SUEÑOS DE CRX

Primera semana: campaña

Una nave alegórica abre el paso lánguidamente con sus motores en modo crucero: la batahola de turbinas y sintetizadores que la acompañan espanta a las palomas desnutridas que pululan entre las cornisas metálicas de las torres. Una sobrecargada comitiva de aeronaves sobrevuela el nivel C75 del centro de Cerealia a casi 350 metros de separación de la calle inferior, que apenas se divisa por el resplandor de los letreros holográficos. Los cerealinos y cerealinas —una abigarrada multitud de orgánicos y pseudo-orgánicos— observan serios, indiferentes, apretujándose en los balcones y plataformas que miran hacia la aerocalle cerrada por donde transita el vehículo del candidato, una suerte de nave modificada con ornamentos verdes que la hacen parecer un enorme dragón. Más atrás, dos vehículos más pequeños, con una separación de quince metros entre uno y otro, alzan dos artefactos escarlatas, brillantes, que se miran como espejos, proyectando un lienzo tridimensional en letras rojas que parecen rayos láser:

VERGER ~ VIVAMOS JUNTOS ~ NO EXPIREMOS SOLOS

Aldo Verger, un hombre orgánico de treinta y tantos años, vestido con impecable terno plateado, monta el asiento dispuesto en la parte superior de la nave: da la impresión de comandar el dragón de metal con sus piernas. Mantiene sus manos en el aire, agitándolas de un lado a otro, tratando forzosamente de no perder la sonrisa amable que arroja a la multitud, quienes observan el desfile con más indiferencia que interés. En el microaudífono de su oreja izquierda oye la voz de Rama, su jefa de campaña, que le dice:

No permitas que la apatía del público contagie tu sonrisa.

Verger intenta relajar los músculos de su cara y luego contraataca; la sonrisa se expande hasta revelar unas encías brillantes que contienen una dentadura impecable y blanquecina. Entonces, como tratando de abstraerse de la parafernalia del desfile, el candidato cierra los ojos y aprieta la mandíbula; la sonrisa se apaga por un segundo. Sin embargo, al no poder ignorar el nuevo regaño de Rama en su oído, no tarda en volver a sonreír, y unos dientes sublimes, bellamente alineados, asoman una vez más aureolando su pulcro rostro orgánico.

Los ojos del público, inapetentes, se aferran a duras penas a esa cansina sonrisa.

·

No expiremos solos, dice Rebeca burlonamente, y luego bufa, sin dejar de apoyar la cabeza en uno de los formidables pilares metálicos que estructuran la torre del laboratorio JOLX. El lienzo tridimensional, pasando por fuera del ventanal de la sala de espera, se aleja suavemente siguiendo la cola metálica del dragón de Verger. A mí me gusta, dice Serge a su lado; es el único candidato que apela a cíborgs y androides. No seas ingenuo, dice Rebeca; Verger no tiene monos que pintar en estos niveles. Después, echando un vistazo a la secretaria del laboratorio, una inorgánica de cuerpo completamente metálico a excepción de su cara humana que, como si hubiera sido programada para ello, no quita los ojos de su escritorio, agrega: Verger no tiene monos que pintar en esta elección.

Serge no responde.

Ambos vuelven a sentarse silenciosamente, dando la espalda al desfile.

Cinco minutos después, la secretaria androide alza la vista del mesón y anuncia: señorita Mara, señor Cohen. El doctor Jolx los espera. Adelante, por favor.

Rebeca y Serge, nerviosos, se levantan y avanzan por la planta libre del enorme hall iluminado por reflectores que emulan la luz solar, produciendo sombras cálidas y bien definidas sobre un elegante piso elastómero color beige. Una puerta mineral roja de tres por tres metros se abre ante ellos, deslizándose, y ambos entran juntos al despacho.

El Dr. Jolx los recibe amablemente, ofreciéndoles un vaso de agua. Es un hombre de sesenta años, quizás más, de ceño arrugado y frondosa barba nacarada, que viste una túnica tan blanca como su pelo. A pesar de una avanzada edad, no parece tener implantes, al menos ninguno que salte a la vista.

Después de entrevistarlos durante cinco minutos, el Dr. Jolx cambia el tono afable de su voz y les dice gravemente: Este es un trabajo que implica completa devoción. ¿Lo entienden? Rebeca y Serge asienten con la misma solemnidad que transmite su interlocutor. Requiere, sigue diciendo, de una mente firme y determinada, dispuesta a pasar toda una vida buscando el conocimiento. Pero, además, hay que ganarse el puesto. Aquí, más allá de su currículo científico, la meritocracia sí que vale. ¿Lo entiende… —se fija discretamente en la chapita con el nombre de Rebeca—, señorita Mara? Claro, lo entiendo, dice Rebeca. ¿Y usted —se fija en la otra chapita—, señor Cohen? Por supuesto, dice Serge. Bien, dice el Dr. Jolx y luego apunta con el índice hacia el suelo: Porque ambos partirán de abajo. Como practicantes observadores. Y tengan en cuenta que pueden durar años en el puesto… El hombre suspira como recordando tiempos pasados, como dándose un descanso necesario antes de continuar con su discurso: Pero esos años de aprendizaje, dice, de sacrificio, valdrán la pena. Porque desde este mismo laboratorio el destino de los ciudadanos de Cerealia estará determinado por nosotros. Y eso, muchachos, no es poca cosa.

El Dr. Jolx deja de hablar y los mira, esperando una reacción. Serge, incrédulo, pregunta: ¿De todos los ciudadanos? El Dr. Jolx suelta una carcajada, mientras enciende un cigarrillo. No, señor Cohen, no, dice, soltando una bocanada de humo: de los ciudadanos inorgánicos, aclara. Y luego, con arrogancia inesperada, remata: Sin nosotros, su existencia carecería de sentido.

·

El detective Zelán mira su reloj de bolsillo con cierta nostalgia: la hora se proyecta en números tridimensionales ante sus ojos. Solo le quedan unos pocos días de servicio, así que el cadáver a sus pies también forma parte de esa despedida. Ha pasado la mitad de su vida investigando los crímenes cometidos en las calles del sector C05 de Cerealia, la planta baja, un sector de una pobreza inorgánica que a cualquier cerealino de los niveles superiores le daría asco. El detective cierra la tapa de su reloj y lo guarda en un bolsillo de su abrigo negro. Luego da una calada profunda al cigarro que cuelga de sus dientes chuecos, tratando de ignorar el frío y el olor a podrido, y levanta la vista. A más de trescientos metros de altura se ve otra ciudad, una urbe indefinida, más burguesa, diferente a la de las calles. Un desfile de aeronaves, como insectos apenas perceptibles, atraviesa las torres monótonamente, promoviendo la campaña del candidato de turno. Los insectos voladores que conforman la caravana de aeronaves son iluminados por tonalidades de alto contraste, expelidas por las imágenes holográficas del comercio legal. Los colosales torreones de Cerealia, contra el cielo violeta oscuro, no parecen tener fin.

Entonces baja la vista.

Ante él, un callejón vacío, sucio y poco iluminado. Y el cuerpo —un androide hombre, lleno de extrañas llagas verdosas en su piel sintética— que yace de lado, con la espuma maloliente todavía brotando de su boca. Sobredosis, dice el detective en voz alta y, con su linterna, acercándose, alumbra los ojos del cadáver: las pupilas están dilatadas y el olor de la espuma rancia lo golpea como una patada, provocándole arcadas. Se pone de pie abruptamente, intentando abstraerse del hedor, aspirando a bocanadas el aire de la noche, pero el aceite orinado en el callejón le pica en las fosas nasales con una acidez profunda. Se apoya en un muro, para no caer, tratando de apaciguar la náusea; no lo logra y, arqueándose, deja salir un chorro de vómito hacia el muro metálico. Cuando ya se siente mejor, apoyándose con aun más fuerza contra el murallón pringoso, grisáceo, vuelve a enderezar su vieja columna y le da un par de palmadas amistosas al objeto estructural que lo ayudó a soportar su propio peso. Sí, piensa, esos abrumadores muros metálicos son peores que una prisión, pero también han sido mi hogar durante cuarenta años.

Zelán hace el llamado correspondiente a la central para que vengan a recoger el cadáver. Luego enciende otro cigarro —le cuesta, el encendedor apenas suelta un par de chispazos— y comienza a escudriñar el callejón. Alumbra con la linterna, buscando pistas: una rata muerta, un rayado con algún oscuro significado, un charco de aceite. Nada sospechoso. El pucho le provoca náuseas nuevamente, y Zelán lo escupe al suelo, pero no hace amago de apagarlo: el charco de aceite salobre, putrefacto, se encarga de ello. Entonces sale del callejón y camina mansamente, ignorando a las prostitutas androides que lo llaman, que lo invitan agitando sus miembros chirriantes de metal oxidado a pasarlo bien por precios irrisorios. No les muestra la placa: lo suyo es la investigación, y si bien sabe que el conducto regular indica que debería interrogarlas, también sabe que las respuestas se encuentran en otra parte. Y hacia allá se dirige: hacia el único cartel holográfico que ilumina la cuadra entera, tiñendo de un tono azul eléctrico el deslucido rostro de piel sintética de las viejas putas inorgánicas.

A unos metros del cartel, el detective se fija en las aparatosas letras holográficas que, dando lentas vueltas en 360 grados, anuncian con el ímpetu del neón el nombre del local: GOLDIE. Debajo, ensombrecido por el alero de la marquesina, un musculoso androide de dos metros y medio vigila la entrada fumando aburridamente un cigarro, que en sus formidables manos se ve tan pequeño como un alfiler. Aun en la oscuridad puede percibirse el grueso calibre de sus brazos, y la brasa del pucho le ilumina intermitentemente una gruesa nariz de toro, donde le cuelga un arete metálico.

El detective Zelán palpa su revólver piroclástico debajo del abrigo antes de acercarse.

Ambos hombres se saludan —no sin cierta simpatía— con un apretón de manos, pero el rígido y helado toque metálico del guardián le provoca al detective un sobresalto. Se conocen: el androide se llama Segovia, y apenas suelta la mano orgánica del detective le comenta que él creía que se había retirado. Zelán responde que no, que él tiene chispa para rato, pero al intentar prender el pucho le falla el encendedor. Aunque no se me note, agrega Zelán, y Segovia, riendo cordialmente, acerca el dedo índice de su mano derecha. La yema metálica se abre, soltando una pequeña llama azul; el detective agradece y aspira profundamente el humo.

¿Y qué te trae por aquí, Zelán?, pregunta Segovia. El detective, retórico, escupe una gruesa bocanada antes de responder con otra pregunta: ¿Ya viste el cadáver de un androide que hay a la vuelta de la esquina? Segovia niega con la cabeza. El detective vuelve a preguntar: ¿Tú no sabrás nada de eso, verdad? Segovia vuelve a negar con la cabeza. ¿Seguro?, insiste. Segovia sonríe. Su dentadura metálica punzante le provoca escalofríos. Zelán, dice Segovia, y espera un momento antes de hablar: Acá los androides mueren todos los días, eso tú lo sabes mejor que nadie. Zelán, quemando tabaco, asiente. Es verdad, afirma, pero había algo distinto en este androide. ¿Distinto cómo?, pregunta Segovia. Zelán no dice nada.

Por un momento, ambos hombres permanecen callados.

Los niveles inferiores son un área oscura, de poca luz, incluso durante el día. Sus basamentos —colosales fundaciones de las torres de Cerealia— apenas permiten el paso de los rayos del sol, considerablemente más notorios en el espacio aéreo de los niveles superiores. Envueltos en esa oscuridad, Zelán y Segovia fuman en silencio, como si esperaran algo, sin saber bien qué. Entonces el detective dice: Me gustaría pasar al local. No, dice Segovia, no quiero que alborotes a la clientela con interrogatorios. Zelán replica: ¿Me vas a hacer pedir una orden? De ser necesario, responde Segovia, claro que sí. El detective Zelán sonríe, el pucho agarrado firmemente en los dientes torcidos. Insiste: Quiero entrar, pero no para lo que tú crees. ¿Para qué, entonces?, dice Segovia. Por Ruth, dice el detective, y dándole otra calada al cigarro, pregunta: ¿Se encuentra hoy? Segovia, extrañado, levanta una ceja. Para qué quieres hablar con ella, le pregunta. El detective mira el letrero de neón durante un segundo. En unos días más, explica, ya no estaré vigilando estas calles de mierda, y quería verla para despedirme. ¿Entonces es verdad que te retiras?, dice Segovia. No, dice Zelán, levemente irritado; me han ascendido. Segovia alza una comisura por sobre su afilada dentadura inorgánica, y presiona su gruesa y morada lengua contra un grotesco canino metálico. Pensativo, suelta un chasquido al separar la lengua del diente, y dice: Bueno, puedes pasar. Pero nada de escándalos, ¿eh, Zelán? El detective, arrojando el pucho al suelo y apagándolo con la punta de su bota, dice: No, Segovia. Nada de escándalos.

