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LA OSCURIDAD SE AVECINA

Nada nos vuelve tan solitarios como nuestros secretos.

–Paul Tournier

Durante la noche, un inesperado chinook, el viento cálido del oeste, sopló en el valle de Willamette, librando al paisaje del helado puño de la tormenta, salvo las cosas que yacían ocultas en las más profundas sombras. Veinticuatro horas después hacía un calor de principios de verano. Mack durmió hasta bien entrada la mañana, uno de esos reposos sin sueño que parecen pasar en un instante.

Cuando finalmente se escurrió del sofá, le enfadó un poco descubrir que el espectáculo del hielo se había desinflado tan pronto, aunque le encantó ver a Nan y a los chicos cuando aparecieron menos de una hora más tarde. Primero llegó el previsto y considerable regaño por no haber llevado su ensangrentado amasijo al cuarto de lavado, seguido por una apropiada y satisfactoria cantidad de exclamaciones que acompañaron al examen por Nan de la herida en su cabeza. Esa atención lo complació mucho, y Nan pronto lo había limpiado, curado y alimentado hasta la saciedad. Aunque nunca estuvo lejos de su mente, la nota no fue mencionada. Él no sabía aún qué pensar, y no quería incluir a Nan en eso si resultaba ser una especie de broma cruel.

Pequeñas distracciones, como la tormenta de hielo, eran un agradable aunque breve respiro de la perturbadora presencia de su constante compañera: la Gran Tristeza, como él le decía. Poco después del verano en el que Missy desapareció, la Gran Tristeza se había enrollado en sus hombros como una invisible pero casi tangiblemente opresiva colcha. El peso de su presencia volvía opacos los ojos de Mack y encorvaba sus hombros. Aun sus esfuerzos por librarse de ella eran agotadores, como si sus brazos hubieran estado cosidos a los sombríos pliegues de desesperanza de esa tristeza y él de alguna manera se hubiera vuelto parte de ella. Comía, trabajaba, amaba, soñaba y jugaba con ese pesado atuendo encima, que lo abrumaba como si llevara puesta una gravosa bata de baño, atravesando penosamente todos los días el lóbrego abatimiento que le quitaba el color a todo.

A veces sentía que la Gran Tristeza apretaba lentamente su pecho y su corazón como la triturante espiral de una boa constrictor, exprimiendo líquido de sus ojos hasta que creía que sus reservas se habían agotado. Otras veces soñaba que sus pies se atascaban en un espeso lodo mientras vislumbraba fugazmente a Missy corriendo por el bosque delante de él, su rojo vestido veraniego de algodón, adornado con flores silvestres, destellando entre los árboles. Ella era ajena por completo a la oscura sombra que la perseguía. Aunque él trataba frenéticamente de gritarle que tuviera cuidado, no salía ningún sonido de su boca, y él siempre estaba muy atrasado y era demasiado impotente para salvarla. Su torturado cuerpo empapado en sudor se erguía de golpe en la cama, mientras la náusea y la culpa y el remordimiento arrasaban con él como en un maremoto irreal.

La historia de la desaparición de Missy no es, desafortunadamente, distinta a otras que se relatan demasiado a menudo. Todo ocurrió durante el fin de semana del Día del Trabajo, el último hurra del verano antes de otro año de escuela y rutinas de otoño. Mack decidió osadamente llevar a sus tres hijos menores a un último campamento al lago Wallowa, en el noreste de Oregon. Nan ya tenía el compromiso de un curso de educación continua en Seattle, y los dos chicos mayores habían vuelto a la universidad o asesoraban un campamento de verano. Pero Mack estaba seguro de poseer la combinación correcta de habilidades maternas y de hombre de campo. Después de todo, Nan lo había educado bien.

La sensación de aventura y la fiebre campista se apoderaron de todos, y la casa se volvió un torbellino de actividad. Si lo hubieran hecho a la manera de Mack, habrían metido simplemente en reversa un camión de mudanzas hasta la casa y trasladado allá la mayor parte del contenido de ésta para el largo fin de semana. En medio de la confusión, Mack decidió de repente que necesitaba un descanso y se tendió en su sillón de papá tras echar de él a Judas, el gato de la familia. Estaba a punto de encender la tele cuando llegó Missy corriendo, cargando su pequeña caja de acrílico.

–¿Puedo llevar mi colección de insectos al campamento? –preguntó.

–¿Quieres llevar tus bichos? –gruñó Mack, sin hacerle mucho caso.

–¡No son bichos, papá! Son insectos. Mira, tengo muchos.

