a su fin.