·

El escenario está oscuro, brumoso de neblina artificial, cuando se encienden los focos. La luz violeta barre la neblina y la envuelve como un manto suave, mientras Ruth aparece difusa, volátil, por entre la bruma. Viste unos pantalones negros ajustados y una camisa blanca y sencilla; mueve su cabello rubio, terso, de un lado al otro, mientras pestañea imperceptiblemente al ritmo de los sintetizadores que suenan de fondo. Entonces, como si oyera a alguien en el público susurrando su nombre, comienza a cantar con voz etérea:

Sueño

Llévame

Sueño

Llévame contigo

Por última vez

Los focos ahora iluminan a la banda, pero nadie se fija en ellos. Ruth domina el escenario y los ojos magnetizados del público se cuelgan de ella. Mientras canta y baila lenta, orgánicamente al ritmo de las palabras, se fija que el detective Tavo Zelán acaba de entrar al local. Ruth mantiene su seriedad impostada, pero un leve gesto incómodo se dibuja en sus labios, dejando entrever dos incisivos grandes y chuecos. En ese momento, ceñida de una suave luz violeta, canta la siguiente estrofa en un tono ligeramente más alto:

Volamos en tu cosmonave por la noche

Pretendiendo que nos vamos de Cerealia

Contemplamos cómo se alejan los neones

Y nos transformamos en el sueño de un androide

Por última vez

El detective Zelán se sienta en la barra y enciende un cigarro. Ruth se fija en la seña sutil que le hace al barman, que le sirve un corto de licor pétreo. La banda sigue tocando durante tres canciones más, y Ruth percibe, sin dejar de cantar, cómo el detective la observa fijamente mientras va bajando cortitos de LP. Entonces, apenas termina su presentación, se baja del escenario y, rauda, se acerca a la barra.

¿Qué haces aquí?, le dice al detective. Él sonríe, un poco tieso, y saca un nuevo cigarro de la cajetilla. Venía a ver el espectáculo, responde, incrustando el pucho en sus labios. No nos hemos visto en casi un año, dice Ruth, ¿y justo hoy tenías ganas de venir? Zelán no responde. Apuesto que estás buscando a Goldie, le dice Ruth sin verlo a los ojos. Zelán entonces levanta la vista de su vaso, sonriendo. Detrás de él, en una esquina del bar, una pantalla holográfica proyecta imágenes del desfile del candidato de turno. Eres un hijo de puta, dice Ruth; era obvio que no venías a verme. Te equivocas, dice el detective, y le hace una seña al barman para que encienda su cigarro. Vine por ti, dice, acercando el cigarro a la mecha, pero también quiero hablar con Goldie. Ruth suelta un chistido mordaz antes de decir: Y yo soy la excusa, ¿no? Seguro le dijiste a Segovia eso. Porque sabías que si preguntabas por Goldie…

El detective Zelán hace un movimiento de mandíbula, tenso, corriendo el pucho encendido de un extremo de la boca al otro. Toma asiento, le dice a Ruth, indicando el taburete a su lado. Ella niega con la cabeza. Por favor, insiste. Ruth vuelve a negar. Zelán inspira profundamente y soltando la fumarada esboza una mueca irónica. Bueno, dice, si no quieres hablar conmigo, ¿podrías decirle a Goldie que me reciba? Ruth, sarcástica, sonríe exponiendo sus paletas torcidas, y negando cáusticamente con la cabeza le dice: Nunca aprendes. Dispuesta a marcharse, le da la espalda al detective. Él le dice: Es una bella sonrisa, la tuya. Y revelando una oblicuidad similar en su propia dentadura incómoda, agrega entonces: Bella, pero triste. Es una sonrisa horrible, dice Ruth volviéndose hacia él con los labios cerrados, formando una línea horizontal, y remata: De las cosas que heredé de ti, mi sonrisa es la que más detesto.

El detective Zelán, resignado, deja un billete en el mesón.

Bueno, hijita, dice poniéndose de pie; cuando veas a Goldie, ¿le darías un recado de mi parte? Ruth, seria, no responde. Dile que ya sé sobre su nueva droga, dice Zelán apagando el pucho en un cenicero y luego, furtivamente, desliza una dócil mano sobre el tenso puño de Ruth. Ella lo retira bruscamente y el detective, reservado, se despide entonces con un educado movimiento de cabeza. Ruth lo ve desaparecer en medio de la neblina violeta que cuelga por entre las mesas, como si la visita de su padre hubiera sido solo materia de un sueño inducido, que ella desearía no haber experimentado.

Segunda semana: financiamiento

No es posible, dice Verger. Rama, su jefa de campaña, se acomoda en el borde del escritorio. Es posible, afirma; claro que lo es. Verger se mantiene pensativo; sus manos entrelazadas sobre su regazo; sus ojos, azules y distantes, enfocados en las difusas aerocalles por fuera del ventanal de su oficina, en el nivel C150 de la Torre Varlotta, el edificio más alto de Cerealia. ¿Aldo?, dice Rama. Verger no reacciona. Aldo, insiste Rama, ¿qué pensaste que iba a suceder? Verger, incómodo, gruñe como un perro. Molesto, responde: Pensé que ellos me financiarían de todas formas. Rama resopla, irónica, y dice: Representas políticas diametralmente opuestas a las de tu padre. No puedes esperar...

Yo no soy mi padre, dice Verger, girándose en la silla, enfrentándola.

Sé que no lo eres, dice Rama. Por lo mismo, ¿esperabas que ellos, leales al coronel, financiaran una campaña que se basa en un discurso pro-androide? Verger no responde. No seas imbécil, dice Rama (nunca ha tenido problemas para poner a un candidato en su lugar). Ese último comentario termina por dejarlo callado; Verger se queda mirando por el ventanal, contemplando el cielo violáceo por encima de las torres policromas: es probable que a esa altura se encuentre más cerca de la cúpula atmosférica que del nivel inferior de la ciudad. Bueno, dice Verger, despabilando: ¿y qué hacemos? ¿Cómo nos financiamos ahora? Rama presiona su labio inferior sobre el superior. Es una mueca que ejecuta cuando se siente incómoda y que Verger conoce muy bien. ¿Qué sucede?, pregunta él. Tengo una solución, dice ella, pero no te va a gustar. ¿Qué cosa?, insiste Verger. Rama suspira y dice, sin pestañear: Goldie.

Un silencio flota en la oficina, invadiendo el espacio de muros metálicos atravesados por delicadas líneas amarillas que, entrelazadas como finos riachuelos cibernéticos, la iluminan con un estilo cálido y matizado. No, dice Verger, después de un momento de reflexión; por ningún motivo. Es nuestra única opción, dice Rama. Tiene que haber otra, dice Verger; un camino que sea, a lo menos, legal. No lo hay, dice Rama, no a estas alturas del partido. Verger se pone de pie, dándole la espalda a su jefa de campaña. Mira fijamente el ventanal enfrente de él. Le mentiste a tus financistas, dice Rama; nunca les hablaste del detalle de tu programa. Y ellos confiaron en ti, ciegamente, solo por tu apellido. La espalda de Verger no se mueve. Está quieto, tieso, como si observara detenidamente los contornos de Cerealia, los nombres de las miles de empresas que promueven sus productos cibernéticos, los inmensos edificios iluminados que vigilan la ciudad, que nunca duerme. En realidad no contempla las torres, sino su propio rostro: un rostro guapo, de mandíbula firme, pómulos marcados y dientes perfectamente alineados, que se refleja en el ventanal. ¿De dónde viene el dinero de Goldie?, pregunta Verger en un tono distante, impersonal. De una nueva droga, dice Rama, una droga experimental que están empezando a probar en el mercado; Goldie ha recibido una cantidad monstruosa de créditos de un laboratorio para repartirla en las calles del sector C05. Su intención, dice, es hacer uso de ese dinero en una inversión futura —Rama titubea, y aclara de inmediato—: una inversión política, que le pueda rendir frutos en el largo plazo. ¿Y qué consecuencias puede tener esta droga?, pregunta Verger. Rama empieza a explicar los efectos, pero Verger la interrumpe: no me refiero a lo que produce, dice; me refiero a si es mortal. Su jefa de campaña bordea el escritorio y se pone a su lado, hombro con hombro. Juntos, contemplan los miles de carteles holográficos y las naves planeando indiferentes por entre los edificios afilados como lanzas. Por supuesto que puede ser fatal, dice Rama; ¿por qué crees que la están estudiando?

Verger no dice nada.

Por un momento, el violento tono verde-lila de la noche cerealina se siente agobiante. No lo sé, dice al fin. Va contra mis principios, agrega, contra lo que yo quiero lograr en esta ciudad. Siempre habrá sacrificios que hacer, dice Rama, especialmente con ideas tan revolucionarias como las tuyas; la buena noticia es que solo afecta a androides y a algunos pseudo-orgánicos que posean más partes cibernéticas que orgánicas a estas alturas. Silencio, otra vez: Rama sabe que ha puesto al candidato entre la espada y la pared. Entonces, porque comprende que solo necesita un pequeño empujón, lo presiona: ¿Quieres ganar la elección o no?, le dice. Verger, una vez más, no responde. Ante su silencio impreciso, Rama lo mira, aguda, desafiante, y le dice: La única forma de impartir tu verdad es destruyendo primero la verdad de tu tiempo.

Por fin, Verger asiente. Y luego, no sin un dejo de reticencia, le dice a Rama: Entonces agenda una reunión con Goldie.

·

Es su segunda semana en el laboratorio. Rebeca observa un poco aburrida la columna de vapor que asciende desde su taza de té y, detrás de ese vaho, la enorme pantalla holográfica sobre su escritorio. Sentada cómodamente en su silla ergonómica, sintiendo un agradable calorcillo en la espina dorsal, apenas puede creer la distancia —¿física, metafísica?— que hay entre su oficina en el nivel C75 y las escabrosas calles del sector C05 proyectadas en múltiples imágenes tridimensionales ante ella. Antes de empezar la observación, Rebeca revisa los lineamientos de las actas que, por órdenes del Dr. Jolx, anotó el día de inducción en el nanopad que lleva anexado a su brazo izquierdo, una superficie lisa y luminosa incrustada en la piel de su antebrazo desde donde se proyectan los apuntes ante sus ojos en pequeñas letras holográficas:

Rebeca bebe un primer sorbo de té —está caliente, le quema un poco la lengua— y empieza a tomar vagas notas introductorias en la primera página del acta de ese día. En una semana ya ha sido testigo de veinticuatro víctimas por sobredosis de CRX. Desde las distintas ventanas holográficas de su pantalla ha podido examinar no solo las consecuencias corporales evidentes en la piel y el cuerpo de los androides, sino también el estado de sus signos vitales y las ensoñaciones forjadas en su sistema nervioso artificial. Esto es posible gracias a una cualidad propia de la droga que, al ser inyectada cibernéticamente, no solo afecta la psiquis del consumidor, sino también se convierte de inmediato en una suerte de sistema de posicionamiento físico, permitiendo una observación casi omnisciente, por dentro y por fuera, del androide en cuestión. Pero también ha sido posible gracias al extenso alcance que el Laboratorio JOLX posee, pues dispone de cámaras no solo en las calles del sector, sino también en el interior de algunos edificios públicos, como el Mercado Inorgánico, y en otras zonas intersticiales donde suelen reunirse los adictos al CRX.

Rebeca nota en una de las pantallas inferiores un mensaje de Serge, ubicado en otra oficina del laboratorio: ¿Estás? Rebeca escribe una respuesta: Estoy ocupada. Serge responde: ¿Tienes un minuto para hablar? Rebeca titubea antes de escribirle: Dime. La respuesta de Serge se demora en llegar. Rebeca bebe un segundo sorbo de té, cuidadosamente, evitando otra quemadura. La respuesta de Serge llega al fin: ¿Crees que nosotros también somos parte del experimento de observación? ¿Que otro practicante en este mismo laboratorio nos esté observando, llenando un acta con nuestras actividades? Rebeca, nerviosa, responde: No lo creo. Luego nota en una de las cámaras a un sujeto que camina nerviosamente por uno de los callejones del sector C05. Parece alterado y pronto se detiene detrás de un contenedor de basura. Entonces le escribe a Serge: Tengo que irme, y comienza a tomar notas en la segunda página del acta:

Acción: VA25 es poseedor de un vial de CRX, el cual consume escondido detrás de un contenedor de basura. En ambos brazos posee puertos cibernéticos —por lo menos cuatro en cada uno—, e inserta la boquilla del vial en uno de esos puertos (el segundo del brazo izquierdo). El CRX tarda un par de segundos en hacer su efecto, y las reacciones exteriores son evidentes: VA25 se sacude ligeramente mientras su rostro se enerva, mostrando una relajación inusual en los músculos de la mandíbula. Luego de dos minutos, en sus brazos y en su cara comienzan a esbozarse las llagas propias de la canalización de la droga. Las llagas se hacen progresivamente más notorias, y al igual que otros sujetos observados, tras siete minutos VA25 abre la boca excesivamente, como si bostezara o pretendiera atrapar una gran bocanada de aire, revelando su dentadura, un ferrocarril de metal cariado. A los ocho minutos se ve cómo un grito aparece en el rostro del sujeto cuando la mandíbula ya casi se desencaja, y las piezas dentales empiezan a tiritar, sin tocarse del todo. Pronto se le afloja la boca en un gesto flácido, y sus ojos acuosos se mantienen abiertos, sin pestañear y sin mirar a nada en específico. Lo que ve no son los muros que lo rodean, sino el “sueño del CRX”, en este caso un sueño que descomprime y exporta los deseos irrealizados más profundos de VA25. Diez minutos. Ahora, mientras las imágenes se reproducen, a ratos ininteligibles y a ratos nítidamente sobre una ventana holográfica lateral, el androide comienza a llorar. VA25 cuenta, es evidente, con lágrimas artificiales incorporadas en su programa. Tras dos minutos de proyección, fallece: sus funciones vitales se apagan, y desde el borde inferior de sus ojos, ahora una masa de repugnantes llagas, las lágrimas acumuladas se desbordan mansamente; mientras la boca, con los labios, también heridos y henchidos de espuma, esboza una sonrisa sencilla, que expresa satisfacción y paz.

