Para quienes leemos en España, el término «poesía social» remite de inmediato a las dos primeras generaciones de poetas que escribieron durante la posguerra. A Blas de Otero y Gabriel Celaya, a Gloria Fuertes y Ángela Figuera Aymerich, también a Ángel González y la generación del 50… Escritores de voz clara y en voz alta, que creyeron que «la poesía es un arma cargada de futuro».
Cronología
Sin embargo, la poesía social no se adscribe en exclusiva a la literatura española, ni a los alrededores de la segunda mitad del siglo XX; la intención social, política o crítica —aquí no importa el adjetivo, sino la aspiración— late en los primeros versos de la historia.
No existe literatura impermeable a la realidad: toda manifestación artística es social, incluso aquella que rechaza la etiqueta. Esa actitud que niega el carácter social o el alcance político de un texto, esa «neutralidad», implica ya un posicionamiento por parte del autor. La poesía social nace de la observación del entorno y de la realidad, del análisis de las circunstancias —propias, comunes— en las que se desarrolla la escritura; de la conciencia de que la creación no se afronta desde el aislamiento, sino en sociedad. De todos estos alrededores se «contamina» felizmente la escritura poética.
Vladímir Mayakovski y Bertolt Brecht
Dos poetas se enfrentaron a la escritura de poesía social en las primeras décadas del XX, con circunstancias muy diferentes y aspiraciones también en las antípodas. Vladímir Mayakovski [ver capítulo 45] militó en el futurismo y en la revolución rusa, y distinguió entre la «poesía poética» y la «poesía periodística», esta última de carácter político y puesta al servicio de los ideales bolcheviques. Por su parte, la poesía comprometida de Bertolt Brecht —cuya producción en este género incluye libros y letras para espectáculos de cabaret, en la delgada frontera con el teatro— nace de su militancia marxista, de su rebelión ante el ascenso del nazismo y de la experiencia del exilio.
Fijémonos en dos muestras que en su lectura primera no admitirían la etiqueta de «poesía social». La tierra baldía (1922), el poema de poemas compuesto por T. S. Eliot, ¿obvia la experiencia de la Primera Guerra Mundial, o canaliza la reacción del poeta ante el desmoronamiento del mundo que conoce? ¿No prende la inspiración, entonces, ante un estímulo de corte político? Y los poemas de sor Juana Inés de la Cruz [ver capítulo 37], ¿no se comprenden mejor si se comprende el lugar simbólico desde el que se concibieron? Esto es: mujer, criolla, hija ilegítima en el virreinato de la Nueva España.
De nuevo desde nuestra idea de la poesía social —la que enlaza con los autores a los que te presentábamos en las primeras líneas—, esta escritura presenta una estética en consonancia con su ética. Hablamos de poemas que buscan —sobre todo— la conexión inmediata con quien lee; con esa «inmensa mayoría» que soñó Blas de Otero, a la que dirigirse con un lenguaje sencillo y un estilo directo, sin perderse en juegos de metáforas ni otros recursos literarios que oscurecen el texto, y con él esa propuesta de diálogo que busca la escritura. Ángela Figuera Aymerich escribió al respecto un hermoso y combativo poema, «El cielo», en el que reprochaba a sus coetáneos que caminasen «extasiados por las líricas nubes», ignorando la «tierra sucia» sobre la que debían reflexionar. Poemas breves, entonces, como los chispazos de ingenio con los que Gloria Fuertes aspiraba a parar la guerra, o textos más extensos pero de un fuerte carácter narrativo, igual que aquellos en los que Jaime Gil de Biedma afrontaba las excentricidades de la burguesía.
Ángela Figuera Aymerich
Aunque nació el mismo año que Luis Cernuda, su discurso «encaja» en los moldes de la generación posterior a la posterior, la de quienes nacerían diez o quince años más tarde. Ocurre, quizá, por las mismas circunstancias que borraron su nombre de la historia: las represalias sufridas durante la dictadura por su militancia comunista, y la cronología de sus publicaciones, condicionada por los cuidados a su familia. Debuta con Mujer de barro en 1948, cuando su hijo ya es adolescente, y se despide de la poesía para adultos con Toco la tierra. Letanías en 1962, año del nacimiento de su primera nieta.
¿Debemos guiarnos por unos parámetros fijos, o ensanchar nuestra idea de «poesía social»? Un poema comprometido, ¿acepta la carga de ironía y la pirotecnia verbal con las que poetas como Francisco de Quevedo [ver capítulo 37] arremetían contra los políticos de su época? El humor finísimo de muchos poemas de Ángel González, y la tensión que propone entre la autobiografía y la falsa autobiografía, ¿de qué manera encajan en esta propuesta?
«Más de un día me duele ser poeta.»
Ángela Figuera Aymerich, 1902-1984
César Vallejo y Pablo Neruda
Al hilo de esas poéticas excepcionales dentro de la escritura social, merece la pena detenerse en dos propuestas de gigantes autores latinoamericanos, ambos muy cercanos a nuestro país: César Vallejo y Pablo Neruda. En distintos momentos, con distintos conceptos sobre el uso de las imágenes en la poesía, ambos apuestan por una escritura que combine la crítica social —la vocación de rebelión— con el rigor estético. En el caso de Vallejo, la mayor altura en este campo la lograría con Poemas humanos y España, aparta de mí este cáliz, ambos de publicación póstuma. En el de Neruda, hay que leer Canto general (1950), el gran retrato poético y épico de la identidad latinoamericana.
La primera generación de poetas sociales de la posguerra española sirve como ejemplo. Al pensar en la escritura de Celaya reconocemos muchos de los rasgos canónicos: poemas breves y contundentes, escritos con el lenguaje de la calle, a ras de suelo. En cambio, la de Otero —en muchos momentos con el tono rotundo de la arenga— introduce la presencia de imágenes que en muchos momentos le incorporan a un árbol genealógico en un principio ajeno: el de una tradición hispánica que es la de Góngora, la de Rubén Darío o la del 27. Y Figuera Aymerich aporta una novedad: la del espacio, al mismo tiempo que la de la atmósfera. Sus versos suceden en la cocina y en el salón de la casa, en el mercado; nos trasladan a los espacios íntimos, a los espacios que se conciben eminentemente femeninos. Lo personal es político, una vez más, y aquí más que nunca.
La idea en síntesis: una escritura diversa en su estética y firme en su ética