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8
UN DESAYUNO DE CAMPEONES

Crecer significa cambiar, y cambiar implica riesgos,
pasar de lo conocido a lo desconocido.

–Anónimo

Cuando llegaron a su habitación, Mack descubrió que su ropa, que había dejado en el coche, estaba doblada sobre el tocador o colgada en el clóset, abierto. Para su divertido asombro, también encontró una Biblia de los Gedeones en el buró. Abrió de par en par la ventana para dejar que la noche entrara libremente, algo que Nan no toleraba nunca en casa, porque temía a las arañas y cualquier otra cosa que reptara y se arrastrara. Acurrucado como un bebé en lo profundo de la pesada colcha, Mack sólo había logrado recorrer un par de versículos antes de que la Biblia escapara de algún modo de sus manos, la luz se apagara de alguna manera, alguien lo besara en la mejilla y él fuera gentilmente arrebatado del suelo en un sueño volador.

Quienes nunca han volado de esa manera podrían creer chiflados a quienes creen hacerlo, pero en secreto es probable que les tengan un poco de envidia. Mack no había volado en sueños desde hacía años, desde que la Gran Tristeza había descendido sobre él, pero esa vez voló alto en la noche estrellada, con un aire claro y frío, mas no molesto. Se elevó sobre lagos y ríos, cruzando una costa oceánica y varias isletas bordeadas de coral.

Por extraño que parezca, Mack había aprendido en sus sueños a volar así; a elevarse del suelo apoyado en nada: sin alas, sin avión de ningún tipo, sólo él mismo. Sus primeros vuelos se limitaron usualmente a unos cuantos centímetros, debido sobre todo al temor o, más exactamente, al espanto de caer. Prolongar sus vuelos a treinta o sesenta centímetros, y finalmente más alto, aumentó su confianza, como lo hizo su descubrimiento de que caerse no dolía en absoluto, pues era sólo un rebote en cámara lenta. Con el tiempo aprendió a ascender hasta las nubes, cubrir enormes distancias y aterrizar suavemente.

Mientras se elevaba a voluntad sobre escarpadas montañas y playas blancas como el cristal, deleitándose en la perdida maravilla de volar en sueños, algo lo prendió de súbito del tobillo y lo arrancó del cielo. En cuestión de segundos fue arrastrado desde las alturas y violentamente arrojado a un lodoso y agostado camino. El trueno estremeció la tierra, y la lluvia lo caló al instante hasta los huesos. Y ahí estaba otra vez, el relámpago que iluminaba la cara de su hija mientras ella gritaba mudamente “¡Papi!” y echaba a correr en la oscuridad, su vestido rojo apenas visible durante unos breves destellos antes de desaparecer. Él luchaba con todas sus fuerzas por liberarse del lodo y el agua, sólo para ser aún más profundamente succionado por su garra. Justo cuando se le jalaba abajo, despertó jadeando.

El corazón latiendo a toda prisa y su imaginación anclada en las imágenes de la pesadilla, Mack tardó unos momentos en comprender que sólo había sido un sueño. Pero aunque éste se desvaneció en su conciencia, las emociones no se retiraron. El sueño había invocado a la Gran Tristeza; y antes de que él pudiera salir de la cama, batallaba otra vez por abrirse camino en medio de la desesperanza que había devorado tantos de sus días.

Miró con una mueca el cuarto, bajo el apagado gris de un amanecer que avanzaba por entre las persianas. Ésa no era su recámara; nada parecía ni daba la sensación de ser familiar. ¿Dónde estaba? “Piensa, Mack, ¡piensa!” Entonces recordó. Aún estaba en la cabaña, con esos tres interesantes personajes, todos los cuales creían ser Dios.

“Esto no puede estar sucediendo de verdad”, gruñó mientras sacaba los pies de la cama y se sentaba en la orilla, la cabeza entre las manos. Pensó en el día anterior, y de nuevo sintió el temor de estarse volviendo loco. Aunque nunca había sido susceptible, Papá –quienquiera que ella fuera– lo ponía nervioso, y no tenía la menor idea de qué pensar de Sarayu. Admitió para sí que Jesús le simpatizaba mucho, pero parecía el menos divino de los tres.

