¿Quién es ese ser pertrechado con una lira, que declama sus bellos versos al son de las cuerdas? ¿Y ese otro encaramado ante la multitud varios siglos después, recitando ante los nobles a cambio de techo o de comida? Aedos, bardos o trovadores, todos en el pasado dieron voz a los versos; el poeta los respalda con su presencia, o se diluye entre historias que parecen de otros géneros.
Cronología
De una forma u otra, el poema queda sometido al tamiz de la experiencia del poeta: por mucho que fabule en su escritura, por mucho que sus versos rindan homenaje a los logros ajenos, la poesía siempre brota de la propia voz y de las propias circunstancias. El autor anónimo del Cantar de los nibelungos —el poema épico fundamental de la cultura germánica, que en el siglo XIII reunió certezas y mitos en un texto único—, ¿no dejaría acaso alguna huella en sus versos? No nos legó su nombre, quizá se limitara a poner por escrito lo escuchado, pero ahí grababa —de una manera u otra— la figura del poeta.
El concepto más básico de autoría —aquel que asocia un nombre y apellidos con una obra de creación— surge en el Renacimiento, en paralelo al nacimiento de la imprenta, que modificaría tanto el sistema de difusión de la literatura como el acceso a la misma; la idea de autoría está ligada a lo impreso, de ahí que resulte complejo fijarla en culturas orales, como la hindú.
¿Existió Homero?
Deberíamos pedir calma a aquellos que reconocen en Homero al primer poeta (identificado) de la historia. La ausencia de fuentes históricas veraces y el hecho de que su nombre pudiera derivar de los homēridai —un colectivo de autores— nos invita a pensar que sus grandes epopeyas no las compuso un aedo ciego, sino un grupo de poetas. En todo caso, todos los testimonios que poseemos datan de varios siglos después de su muerte, y no apuntan ningún dato concreto para su nacimiento.
Hasta entonces, la poesía se transmitía de boca a oreja, y la responsabilidad del autor se entendía de una forma muy distinta a la actual. Entonces se identificaba como autor —la jerarquía es muy similar a la empleada en el teatro— a aquella persona que recitaba el poema, lo hubiera escrito o no, puesto que se entendía que la reproducción oral equivalía —con los parámetros de hoy— a una reescritura del texto base: y a una reescritura única, vinculada a la experiencia de decir y de oír, puesto que nunca se repetiría igual. De esta manera, el origen del texto no se encontraba en quien lo componía, sino en quien lo daba a conocer. Esta tesis propició —en diferentes épocas— la actividad de los rapsodas y los juglares, que declamaban los poemas pero no los escribían.
Esto no implica que desconozcamos los nombres de los poetas griegos y romanos, sino que su función poseía connotaciones diferentes a las que les asignaríamos hoy. Safo [ver capítulo 34], Píndaro, Catulo, Horacio [ver capítulo 9] o Lucrecio escribían sus poemas, y los firmaban, y obtenían reconocimiento, pero su figura —que no su actividad— no encajaba en el concepto actual del autor.
«Y llamad a Demódoco, el divino aedo a quien los númenes otorgaron gran maestría en el canto para deleitar a los hombres.»
Homero, c. siglo VIII a. C.
Casi en el principio fue el aedo: el «cantor épico de la Antigua Grecia» —gracias, DLE— que recita versos de su autoría mientras toca un instrumento de cuerda. Habitualmente se trataba de una forminge —la llamada «lira homérica»—, que terminaría desplazada en importancia por la cítara. La imagen la retenemos gracias a las visitas escolares a museos y el visionado de películas de épocas remotas. Como aedo identificaríamos a Homero —si es que existió—, que en La Ilíada y La Odisea inventa a dos colegas ficticios, que se presentan en la corte para recitar el poema escogido por su selecto público.
El lector como reescritor
Viajamos en la máquina del tiempo hasta el presente, y es que esta idea de que el poema se reescribe con cada lectura la defiende el poeta español Antonio Gamoneda. Gamoneda —Premio Cervantes en 2006— sostiene que el lector completa el poema con su lectura, convirtiéndose en su autor —en cierto modo— cuando lo lee, y aporta su experiencia; de forma que ningún poema es el mismo poema, y su interpretación depende siempre de quien lee. No se trata de destruir la figura del autor, sino de todo lo contrario: de reconocer su apertura hacia el lector. Por eso, cuando nos preguntamos qué significa un poema o qué nos quiere decir quien lo ha escrito —uno de esos tics heredados en la época escolar—, sería más adecuado puntualizar: ¿qué significa para nosotros y qué quiere decirnos como lectores?
La vocación de difundir hechos históricos la compartían con los bardos, los poetas de los pueblos celtas que recitaban sus versos en el noroeste de Europa, en los territorios que hoy reconocemos como Irlanda, Escocia, Gales o Bretaña. Sin embargo, a diferencia del aedo —con su aura de creador a cuestas—, la figura del bardo mostraba unas connotaciones incluso políticas, puesto que sus poemas tenían la voluntad de fijar la historia y transmitirla de pueblo en pueblo. Quien desease convertirse en bardo tenía antes que vencer en una competición, acaso precedente de los posteriores juegos florales.
Rapsodas y juglares
No escribían, pero sí recitaban: los rapsodas de la Antigua Grecia memorizaban los versos ajenos para declamarlos no con música —a diferencia de los aedos—, sino marcando el ritmo con un bastón, el llamado rapdos. Una vida itinerante, coronando las fiestas con sus poemas sobre reyes, guerras y castigos, y muy parecida a la de los juglares medievales: recitadores que sumaban a su espectáculo el canto, el baile o los juegos, y que se presentaban con el mismo respeto ante campesinos y nobles. Pese a su innegable relación con la poesía, la actividad de ambos tiene más que ver con el teatro.
Recogerían el testigo —ya en la Edad Media— los trovadores [ver capítulo 35], asumiendo varias funciones: la de la composición de poemas y la de su recitación. Así, existían trovadores («troubadours») que primero escribían y luego compartían sus poemas en voz alta, y trovadores que cedían la declamación de sus versos a los juglares. El fenómeno se centró en el sur de Francia —allí vivió Chrétien de Troyes, considerado el primer novelista por su Perceval (c. 1180)— y en lengua occitana, aunque no podemos omitir a los minnesänger: los trovadores alemanes que actuaban, por así decirlo, en comunidad.
La idea en síntesis: el concepto del poeta como autor nace en el Renacimiento