Conversaciones con un rey de piedra

 

 

 

 

 

Además de flores y hierba espesa, en la plaza donde di el primer beso hay un rey de piedra. En el pedestal se lee: Zaragoza, a su gran rey Fernando el Católico. El gran rey está de pie y da la espalda al centro. Mira a las afueras, como queriendo irse. Si fuese una obra de arte contemporáneo se titularía Homenaje a un rey que desprecia a quienes le homenajean, lo que le acercaría mucho al divismo pop moderno. Dan ganas de colocarle detrás un grupo escultórico de paparazzi que le pregunten a gritos: majestad, ¿adónde va? ¿Por qué nos abandona? ¿Volverá algún día?

El gran rey sostiene la espada con la izquierda y recoge la derecha en el lomo, como un paseante distraído. Pese al espadón, no hay marcialidad, ni siquiera majestad. Se lo ve aburrido, como esos jubilados que merodean a su alrededor. Si en vez de espada portase un periódico enrollado, Fernando el Católico no se distinguiría de cualquier otro señor de la plaza.

La estatua es importante no sólo porque fue testigo de mi primer centrifugado lingüístico, sino porque marca el limes de mi ciudad. Rara vez rebaso el cuerpo del rey. Cuando salgo de casa, camino casi siempre hacia el norte, en dirección al centro. Cuando voy hacia el sur es porque me dirijo al hospital, y eso queda fuera del mundo civilizado.

Ahora saludo con cierta frecuencia al gran rey porque he retomado la rutina del enfermo tras unos años de descreimiento, cuando me convencí de que la piel no merecía un sacrificio tan grande y que la peregrinación al hospital era para débiles y frívolos. Porque yo, a diferencia de todos esos peleles ahogados en los vasitos de agua de su propia pequeñez, podía tolerar unas manchas y unos picores e incluso podía aceptar la mirada impertinente de los demás. No todo el mundo vale para enfermo como no todos valemos para estudiar.

Creo que el buen enfermo necesita un poco de fe. Sin ingenuidad no se puede seguir la disciplina; sin creer en los milagros, no hay forma de aguantar las consultas médicas. Esto lo entendí leyendo uno de los cuentos para adultos de Roald Dahl, que se titula «Jalea real».

Una recién nacida que no se alimenta y pierde peso. Unos padres angustiados que ya no saben qué hacer. El padre, apicultor, encuentra la solución en la jalea real, esa sustancia milagrosa de altísimo poder nutritivo. Para convencer a la madre de que debe administrárselos a la cría, cita un estudio: «En México, en 1953, un grupo de físicos iluminados empezó a prescribir dosis mínimas de jalea real para cosas como neuritis cerebral, artritis, diabetes, autointoxicación por tabaco, impotencia masculina, asma, crup, gota… Hay una pila de testimonios. Un famoso agente de bolsa de Ciudad de México contrajo un caso particularmente obstinado de psoriasis. Se volvió desagradable físicamente. Sus clientes empezaron a darle la espalda y su negocio se resintió. Desesperado, empezó a tomar jalea real (una gota con cada comida). Presto! Se curó en quince días».

Aleluya, milagro.

Lo de Roald Dahl es un cuento, y por eso es tan verdadero. Habla de esa pócima rara y carísima o de ese ungüento elemental y asequible que todos los monstruos esperamos encontrar. Nos los han prometido médicos y familiares, gente que pasaba por allí, individuos que conocen a otros individuos a los que les fue muy bien. Deberías probarlo. Por intentarlo nada pierdes. ¿De cuántas jaleas reales habré tenido noticia? ¿De cuántos agentes de bolsa mexicanos curados por un remedio infalible me habrán hablado en todos estos años?

Dahl escribe sobre el comercio de la esperanza, el más rentable de todos los mercados, parecido a los pactos diabólicos: ¿qué monstruo no vendería el alma que no tiene a cambio de pasear desnudo con orgullo por cualquier playa? El alma, en el caso de mi enfermedad, suelen ser los órganos internos. Los riñones y el hígado. Porque lo que no cuenta Roald Dahl es que ninguna jalea real cura gratis. La mitología está llena de Narcisos que se arruinaron a cambio de poder mirarse al espejo sin vergüenza. Aunque sólo fuera un vistazo en el estanque, justo antes de ahogarse, pagando así el precio más caro, pero incluso mientras se ahogaban, con esa conciencia aguda de la muerte inminente, la mayoría pensó: ha merecido la pena.

Mi primera jalea real se llamaba ciclosporina. Es un medicamento antirrechazo que se receta a los que tienen un órgano trasplantado. Funciona como inhibidor del sistema inmune, pero poquito: baja las defensas lo justo para que no ataquen al órgano nuevo y no se produzca una reacción de rechazo. Al administrarlo, descubrieron que tenía un efecto beneficioso sobre varias enfermedades autoinmunes. No las curaba, porque esas no se curan, pero mitigaba e incluso eliminaba los síntomas. En el caso de la psoriasis, hacía desaparecer las manchas o las reducía mucho.