Soltó un hondo, pesado suspiro. Y si Dios realmente estaba ahí, ¿por qué no se había llevado sus pesadillas?

Demorarse en ese dilema, decidió, no le serviría de nada, así que se abrió paso hasta el baño, donde, para su deleite, todo lo que necesitaba para una ducha había sido cuidadosamente dispuesto para él. Se tomó su tiempo en la calidez del agua, se tomó su tiempo para afeitarse y, de vuelta en la recámara, se tomó su tiempo para vestirse.

El penetrante y cautivador aroma del café atrajo su mirada a la humeante taza que le esperaba en la mesita junto a la puerta. Luego de tomar un sorbo, abrió las persianas y se quedó viendo a través de la ventana de su recámara hacia el lago, que sólo había vislumbrado como una sombra la noche anterior.

El lago era perfecto, liso como el cristal, salvo por la ocasional trucha que saltaba por su desayuno, irradiando olas en miniatura en la superficie de color azul oscuro hasta ser lentamente reabsorbidas por la inmensidad. Calculó que la otra orilla estaba a unos ochocientos metros de distancia. El rocío lo animaba todo, lágrimas diamantinas de la aurora que reflejaban el amor del sol.

Las tres canoas, posadas a intervalos en el muelle, parecían incitadoras, pero Mack descartó la idea. Las canoas ya no eran juguetes. Guardaban muy malos recuerdos.

El muelle le recordó la noche anterior. ¿Realmente había estado con Aquel que hizo el universo? Mack sacudió la cabeza, aturdido. ¿Qué pasaba ahí? ¿Quiénes eran ellos en verdad, y qué querían de él? Fuera lo que fuese, estaba seguro de que no tenía por qué dárselos.

El olor a huevos y tocino combinado con algo más se coló hasta su habitación, interrumpiendo sus pensamientos. Mack decidió que era hora de salir a reclamar su parte. Mientras ingresaba a la principal área habitacional de la cabaña, oyó una conocida tonada de Bruce Cockburn salir de la cocina, y la aguda voz de una mujer negra cantar al unísono, más o menos bien: “Oh, Amor, que alumbra al sol, manténme ardiendo”. Papá emergió con un plato en cada mano, repletos de crepas y papas fritas y verduras de alguna clase. Llevaba puesto un vestido largo de aspecto africano, con todo y una vibrante banda multicolor en la cabeza. Lucía radiante, casi resplandeciente.

–¡Ya sabes –exclamó– cómo me gustan las canciones de este muchacho! Soy especialmente afecta a Bruce.

Miró a Mack, que acababa de sentarse a la mesa.

Mack asintió, con un apetito que aumentaba a cada instante.

–Ajá –continuó ella–, y sé que a ti también te gusta.

Mack sonrió. Era cierto. Cockburn había sido un favorito de su familia desde hacía años, primero de él, luego con Nan y después con cada uno de los hijos, en uno u otro grado.

–Por cierto, cariño –dijo Papá, sin dejar sus ocupaciones–, ¿cómo estuvieron tus sueños anoche? Los sueños son importantes a veces, ¿sabes? Pueden ser una manera de abrir la ventana y dejar salir el aire viciado.

Mack supo que ésa era una invitación a abrir la puerta de sus terrores, pero en ese momento no se sentía preparado para invitar a Papá a entrar con él a ese agujero.

–Dormí bien, gracias –respondió, y rápido cambió de tema–. ¿Es tu favorito? Bruce, quiero decir.

Ella se detuvo y lo miró:

–Mackenzie, yo no tengo favoritos, sólo soy especialmente afecta a él.

–Pareces ser especialmente afecta a muchas personas –observó Mack, con una mirada de recelo–. ¿Hay alguien a quien no seas especialmente afecta?

Ella alzó la cabeza y elevó los ojos como recorriendo con la mente el catálogo de todos los seres creados.

–Nop, no pude encontrar a nadie. Es que así soy yo…

Mack se interesó.

–¿Nunca te vuelve loca alguno de ellos?

–¡Claro! ¿A qué madre no? Hay mucho por lo cual volverse loca en el lío que mis hijos han hecho, y en el lío en que están. No me gustan muchas de las decisiones que toman, pero especialmente para mí, ese enojo es una expresión de amor de todas maneras. Amo a aquellos con quienes estoy enojada tanto como a aquellos con los que no.