Proyección: sueño, al menos inicialmente, en blanco y negro. Una aeronave sobrevuela el paisaje artificial de Ceres, que ha sido arrasado por un diluvio. Los cráteres ahora son gigantescos pozones de agua y la ciudad de Cerealia ha desaparecido bajo el lago del cráter Occator (la punta de la Torre Varlotta apenas se asoma por sobre el agua). Interferencia. Al interior de la aeronave, en el asiento trasero, una mujer de cabello salvaje e intensos ojos verdes —el único elemento a color del sueño— está a punto de parir. La pantalla se va a negro. Lo que se observa ahora es un resplandor al final de un túnel, y una voz masculina a lo lejos diciendo “puja”. La luz comienza a expandirse a medida que la imagen avanza a través del túnel: entonces unas manos cubren la imagen y se oye el llanto de un bebé. La mujer de ojos verdes lo arropa con sus manos y lo acoge entre sus pechos.

Interpretación: Se hace evidente que el recién nacido es VA25. Él, un ser artificial, gracias al sueño del CRX ha podido convertirse en un ser orgánico, no nacido de la tecnología, sino de la naturaleza. La sonrisa final resulta asimismo bella por el simple hecho de esconder sus espantosos dientes de metal corroído.

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Hasta que lo lograste, viejo, dice Segovia, agitando inútilmente su manota metálica, como tratando de espantar a una mosca invisible en el holograma de la orden policial que se proyecta desde el reloj de bolsillo del detective Zelán. Me tomó una semana, dice el detective; los periplos burocráticos, de aquí a Neptuno, siguen siendo los mismos. Segovia, a regañadientes, se hace a un lado. Pasa, le dice, ya sabes dónde queda su oficina. Zelán guarda el reloj y, esbozando una sonrisa mordaz, vivaracha, traspasa el antro ensombrecido, escoltado por el ampuloso contorno de dos metros y medio que es Segovia.

El local está abarrotado. Hay androides harapientos tomando aceite sin refinar y algunos pseudo-orgánicos aquí y allá, con sus dedos firmes y pegajosos en los vasos de LP. La luz es azulina en el sector de la barra y rojiza en el sector de las mesas metálicas, empotradas en un suelo elastómero de color indistinguible —las luces contrastantes de los focos tiñen implacablemente todo el lugar—. Hay androides asexuados y aburridos apoyados en los pasillos y puertas, esperando que la banda suba a tocar al escenario —una tarima circular en medio del bar, atravesada por un cilindro cristalino de luz verdosa—, pero no hay indicios de que eso vaya a suceder aún. Algunos ven pasar al detective Zelán, que avanza cuidadosamente entre las mesas hacia la oficina de administración. Hay una pseudo-orgánica que, al cruzar sus ojos con los de él, le sonríe, pero es una sonrisa refractaria, a medio camino entre la humorada y el desprecio. El ruido de la música, riffs distorsionados de guitarras e impetuosos sintetizadores, no le permite a Zelán oír sus propios pensamientos. Apenas franquea los baños, accede al frío de la parte trasera del local, un espacio de aire viscoso y luz tétrica donde solo brilla una gran puerta metálica. El detective se detiene y mira por sobre su hombro a la silueta titánica detrás de él. Adelante, dice Segovia; ya le avisé de tu visita a través de mis transmisores. El detective asiente y presiona el botón de apertura en el panel iluminado. La puerta, tan gruesa como la mano de Segovia, se desliza hacia un lado.

Entonces la ve.

No tiene piernas: sus cuatro tentáculos metálicos, que sobresalen por debajo de su ceñida cintura, actúan de soporte, elevando su torso liso por encima de un amplio escritorio mineral. Viste una chaqueta de cuero blanca y ajustada sobre sus pechos planos, y su cuello, alto y esbelto, soporta una cabeza manifiestamente ovalada que luce un orgulloso rostro de piel rugosa, oscura, con templados ojos verdes y labios retranqueados, chupados por la falta de dentadura. Su cabello —de un ligero tono ámbar, casi blanco— lo lleva peinado hacia atrás, rígidamente, ajustado por un cintillo metálico que remata en un severo moño de abuela. Al verlo entrar, sus tentáculos se apoyan ansiosos, ligeros, en el suelo, alzándola por sobre él, como si fuera una reina antiquísima, una deidad prehistórica, un ángel caído de la raza inorgánica.

Hola, Goldie, dice el detective.

Tavo, querido, dice ella. Ven, toma asiento.

El detective se deja caer en la silla ante ella. Se siente —es inevitable— disminuido, como un animal temeroso a punto de ser regañado por su amo. ¿Qué te trae por acá?, dice ella, casual. Tú sabes a qué vengo, Goldie, responde el detective. Ella sonríe. Es, por supuesto, un decir: Goldie no tiene sonrisa. Sus encías cauterizadas son una goma negra sin dientes, que se asoman por debajo de sus labios arrugados. Goldie deja escapar un chillido que pretende ser una risita, y luego, divertida, comenta: Claro que lo sé, querido. Pero eso no quita que tú debas decirlo de todos modos. Zelán saca su cajetilla. ¿Puedo?, pregunta asomando el filtro de un cigarro. Tú sabes que no me gusta el humo, dice Goldie; sin embargo, la pregunta denota sometimiento, y eso parece agradarle. Entonces, con un manotazo al aire muy femenino, le dice: Adelante, querido, pero no arrojes el humo cerca de mi cara. El detective enciende el cigarro; luego deja el encendedor y la cajetilla encima del escritorio mineral, de un tono tan blanco como la chaqueta de cuero de Goldie. ¿No le vas a pedir a tu lacayo que vaya por un trago?, dice Zelán arrojando el humo hacia Segovia, parado a un costado de la puerta. Goldie suelta otro chillido festivo, pero Segovia, rígido, deja salir un gruñido reprobador. Segovia, querido, dice Goldie, tráele un vaso de licor pétreo a Tavo, y un vasito de aceite refinado para mí. Segovia vuelve a rezongar, pero el detective escucha cómo sus grotescas pisadas metálicas se alejan por el pasillo, chasqueando.

Sin la presencia de Segovia, el detective se siente un poco más tranquilo, pero no del todo. ¿Ya llegaste al punto en que debes beber aceite?, le pregunta a Goldie. Hace años que mi cuerpo es más máquina que carne, responde ella. Y ahora, querido, te repito la pregunta: ¿qué te trae por acá? Zelán le da una calada al pucho y suelta de inmediato el humo. Tu nueva droga, dice entonces; ya he encontrado veinticinco cuerpos, entre androides y pseudo-orgánicos. Se está transformando en un problema, Goldie, dice el detective. Un problema, replica ella, que en apariencia nada tiene que ver conmigo. Sus labios rugosos se contraen ligeramente: quiere sonreír, pero se contiene. La situación, es evidente, la divierte muchísimo. Tiene que ver, dice Zelán, un poco encrespado, porque me llenas de trabajo a mí y estos son mis últimos días en terreno. Oh, exclama Goldie, y deja pasar unos segundos. Sus tentáculos se mantienen firmes en el suelo cuando pregunta: ¿Te retiras? No, no: me han ascendido, dice el detective, más rápido —se da cuenta apenas pronuncia las palabras— de lo que hubiera querido, y luego aspira el cigarro hasta que crepita. Goldie, avivada, esbozando media sonrisa, le dice: Tavo, querido, eso no es lo que yo he oído.

Ambos permanecen en silencio por un momento, muy atentos a las reacciones del otro. El detective apaga el pucho en su bota (no hay cenicero en la oficina de Goldie) y luego guarda la colilla en uno de los bolsillos de su abrigo. Se oyen los enérgicos pasos de Segovia por el pasillo, y Zelán palpa suavemente el revólver piroclástico debajo de su sobaquera. Goldie, dice el detective: no sigas distribuyéndola. Te lo pido como un favor. ¿O sino qué?, dice ella en un tono ligero, ameno. O sino vas a obligarme a intervenir, responde Zelán. Goldie suspira —es un suspiro meditado, casi teatral— y dice: Tavo, querido, ¿qué importancia tiene para ti? ¿Si ya vas de salida? Segovia entra en la oficina y su enorme brazo deposita dos vasos sobre el ancho escritorio, uno de un líquido muy claro y otro de un líquido oscuro y vaporoso. Me importa porque me molesta, dice Zelán cogiendo el vaso de LP y, acercándolo a su rostro, agrega: no me gusta que expongas a Ruth a ese tipo de cosas.

Ahora Goldie suelta un chistido más explícito y uno de sus tentáculos se despega del suelo. Se mueve con la gracia de una abultada serpiente cibernética, reptando en el aire hasta alcanzar con sus garras metálicas el vaso de aceite depositado por Segovia. El detective mantiene el vaso de LP cerca de los labios, sin beber, estudiando los movimientos de Goldie. Te recomiendo, dice ella, con una mesura escalofriante, que dejes a Ruth fuera de esta conversación. Al decir eso, su tentáculo se levanta, ondulando suavemente, y alza el vaso por encima del escritorio. Por otro lado, continúa Goldie, también te recomiendo que dejes ir esta investigación. Zelán no dice nada. Ella sigue hablando: Has envejecido mal, Tavo; tus obsesiones te han consumido, y mientras dice esto otro tentáculo se separa del suelo, serpenteando hacia el rostro de Zelán. Ahora Goldie queda soportada por sus dos tentáculos traseros, que se extienden a los lados formando un arco, y las garras del tentáculo que sostiene el vaso de aceite se aprietan, ligeras, hasta que el cristal comienza a trizarse. No me gustaría que nada malo te sucediera, dice Goldie; ya sabes… por los viejos tiempos. En ese momento, las garras del otro tentáculo alcanzan el mentón arrugado del detective y, como si fueran la lengua de un perro, lo saborean fríamente. Ambos —Zelán, Goldie— se miran, inmutables: es una mirada llena de información, de años de mutuo conocimiento.

Entonces el vaso se quiebra.

Desde la garra de Goldie se escurre un líquido denso y viscoso, que deja una oscura mancha caliente en la superficie mineral del escritorio blanco. ¡Pero qué torpe!, exclama ella; debe estar mal calibrado. Una sombra enorme cubre al detective: Segovia se ha arrimado por sobre él y restriega torpemente los restos gelatinosos del aceite con un paño sucio. Zelán, inconmovible, todavía siendo acariciado por las gélidas garras de Goldie, se zampa al seco su vaso de licor pétreo y, poniéndose de pie, apartándose del tentáculo, dejando a propósito el encendedor y la cajetilla encima del escritorio, a un lado de la mancha pegajosa, se despide: Ha sido un placer, Goldie. Ella, aleteando su tentáculo juguetonamente mientras el detective se aleja por el pasillo lóbrego, responde levantando la voz: Te equivocas, querido; el placer ha sido todo mío.

·

Hoy estuve con tu padre, cariño.

La voz de Goldie suena distante. Ruth, indiferente, mira por fuera de la ventana polarizada. La aeronave, conducida por Segovia, sobrevuela el edificio de la TMI, la Torre del Mercado Inorgánico, uno de los sectores más populares de Cerealia, por encima del nivel C15. El área de exhibición se despliega sobre un amplio atrio en medio de la torre y también en los balcones que sobresalen como voladizos, revelando los tupidos puestos de feria, imposibles de ubicar en las herméticas calles inferiores. Estos puestos —brillantes muretes reticulados, colmados de máquinas y microchips, prótesis metálicas y puertos cibernéticos de repuesto— son abordados por miles de androides y no pocos pseudo-orgánicos. A la distancia, para Ruth todos parecen iguales: se le hace imposible reconocer a qué género pertenecen, si emulan ser hombres, mujeres, hermafroditas o qué.

Míralos, dice Ruth; se mueven inconscientes de su propia condición de insectos.