Cuando la dermatóloga me habló del milagro de la ciclosporina, yo estaba harto de cremas, pomadas, emplastos, sesiones de rayos UVA y baños de brea. Me faltaba probar las sanguijuelas y los encantamientos, así que celebré con mucha emoción la propuesta de tomar tres pastillas diarias y olvidarme de todo lo demás.

Sólo hay un problema, me dijo. La ciclosporina es muy tóxica y se acumula en los riñones, que no son capaces de eliminar las toxinas. Pasado un año, hay que abandonar el tratamiento para evitar un fallo renal. Eso, si todo va bien y no hay que suspenderlo enseguida.

También podía afectar seriamente al hígado y al corazón, por eso debía llevar unos controles estrictos: tomarme la tensión cada dos días (y abandonar las pastillas al menor signo de hipertensión) y analizarme la sangre y la orina cada mes. Como soy un tipo grandote, me correspondía una dosis alta: seiscientos miligramos al día en tres pastillas de doscientos. Es decir, mucho trabajo para los riñones. Demasiado.

¿Y qué más da? Sélleme la receta y déjeme salir corriendo a la farmacia. Qué importa que mi interior se pudra si puedo presumir de exterior. Nadie me va a mirar los riñones ni las arterias. Echarlos a perder es un riesgo aceptable a cambio de acabar para siempre con las miradas de los viajeros del tren y de los compañeros de oficina. Sélleme la receta, tengo que empezar a tomarlas hoy mismo. Quiero ser normal. Normal. No me prometa bellezas ni juventudes de las que ni entiendo ni necesito. Ofrézcame tan sólo la normalidad, la disolución en la masa, el traje gris, ser 999.999 entre un millón. Haga, por favor, que dejen de mirarme.

Hágame invisible, se lo ruego.

Abracadabra, pata de cabra, que este monstruo desaparezca de nuestra vista para siempre.

No estuvo mal aquella mano de santo, sobre todo en el primer año. Las manchas remitieron muy sensiblemente y volví a enseñar los brazos sin hacer filigranas al remangarme la camisa. Pero la enfermedad aprendió pronto y, a partir del segundo año, el efecto fue menor. Mis anticuerpos locos habían encontrado la forma de burlar los ataques. Me estaba destrozando los riñones a cambio de nada.

En 2014 alcancé el máximo de tolerancia a la ciclosporina. Aunque no había tenido apenas efectos (los riñones aguantaban bien, pese a todo, y la tensión, un poco disparada a veces, no se alteró demasiado), el protocolo médico me obligaba a parar, pues la toxicidad es acumulativa y persistente. Era mi segundo tratamiento de dos años, ya no me iban a sellar más recetas. Además, apareció la artritis, compañera de viaje de las manchas en la piel. Dolores en las manos y en los pies, pero sobre todo en la columna, cuyas articulaciones entre las vértebras, formadas por una especie de gel, se iban calcificando. La ciclosporina no tenía jurisdicción sobre esa expresión interna y mucho más filosófica de la psoriasis exterior. La dermatóloga concluyó, con el gesto cansino de las dermatólogas que ya lo han visto todo, que era el momento de pasar al siguiente nivel.

Metrotexato fue la palabra que salió de aquella consulta. Probaremos con metrotexato, dijo, antes de pasar a los biológicos. Y se puso a escribir a mano en mi historial, y yo la contemplé en silencio, maravillado por cómo crecía ese manuscrito, y un poco divertido también por lo arcaico de los rituales. Era el año 2014 y aún documentaban cada acto médico en aquellos impresos que guardaban en sobres enormes. Utilizan la tecnología más avanzada para intentar curarme, pensaba, pero lo escriben todo como en el siglo XV. La enfermera, con la misma liturgia, rellenaba y sellaba volantes para una batería de pruebas: neumotórax, electrocardiograma, análisis de esto y de lo otro, vacunas, la rutina de costumbre. Los cogí en silencio y los guardé en mi bolsa de tela.

El tratamiento será en el hospital, me dijo, ya no tendrás que venir a esta consulta.

Un nuevo rito de paso en la vida del enfermo crónico. La llegada de la madurez. Consuela saber que del hospital no se va más allá, es el último estadio, el de los enfermos pata negra. Ya podía mirar por encima del hombro a los que frecuentaban ambulatorios y consultas especializadas: yo iba al hospital, como los enfermos profesionales. Ya no me dedicaría a la psoriasis como un aficionado en sus ratos libres, sino a tiempo completo.