–Pero –Mack hizo una pausa–, ¿y tu cólera? Me parece que, si vas a fingir ser Dios Todopoderoso, deberías estar mucho más enojada.

–¿Ahora?

–Eso era lo que yo creía. ¿No siempre andas matando gente en la Biblia? No pareces cumplir ese requisito.

–Comprendo lo desorientador que todo esto debe ser para ti, Mack. Pero el único que está fingiendo aquí eres tú. Yo soy quien soy. No intento cumplir ningún requisito.

–Pero me pides creer que eres Dios, y sencillamente no veo…

Mack no tenía idea de cómo terminar esta frase, así que se dio por vencido.

–No te estoy pidiendo que creas nada, aunque te diré que este día te va a ser mucho más fácil si simplemente aceptas las cosas tal como son, en vez de tratar de ajustarlas a tus nociones preconcebidas.

–Pero si eres Dios, ¿acaso no eres Quien desborda ira y arroja a la gente a un ardiente lago de fuego?

Mack sintió que su profundo enojo emergía de nuevo y lo empujaba a hacer esas preguntas, y le disgustó un poco su falta de autocontrol. Pero de todas maneras preguntó:

–Honestamente, ¿no gozas castigando a todos los que te defraudan?

Ante eso, Papá dejó sus preparativos y se volvió hacia Mack. Él vio una honda tristeza en sus ojos.

–No soy como tú crees, Mackenzie. No necesito castigar a las personas por haber pecado. El pecado lleva en sí mismo su castigo, al devorarte por adentro. Castigar no es mi propósito; curar es mi alegría.

–No entiendo.

–Tienes razón. No entiendes –dijo ella, con una triste sonrisa aún en las orillas–. Pero no hemos terminado todavía.

Justo en ese momento, Jesús y Sarayu entraron riendo por la puerta trasera, abstraídos en su conversación. Jesús iba vestido casi igual que el día anterior, sólo con jeans y una camisa azul claro desabotonada que hacía sobresalir sus ojos café oscuro. Sarayu, por su parte, llevaba puesta una prenda bordada tan fina que prácticamente volaba a la más ligera brisa o palabra. Figuras de arco iris relucían y cobraban nueva forma en cada uno de sus gestos. Mack se preguntó si alguna vez ella dejaba de moverse. Lo dudó.

Papá se agachó hasta la altura de Mack:

–Has hecho preguntas importantes, y volveremos a ellas, te lo prometo. Pero ahora disfrutemos de nuestro desayuno en común.

Mack asintió, de nuevo un poco avergonzado mientras dirigía su atención a la comida. Tenía hambre de todos modos, y había mucho que comer.

–Gracias por el desayuno –le dijo a Papá, al tiempo que Jesús y Sarayu tomaban asiento.

–¿Qué? –replicó ella, con fingido horror–. ¿No vas a inclinar la cabeza y cerrar los ojos?

Papá se encaminó a la cocina, rezongando mientras se alejaba.

–Tsk, tsk, tsk. ¿Adónde va a ir a parar este mundo? De nada, mi amor –dijo, al tiempo que agitaba la mano por encima del hombro.

Regresó un momento después con otro tazón de algo humeante que olía delicioso y tentador.

Se pasaron la comida unos a otros, y Mack se quedó hechizado viendo y escuchando cómo Papá se unía a la conversación de Sarayu y Jesús. Ésta tenía algo que ver con la reconciliación de una familia enemistada, pero no fue qué decían lo que atrajo a Mack, sino cómo se relacionaban entre sí. Nunca había visto a tres personas departir con tanta sencillez y belleza. Cada uno parecía más atento a los demás que a sí mismo.

–¿Y tú qué piensas, Mack? –le preguntó Jesús, señalándolo con un ademán.

–No tengo la menor idea acerca de qué hablan –respondió Mack, con la boca medio llena de deliciosas verduras–. Pero me encanta la manera como lo hacen.

–¡Cho! –dijo Papá, quien había vuelto de la cocina con un platillo más–. Calma con esas verduras, jovencito. Estas cosas te pueden dar diarrea si no tienes cuidado.