Goldie la ignora y continúa hablando: Se veía viejo, tu padre, poco sano... te mencionó, ¿sabes? Ruth, haciendo una mueca incrédula, deja de mirar por la ventana durante un breve instante. ¿Ah, sí?, dice. Sí, dice Goldie; estaba preocupado, tu padre. Ruth emite una exhalación incrédula. Por favor, dice. En serio, responde Goldie. Él cree que no deberías inmiscuirte en mis negocios. Ya, dice Ruth. ¿Y tú qué crees? Goldie acomoda sus tentáculos, entrelazándolos por debajo del asiento de cuero mineral: Yo creo que si vas a ser mi sucesora, tienes que acompañarme en reuniones como esta.

A medida que la aeronave comienza a descender, se perciben con mayor nitidez los desaliñados androides de los barrios marginales y los cíborgs angustiados que abordan los puestos en busca de implantes cibernéticos que puedan satisfacer sus carencias instintivas. Van usualmente solos, o a veces acompañados por mohosos androides proletarios, los cuales se sientan a esperar en bancos herrumbrosos, hablando entre ellos de asuntos abstractos, distraídamente, con voces distantes y metálicas que comparten la aspereza del contexto que los rodea, como si las palabras, a medida que salieran de sus bocas oxidadas, se fueran derritiendo en el aire como pedazos de acero al rojo vivo. Algunos se mantienen solos, haciendo un esfuerzo chirriante por quedarse inmóviles, otros expresan una laxitud inorgánica que los hace parecer como si nunca más fueran a moverse. Los puestos de Noósfera, atestados, se ven como pequeñas cajas negras sobre un tablero cuadriculado, ocupando los extremos del edificio: la población de industriosos androides se para en fila, aburridamente, a esperar su turno para escapar de la sucia realidad material y abstraerse en las ficciones de la realidad cibernética.

Segovia aterriza el vehículo en medio del espacio abierto. La multitud, reconociendo a sus ocupantes, se hace a un lado temerosamente. Segovia baja de la aeronave, con un maletín metálico en una mano, y abre una puerta trasera con la otra. De ella se asoma un grueso tentáculo que se apoya con fuerza en el suelo de acero desnudo. Tres tentáculos más brotan por completo y, como una araña que emerge de su guarida nocturna, el cuerpo de su dueña asciende por sobre la masa inorgánica. Lleva lentes fotocromáticos y su cabeza se yergue en alto como si transportara el peso de un cántaro mineral invisible. Desde la multitud pavorosa se oyen voces, susurros apagados que dicen: Es Goldie. Ruth, impresionada por el efecto que produce la reina de los tentáculos, desciende por la misma puerta, pero a pesar de su belleza pseudo-orgánica, es ignorada por la muchedumbre de cíborgs y androides. Pronto son escoltadas por Segovia hacia una oficina en el extremo norte de la torre, y la multitud se va abriendo paso a medida que avanzan. Segovia va adelante, y si algún desafortunado inorgánico no se percata de la comitiva, recibe un impetuoso manotazo que llega a desestabilizar sus circuitos internos.

El ambiente de la oficina difiere del ajetreado mundo del mercado: es, se diría, elegante, pero solo en comparación con el burdo espectáculo exterior. Contiene un tosco mobiliario metálico que se va formando mediante pliegues en el suelo y en los muros, y sus ventanales le dan la espalda a la feria y miran hacia las torres adyacentes. El candidato Verger, sentado junto a su jefa de campaña, espera inquieto en uno de los sillones metálicos más amplios, agitando una pierna impacientemente. Está rodeado por tres guardias de seguridad, todos armados con rifles piroclásticos. Apenas Segovia entra en la oficina, los guardias no dudan en apuntarle al coloso de metal; solo bajan tenuemente sus armas cuando ven pasar a Ruth —que, vestida con un traje elastómero blanco y ajustado, produce el golpe de efecto que antes había fallado en la multitud inorgánica—. Sin embargo, cuando Goldie hace su ingreso, los guardias, pavorosos, vuelven a levantar sus rifles; uno de ellos incluso quita el seguro.

¿Esta es la manera apropiada de recibirme, querido?, dice Goldie.

Verger, un poco abochornado, hace un gesto con la mano para que los guardias bajen las armas. Por un momento, las partes reunidas se amoldan, todos incómodos, alrededor del mobiliario de la habitación. Goldie se mueve con un meneo insectil y se detiene a la altura de un ventanal que mira a las torres del nivel C15. Su perfil, contra el sol radiante que golpea a la roca mineral de los edificios, se dibujaba como la silueta de una elegante tarántula de cuatro patas. Verger se desabotona la chaqueta y dice: Quiero oír tu propuesta, Goldie. Es difícil discernir la expresión facial de ella contra el resplandor difuso del sol, pero su voz suena aparatosa y decepcionada cuando dice: Después de todos estos años, ¿te diriges así a mí, directo al grano? Los soldados se balancean inquietos sobre sus botas; Rama cruza las piernas; Segovia se para detrás de ellos mientras Ruth se mantiene de pie, a la derecha de Goldie. Verger, tenso, se aclara la garganta antes de decir: Disculpa. ¿Cómo has estado, Goldie? Ahora se oye una risita divertida, y el torso oscuro contra el fondo blanco se mueve al ritmo de la risa. He estado como me ves, dice Goldie, abriendo un poco los brazos, indicando su aparatoso cuerpo. Luego pregunta: ¿Y tú, querido? Verger, todavía sentado, vuelve a abotonarse la chaqueta. Acá, dice, lidiando con un problemita económico. Goldie hace un gesto hacia Segovia y este deposita en la mesa el maletín metálico. La solución a tu problemita, indica Goldie, y Verger, inclinándose hacia la mesa, lo abre, examina cuidadosamente su contenido y luego, evidentemente satisfecho, lo cierra. Pero su expresión aliviada pronto transmuta en unos labios encogidos y unos ojos entornados. ¿Y qué quieres a cambio?, pregunta. Los tentáculos de Goldie comienzan a avanzar con un movimiento elegante y mecánico, y se acercan al candidato. Los guardias vuelven a levantar las armas, y ella, deteniéndose ante Verger, un poco por encima de él, comenta: Diles que si vuelven a apuntarme, será la última vez. Verger, manteniendo la calma, vuelve a hacer el gesto para que bajen las armas. Entonces Goldie dice: Me gustarían dos cosas. Verger, atento, asiente. Primero, dice Goldie, me gustaría que, en caso de que ganes, hagas la vista gorda a algunas de mis inversiones en los niveles superiores, particularmente mis negocios con el Laboratorio JOLX. Verger asiente de nuevo y dice: Puedo hacer eso. Bien, dice Goldie. Segundo, me gustaría que, en el debate de la próxima semana, reconozcas públicamente los crímenes de tu padre.

Hay un silencio tenso, que Rama decide quebrar: Eso es complejo, dice; sería intervenir directamente en nuestra estrategia de campaña. ¿Y qué estrategia es esa?, pregunta Goldie en un tono festivo y jactancioso. Si bien queremos evitar nombrar al coronel, dice Rama, no nos gustaría distanciar demasiado la figura de Aldo de la de su padre. Después de todo, agrega, estamos apelando a los votos orgánicos tanto como a los inorgánicos. Goldie suelta una carcajada aguda, como un relincho, y dice: Pero qué visión más limitada. Y mirando a Verger, dice: Es evidente que los otros candidatos van a golpearte por ahí en el debate, ¿no te parece? Todos guardan silencio. Goldie, alborozada, remata: Deberías haberme contratado a mí como jefa de campaña, querido. Por un momento Verger, que había mantenido una actitud tensa y constreñida, se relaja y suelta una risotada. Y ese relajo contagia al resto, quienes ríen forzosamente con él. Entonces pregunta: ¿Por qué, Goldie? ¿Por qué quieres que hable de mi padre?

Goldie dobla sus articulaciones, sosegadamente, y se pone a la altura de él. Se quita los lentes fotocromáticos, revelando unos límpidos ojos verdes, y mira a Verger cara a cara. Siempre tuviste lindos dientes, le dice, y ante la mirada perpleja del candidato agrega, suspirando: qué corta, qué ingrata es la memoria. Dice esto con voz más grave, una inflexión menos aguda que la habitual, y con ese mismo tono prosigue: Te conozco desde que eras bebé; yo cambié tus pañales, estuve ahí cuando diste tus primeros pasos, cocinaba los platillos que te gustaban cuando no querías comer el menú del día. Por las noches, cuando tenías miedo, tocabas mi puerta y yo te acogía en mi cama, y dormíamos juntos, abrazados, hasta el amanecer. Entonces, todavía dormido, yo volvía a dejarte en tu habitación, para que el coronel no se enfadara porque habías pasado la noche conmigo. Él era… —por un momento la voz de Goldie se quiebra, revelando una insólita fragilidad—, era muy severo. Verger, evidentemente conmovido, le dice: Él era un cabrón hijo de puta. Goldie asiente y, mientras lo hace, sus tentáculos comienzan a serpentear. Los guardias se ponen nerviosos cuando sus tentáculos se tensan y ella asciende por sobre el candidato. Pero mírame ahora, Aldo, dice ella. Verger no puede, no quiere levantar la vista. ¡Mírame!, chilla Goldie, exponiendo abiertamente sus encías negras, desdentadas, y al mismo tiempo que Verger alza los ojos, un alterado guardia apunta hacia ella con el rifle. Grave error: uno de los tentáculos de Goldie, casi por acto reflejo, atraviesa su rostro, hundiéndose como una lanza en la carne blanda; luego el tentáculo lo zamarrea y azota su cabeza contra el maletín en la mesa. Entonces las garras metálicas se abren, de golpe, y la parte trasera del cráneo, soltando un crujido repugnante, explota encima del maletín, dejando la superficie metálica colmada de grumos ensangrentados y pedacitos de una repulsiva masa orgánica.

Apenas sucede todo esto, enormes brazos metálicos arrancan los rifles piroclásticos de las manos de los dos guardias restantes. Segovia, cual gorila primitivo, los apalea contra el suelo como si fueran de juguete, y los rifles, estropeados, quedan torcidos sobre sí mismos a la manera de modernas esculturas de acero. Inmediatamente después, Segovia agarra por el cuello a ambos guardias y, subyugándolos, los obliga a ponerse de rodillas mientras que Rama, espantada, se pone de pie y se aparta de Verger y del maletín salpicado de sangre. El candidato, por su parte, sigue mirando hacia arriba, hacia Goldie, quien, en un tono ingrávido, libre de afectación, le dice: Tu padre me convirtió en lo que soy, ¿y tú me preguntas por qué quiero que hables de él en el debate?

Verger, indeleble, recoge el maletín. Los grumos orgánicos, como pedazos de crema roja, cuajada, se deslizan hacia el suelo. Haciendo un gesto a Rama, anunciando su salida, responde: Está bien, Goldie. Segovia afloja sus gruesas manos y los dos guardias, tosiendo, sofocados, se alejan del titán. La comitiva del candidato —menos el guardia de la cabeza reventada— se retira de la sala. Entonces Ruth, que había permanecido apartada de la escena, todavía cercana al ventanal, se acerca a la tarántula metálica que, satisfecha, examina el resultado de su intervención. Mamá, dice Ruth, ¿era necesario tanto escándalo? Goldie vuelve a ponerse sus lentes fotocromáticos y responde: Claro que lo era, cariño; hay que mantener intacto el miedo que nos tienen los orgánicos. Si no, ¿cómo vamos a esperar que respeten nuestros acuerdos?

Tercera semana: debate

Visto a la distancia, el Estadio de Zaibol de Cerealia fulgura como un diamante.

Ubicado en el nivel C70 —lo más bajo que algunos candidatos han descendido en su vida—, el estadio corona la azotea de una de las torres más antiguas de la ciudad. Está, por primera vez, lleno: más de cincuenta mil espectadores se reúnen en sus butacas de elastómero azul, y la cancha de zaibol ha sido modificada instalando una extensa plataforma metálica con un fondo mineral dorado, donde se ubican los cuatro candidatos, todos orgánicos, todos mayores de setenta años, a excepción de Verger, que se planta nerviosamente detrás de su estrado en el extremo izquierdo de la tribuna.

Este es su punto de vista: adelante, miles de rostros indistinguibles de orgánicos y pseudo-orgánicos con implantes básicos —entradas de puertos cibernéticos y una que otra prótesis, que perfectamente los harían pasar por orgánicos en cualquier otra muchedumbre—; a los costados, por sobre cada rampa de acceso, tres vastas plazas abiertas que revelan frondosos jardines, inconcebibles en los niveles inferiores, colmados de arbustos otoñales y espesas selvas frutales donde los orgánicos, bajo sombras rojizas, se reúnen a esperar el inicio del debate fumando sus cigarros de tabaco perfumado; arriba, hologramas oscilantes con imágenes fantasmales de los cuatro candidatos, todos sonrientes, todos con dientes perfectos, vagando indiferentes en el cielo, por sobre la multitud, en medio de las luces añiles de los focos, que encandilan a Verger con el mismo resplandor difuso que unos días antes envolvía el cuerpo arácnido de Goldie. Más allá de todo, la silueta borrosa, apenas visible, de los edificios más altos de Cerealia, lujosas torres de alturas misceláneas, algunas cuadriformes, otras tubulares, unas pocas puntudas, con forma de estalagmitas, pero todas intentando alcanzar vanamente las estrellas intangibles de la noche cerealina.