No dije nada para no herir el orgullo de mi dermatóloga, pues a los médicos les gusta que sus pacientes no sepan de qué les están hablando cuando enumeran tratamientos, pero el metrotexato era muy familiar para mí. Sabía que es un inhibidor enzimático, es decir, un medicamento que bloquea la síntesis de ciertas moléculas y, por tanto, impide que el cuerpo fabrique una serie de enzimas, entre ellas, el ácido fólico. El metrotexato se desarrolló en los años cuarenta con el propósito exclusivo de impedir la producción de ácido fólico, después de que uno de los genios médicos del siglo, Sidney Farber, descubriese que los niños con leucemia de su hospital de Boston mejoraban cuando se reducía ese ácido.

He visto correr el contenido de muchas bolsas de metrotexato a través de tubos de plástico. En el mismo contexto en que lo usaba el doctor Sidney Farber: inyectado en las venas de un niño enfermo de leucemia. Por eso no dije nada mientras la dermatóloga terminaba de cumplimentar mi historial y numeraba las hojas, que ya necesitaban encuadernación después de tantos años de emplastos, baños de brea, cremas, rayos y pastillas. ¿Qué podía decirle? ¿Que incluso sabía las dosis pediátricas recomendadas? ¿Que había visto administrar tantos goteros de metrotexato que podía infundirlos yo mismo, como enfermero experto, pero sin título? ¿Que conocía al dedillo la biografía del doctor Farber y sabía que, hasta sus hallazgos y su trabajo genial, los médicos como él se limitaban a edulcorar con morfina la muerte de los niños a los que les tocaba atender? No podía decirle nada de eso porque mi hijo no se curó, y el metrotexato que le metieron, que fue una ínfima parte de toda la quimioterapia que circuló por sus venas, no sirvió de nada, por lo que el nombre de esa sustancia no evoca en mí un hito en la historia de la medicina, sino mi dolor, el que llevo siempre inflado en un hueco debajo del esternón.

¿Cómo decir algo así y romper el clima de indiferencia que toda consulta médica necesita? Ni la enfermera habría podido seguir sellándome volantes ni la doctora habría acertado a rellenar con soltura el resto de mi historial. Aquello era dermatología, es decir, el país de lo banal. Allí la gente va a quitarse verrugas y a mirarse al espejito mágico. Allí se habla de hidratación y de colágeno. A lo sumo, de cómo inciden los granos en tu entorno laboral, si les das asco a tus compañeros o si tu jefe te manda al almacén para que no causes mala impresión a los clientes. De sobra sabía, por las encuestas que me hacían rellenar sobre cómo afectaba la enfermedad a mi vida cotidiana y a mi autoestima, que a los dermatólogos les preocupa mucho si follas o no, y si follas bien, satisfactoriamente, pero les traen sin cuidado los estados neblinosos del alma y, desde luego, las tristezas incurables. En la consulta se abordan los complejos físicos que vienen en las revistas de moda, nada más. Patas de gallo, celulitis, estrías, etcétera. Por eso la doctora siempre parece decepcionada o incluso sarcástica cuando marco la casilla «nada» en la pregunta de cómo afecta el mal a mis relaciones sexuales. Se ve que no se lo cree. Alguna vez he puesto «un poco» para contentarla, y creo que agradeció que le echase melodrama. Al leerlo, puso cara de ya lo sabía yo.

Desde mediados del siglo XX, el metrotexato se usa para tratar la artritis y ciertas enfermedades autoinmunes, pues la inhibición del ácido fólico tiene un efecto antiinflamatorio potentísimo. Aunque es muy tóxico, un riñón sano puede filtrarlo razonablemente bien, y no conlleva los efectos devastadores de la quimioterapia convencional: ni arrasa el sistema digestivo ni hace que se caiga el pelo, aunque sí puede dañar seriamente el hígado y los pulmones. Yo era el candidato ideal para recibir unos buenos chutes, y las pruebas que me encargaban tenían por objeto averiguar hasta qué punto mi cuerpo podía soportarlos.

Dije adiós y la doctora levantó un momento la vista para sonreírme y despedirse hasta la próxima visita.

Ya nos veremos en el hospital, recordó, como un profesor que acaba de conceder el título a un buen alumno.

Cerré la puerta, me monté en un ascensor atestado y salí a la calle con paso rápido, alejándome de aquel edificio triste de la sanidad pública que no se había reformado desde los tiempos del doctor Sidney Farber y de cuyos pasillos y escaleras emanaba aún un aire hospiciano a desinfectante y hombros encogidos, los de todos esos celadores apostados en las esquinas, como Carontes huraños a los que ya no pagan por remar.