–Está bien –dijo Mack–. Intentaré recordarlo –añadió, mientras tomaba el platillo de la mano de ella. Luego, volviéndose a Jesús, agregó–: Me gusta cómo se tratan. Ciertamente no esperaba que Dios fuera así.

–¿Qué quieres decir?

–Bueno, sé que ustedes son uno y todos, y que hay tres. Pero reaccionan con mucha gracia a cada cual. ¿Uno de ustedes no es más jefe que los otros dos?

Los tres se miraron como si jamás se les hubiera ocurrido esa pregunta.

–Quiero decir –se apuró Mack–, siempre he pensado que Dios Padre es una especie de jefe, y Jesús el que sigue las órdenes, ya sabes, el obediente. No sé cómo cabe en esto el Espíritu Santo. Él… digo, ella… uf… –Mack trató de no mirar a Sarayu mientras tropezaba con las palabras–. Lo que sea: el Espíritu siempre parecía una especie de… uf…

–¿Un Espíritu libre? –propuso Papá.

–Exactamente, un espíritu libre, pero de todos modos bajo la dirección del Padre. ¿Me explico?

Jesús miró a Papá, haciendo un obvio esfuerzo por mantener la apariencia de un aspecto serio.

–¿Eso tiene sentido para ti, Abba? Yo francamente no tengo idea de qué dice este hombre.

Papá arrugó la frente como para ejercer intensa concentración.

–Nop. Por más que hago, no entiendo lo que él quiere decir, perdón.

–Saben a qué me refiero –Mack se sentía un poco frustrado–. A quién está a cargo. ¿No tienen una cadena de mando?

–¿Cadena de mando? ¡Eso suena horrible! –dijo Jesús.

–Al menos imperativo –añadió Papá mientras ambos echaban a reír, y luego Papá volteó hacia Mack y cantó–: Aunque la cadena sea de oro, sirve para lo mismo.

–No les hagas caso –interrumpió Sarayu, extendiendo la mano para confortar y calmar a Mack–. Están jugando contigo. En realidad ése es un tema de interés entre nosotros.

Mack asintió aliviado, aunque también un poco disgustado de haberse permitido perder la compostura de nuevo.

–Mackenzie, no tenemos ningún concepto de autoridad suprema entre nosotros, sólo unidad. Estamos en un círculo de relación, no en una cadena de mando, o “gran cadena del ser”, como la llamaron tus antepasados. Lo que ves aquí es relación sin ninguna capa de poder. No necesitamos poder sobre el otro, porque siempre buscamos lo mejor. La jerarquía no tendría ningún sentido entre nosotros. En realidad, éste es su problema, no nuestro.

–¿De veras? ¿Cómo?

–Los seres humanos están tan extraviados y deteriorados que para ustedes es casi incomprensible que las personas puedan trabajar o vivir en común sin que una esté a cargo.

–Pero todas las instituciones humanas que se me ocurren, de la política a los negocios, incluso en el matrimonio, están gobernadas por este tipo de pensamiento. Es la trama de nuestro tejido social –afirmó Mack.

–¡Qué desperdicio! –dijo Papá, recogiendo el plato vacío y dirigiéndose a la cocina.

–Ésta es una de las razones de que experimentar relaciones verdaderas sea tan difícil para ustedes –añadió Jesús–. Una vez que tienen una jerarquía, necesitan reglas para protegerla y administrarla, y luego necesitan leyes y sus agentes, y terminan con una suerte de cadena de mando o sistema de orden que destruye la relación más que promoverla. Raramente ven o experimentan una relación separada del poder. La jerarquía impone leyes y reglas, y ustedes terminan perdiendo lo maravilloso de la relación que nosotros les deparamos.

–Bueno –dijo Mack sarcásticamente, acomodándose en su silla–, al parecer nos adaptamos muy bien a eso.

Sarayu se apresuró a replicar:

–No confundas adaptación con intención, ni seducción con realidad.

–Eh, ¿podrían pasarme un poco más de esas verduras, por favor? Entonces, ¿fuimos inducidos a esa preocupación por la autoridad?