En el microaudífono en su oreja izquierda, Verger oye la voz de Rama, más grave de lo normal, que le dice: No permitas que esa abrumadora visión apoque tu carisma. Verger asiente, agitando impasiblemente la cabeza, sin saber si lo hace en respuesta a Rama o para darse ánimo a sí mismo.

Una banda sonora de bajos y sintetizadores da a entender que el espectáculo está por comenzar. Los orgánicos en las plazas aplastan sus cigarros y, sin recogerlos, se dirigen como una masa uniforme hacia sus puestos en las butacas. Los candidatos se miran de reojo, algunos sonríen sarcásticamente; Verger, en cambio, se mantiene serio, apretando la mandíbula. La moderadora —una periodista orgánica de tez negra y traje plástico rojo— se planta delante de ellos y, a través de un potente micrófono de solapa, anuncia en tono enfático, grandilocuente, el comienzo del debate. Luego presenta uno a uno a los candidatos, amplificando el tono ampuloso, como buscando transmitir subrepticiamente que ella posee una superioridad moral mayor que la de los políticos interpelados. Al presentar a Verger, la multitud reacciona con la misma indiferencia que él sintió el primer día de campaña, cuando atravesaba con su nave alegórica el nivel C75 —solo cinco niveles, veinticinco metros, por encima de donde se encuentra ahora—.

Si bien el debate inicia con una breve ilusión de compadrería, con bromas amenas entre uno y otro candidato, la acidez de los más viejos no tarda en expresarse, borrando toda moción de deferencia con una violencia corrosiva. No pasan ni cinco minutos antes de que el candidato de la PLOC —el Partido Liberal Orgánico de Cerealia— introduzca, durante la respuesta a su primera pregunta, el asunto del coronel Verger. Y si bien la moderadora tira de las riendas (“limítese a contestar la pregunta, candidato Mafud”), a medida que transcurre el debate, cada uno de los candidatos le pega, a su manera, una puñalada furtiva a Aldo Verger. La figura de su padre cuelga durante todo el debate, como la amenaza de una tormenta a punto de reventar, y aunque su voz se oye inflexible, casi flemática durante todas sus respuestas, Verger se siente extenuado, sudoroso, desfasado de su cuerpo. Cada vez que menciona sus planes de formar programas en apoyo a una mejor calidad de vida inorgánica, se oyen risotadas señoriales de sus pares y algunos chiflidos esporádicos desde la multitud. Apenas logra escuchar la voz de Rama, que suena como un zumbido molesto y lejano en su oído izquierdo. Entonces, laxo, entregado, se saca el microaudífono y respira una profunda bocanada de aire. Todos los ojos están sobre él y la moderadora, levemente irritada, le dice: Es su última pregunta, candidato Verger. ¿La va a responder o no? Con una confusión —casi un golpe de adrenalina— que lo encrespa, Verger dice: ¿Podría repetirme la pregunta? Oye de nuevo las risotadas de sus pares, pero a estas alturas de la noche ya le resbalan y, concentrado, con el ceño fruncido, escucha las palabras de la moderadora, que dice una vez más: El número de ciudadanos inorgánicos sube vertiginosamente, mientras el nivel de satisfacción de los orgánicos baja en picada; la división entre ambos grupos es, por primera vez, alarmante. ¿Qué opina usted de este dilema?

Por un instante, Verger se sorprende por la ligereza de su mente, por la distancia inexacta que hay entre él y la efervescente multitud. Sabe, con una claridad que lo estimula, que quieren ver sangre correr, y por eso, abandonando todo atisbo de apariencia y de virtud ficticia, apoyándose con ambas manos en el metal frío de su estrado, se planta firme ante su propia desidia y, en un tono de inquietante certidumbre, con potencia inequívoca, dice: Yo no veo una división entre orgánicos e inorgánicos. (Se oyen risas, sí, pero él ya no las escucha: solo la inflexión de su propia voz reverbera en su cabeza, en todo su cuerpo, y así es precisamente como continúa declamando): la división que yo veo es entre los orgánicos e inorgánicos que quieren ver a Cerealia dividida, y el resto de nosotros, que buscamos el sentido cada día, que tratamos de prevalecer por sobre nuestras propias limitaciones. Lo veo en las promesas demagógicas de mis pares, acá al lado, dándoles su palabra descaradamente para mantener el estado de las cosas; y lo vi de igual forma hace una semana, durante el desfile de mi campaña, en los rostros orgánicos aburridos, afligidos por las mismas promesas vanas de siempre: son los mismos rostros que hoy veo ante mí. Lo vi, sin ir más lejos, hace unos días, cuando visité el Mercado Inorgánico y observé las filas interminables que hacían los androides y cíborgs para poder abstraerse, aunque sea por unos minutos, en los módulos de Noósfera y con las drogas cibernéticas que corren descaradamente por las calles de los niveles inferiores. Díganme ustedes —interpela con una mano extendida a la muchedumbre, aprobando el silencio deferente que ahora se ha posado sobre el estadio— si no se han sentido así alguna vez, como un inorgánico, haciendo esa fila, siendo aplastado durante el día, o todos los días, por el peso de las gigantescas torres de Cerealia sobre sus cabezas, que no es otra cosa que el peso de su propia interioridad siendo despojada por una entidad invisible. Díganme si no han sentido la impotencia de que nadie, ¡nadie!, pudiera ayudarlos, sacarlos de su hastío, porque están solos, completamente solos, casi muriendo de soledad, porque son parte de una aglomeración sin nombre, sin precedentes, una masa orgánica anónima que sufre por la misma causa que sufren sus pares inorgánicos. Nuestros antepasados vinieron a este planeta enano, a este asteroide, como le llaman despectivamente algunos orgánicos poderosos, expandiendo sus horizontes galácticos, fundando con sangre, sudor y lágrimas esta ciudad, ¿y qué hacemos nosotros? Vivimos con una creciente sensación de rabia asalariada que se acumula en la boca del estómago, mientras nuestras vidas transcurren en una falsa calma exasperante. Todos ustedes —y vuelve a levantar la mano, vuelve a llamar al público sacudido por sus palabras—, orgánicos e inorgánicos, luchan sus pequeñas batallas personales, íntimas, diariamente, tratando de subsistir. Todos ustedes —y ahora baja las manos, baja los ojos, porque sabe que los ojos de la multitud ya se aferran magnéticamente a él—, todos ustedes saben lo que hizo mi padre, el coronel Alex Verger. Todos ustedes saben que él torturó durante años a empleadas inorgánicas y pseudo-orgánicas en la privacidad de nuestro hogar, y que ese hombre, mi padre, lo hizo porque se sabía amparado por su posición de privilegio. Muchos me han preguntado si yo sabía algo al respecto, y yo les respondo ahora lo mismo que he dicho siempre: no, yo no sabía. No tenía cómo: era solo un niño. Pero ese niño que creció con esas mujeres, luego mortificadas, y que consideraba a una de ellas como su propia madre… —y acá su voz se quiebra y adquiere una inflexión emotiva que, juicioso, contiene, aclarándose la garganta—, ese niño ahora es un hombre, el mismo hombre que se para hoy ante ustedes y les dice: yo no soy mi padre. Yo no soy ni seré uno de los que depreden y despojen salvajemente a esta ciudad y a sus ciudadanos, independiente de su condición, sean orgánicos o inorgánicos. Yo soy uno de miles, de millones, que busca edificar el futuro de Cerealia, el cual solo podrá ser construido si dejamos de lado nuestras diferencias, si dejamos de lado nuestra individualidad y acogemos al pseudo-orgánico que nadie quiere contratar en los niveles superiores porque tiene implantes cibernéticos; al inorgánico de dientes metálicos que, al igual que ustedes, solo busca un abrazo incorpóreo en los circuitos virtuales de la Noósfera; al orgánico que día a día recibe la burla jocosa, en forma de indiferencia, por parte de los poderosos. Para ellos, para gente como mi padre, para gente como los candidatos de aquí, a mi lado, que durante todo este debate se han burlado del coronel, pero hace solo unos años todavía le palmoteaban extáticamente la espalda, en medio de puros y licores y risotadas, en el Senado o en las oficinas de sus partidos políticos, para ellos, tengo un mensaje: retírense, son una especie en extinción. ¡El futuro de Cerealia ya está aquí, y somos nosotros!

Por un instante, dos o tres segundos, hay un silencio estupefacto en la multitud. Y durante ese breve momento, Verger puede oír el ruido de su propia respiración agitada dentro de su cabeza. Entonces, los llama: levanta las manos, como un predicador, con la vista borrosa por el sudor, sintiendo el delirio contenido en sus caras atónitas, desfiguradas, sintiendo los ojos difusos, deslumbrados, fijos en él. Y, en ese momento, el silencio se quiebra, como una fisura violenta, como si el despertar de los aplausos se hubiese endurecido aun más en el frágil cristal del mutismo, y boquiabierto ante el esplendor, ante la sublimación del momento, el candidato Verger se entrega a los gritos y ovaciones que lo envuelven estruendosamente, y lo acunan, al igual que Goldie lo acunó alguna vez en el calor de su seno, cuando todavía era un niño pequeño.

·

Desde la pantalla holográfica, la imagen del candidato Verger se proyecta en tres dimensiones por encima del fino escritorio de metal bruñido. El Dr. Jolx, echado hacia atrás en su asiento de goma mineral, acariciando su tersa barba blanca, escucha con atención el cierre final del candidato. Rebeca, de pie al otro extremo del escritorio, observa alternadamente la imagen de Verger —un intenso holograma de un metro y medio de altura— y al Dr. Jolx, lacónico, esperando que se digne a dirigirle la palabra. Solo una vez que el discurso concluye, el Dr. Jolx apaga la pantalla con un gesto irreverente, no muy propio de su estilo parsimonioso, y mirando a Rebeca, le dice: Tome asiento, señorita Mara.

Rebeca se acomoda en la silla de goma mineral, que rechina sordamente cuando ella hunde ambas manos en el regazo de su falda azulina. El Dr. Jolx, pensativo, junta ambas manos sobre su boca, apoyando el mentón entre los pulgares e índices, y la mira fijamente. ¿Me mandó a llamar, doctor Jolx?, dice ella. El doctor asiente. Quería discutir con usted un par de cosas, dice, alejando las manos —todavía unidas— de sus labios y dejándolas quietas sobre el escritorio. Rebeca mantiene una actitud serena cuando responde: Usted dirá, doctor. Desde el contorno del ojo, ella puede percibir la estela fantasmal que dejan las aeronaves al pasar velozmente por fuera del amplio ventanal de la oficina. El Dr. Jolx pregunta: ¿Cuál es su relación con el Sr. Cohen? Sin titubear, Rebeca dice: Somos amigos; estudiamos juntos en el Instituto de Farmacología Cibernética de Cerealia. El Dr. Jolx asiente. Supongo, dice, inclinándose hacia ella, que habrá oído los rumores de su desvinculación. Ella mueve su cabeza en señal de aprobación. ¿Ha podido comentar con su amigo las causas de su despido?, pregunta el Dr. Jolx. Rebeca niega con la cabeza. No, dice, la verdad es que no he podido ubicarlo en ningún lado. Es como… como si se hubiera ido de la ciudad sin avisar. El Dr. Jolx, manteniendo una seriedad impostada, dice: Debe ser la vergüenza, señorita Mara, de haber sido despedido del laboratorio farmacéutico más importante de todo Ceres. Rebeca no responde. Ante su silencio, el Dr. Jolx se permite seguir hablando: Lo cierto, dice, es que el señor Cohen fue despedido por poner en duda el mismo trabajo para el cual había sido contratado. ¿Entiende lo que quiero decir, señorita Mara? Rebeca vuelve a negar con la cabeza. Me temo que no, doctor, dice ella. Él, haciendo un gesto paciente con la mano —un leve aleteo hacia ella con la palma abierta—, le dice: Permítame explayarme. El señor Cohen vino hace unos días, nervioso, incómodo, comentando que estaba teniendo dudas éticas respecto del trabajo de observación que él realizaba. Para ser más preciso: dijo que se le retorcía el estómago cada vez que veía a un androide falleciendo por consumo de CRX. Ahora —el doctor se reclina a gusto en su silla de goma mineral—, yo puedo entender esas dudas, pero, lamentablemente, no las puedo tolerar. Porque, como usted sabe, parte esencial del trabajo es poder abstraerse de tales impresiones emocionales… todo en pos de la investigación científica, por supuesto. En ese sentido, el señor Cohen se parece mucho a usted, pero de forma inversa. ¿Me comprende?

Rebeca, pasmada, se queda mirando al doctor sin comprender lo que quiere decir.