No había desayunado, pero no tenía hambre. El estómago se anudó y me invadieron unas náuseas leves. Metrotexato, me decía, como quien canta para sus adentros una melodía pegadiza. Metrotexato. Deambulé por el barrio de la plaza de toros, por calles que hacía años que no frecuentaba. Era una zona descuidada y vieja, con ropa tendida y bombonas de butano en los balcones, algunos solares y tipos sospechosos de cualquier crimen que me miraban con sorna desde las puertas de los cafetines del hampa. Metrotexato, pensaba, y mis zapatos pisaban baldosas rotas y charcos añosos. Me desorienté un par de minutos, hasta que reconocí el arco de la iglesia de Santiago el Mayor, donde solían montar guardia las putas más tristes de toda la ciudad. Estaban a todas horas, chupadas, pálidas, precadavéricas, pero el ayuntamiento debió de llevarlas a otro sitio, porque ya no quedaba ni rastro de ellas. Inhibidas, como el ácido fólico. Habrá quien piense que la ciudad está mejor sin ellas, más sana. El metrotexato municipal elimina las manchas visibles, como esas pobres putas, pero deja un montón de toxinas en las casas sin aire acondicionado de cuyos balcones salen gritos, flamenquito y olor a fritanga.

Qué feo está eso, me dije, usar la enfermedad como metáfora para explicar la ruina de estos barrios y las miserias de la política municipal. Me odio mucho cuando caigo en ese lugar común que ni siquiera parece una metáfora, sino un uso normal del lenguaje. Susan Sontag escribió un librito titulado La enfermedad y sus metáforas, en el que aprendí lo aberrante que puede ser trasladar la semántica de la enfermedad y la salud para explicar fenómenos sociales y políticos. Cuando se compara la corrupción con un cáncer, cuando se dice que una democracia no tiene buena salud, cuando los políticos se refieren a sus proyectos como tratamientos o cuando se habla de una nación como si fuera un paciente que necesita cirujanos de hierro o doctores que traten la enfermedad del desempleo o de la pobreza, todo se enfanga de una abyección invisible, porque se refuerza la noción clásica de la enfermedad como pestilencia. Algo que debe ser extirpado, sajado, intervenido. En vez de ser objeto de cuidados, el enfermo se convierte en un foco que erradicar, y eso se traslada a la forma en que se habla de él.

Antes de que el coronavirus se erigiera en la peste contemporánea, con la furia de las peores plagas, el cáncer, epítome de todas las enfermedades pasadas y presentes, se prestaba a la belicosidad más que todos los demás males. Richard Nixon declaró The War on Cancer el 23 de diciembre de 1971. Lo hizo con la solemnidad con que se declaran las guerras de verdad, con la firma pública de una ley. Destinó mil quinientos millones de dólares a financiar investigaciones y tratamientos, la mayoría de ellos inspirados en los hallazgos de la medicina de guerra: sin las armas químicas, no existiría la quimioterapia. Casi medio siglo después puede decirse que la guerra de Nixon está perdida en la mayoría de los tumores, aunque abundan los propagandistas que presumen de lo contrario, reforzando así esa retórica militar y trompetera que tan mal se conjuga con el silencio de los pasillos hospitalarios y la serenidad gimiente de las camas.

La enfermedad es una forma bastarda de identidad, una condición acuosa en la que el enfermo no sabe nunca qué pensar de sí mismo. En el mundo de los sanos las cosas están muy claras y es fácil encontrar disfraces y papeles para interpretar la función. Se puede vivir como padre, como enamorado, como profesional de esto o de lo otro, como atleta, como rico, como pobre, como guapo o como aficionado del Real Betis Balompié. Como enfermo, en cambio, nadie sabe vivir, y sin embargo, la diabetes es una seña de identidad más profunda que cualquier otra marca de clase o de nación. ¿No se define mejor cualquiera por diabético que por francés?

La idea del enfermo como luchador surge tanto de la necesidad del propio sufriente de que el espejo le devuelva la imagen digna de alguien que aún controla su vida como de la idea de la peste. La metáfora bélica es un resorte que salta en la boca de cualquiera: voy a luchar, vamos a vencer, no te rindas.

Es una forma torpe de consuelo, pero esto es redundante, porque todos los consuelos son torpes. La elegancia tiene siempre un toque cínico y autodestructivo.

Dirán que no tenemos derecho a cuestionar el consuelo de nadie, que nada hay de malo en aferrarse a la ilusión de que si un enfermo madruga, hace sus abluciones, sonríe y se muestra en todo momento fuerte y animoso, está luchando contra su mal. Y es verdad: no cabe reproche para quien no soporta su propia fragilidad. El reproche es para los demás, para los que animan desde la grada, para los que agitan los puños y escriben pancartas, para los que aplauden y gritan no te rindas. Porque, al hacerlo, están culpando al enfermo de su enfermedad. Le están diciendo que si no se cura es porque no se esfuerza lo bastante, y le están echando encima la responsabilidad de animarlos a ellos. Son los sanos quienes necesitan ver enfermos felices, para espantar la bicha y almibarar su hipocondría. También para poder tratar con ellos, porque nadie quiere visitar a un enfermo gruñón, deprimido o cínico. Nadie quiere dar fuego a un enfermo de cáncer que ha decidido seguir fumando, pero todos le regalan caramelos si deja el vicio.