Mack dirigió renuentemente su atención a su hija, quien al verlo concentrado, empezó a explicar el contenido de su caja de tesoros.

–Mira, aquí hay dos grillos. Y ve esa hoja: ahí está mi oruga. Y en alguna parte… ¡ahí está! ¿Ves mi catarina? Y por ahí también tengo una mosca, y unas hormigas.

Mientras ella inventariaba su colección, Mack hacía lo más que podía por mostrarse atento, asintiendo simultáneamente con la cabeza.

–Entonces –terminó Missy–, ¿puedo llevarlos?

–Claro que sí, chiquita. Tal vez podríamos soltarlos en el bosque cuando estemos allá.

–¡No, no puede! –llegó una voz desde la cocina–. Missy, tienes que dejar tu colección en casa, mi cielo. Créeme, aquí estará más segura.

Nan permaneció en el rincón y frunció cariñosamente el ceño a Mack mientras él se alzaba de hombros.

–Hice lo que pude, chiquita –le murmuró él a Missy.

–Grrr –rezongó ella.

Pero sabiendo que la batalla estaba perdida, tomó su caja y se fue.

Para la noche del jueves, la camioneta estaba sobrecargada y el remolque-tienda de campaña enganchado, con las luces y los frenos probados. El viernes muy temprano, luego de una última conferencia de Nan a sus hijos sobre seguridad, obediencia, lavarse los dientes en las mañanas, no recoger gatos con rayas blancas en el lomo y muchas otras cosas, partieron, Nan al norte, por la Interestatal 205 a Washington, y Mack y los tres amigos al este, por la Interestatal 84. El plan era regresar el martes siguiente en la noche, justo antes del primer día de clases.

La barranca del río Columbia vale por sí sola el viaje, con imponentes paisajes dominados por mesetas, cinceladas por ríos, que montan soñolienta guardia bajo el calor de fines del verano. Septiembre y octubre pueden ofrecer algo del mejor clima de Oregon: el Verano indio suele iniciarse alrededor del Día del Trabajo, y prolongarse hasta Halloween, cuando rápidamente se vuelve frío, húmedo y desagradable. Ese año no fue la excepción. El tráfico y el clima cooperaron de maravilla, y la pandilla notó apenas el paso de los kilómetros y el tiempo.

El cuarteto se detuvo en las cascadas Multnomah a comprar un cuaderno para colorear y crayones para Missy, y dos baratas cámaras desechables contra agua para Kate y Josh. Luego, todos decidieron trepar la corta vereda hasta el puente frente a las cascadas. Un camino conducía antes a la poza principal y hasta la poco profunda cueva tras el agua saltarina pero, desafortunadamente, las autoridades del parque lo habían cerrado a causa de la erosión. A Missy le encantó el lugar, y rogó a su papá que les contara la leyenda de la hermosa doncella india, la hija de un jefe de la tribu multnomah. Hubo que insistir, pero Mack finalmente cedió y volvió a contar esa historia mientras todos miraban la neblina que envolvía a la cascada.

El relato giraba en torno a una princesa, único descendiente que le quedaba a su anciano padre. El jefe quería mucho a su hija, y le eligió cuidadosamente un esposo, un joven jefe guerrero de la tribu clatsop, que él sabía que ella amaba. Las dos tribus se congregaron para celebrar la fiesta de la boda, prevista para durar varios días; pero antes de que empezara, una terrible enfermedad comenzó a propagarse entre los hombres, quitando la vida a muchos.

Ancianos y jefes se reunieron para ver qué podían hacer contra la devastadora enfermedad que diezmaba rápidamente a sus guerreros. El curandero más viejo entre ellos habló de cómo su padre, al envejecer y estando próxima su muerte, había predicho una terrible enfermedad que mataría a sus hombres, mal que sólo podría detenerse si la pura e inocente hija de un jefe daba con gusto la vida por su pueblo. A fin de cumplir la profecía, ella debía subir voluntariamente a un risco sobre el río Grande, y saltar desde ahí a su muerte en las rocas del fondo.

Una docena de jóvenes, todas ellas hijas de los diversos jefes, fueron llevadas ante el consejo. Tras considerables debates, los ancianos decidieron que no podían imponer tan precioso sacrificio, sobre todo por una leyenda que no sabían si era cierta.

Pero el mal seguía extendiéndose sin freno entre los hombres, y al cabo el joven jefe guerrero, el esposo en ciernes, cayó presa de la enfermedad. La princesa, que lo amaba, supo en su corazón que debía hacer algo, y luego de calmar su fiebre y besarlo dulcemente en la frente, se escabulló.