Déjeme ilustrar mi punto, dice el doctor, y pulsa un botón a un costado de su escritorio. Un albor se enciende en la superficie metálica: miles de diminutas pepitas luminosas se desprenden de la base, levitando, y al igual que la imagen del candidato Verger unos minutos antes, ahora la imagen de una de las actas de Rebeca se proyecta en el aire. El Dr. Jolx dice: Tanto el Sr. Cohen como usted han escrito sus actas en un tono de excesiva emocionalidad, contradiciendo los lineamientos que les dicté en el día de su inducción. Es imperativo, y esto debo recalcarlo, no emitir adjetivaciones innecesarias ni tampoco juicios de valor, y sin embargo, usted se da el lujo de anotar: “VA25 abre la boca excesivamente, como si bostezara o pretendiera atrapar una gran bocanada de aire, revelando su dentadura, un ferrocarril de metal cariado…” —e indicando con un dedo a la frase mencionada, las letras que la componen se remarcan de inmediato en negrita—. El doctor prosigue leyendo: “Desde el borde inferior de sus ojos, ahora una masa de repugnantes llagas, las lágrimas acumuladas se desbordan mansamente.” Ante la cara de obstinado estupor de Rebeca, el doctor insiste en su lectura: “La sonrisa final resulta asimismo bella por el simple hecho de esconder sus espantosos dientes de metal corroído”.

El Dr. Jolx baja la vista del documento proyectado a los ojos de Rebeca, y permitiéndose un momento de silencio reflexivo, espera unos segundos antes de decir: ¿Lágrimas que se desbordan mansamente? ¿Sonrisa bella? ¿Espantosos dientes de metal corroído? (Al leer la palabra “espantosos”, su tono denota una ligera irritación.)

Rebeca, sobrecogida, permanece en silencio.

¿Entiende mi punto, señorita Mara?, pregunta el Dr. Jolx. Ella asiente, sin decir nada. De igual manera, prosigue el doctor, también este problema se puede encontrar en otras de las actas escritas por usted. Su tono, permítame decírselo, es demasiado afectado. Así que le vuelvo a repetir: debe remitirse solo a los hechos, a las acciones. Si usted —la apunta, inquisidor, con un dedo— hace sus anotaciones de la forma en que lo hace, no solo está inventando información, sino que también suceden dos cosas: uno, se pierde el foco objetivo de los resultados, y dos, usted misma se involucra emocionalmente con el destino de los consumidores de CRX.

El doctor vuelve a pulsar el botón a un lado del escritorio, y las pepitas de luz desaparecen, como aquietándose en la indiferencia del aire acondicionado. Luego se levanta de la silla, pinchándose el tabique de la nariz con el índice y el pulgar, y arruga la frente. Exuda, de pronto, un cansancio inesperado. Entonces abre los ojos y mira a Rebeca. El señor Cohen, dice con voz templada, hacía exactamente lo mismo que usted en sus actas, pero la diferencia radicaba en la connotación emocional. Usted, evidentemente, desprecia a los androides. Y aunque no lo crea, puedo comprenderlo: yo mismo, sin ir más lejos, siento desprecio por ellos. Pero el señor Cohen, por su parte… —y con un gesto didáctico, abriendo y cerrando la palma de una mano, acariciándose la yema de los dedos, el Dr. Jolx intenta encontrar las palabras adecuadas—, el señor Cohen sentía una empatía, un apego vehemente por las formas de vida inorgánica. Por ende, sus actas derrochaban adjetivos melancólicos, que en última instancia insinuaban sutiles pero contraproducentes juicios éticos hacia nuestra investigación del CRX. ¿Comprende usted ahora —el doctor proyecta ambas manos hacia Rebeca, como ofreciendo un anhelo invisible— lo que quiero decirle, señorita Mara? ¿Comprende usted las razones de la desvinculación del señor Cohen?

Rebeca, abochornada, asiente con la cabeza.

Unas horas después, ya más calmada, observa a duras penas las soporíferas cámaras de observación. Una desgreñada androide, escondida al interior de un módulo de Noósfera en medio de una concurrida calle del sector C05, se inyecta un vial de CRX. La calma con que la androide se hunde en la oscuridad del módulo contrasta con las luces exacerbadas de la calle, que se encrespan cada vez que son atravesadas por el baile frenético de los hologramas.

Rebeca, apagando el monitor, decide ignorarla.

Aburrida, busca una bolsa de té en uno de los cajones de su escritorio metálico negro. Entonces se fija en la notita, un papel amarillo con letra escrita a mano —se le hace raro ver una letra manuscrita en ese ambiente tan cibernético— que dice: Examina el contenido en tu consola personal. El papel está pegado sobre una cajita plástica color café y, en su interior, un minúsculo microchip descansa en el centro del receptáculo.

De noche, en su acotado cuchitril de tres por tres metros, ubicado en una torre de departamentos del nivel C55, Rebeca inserta el microchip en la consola acoplada a su antebrazo. Entonces oye la voz de Serge: Me están buscando, Rebeca. El audio se corta abruptamente, dejando en el aire un vestigio de respiración agitada, y da paso a un listado de tres archivos. Rebeca pulsa el primero. Las pepitas de luz holográfica se elevan desde su antebrazo y proyectan la imagen —grabada por una de las cámaras de observación del laboratorio— de una grotesca figura de cuerpo arácnido, con cuatro tentáculos metálicos en vez de piernas, discutiendo con el candidato Verger y una comitiva de cinco personas más en una oficina del Mercado Inorgánico de Cerealia.

·

El detective Zelán, meditabundo, turbado, mantiene su ceño fruncido durante casi un minuto. Las pepitas holográficas están pausadas en la imagen de Goldie, atravesando con un tentáculo la cabeza reventada de un guardia. Más atrás, en la misma imagen, de pie junto al ventanal, se ve su hija Ruth contemplando impávida la escena.

¿Qué opina?, pregunta Rebeca. Ha pasado todo el día recorriendo los burocráticos niveles del edificio de la PAI —la Policía Asteroidal de Investigaciones—, tratando de encontrar el departamento indicado. En el mesón de informaciones habló con un policía de menor jerarquía, quien la envió a conversar con su sargento y este, por su parte, la llevó al Departamento de Evidencias, donde le dijeron que primero tenía que registrar la información en la Unidad de Delitos Económicos y Políticos; allá, sin embargo, le dijeron que antes la información debía ser procesada en la Unidad de Antinarcóticos y Crimen Organizado, y fue ahí, precisamente, donde por fin dio con un operativo que la escuchó con atención: el detective Zelán, quien ahora se acaricia la barba de tres días, una lija que exfolia la piel añeja de su mano, y que dice: Esta es la pieza que faltaba en mi investigación.

Rebeca, aliviada, asiente.

Con esto, dice ella, usted tiene pruebas suficientes para vincular al Laboratorio JOLX con el candidato Verger y también con esa mujer —Rebeca indica tímidamente a Goldie en el holograma—, la jefa de la mafia inorgánica. El detective mueve la cabeza en señal de aprobación. Luego, suspirando, abre la cajetilla y enciende un cigarro. El humo se esparce en el aire invadiendo el holograma, dándole a la imagen una cualidad vaporosa, casi terrorífica. Chasqueando los labios, el detective le dice: Gracias por su colaboración, señorita Mara; de aquí en adelante me encargo yo. Gracias a usted, dice ella, y levantándose, se dispone a partir, pero el detective la ataja diciendo: una cosa más, ¿tiene dónde esconderse? Rebeca, interrogante, levanta una ceja. ¿Qué quiere decir?, pregunta. Quiero decir, explica Zelán, que debería permanecer oculta durante unos días. Ya sabe: mantener un bajo perfil. Si lo que me dice es correcto, entonces su amigo Serge Cohen duerme con la chatarra.

Rebeca, espasmódica, lo mira sin comprender.

Es… es un dicho callejero, dice el detective. Quiere decir —y acá recula, pasándose la lengua por las grietas de sus labios resecos, intentando encontrar las palabras adecuadas, pero en el último instante decide que la frontalidad simplifica las cosas—; quiere decir que su amigo ha sido asesinado.

Oh, dice ella, y luego baja la vista, echando un vistazo a sus manos. ¿Entonces?, dice Zelán, ¿tiene dónde esconderse? Rebeca niega con la cabeza. El detective vuelve a suspirar. Tome, dice metiéndose la mano al bolsillo del abrigo negro, retirando una tarjeta de circuito impreso; acá está la llave de mi habitación. Tendrá que disculparme: no es muy glamorosa. Queda en el nivel C25, la dirección sale escrita en el extremo inferior de la tarjeta. Yo… no paso mucho tiempo ahí; es un cuartucho que ocupo de vez en cuando. Pero tiene un televisor holográfico antiguo y, bueno, ahí estará segura, de eso le doy mi palabra. Ella coge la tarjeta, asintiendo con la cabeza, y dice: Muchas gracias. Y luego, aturdida, se da media vuelta y avanza un par de pasos lelos hacia la salida. Pero antes de retirarse, se detiene ante el vano de la puerta. Mirando hacia atrás, casi de reojo, agrega tímidamente: Por favor, detective, encárguese de hundir a esos hijos de puta del laboratorio. Él asiente, y apagando el pucho en un cenicero metálico, responde: Deje todo en mis manos, Srta. Mara.

Apenas Rebeca sale, el detective recopila toda la información del caso en un microchip y, trémulo, corre a la oficina del director general. Este lo recibe de mala gana: a priori la aparición de Zelán tan temprano en la mañana le parece inoportuna. El detective inserta el microchip en la consola y la pantalla holográfica proyecta en imágenes sincopadas los distintos documentos de la investigación, que ocupan casi todo el espacio de la oficina. El director general, con el entrecejo plegado, observa las distintas letras y frases que levitan en el aire delante de sus narices. Expláyese, Zelán, dice en un tono de fastidio, y acercando la pipa electrónica a sus labios blandos, agrega: y sea conciso.

El detective se toma su tiempo: expone un despliegue cronológico de los hechos, un soliloquio de cuarenta minutos que termina por enervar al director general. Nada del caso pareciera sorprenderle, como si el financiamiento corrupto de la campaña de Verger, el origen inclemente de la droga en el Laboratorio JOLX y las casi cincuenta víctimas inorgánicas del CRX fueran algo esperable, casi predecible. Como un envite morboso, solo el hecho de que Goldie esté involucrada en la distribución del narcótico pareciera llamar su atención. Y no duda en expresarlo: ¿Así que tu ex está metida en este caso, eh, Zelán? El detective ignora el comentario insidioso y, como un hábil jugador de zaibol, le pasa la pelota con un tiro certero: ¿Cuándo podemos empezar a hacer arrestos?

El director general apaga el proyector de la consola y las imágenes holográficas se desvanecen en el aire. No vamos a hacer arrestos, responde, dándole una calada profunda a la pipa electrónica. No podemos hacer arrestos, aclara, soltando una bocanada nebulosa de vapor. El detective, impertérrito, lo mira sin decir nada. Está esperando que el director general exponga las razones de su negativa, pero como no le explica nada, pregunta: ¿Cuánto le están pagando? Su jefe suelta una risotada y dice: Vamos, hombre, no se lo tome tan a pecho… este es su último mes en esto; mi recomendación es que deje que esta investigación se pierda en la vorágine administrativa de los archivos policiales. El detective respira agitado, como al borde de un ataque al corazón. Cálmese, Zelán, dice el director general; no es para tanto. Tratando de controlar su respiración, el detective retira el microchip de la consola y, cáustico, escupe: Váyase a la mierda, director. Su jefe suelta otra risotada, un poco más impostada en esta ocasión, y en un tono de venenosa calma le responde: Por favor, Zelán; cuide su lenguaje. Esa actitud obsesiva, exacerbada, es la misma que lo llevó a su retiro forzado.

Cuando sale de la oficina, el detective se siente débil y avejentado. Quizás el director tiene razón, piensa, quizás lo mejor es dejar ir este asunto. Pero apenas apoya un hombro, para no desfallecer, en los fríos y burocráticos muros del pasillo, el detective recupera su temple característico. Se acuerda de Rebeca, quien probablemente ya va en camino a su covacha y espera que se haga justicia, y sobre todo se acuerda de Ruth, su hija. Entonces, con un impulso irreflexivo pero diáfano, entiende lo que tiene que hacer. Irguiéndose, enderezándose el abrigo negro, el detective se palpa el microchip en el bolsillo izquierdo y, acomodando el revólver piroclástico en su sobaquera, con una tozudez incisiva, comienza a correr por el pasillo de la placentera oficina del director general, buscando la salida.

·

¿Qué es lo que quieres?, pregunta Ruth a la imagen proyectada de su padre en la llamada holográfica. Necesito reunirme contigo, le dice el detective y, como si no fuera evidente por la urgencia de su tono, precisa: lo antes posible, hija. ¿Dónde?, pregunta ella, reticente. En la vieja Plaza de Torremolinos, dice Zelán; nivel C10, cuadrante A25V.