Pensando en esto me acordé de la muerte de una tía, hace casi veinte años. Le diagnosticaron un cáncer atroz que ya había hecho metástasis. Nunca fue al médico, pese a los síntomas que se notaba, y cuando los dolores y sangrados se hicieron insoportables, no había ya tratamiento posible. La ingresaron y murió en pocas semanas. Yo vivía entonces con mi bruja, la de las cartas del tarot, y me acerqué al hospital a ver a mi tía, con toda mi familia. En aquella época yo fumaba un poco, más por los porros que por el tabaco, y en los hospitales se podía fumar aún. Había que salir de la planta, pero en los pasillos y en las salas de espera la gente chupaba ansiosa sus pitillos y atiborraba de colillas los ceniceros. Salí de la habitación a fumarme uno y se me acercó un señor mayor con la bata del hospital. Calvo, con unas manos largas y artríticas.

¿Serías tan amable de darme un cigarrito, chaval?, me dijo.

Cómo no, caballero, sírvase, le dije, ofreciéndole la cajetilla abierta.

Le di lumbre, que protegió haciendo pantalla con sus manos arbóreas y, tras dar una sola calada, prorrumpió en toses. Era una tos terminal, del averno, que venía de lo más hondo de unos pulmones que debían de ser ya sólo ceniza.

Gilipollas, me dije, estás en oncología y le acabas de dar un cigarrillo a un enfermo de cáncer, ¿en qué estás pensando?

Fui a darle unos golpecitos en la espalda y a preguntarle si estaba bien, si llamaba a alguien, pero el hombre, mientras la tos menguaba, negaba con sus manazas.

Gracias, de verdad, gracias, alcancé a oírle.

Dio un par de caladas más, tosió de nuevo, pero ya no intenté nada, persuadido por sus gestos. Apagó el cigarro dejándolo a la mitad.

Ay, qué bueno, le oí decir mientras se despedía con la mano derecha y volvía a la planta.

Me sentí muy culpable y decidí no contar el episodio a nadie, no fuera a venir un hijo furioso, buscando al idiota que le dio tabaco a su padre. Pasado el tiempo, sin embargo, me sentí un poco orgulloso. Aquel señor tenía ya medio cuerpo en el agua del Leteo y seguro que el cigarro fue una de sus últimas transgresiones. Se sabía desahuciado y vino a mí huyendo de una familia que le había quitado la sal, el vino, el chorizo y el tabaco, en sacrificio religioso por una salud que jamás iba a volver. Aquello era una despedida de sí mismo a la que tenía derecho, pero que los hijos, solícitos, les suelen negar a los padres moribundos.

Aunque ya no fumo, prefiero dar lumbre que caramelos de menta; tabaco antes que consejos, y una copa cargada antes que palabras de ánimo. Creo que la fatalidad no necesita consuelos, sólo compañía y algún chiste para pasar el rato.

El mundo, por lo general, opina lo contrario.

Esa forma de jalear a los enfermos sirve para segregar a los fuertes de los débiles. La sociedad ampara y agasaja a los optimistas que luchan y desecha a los cascarrabias que piden cigarros en los pasillos del hospital. Es una forma posmoderna de embarcarlos en la nave de los locos o de ponerles cencerros y llevarlos al lazareto. Al fin y al cabo, si han decidido no luchar y revolcarse en su propio nihilismo, merecen el oprobio y el asco de la plebe. No deberían ni recibir la visita de los voluntarios que llevan café aguado por las habitaciones de hospital y dan a probar ese bizcocho casero que hace mi madre y está tan rico. Venga, coja un trozo, que lo hace sin azúcar, para que usted pueda comerlo también.

Los hospitales de la Edad Media eran edificios donde se ejercía la hospitalidad con los caminantes, que eran huéspedes. Como los caminantes solían llegar muy maltrechos y los hospitales ofrecían muchos servicios reparadores, poco a poco se fue asociando la institución con la cura de los huesos. Tan importante como reposar de las fatigas del camino era desinfectar las heridas y secar las ampollas de los pies. Pero los primeros hospitales que pueden considerarse antecedentes directos de los de hoy surgieron en torno al siglo XV, y eran una mezcla de dispensario, lazareto y manicomio, gestionados por la caridad de alguna orden religiosa y financiados por las almas pías de la ciudad, que, al encerrar a los pestilentes, se ahorraban encontrárselos por las calles. Hasta la revolución de la medicina moderna, estos edificios fueron la antesala de la muerte, un lugar donde compadecerse de los que agonizan, de los locos y de los inmundos, lejos de la mirada pública.

Algo de eso persiste en la forma en que se siguen concibiendo: retirados, con una frontera clara con el mundo de los sanos, llenos de prohibido entrar y de laberintos donde se pierde cualquier extraño. Los pacientes ya no están allí para morir —no todos, al menos—, pero sí para que el mundo no los vea. Quien piense que esto se explica por preservar su intimidad no ha estado enfermo ni ha visitado muchos hospitales. El enfermo renuncia a cualquier forma de intimidad en cuanto firma los papeles del ingreso. No hay sitio para el pudor en ese bosque de sondas y batas abiertas por el culo.