–En cierto sentido, ¡sí! –respondió Papá, pasándole a Mack la fuente de verduras, que no soltó hasta que aquél la jaló dos veces–. Sólo estoy cuidando de ti, hijo.

Sarayu continuó:

–Cuando ustedes eligieron la independencia sobre la relación, se convirtieron en un peligro unos para otros. Los demás se volvieron objetos por manipular o dirigir en bien de la felicidad individual. La autoridad, como suelen concebirla, es meramente la excusa para obligar a los demás a someterse a lo que uno quiere.

–¿No es útil impedir que la gente pelee sin cesar o salga lastimada?

–A veces. Pero en un mundo egoísta, eso también se usa para infligir gran daño.

–¿Pero no lo usan ustedes para restringir el mal?

–Nosotros respetamos estrictamente las decisiones de ustedes, así que operamos dentro de sus sistemas aun cuando buscamos liberarlos de ellos –continuó Sarayu–. La creación ha sido llevada por un camino muy diferente al que nosotros deseábamos. En el mundo de ustedes, el valor del individuo es constantemente puesto contra la sobrevivencia del sistema, ya sea político, económico, social o religioso; cualquier sistema en realidad. Primero una persona, y luego unas cuantas y finalmente muchas son fácilmente sacrificadas a la sana y perdurable existencia de ese sistema. De una u otra forma, eso está detrás de cada lucha de poder, cada prejuicio, cada guerra y cada abuso en la relación. La “voluntad de poder e independencia” se ha vuelto tan ubicua que ahora se considera normal.

–¿Y no lo es?

–Es el paradigma humano –añadió Papá, habiendo regresado con más comida–. Es como el agua para el pez, tan generalizada que pasa inadvertida e indiscutida. Es la matriz, un esquema diabólico en el que ustedes están irremediablemente atrapados pese a desconocer por completo su existencia.

Jesús prosiguió la conversación:

–Como corona de gloria de la creación, ustedes fueron hechos a nuestra imagen, desembarazados de estructuras y en libertad de “ser” simplemente en su relación conmigo y entre sí. Si de verdad hubieran aprendido a considerar los intereses de los demás tan significativos como los suyos propios, no habría necesidad de jerarquía.

Mack se acomodó en su silla, asombrado por las implicaciones de lo que oía.

–Así que, según tú, cada vez que los seres humanos nos protegemos con poder…

–Ceden a la matriz, no a nosotros –finalizó Jesús.

–Y es así –intervino Sarayu– como se cierra el círculo, de vuelta a una de mis aseveraciones iniciales: la de que ustedes, los seres humanos, están tan extraviados y deteriorados que les resulta casi incomprensible que pueda existir una relación separada de la jerarquía. Así que piensan que Dios debe relacionarse dentro de una jerarquía, como ustedes. Pero no es así.

–¿Pero cómo podríamos cambiar eso? La gente simplemente nos usará.

–Sí, lo más probable es que lo haga. Pero nosotros no les pedimos cambiar con los demás, Mack. Les pedimos cambiar con nosotros. Ése es el único posible punto de partida. Nosotros no los usaremos a ustedes.

–Mack –dijo Papá, con una intensidad que lo llevó a escuchar atentamente–, queremos compartir contigo el amor y la alegría y la libertad y la luz que ya conocemos dentro de nosotros mismos. Nosotros los creamos, a los seres humanos, para que establecieran una relación frente a frente con nosotros, para que se unieran a nuestro círculo de amor. Por difícil que les sea entenderlo, todo lo que ha tenido lugar ocurrió justamente de acuerdo con ese propósito, sin transgredir el poder de decisión ni la voluntad.

–¿Cómo pueden decir eso con todo el dolor de este mundo, todas las guerras y desastres que destruyen a miles de personas? –La voz de Mack se redujo a un murmullo–. ¿Y qué valor puede tener que una niña sea asesinada por un depravado?

Ahí estaba otra vez la pregunta que le traspasaba ardientemente el alma.

–Quizás ustedes no causen esas cosas, pero ciertamente no las impiden.