Media hora después, Ruth camina por un amplio ensanche al interior de una torre a cincuenta metros de altura del nivel inferior de Cerealia. Parece una monumental estación abandonada, maloliente, donde se oye el minúsculo chillido de las ratas que cruzan de un extremo de la polvorienta plaza al otro, y el susurro de algunos yonquis inorgánicos que se esconden en el oscuro regazo de los abrumadores pilares. Sus tacos resuenan como un eco ahogado en el cielo, un domo de enormes vigas metálicas donde terminan por disiparse los pocos ruidos atmosféricos que emite el lugar. Las escasas luces que se cuelan desde los ventanales quebrados del perímetro alumbran a duras penas el suelo de concreto agrietado y las jardineras repartidas aquí y allá con árboles muertos, y revelan un denso granulado de motas de polvo que, apáticas, insistentes, se mantienen estancadas en el aire como si el tiempo se hubiera detenido. En medio de la plaza, como un triste oasis en el desierto, se ve un destrozado conjunto de juegos infantiles cuya silueta pequeña y ennegrecida contrasta de inmediato con la colosal bóveda del domo. Encogido, sentado en un oxidado columpio al lado de otros columpios desvencijados, el detective Zelán la espera fumando.

Hola, hija, dice el detective cuando la ve llegar hasta los juegos.

Ella responde con un frío movimiento de cabeza, a modo de saludo.

Tu madre y yo te traíamos a estos juegos cuando eras más pequeña, dice el detective, con un tono que no chorrea excesos de añoranza, pero sí un dejo de melancolía. Ella dice: ¿Me pediste que viniera para darme un mísero paseo por la nostalgia de lo que ya no fue? Él sonríe. Siempre fuiste una maestra del sarcasmo, responde. Y apagando el pucho con el talón de goma de su bota, con las manos firmes en las cadenas enmohecidas del columpio, agrega: No, no te pedí que vinieras para eso. Quería advertirte que pronto se destapará la olla con respecto a lo del CRX, y no quiero que te veas involucrada en las consecuencias de lo que pueda suceder. Qué noble de tu parte, dice ella. En serio, dice él; aléjate de Goldie, por favor. Van a rodar cabezas y yo… yo modifiqué la imagen de una grabación donde ustedes salen reunidas con el candidato Verger. ¿Modificaste? ¿Cómo?, pregunta ella. Te corté de la imagen, dice él; te borré de las evidencias. Ruth suelta un chistido y dice: El sheriff Tavo Zelán, ¿alterando evidencias? Eso sí que es novedad, agrega alzando involuntariamente una comisura de sus labios rojizos, como dando a ceder —pero solo por un instante— la actitud distante que mantiene ante su padre. Y, sin embargo, un par de segundos después, un arrebato del pasado vuelve a inundarla, como una ola brutal que se rompe en esquirlas de espuma corrosiva, y entonces, acercándose al detective, pinchándolo en el hombro con un dedo mordaz, le dice: ¿Vas a meter a mamá en la cárcel? ¿Qué, acaso no te bastó con habernos abandonado?

Por unos segundos, el detective Zelán baja la vista y se mantiene taciturno, aferrándose con fuerza a las ásperas cadenas del columpio, como si tratara —con un esfuerzo enorme— de no caer, pero en seguida levanta los ojos y dice: Lo que pasó entre tu madre y yo es cosa de nosotros, y no tiene nada que ver con el caso de ahora. Tiene que ver, dice ella, claro que tiene que ver: nos dejaste por tus putas obsesiones, esas investigaciones perpetuas que seguías día y noche como un perro sin olfato; ahora quieres que una más de ellas se encargue de hundir a mamá. No, hija, no, dice el detective, no se trata de eso. No me importa de qué se trate, dice Ruth; quiero que te vayas y nos dejes tranquilas. Estuvimos bien sin ti todos estos años, y seguiremos estándolo si te cuelgas de una viga o te pegas un tiro en la sien.

El detective Zelán, estoico, recibe el impacto de sus palabras como si hubiera recibido un balazo piroclástico, pero inevitablemente el ramalazo termina por carcomerlo y lo lleva a ceder la fuerza de sus manos. Entonces se suelta del columpio, dejando que su cabeza se derrumbe sobre sus hombros, hundiéndose bajo su propio peso y, como si recitara en voz baja los versos de un libro holográfico, comienza a murmurar: a mí no me importaba que ella tuviera la mitad de su cuerpo, ni que fuera casi inorgánica en su totalidad. Tampoco me importaba que ya no hubiera sexo entre nosotros. Pero la imagen de lo que tu madre había sido antes del incidente se transformó en un ácido virulento, y ya no podía mirarla a la cara. Su cuerpo deforme, que se iba llenado de más y más implantes cibernéticos, me producía un rechazo visceral, porque ese cuerpo anómalo representaba mi propio fracaso como esposo, como hombre, porque yo no pude evitar que le sucediera lo que le sucedió, porque yo no pude estar ahí para protegerla. Y es curioso —y una gota de sudor que podría ser una lágrima se escurre rápidamente por su mejilla—, es tan curioso que después de todos estos años ella no me guarde rencor por lo que pasó, y sin embargo tú, mi propia hija, sí. Pero entiéndelo, Ruth, dice, levantando los ojos acuosos hacia ella: no es necesario que me cuelgue de una viga o que me pegue un tiro en la sien. El recuerdo de lo que quise ser, el acto de permanecer ante el cual me rendí, el fuego que dejé apagar… ya son castigo suficiente para mí.

El silencio que se posa en la bóveda de la Plaza de Torremolinos se oye como un zumbido agudo, casi un pitido, que se ve interrumpido cuando el detective Zelán hunde su cara en la palma rugosa de su mano y comienza a sollozar. Sus hombros se mueven suavemente de arriba abajo, y el gruñido manso que se destila por entre la rendija de sus dedos se condice con el temblor incomprensible en las rodillas de Ruth que, estupefacta, boquiabierta, se acerca un poco a él, más para apaciguar la inquietud que le producen sus sollozos que para calmar a su padre. Se ve tan resignado, tan devastado e indefenso; pero si bien por un momento ella extiende el brazo para acariciar sus cabellos grisáceos, la mano se detiene sola, a medio camino, y queda suspendida en el aire: Ruth no puede tocarlo, no es una posibilidad para ella, porque ya no sabe cómo hacerlo. Entonces le dice:

Lo siento, papá.

El detective, ante las palabras de su hija, resopla y se calma un poco, volviendo abatidamente a su centro. Pero al retirar la mano y descubrir su rostro húmedo comprende, como una revelación, a qué se refería ella con sus palabras, cuando ve aparecer la figura titánica de Segovia que, desde el otro extremo de la plaza, como un toro desbocado que busca arrasar a toda velocidad con un pequeño manto rojo, avanza dando grandes trancos en dirección a ellos.

Cuarta semana: elección

El candidato Verger, de pie ante el ventanal de su oficina, no se mueve. Enfrente de él, miles de torres gigantescas se elevan como dioses indiferentes, sin interesarse en la vida insectil que yace a sus pies. Una voz distante, femenina, que apenas escucha, lo llama por sobre su hombro:

Aldo.

Él mira de reojo, con una mueca en los labios: no le gusta que lo hayan sacado de sus pensamientos. ¿Qué pasa?, pregunta. Rama espera un momento antes de decir: Ya llegaron los cómputos finales y… hemos ganado. Verger, con cierto estupor reservado, asiente. ¿Me oíste, Aldo?, dice su jefa de campaña; ganamos. Te oí, dice Verger. Ella lo mira interrogante. No pareces contento, dice. El alcalde electo vuelve sus ojos al ventanal, a la ciudad de Cerealia que ahora estará bajo su mandato, y dice: ¿No te molesta, Rama? Ella, sutil, se acerca y apoya una cadera en el borde del escritorio. ¿Qué cosa?, pregunta. Que allá, abajo, dice Verger, haya androides muriendo por el CRX.

Rama, de espaldas a él, niega con la cabeza.

¿Querías ganar, no?, pregunta. Sí, responde él, claro que quería ganar. Rama le pone una mano en el hombro y dice: Entonces ignóralos, como lo has hecho hasta ahora, como lo has hecho toda tu vida. Los androides, Aldo, caen como moscas todos los días.

Una hora después, sentado laxamente en la parte trasera de su aeronave alegórica con forma de dragón, Verger se dirige a la Plaza Cívica de Cerealia, donde sus partidarios lo esperan reunidos para celebrar la llegada de los tiempos de unión entre orgánicos e inorgánicos que él mismo proclamó con insistencia durante toda su campaña electoral. Debido a ello, y por orden expresa de él, un par de dirigentes de los niveles inferiores ha reunido una masa de veinte mil androides, para llenar la mitad del espacio con población inorgánica. Y mientras la aeronave cruza el nivel C75 del centro de Cerealia, atravesando los espectros multicolores en forma de hologramas que nacen desde las marquesinas de las torres adyacentes, el alcalde electo es vitoreado por los mismos espectadores orgánicos que un mes atrás lo habían observado pasar apáticamente, y que ahora, eufóricos, lo aclaman desde los balcones y plataformas que se proyectan hacia la aerocalle. Pero él, oculto en la opaca seguridad de la aeronave, los ignora: en su cabeza, en cambio, con una voz mental que le parece ajena y automatizada, repite una y otra vez su discurso de victoria.

·

Rebeca raspa la espátula en la superficie del sartén, tratando de obtener hasta la última migaja de la tortilla que acaba de preparar. Lleva una semana en el cuchitril del detective Zelán —una habitación de veinte metros cuadrados sin tabiques interiores, con el baño y la cocina a la vista— y no ha tenido ninguna noticia respecto de la investigación. El detective no la ha llamado ni se ha aparecido, y ella no sabe muy bien cuánto más debiera esperar para poder salir a la calle. El lugar no ayuda: es oscuro, no recibe mucha luz durante el día y la única vida existente (aparte de ella) en el recóndito espacio interior es la del televisor holográfico, uno de los primeros modelos del mercado, que apenas alcanza a proyectar treinta centímetros de imágenes desteñidas, en baja resolución, hacia el turbio aire del cuartucho. Lo ha mantenido encendido todos los días, en busca de noticias que le permitan saber si la evidencia que entregó tuvo su efecto, pero nada ha sucedido hasta ahora: más bien lo contrario. Las noticias han transmitido todo el día los pormenores de las elecciones, y ya se ha dado a conocer el inminente triunfo del candidato Verger.

Su tortilla, es inevitable, tiene un gusto insípido, carente de sazón.

Ahora los canales transmiten la llegada de Verger a la Plaza Cívica de Cerealia, una kilométrica plataforma cuadrada, abierta, que es resultado de la unión entre dos enormes torreones que rematan al final del eje principal que cruza el nivel C75. Las cámaras —miles de drones volantes que cubren el lugar desde todas las perspectivas imaginables— enfocan el vehículo, una ridícula aeronave verde metálico cuyas ventanas polarizadas no permiten ver todavía al nuevo alcalde electo. La plaza está llena: miles y miles de orgánicos, pseudo-orgánicos e inorgánicos se reúnen, quizás por primera vez, en ese recinto, y si bien en un comienzo es difícil discernir cuál es cuál entre la masa, si uno se fija en el detalle es posible reconocer las prótesis metálicas que brillan de forma intermitente en medio de la exultante muchedumbre.

Ahora el dragón de Verger desciende sobre el centro de la plataforma, las turbinas echando chorros verticales de aire y fuego mientras aterrizan suavemente en la tarima dispuesta por sobre las cabezas de la multitud. Entonces el alcalde electo hace su entrada: de traje gris cromado, peinado hacia atrás con gomina, un poco pálido quizás, Verger se planta en medio del escenario y abre ambos brazos hacia la multitud. La pantalla holográfica se divide en dos imágenes: una muestra el plano general desde su espalda, los brazos extendidos como buscando atajar un tiro de zaibol y el horizonte ante él hinchado de personas, un desconcierto brillante de cabezas y miembros metálicos que parecen una sola aglomeración sin principio ni fin; la otra imagen muestra un primer plano de Verger, donde una sonrisa enorme, eléctrica, domina su rostro de —el plano lo delata— rictus intenso, como buscando desesperadamente cortar el aliento de la masa hipnotizada por medio de su más atractivo rasgo facial, que se repite hacia el fondo de la imagen en las gigantescas pantallas holográficas que se han instalado en todos los perímetros de la plaza.

La sonrisa de Verger, una y otra vez, replicándose en todo Cerealia.

Rebeca, con la misma indiferencia con que lo vio pasar el primer día de campaña por fuera de las oficinas del Laboratorio JOLX, se acomoda en el suelo con la espalda pegada a los pies de la cama de una plaza, el plato de tortilla en el regazo de la falda azul, y enfoca sus ojos apáticos en la sonrisa blanca, radiante e infinita del nuevo alcalde electo.

·

Zelán despierta con el ruido de la algarabía.

Ante él, el rostro de Verger y su insoportable sonrisa se proyectan en un holograma de colores saturados. El detective, evitando la imagen, entornando los ojos, baja la vista: unas piernas metálicas, encima de una espesa mancha de aceite que se acumula en el suelo de elastómero, oscilan flácidamente por debajo de su cadera.

Las piernas metálicas destilan el aceite que se forma en esa poza.