Los médicos más reflexivos y menos solipsistas son sensibles y promueven el diseño de hospitales integrados en el mundo de los sanos. No tanto para que los sanos vean a los enfermos como para que los enfermos no se sientan desterrados. El hospital infantil Sant Joan de Déu de Barcelona diseñó una sala de quimioterapia a ras de calle con una pared completamente acristalada, pero tintada. Así, los niños conectados al gotero ven los coches y a los peatones como si estuvieran tomando un helado en una terraza, pero los peatones no los ven a ellos. Están, efectivamente, a salvo de su mirada compasiva o asqueada, pero no se sienten apestados. Los peatones ven una pared de espejo, lo cual es también una metáfora hermosa: el enfermo eres tú, paseante.

Esos detalles, cada vez más frecuentes, revelan una toma de conciencia que nada tiene que ver con los símiles bélicos. Quien altera los diseños hospitalarios tradicionales no cree en luchas ni combates contra largas enfermedades, sino en la fragilidad humana. Hay un salto triple mortal entre considerar al enfermo un luchador o un ser humano que sufre. Hay varios abismos morales de distancia entre quien da ánimos al enfermo y quien le ofrece conversación sin juzgarlo, aunque sólo sea para escuchar sus gruñidos, quejas y maldiciones.

Pero, por más que esta sensibilidad se abra paso entre el follaje, la idea del enfermo que lucha no sólo persiste, sino que domina la espesura social hasta la asfixia. Está tan normalizada que no le puedes reprochar a un animador sus ánimos sin que se ofenda.

No se debe pensar mientras se pasea, me digo. Todas estas ideas confusas me abruman porque no voy escuchando música para atontarme y camino por mi ciudad sin propósito. Si uno deambula, la mente se pone a deambular con él, por las mismas calles rotas y secundarias. Tan pronto entra en las avenidas como busca la sombra en una plaza como se detiene frente a un escaparate o se desorienta en una bifurcación. Pienso cosas ya pensadas muchas veces, doy vueltas y no llego a ningún sitio. Pienso en el hospital porque no quiero llegar a él, porque me martillean las tes y las equis del metrotexato. Creo que pensando sobre la historia de los hospitales y sobre la enfermedad como pestilencia seré capaz de controlar lo que me va a suceder. No busco consuelo. Me parece que no busco consuelo. Busco algo de dignidad, entrar en mi nueva condición de enfermo profesional con firmeza y distancia. Busco vestirme de dandi y contemplar a las doctoras y a las enfermeras como si fueran el servicio de una mansión que ya no puedo pagar. Quiero vivirlo todo con esa altivez del noble arruinado que no sabe que lo está porque nunca ha mirado el saldo de la cuenta bancaria. Argumento contra quienes entienden la enfermedad como una lucha porque no soporto que me vengan con mandangas y quiero darme el gusto de ladrar al primer idiota que me inste a ser disciplinado y valiente.

Me incomoda la seriedad. Metrotexato es una palabra muy seria que se usa para asuntos muy serios, y mi piel no lo es. Por más que Valéry escribiera que no hay nada más profundo que la piel y por más que yo no deje de parlotear sobre ella, la piel no debería importar tanto. Debería ser un asunto para maquilladores, no para médicos. ¿Por qué no basta el balneario? ¿Por qué no me retiro una temporada a Alhama de Aragón y languidezco, tumbado largo sobre mi propia frivolidad? A los hospitales no se debería ir por cuestiones tan livianas. Le estoy robando el metrotexato a un niño que lo necesita de verdad.

Sí, ya sé, me sigo diciendo, también está la artritis, y ese dolor de espalda que no soporto, y el avance de las manchas, que cuando inunden todo dejarán de ser un asunto estético para afectar al funcionamiento interno del cuerpo. Que sí, que he leído mucho, que una psoriasis sin tratar puede desembocar en otras enfermedades, incluido el cáncer, y que este dolor de columna puede llevarme a una silla de ruedas. Lo sé, todo eso lo sé, me digo —y sospecho que empiezo a decírmelo en voz alta, porque dos señoras me han mirado como se mira a los que hablan solos por la calle—, pero hasta ahora sólo jugábamos a los monstruos. Incluso era divertido dar miedo a los remilgados o escuchar las diatribas de mi madre sobre cómo mi mala conducta —qué mal comes, cuánto bebes, qué poco te has cuidado, siempre de cachondeo y durmiendo a deshoras— había sido castigada con esta lepra bíblica. Pasar al hospital y al metrotexato anulaba toda la diversión y me colocaba en el lado serio de las cosas.