Le llevó toda la noche y el día siguiente llegar al lugar mencionado en la leyenda, un altísimo risco que dominaba el río Grande y las tierras más allá. Después de rezar y entregarse al Gran Espíritu, cumplió la profecía saltando sin titubear a su muerte en las rocas del fondo.

A la mañana siguiente en las aldeas, los enfermos se levantaron buenos y sanos. Hubo enorme alegría y celebración hasta que el joven guerrero descubrió que su amada novia no estaba. Cuando la conciencia de lo ocurrido se extendió entre la gente, muchos emprendieron el viaje al lugar donde sabían que encontrarían a la princesa. Reunidos en silencio en torno a su destrozado cuerpo al pie del risco, el desconsolado padre clamó al Gran Espíritu, pidiendo que el sacrificio de su hija se recordara para siempre. En ese momento empezó a caer agua desde el lugar donde ella había saltado, que se convertía en fina niebla al llegar a los pies de la gente, formando poco a poco un bello estanque.

A Missy solía fascinarle este relato, casi tanto como a Mack. Tenía todos los elementos de una genuina historia de redención, semejante a la de Jesús, que ella conocía tan bien. Se centraba en un padre que amaba a su única hija y en un sacrificio predicho por un profeta. La hija daba voluntariamente su vida por amor, y salvaba a su prometido y a las tribus de ambos de una muerte segura.

Pero esta vez Missy no dijo una sola palabra cuando acabó la historia. En cambio, se volvió de inmediato y se dirigió a la camioneta, como diciendo: “Bueno, eso fue todo. Vámonos”.

Hicieron una rápida escala para almorzar y una breve pausa en el río Hood, y luego continuaron su camino, llegando a La Grande en las primeras horas de la tarde. Ahí dejaron la I-84 y tomaron la autopista al lago Wallowa, que los llevaría por los últimos ciento quince kilómetros hasta la ciudad de Joseph. El lago y lugar para acampar a los que iban estaban apenas unos kilómetros más allá de Joseph, y luego de hallar su paraje todos ayudaron, dejando dispuestas todas las cosas muy poco después, quizá no exactamente como Nan lo habría preferido, pero en forma práctica de todos modos.

La primera comida fue una tradición de la familia Phillips: espaldilla de res, marinada en la salsa secreta del tío Joe. Como postre comieron los brownies que Nan había preparado la noche anterior, cubiertos con el helado de vainilla que habían empacado a toda prisa en hielo seco.

Esa tarde, sentado entre tres chicos risueños y viendo uno de los espectáculos más fabulosos de la naturaleza, el corazón de Mack fue invadido por una inesperada alegría. Un atardecer de brillantes colores y figuras opacó a las escasas nubes que, tras bastidores, esperaban ser las actrices centrales de esa única función. Era un hombre rico, pensó Mack para sí, en todos los sentidos que en verdad importaban.

Al terminar la cena ya había caído la noche. Los venados –rutinarios visitantes de día, y a veces un gran fastidio– se habían ido a dormir, dondequiera que lo hiciesen. Su lugar fue tomado por las calamidades nocturnas: mapaches, ardillas comunes y ardillas rayadas, que ambulaban en bandas buscando cualquier envase a medio abrir. Los excursionistas Phillips lo sabían por experiencia. La primera noche que habían pasado en uno de esos campamentos les había costado cuatro docenas de Rice Krispies Treats, una caja de chocolates y todas sus galletas con crema de cacahuate.

Antes de que se hiciera demasiado tarde, los cuatro dieron un corto paseo lejos de las fogatas y las linternas, a un sitio oscuro y tranquilo donde pudieron tumbarse y contemplar maravillados la Vía Láctea, deslumbrante e intensa sin el velo de contaminación de las luces de la ciudad. Mack podía echarse a admirar esa vastedad horas enteras. Se sentía increíblemente pequeño, pero satisfecho consigo mismo. De todos los lugares en los que sentía la presencia de Dios, ése, rodeado por la naturaleza y bajo las estrellas, era uno de los más tangibles. Casi podía oír el himno de alabanza que aquéllas entonaban a su Creador, y en su renuente corazón se sumó al coro lo mejor que pudo.

Luego fue el regreso al campamento y, tras varios viajes a las instalaciones, Mack arropó por turnos a los tres en la seguridad de sus bolsas de dormir. Rezó brevemente con Josh antes de pasar adonde Kate y Missy esperaban acostadas; pero cuando llegó el turno de rezar de Missy, la pequeña prefirió platicar.