–Mackenzie –respondió Papá con ternura, al parecer sin ofenderse en lo más mínimo por su acusación–, hay millones de razones para permitir el dolor y la pena y el sufrimiento antes que erradicarlos, pero la mayoría de esas razones sólo pueden comprenderse dentro de la historia de cada persona. Yo no soy perverso. Ustedes son los que rápido aceptan el temor y el dolor y el poder y los derechos en sus relaciones. Pero sus decisiones tampoco son más fuertes que mis propósitos, así que yo usaré toda decisión suya en favor del bien supremo y el resultado más benigno.

–¿Lo ves? –explicó Sarayu–. Los fracturados seres humanos centran su vida en cosas que les parecen buenas, pero eso no los saciará ni liberará. Son adictos al poder, o a la ilusión de seguridad que ese poder ofrece. Cuando ocurre un desastre, la misma gente se levanta contra los falsos poderes en los que confió. Defraudada, se reblandecerá conmigo o se volverá más intrépida en su independencia. Si ustedes pudieran ver cómo termina todo esto y lo que lograremos sin transgredir una sola voluntad humana, comprenderían. Algún día lo harán.

–¡Pero el costo! –Mack estaba perplejo–. Miren el costo: todo el dolor, todo el sufrimiento, todo eso tan terrible y malo. –Hizo una pausa y miró la mesa–. Y vean lo que eso les ha costado a ustedes. ¿Vale la pena?

–¡Sí! –vino la unánime, alegre respuesta.

–¿Pero cómo pueden decir eso? –explotó Mack–. Todo suena como que el fin justifica los medios, que conseguir lo que uno quiere vale cualquier cosa, aun si cuesta la vida de miles de millones de personas.

–Mackenzie –era otra vez la voz de Papá, especialmente amable y bondadosa–. En realidad aún no comprendes. Tratas de dar sentido al mundo en el que vives con base en una muy reducida e incompleta imagen de la realidad. Es como ver un desfile a través del diminuto agujero del dolor, la aflicción, el egocentrismo y el poder, y creyendo que estás solo y eres insignificante. Todas esas ideas contienen grandes mentiras. Ustedes ven el dolor y la muerte como los mayores males, y a Dios como el mayor traidor, o quizás, en el mejor de los casos, como fundamentalmente indigno de confianza. Dictan los términos, y juzgan mis acciones y me hallan culpable. El verdadero error de fondo en su vida, Mackenzie, es que no piensan que soy bueno. Si supieran que fui bueno y que todo (los medios, los fines y todos los procesos de las vidas individuales) está cubierto por mi bondad, entonces, aunque quizá no siempre comprenderían lo que hago, confiarían en mí. Pero no lo hacen.

–¿Yo no lo hago? –preguntó Mack, aunque en realidad ésa no era una pregunta. Era una declaración de hecho, y él lo sabía. Al parecer, los demás también lo sabían, y la mesa permaneció en silencio.

Sarayu dijo:

–Mackenzie, no se puede producir confianza, así como no se puede “hacer” humildad. Es o no es. La confianza es fruto de una relación en la que sabes que eres amado. Pero como no sabes que te amo, no puedes confiar en mí.

De nuevo hubo silencio, y al fin Mack volteó hacia Papá y le dijo:

–No sé cómo cambiar eso.

–No puedes, no solo. Pero juntos nos ocuparemos de que el cambio tenga lugar. Por ahora, sólo quiero que estés conmigo y descubras que nuestra relación no te exige nada ni tienes que complacerme. No soy un ser abusivo, una pequeña deidad egocéntrica y caprichosa que insiste en que se haga su voluntad. Soy bueno, y sólo deseo lo mejor para ti. Tú no puedes descubrir eso a través de la culpa, la condena o la coerción, sino sólo a través de una relación de amor. Y yo te amo.

Sarayu se paró de la mesa y miró directamente a Mack.

–Mackenzie –propuso–, si te interesa, me gustaría que vinieras a ayudarme en el jardín. Debo hacer algunas cosas ahí antes de la celebración de mañana. Podremos continuar allá los elementos relevantes de esta conversación, ¿te parece?

–Claro –respondió Mack, y se excusó de la mesa–. Un último comentario –añadió, volviéndose–: sencillamente no puedo imaginar ningún resultado final que justifique todo eso.

–Mackenzie –Papá se levantó de su silla y rodeó la mesa para darle un fuerte abrazo–. No lo justificamos. Lo redimimos.