Llevaba más de una hora dando vueltas y había acabado de nuevo en el bulevar que conduce al hospital, que empezaba a llenarse de ciudadanos con prisa que subían y bajaban del tranvía y se encaminaban a sus casas con una barra de pan bajo el brazo. Yo también debería comprar pan y volver a casa a preparar la comida, a esa casa llena de mi propio polvo grueso, a dejar manchitas de sangre en las sábanas y a barrer las escamas que forman montoncitos por el pasillo. Paré frente a una panadería, pero no me decidí a entrar. Seguía sin hambre, así que enfilé el bulevar de Fernando el Católico hacia el sur, como un viejo que apura el sol. Era una mañana rarísima de primavera en una ciudad que no tiene primaveras y que suele pasar del frío aullador al calor ecuatorial en una semana. Era una mañana en verdad primaveral, propia de países más civilizados. Parecía idiota perdérsela en casa, o eso me dije, para demorar el paseo.

Grupos de estudiantes cruzaban la plaza de San Francisco en todas las direcciones. Salían y entraban del campus, que tiene su portón en el flanco este: una estructura de granito erigida en tiempos fascistas donde se lee en letras romanas Ciudad Universitaria, como se podría leer igualmente El trabajo os hará libres o Duce, Duce, Duce. La plaza está diseñada a modo de claustro, un cuadrado con soportales, y hasta el santo al que está dedicada evoca la austeridad y el recogimiento que los aspirantes a sabio necesitan para alcanzar la sabiduría. En el centro, la estatua del gran rey católico, rompiendo cualquier idealismo escolástico y recordando que todo aquello es una expresión de poder. Vulgarísima, como todas las expresiones de poder. Un pastiche grosero donde los ganadores de la guerra quisieron mezclar la academia con la propaganda nacionalcatólica. Por suerte, nadie parece verlo. No hay urbanismo que resista el trasiego cotidiano de los estudiantes. Sus pies frotan la aspereza del granito hasta dejarlo más suave que un canto rodado, y la cerveza barata de los bares actúa sobre los discursos de propaganda como el metrotexato sobre el ácido fólico. A quién le importan ya los vencedores de aquella guerra. Si supieran las cosas que todas esas generaciones de alumnos han hecho con su legado, las ofensas que el gran rey católico se ha visto obligado a contemplar, las vomitonas que ha habido que limpiar, las carcajadas que han agrietado esa solemnidad rectilínea. Hasta dos chavales que se identificaban como los nietos de los que perdieron la guerra civil se morrearon con avidez entre aquellas piedras levantadas por los que ganaron la guerra civil.

Ya estoy de nuevo comparando la ciudad con un cuerpo. Me dejo llevar en cuanto me siento en un banco. No puedo evitarlo, que me perdone Susan Sontag: la ciudad es un cuerpo vivo. No sé si lo digo como metáfora o de verdad estoy convencido de que las piedras, los cables y las farolas tienen vida, como mi querida bruja —qué será de ella, ojalá haya ganado mucho dinero haciendo publicidad— creía que, si alguien tocaba su baraja de tarot, se desimantaba. Pienso en la ciudad, en esa plaza, como un gólem. Alguien la moldeó y le insufló vida con la ilusión de que obedeciera siempre a su voluntad. Pero el encantamiento no funciona. El gólem conoce a otra gente, desarrolla sus propias ideas, se cuece en otros hornos y se deja pintarrajear por paseantes. Los alcaldes erigen plazas y avenidas para su mayor gloria y la de sus grandes reyes, pero luego los estudiantes las convierten en otra cosa. De aquel fascismo ya sólo queda un aire pegado a las cortinas, como la mancha de tabaco del techo que dejó aquel abuelo que murió hace tanto.

Mi cuerpo sufre la misma erosión que las plazas fascistas. Cualquier proyecto que tuviera pensado para él hace veinte años ha fracasado. No me angustia. Ni siquiera me entristece. Hasta ese instante, convivía en paz con mi monstruosidad. Era lo que el tiempo había hecho conmigo, como el óxido y las grietas maquillan las calles.

Me sincero ante esa estatua que me hace tanta gracia porque las confesiones importantes hay que hacérselas a quien no le importan. De eso han vivido los curas, de escuchar pecados que les traían al pairo. Si les importasen, no podrían absolverlos. Gran rey que das la espalda a la ciudad que dice quererte tanto, no voy a ir al sitio que miras. Porque me acabo de dar cuenta de que miras al hospital. Tienes una urgencia médica que no se aprecia a simple vista. Un ataque de gota, que es muy de reyes. Quiero decirte que no voy a ir a que me inyecten el metrotexato. O a que me den pastillas, no sé cómo lo administran. Me da igual. ¿Sabes que en el ambulatorio me han hecho una cartilla de enfermo crónico? Está escrita en español y en inglés y debo llevarla cuando viajo al extranjero, por si me tienen que atender, para que los médicos sepan mi diagnóstico y el tratamiento que sigo. Es como llevar un sello de muy frágil estampado en la frente. Tú, que te pasaste la vida en el extranjero, como príncipe de tantos países, no llevaste nada parecido. La monarquía empezó a declinar cuando los reyes recibieron sus cartillas de enfermos crónicos. La propia monarquía se interpretó como una enfermedad. En fin, que me pierdo y monto un discurso político. No voy a seguir este tratamiento. Estoy cansado. No quiero hacerme amigo de una enfermera mayor, de esas que están a punto de jubilarse y las ponen a administrar goteros de metrotexato en horario de mañana, sin guardias nocturnas ni pacientes difíciles. No quiero ser víctima de esas bondades.