–Papá, ¿por qué ella tuvo que morir?

Mack tardó un momento en saber de quién hablaba, dándose cuenta de pronto de que, sin duda, la princesa multnomah había permanecido en la mente de Missy desde aquella escala del trayecto.

–Ella no tuvo que morir, preciosa. Decidió morir para salvar a su pueblo. Había muchos enfermos, y ella quiso curarlos.

Hubo un silencio, y Mack sabía que otra pregunta se formaba en la oscuridad.

–¿Es verdad lo que pasó?

Esta vez la interrogante era de Kate, obviamente interesada en la conversación.

–¿Qué de lo que pasó?

–¿La princesa india de veras murió? ¿Es cierta su historia?

Mack pensó antes de contestar.

–No lo sé, Kate. Es una leyenda, y a veces las leyendas son historias que enseñan una lección.

–¿Entonces lo que pasó no es verdad? –preguntó Missy.

–A lo mejor sí, mi vida. A veces las leyendas se basan en historias reales, cosas que sí sucedieron.

De nuevo silencio, y después:

–¿Entonces la muerte de Jesús es una leyenda?

Mack podía oír girar los engranajes de la mente de Kate.

–No, cariño, ésa es una historia verídica. ¿Y sabes qué? Creo que la historia de la princesa india también ha de ser verídica.

Mack esperó a que sus hijas procesaran sus ideas.

Missy fue la siguiente en preguntar:

–¿El Gran Espíritu es uno de los nombres de Dios: ya sabes, el papá de Jesús?

Mack sonrió en la oscuridad. Obviamente, las oraciones nocturnas de Nan estaban teniendo efecto.

–Supongo que sí. Es un buen nombre para Dios, porque él es espíritu y es grande.

–¿Entonces por qué es tan malo?

Ah, ahí estaba al fin la pregunta que había estado cocinándose.

–¿Qué quieres decir, Missy?

–Bueno, el Gran Espíritu hace que la princesa salte del risco y que Jesús muera en una cruz. Para mí, eso es ser muy malo.

Mack se quedó atónito. No supo qué contestar. A sus seis y medio años de edad, Missy hacía preguntas con las que los sabios habían lidiado durante siglos.

–Mi amor, Jesús no creyó que su papá fuera malo. Pensaba que su papi estaba lleno de amor y que lo quería mucho. Su papá no lo obligó a morir. Jesús decidió morir, porque él y su papá te aman a ti, me aman a mí y aman a todo el mundo. Nos salvó de nuestra enfermedad, igual que como hizo la princesa.

Llegó entonces el silencio más largo, y Mack se preguntó si las niñas se habían quedado dormidas. Justo cuando estaba a punto de agacharse para darles el beso de buenas noches, una vocecita a todas luces temblorosa rompió el silencio:

–¿Papá?

–¿Sí, mi vida?

–¿Yo tendré que saltar de un risco alguna vez?

El corazón se le partió a Mack cuando entendió cuál era el verdadero fin de esa conversación. Tomó a su pequeña hija entre sus brazos y la estrechó muy fuerte. Con voz un poco más ronca que de costumbre, contestó dulcemente:

–No, cariño. Yo nunca te pediré que saltes de un risco, jamás, jamás, jamás.

–¿Entonces Dios me pedirá saltar de un risco alguna vez?

–No, Missy. Él nunca te pediría algo así.

Ella se acurrucó en sus brazos.

–¡Qué bueno! Abrázame fuerte. Buenas noches, papá. Te quiero mucho.

Y cayó dormida al instante, hundiéndose en un profundo sopor con sólo sueños dulces y buenos.

Minutos después, Mack la devolvió delicadamente a su bolsa de dormir.

–¿Estás bien, Kate? –murmuró mientras daba a ésta un beso de buenas noches.

–¡Sip! –susurró ella–. ¿Papá?

–¿Qué, mi vida?

–Missy hace buenas preguntas, ¿verdad?

–Muy buenas. Es una niña especial. Las dos lo son, pero tú ya no eres tan niña. Ahora vamos a dormir, que mañana nos espera un gran día. Dulces sueños, preciosa.

–Tú también, papá. ¡Te quiero toneladas!

–Yo también te quiero con todo mi corazón. Buenas noches.

Mack subió el cierre del remolque al salir, se sonó la nariz y enjugó las lágrimas que aún quedaban en sus mejillas. Dio en silencio gracias a Dios y fue a prepararse un café.