Las piernas metálicas, Zelán tarda en entenderlo, son las de él.

El detective intenta moverse, pero sus brazos también están amarrados, extendidos de lado a lado. Son, al igual que las piernas, brazos cibernéticos. Zelán quiere gritar, pero los ruidos desconcertantes del holograma —miles y miles de voces alborozadas que gritan consignas vergeristas— no le permiten oír su propia voz. Una puerta se abre de pronto y un rectángulo amarillento ilumina un extremo de la habitación. En el reflejo luminoso del muro metalizado, el detective reconoce su rostro gastado en un cuerpo que desconoce y que, apoyado en su espalda por una suerte de cruz de acero, e inyectado con cientos de cables rojos y azules que nacen del techo y se conectan por detrás de su nuca, le transmite la sensación de estar suspendido en el aire. Entonces la razón, como una patada dolorosa en sus sienes, comienza a funcionar, y el detective comprende qué ha sucedido: su cabeza ha sido cercenada y reinsertada toscamente en un cuerpo de androide recién aceitado.

Una voz femenina y ajada que él conoce muy bien le dice: Ahora eres como nosotros.

D-d-dónde estamos, pregunta Zelán. Su voz se oye como un quejido débil y ronco. En mi local, dice Goldie, su silueta arácnida dibujándose contra el resplandor de la puerta. ¿P-p-p… —el detective tartamudea de dolor—, p-por qué, Goldie? Ella se acerca a él, atravesando el rostro holográfico de Verger, socavando sus hermosos dientes cuando sus tentáculos pasan por encima de la boca. Las pepitas proyectadas presentan una leve estática durante un par de segundos y luego vuelven a recomponerse en la sonrisa del alcalde electo. Bueno, Tavo, dice Goldie, avanzando hasta quedar cara a cara con él; yo te dije que dejaras ir la investigación. Aunque, si puedo ser completamente franca contigo, no voy a negar que hay un cierto placer morboso en mí, que se deleita con el hecho de que por fin puedas entenderlo. ¿En-n-tender q-q-qué?, dice el detective, a duras penas soportando el dolor que taladra su cráneo. Goldie, deslizando una uña metálica desde el hombro hasta la mano derecha del detective, le dice: Lo que se siente, querido, ser un monstruo inorgánico.

Ahora Segovia entra a la habitación, y mientras revisa los signos vitales de Zelán en una consola contigua, Goldie lame lascivamente el aceite acumulado por debajo de su uña. El detective siente las perlas pringosas de sudor que caen desde su pelo, pero no las gotas de aceite caliente que se filtran por todo su cuerpo metálico hacia la goma del suelo. Quiere hablar más, quiere preguntar por Ruth, pero el suplicio en su cabeza y el delirio de la fiebre no le permiten decir nada. Apenas es capaz de soltar unos gruñidos intermitentes, como dando a entender que le duele hasta el pensamiento.

Está rechazando los implantes, dice Segovia.

Quizás deberíamos haberle hecho caso a Ruth, dice Goldie.

Ambos se miran en silencio, por unos segundos, mientras el enorme holograma del alcalde Verger comienza a declamar su discurso de victoria: una voz operática resuena en toda la habitación, con una cadencia populista que termina por irritar a Goldie. Baja el volumen, dice ella, y Segovia pulsa un botón que hace que el firme ardor en la voz del alcalde electo se vea silenciado repentinamente. En ese momento, el detective Zelán comienza a convulsionar, chorreando por su boca una mezcla de sangre orgánica roja con sangre inorgánica verde. Segovia pulsa botones en la consola, tratando de calmar la situación, pero nada de lo que hace parece dar resultado. ¿Qué sucede, Segovia?, dice Goldie, y él, indicando hacia los cientos de cables conectados en la nuca de Zelán, responde: Nos está fallando el cordón umbilical. El detective —más bien el cuerpo metálico— se sacude salvajemente, y los cables echan chispas desde su espalda, algunos incluso se desprenden de un tirón; sin aquellos hilos esenciales el cuerpo empieza a perder su soporte y, flácido, explicita su cualidad de títere sin un amo. Goldie, plantada frente a la cara del detective, observando detenidamente sus labios trémulos, ensangrentados de rojo y verde, y sus ojos tan dilatados que han empujado a la periferia el blanco del contorno, pregunta: ¿Hay esperanza para él? Segovia, desconcertado, echa un vistazo al detective, luego a la consola y finalmente a Goldie, y sintiendo un golpe en el orgullo reconoce: Me temo que no. Uno de los tentáculos eslabonados de Goldie acerca su garra al rostro de Zelán; amable, delicadamente, lo coge del mentón, arrimándolo a su cara. Es una lástima, dice ella; de haber asimilado los programas, hubiera sido una gran adquisición. Y soltándolo con la misma suavidad con que lo había cogido antes, se da vuelta y le dice a Segovia: Avísale a Ruth antes de que salga al escenario. Pregúntale si quiere despedirse de su padre.

·

Ruth, parada entre el holograma de Verger —que mueve su boca silenciada— y el cuerpo cibernético, crucificado, de su padre, observa detenidamente al detective Zelán, quien todavía escupe sangre, sacudiéndose.

¿Papá?, dice ella.

Como si hiciera un esfuerzo desaforado ante la inminencia de la muerte, el detective alza apenas la cabeza y, enfocando sus pupilas dilatadas, reconoce a su hija ante él.

¿R-r-uth?, dice.

Sí, papá, responde ella.

Luchando por atravesar el gemido abrasante que domina cada neurona enervada de su cabeza, el detective logra decir, antes de perder el conocimiento en una nueva convulsión:

P-p-perd-d-dón…

Ruth no reacciona. Todavía mirando al detective Zelán, que ahora tiembla en un trance despojado de sentido, sus ojos cerrados y su cabeza gacha, el mentón hundido en el pecho metálico, le pregunta a su madre, le pregunta a Segovia: ¿Está agonizando? Goldie, a su izquierda, responde: Sí, querida. ¿Está sufriendo?, vuelve a preguntar Ruth. Segovia, a su derecha, le dice: Así es. ¿Qué podemos hacer para facilitar su muerte?, dice Ruth. Segovia responde: A estas alturas, lo mejor sería pegarle un tiro. Ruth lo mira y dice: ¿Como a un perro? Segovia asiente: Como a un perro. Silencio: el holograma de Verger, extático, vibrante, modula los labios enérgicamente, dejando entrever sus dientes perfectos mientras declama las palabras que nadie escucha en esa habitación con olor a aceite, cargada de muerte inorgánica.

No, dice Ruth.

Goldie y Segovia se miran, la miran.

No podemos permitir que muera así, dice Ruth. Es... es inhumano. ¿Y qué propones, querida?, dice Goldie. Ruth responde: Dejemos que se diluya en la felicidad sempiterna del CRX. Y, reticente, como si le diera vergüenza reconocerlo, agrega: Es la muerte más digna que podemos darle.

Goldie se queda callada por un momento, antes de decir: Segovia, anda a buscarlo. El gigante inorgánico cruza la habitación, cortando por la mitad el rostro holográfico de Verger, y cuando madre e hija se quedan a solas ante el moribundo detective, Goldie le dice a Ruth: Creía que lo odiabas. La hija, con los puños crispados pero el rostro carente de emoción, responde: Sí, lo odiaba. Pero eso no quita el hecho de que sea mi padre.

Segovia vuelve con un pequeño frasquito de líneas cibernéticas, una minúscula tarjeta de circuitos que coge entre su pulgar y su índice como si fuera un insecto, y la extiende hacia ambas mujeres. Pregunta: ¿Quién va a…?

Ruth, sin titubear, arrebata el CRX de sus dedos.

No hay solemnidad ni palabras de despedida cuando, como lanzando una puñalada, lo inserta en uno de los puertos cibernéticos del antebrazo izquierdo de su padre. El detective tirita un poco y su rostro se achata rápidamente: el dolor evidente en su expresión facial desaparece, dando paso a un aflojamiento que permite florecer a un conjunto de llagas verdosas que comienzan a dibujarse en todo su rostro.

Entonces el narcótico hace su efecto.

Como una inyección de adrenalina, el detective Zelán abre sus ojos, dilatados y enrojecidos, y expande su boca en un grito sin voz. La boca intenta cerrarse, sus dientes chuecos comienzan a rechinar como si la habitación hubiera bajado de temperatura abruptamente; pero su gesto exaltado no tarda en diluirse cuando la droga, por fin, penetra en sus circuitos del sistema nervioso central, y el detective y su cuerpo metálico se entregan a la dulce persuasión del CRX. Una expresión de pacífica lasitud se apodera de su rostro y sus ojos cansados se quedan mirando más allá de Ruth, más allá del holograma de Verger, contemplando el horizonte infinito que se vuelve real en su mente narcotizada. Ruth le pasa una mano por delante de los ojos lánguidos, que no pestañean, pero el detective Zelán ya no reacciona a estímulos de esa realidad material.

Déjalo, dice Goldie. Ahora descansa en el sueño del CRX.

Ruth, inexpresiva, asiente.

En el bar, los aburridos parroquianos —un variopinto grupete de pseudo-orgánicos e inorgánicos— esperan soporíferamente a que la banda salga a tocar mientras observan, con una desgana precavida, el discurso de Verger en las distintas pantallas holográficas repartidas en el local. Vamos a hacer de Cerealia una ciudad unida, dice el holograma del alcalde electo, erradicando la pobreza inorgánica, con oportunidades que aseguren una vida digna para todos. Una ciudad sin abusos y discriminaciones arbitrarias: ¡nuestra administración será una que perseguirá grandes sueños!

De pronto, la voz del holograma comienza a apagarse a medida que la matizada luz azulina da paso a unos focos violetas que alumbran intensamente el escenario. La multitud despierta, aplaudiendo, y una nube vaporosa asciende desde las mesas hacia la tarima donde se iluminan los instrumentos. Los sintetizadores, como un desconcierto brillante, son una fuerza que arranca reacciones eléctricas en el público del bar cuando Ruth, difusa, fantasmagórica, aparece en medio de la neblina violácea. Entonces, con los ojos húmedos, muy abiertos, se detiene en medio del escenario, volviéndose real apenas canta:

Sueño

Llévame

Sueño

Llévame contigo

Por última vez

Nadie en el público lo nota, porque todos se encuentran hipnotizados por la tersa textura que sugiere la voz melancólica de Ruth, pero la pantalla holográfica empieza a proyectar imágenes inesperadas. El holograma ahora se divide en dos: por un lado, el alcalde electo continúa recitando su discurso y, por otro lado, las noticias transmiten las imágenes de Verger reunido con Goldie, recibiendo el dinero que ha financiado su campaña. Un tercer holograma se proyecta ahora, mostrando los documentos que incriminan también al Laboratorio JOLX. Entonces, mientras Ruth sigue cantando y el público deslumbrado del bar rechifla y vitorea, el holograma del rostro de Verger se descompone repentinamente cuando nota que en los gigantescos muros holográficos de la Plaza Cívica comienzan a proyectarse las noticias que lo delatan. Nadie sabe cómo empieza, pero la multitud reunida, como si de pronto saliera del difícil trance de un túnel oscuro hacia la luz de la verdad que ciega, que quema, comienza a enfrentarse a golpes. Los orgánicos e inorgánicos se pegan, se azotan metálicamente unos con otros, con un clamor indistinguible compuesto por aullidos desesperados y ruidos inclementes, que acompañan la batahola del combate. En el cielo aparecen fogonazos repentinos y la cámara lejana de un dron muestra a vuelo de pájaro cómo Verger, atónito, es evacuado justo a tiempo en su vehículo dragontino antes de que la masa proceda a lincharlo. Las cámaras deciden evitar los planos cercanos de la histérica muchedumbre, que de lejos se ve como un hormiguero en llamas, o como un cuadro de puntos brillantes que se agita en un vórtice despiadado, porque si se acercaran lo suficiente los ciudadanos de Cerealia verían desde la comodidad de sus pantallas holográficas charcos de sangre, roja y verde, desmembramientos de prótesis metálicas, cuchillazos que rajan torsos y vientres, ropas rasgadas y rostros machucados, crueles violaciones que no discriminan edad ni género; el odio profundo, visceral, que siempre ha estado sumergido en la grieta insondable que separa a orgánicos de inorgánicos.

La ligera melodía de los sintetizadores y la cualidad aterciopelada de la voz de Ruth ahora envuelven a la audiencia del bar, totalmente inconsciente de las cruentas imágenes que proyectan los hologramas. Una lágrima repentina cae por la mejilla de Ruth, sin afectar la inflexión de su voz; en ese mismo instante, el detective Zelán se entrega al sueño eterno, mientras la última imagen que ve en el túnel de su mente es, precisamente, esa lágrima, que en la idílica alucinación del CRX ha sido derramada en honor a él. Lo último que el detective oye, antes de fallecer, es la dulce voz de Ruth cantando:

Volamos en tu cosmonave por la noche

Pretendiendo que nos vamos de Cerealia

Contemplamos cómo se alejan los neones

Y nos transformamos en el sueño de un androide

Por última vez.