Como al gran rey todo esto, francamente, le importaba un bledo, me ahorré la réplica que cualquier persona de carne me habría dicho. Me ahorré que me llamaran idiota, que me enumeraran las ventajas de curarme, que me señalasen lo muy infundados que eran todos mis miedos y lo muy retorcidos y fuera de lugar que eran mis pensamientos, incluida esa línea que me une a mi hijo muerto a través de la palabra metrotexato.

Qué buena charla, gran rey Fernando el Católico. Creo que te voy a contar siempre mis proyectos. No los cuestionas, no te llevas esas manos de piedra a la cabeza. Ni siquiera me miras. Eres el consejero perfecto.

Aquella mañana de primavera de 2014 dimití de la enfermedad y permití que floreciera a placer. Dejé de ir al médico, alegando que no tenía tiempo para tanta tontería, y nadie me echó de menos. Incluso podía darle a mi cobardía un par de brochazos de barniz social. ¿No es egoísta pretender que la sanidad pública dilapide en mis manchitas de la piel unos recursos enormes que podría emplear en tratar mejor a los niños? ¿Con qué derecho parasitaba el sistema para quitarme unas escamitas? ¿Estaba obligada la sociedad a financiarme la autoestima? ¿Debería pagarme también la ropa y la crema hidratante?

Me levanté, me despedí del gran rey con un gesto, compré una barra de pan y me fui a casa, muy satisfecho con mi determinación. Casi me creía mis propios argumentos, de tan bien expuestos, porque todo lo que se piensa en un paseo de primavera suena lúcido. Si fuera invierno o verano, estas frases habrían salido tiritonas o alucinadas y me habría resignado a ir al hospital y a chupar todo el metrotexato que dispusiesen, pero la primavera es persuasiva. Además, me creía fuerte.

Eso es lo más inverosímil de todo. Sentía vigor y seguridad sin ninguna justificación. Creía que unas manchitas no me iban a condicionar la vida. Bastaba un poco de arte en el vestir que consistía en renunciar a las camisetas y a los pantalones cortos. Siempre habría algún impertinente a quien le llamara la atención verme con una camisa abotonada en plena canícula, pero había aprendido de Stalin a escoger telas de algodón livianas y transpirables con las que se podría pasear por el Sáhara sin apenas sudar. Más difícil sería esquivar la playa, teniendo como tenía un hijo pequeño enamorado de la arena y de las olas, pero siempre podíamos buscar calas y fondeaderos medio desiertos, que aún los hay, y tostarme al sol como un John Updike cualquiera.

Eran inconvenientes menores con los que se podía vivir bien, y a cambio me ahorraba la humillación de explicar la enfermedad como una lucha, algo que, más allá de todos los escrúpulos morales que ya he escrito, me da mucho pudor e incluso vergüenza ajena cuando se lo oigo a otros. «En guerra con la piel» se titula el capítulo de sus memorias en el que John Updike habla de su psoriasis. No es el discurso de la lucha contra la enfermedad, pero acepta su retórica militar, más elegante y sutil, aunque en el mismo sentido. Cyndi Lauper también habla de su lucha contra la psoriasis. Iósif Stalin no, porque no hablaba de estas cosas y su guerra era contra todo el mundo. Sería un demonio del tarot, pero al menos no cayó en el tópico.

Si aceptaba el tratamiento y seguía su rutina, un día me vería hablando de mis combates, de mis derrotas y victorias, de tácticas y de estrategias, de posiciones ganadas y de partes de bajas.

No sólo me sentía tan fuerte como para aguantar la enfermedad sin tratamiento, sino que me creía capaz de escapar de los lugares comunes.

Estaba muy equivocado, claro, y no le puedo reprochar a la estatua de piedra del gran rey Fernando el Católico que no me mostrase mi error, mi exceso de confianza y mi soberbia.

Aun así, cada vez que la rebaso camino del hospital para una nueva consulta o una tanda de análisis, me vuelvo y le recrimino entre dientes: ya podrías haberme dicho algo, gran rey de las pelotas.

He vuelto al seno de la unidad de dermatología. Un seno que huele a desinfectante y a prisas, como todas las unidades del hospital. He vuelto como vuelven los hijos fracasados: sin dinero y mascullando una disculpa ininteligible para no perder el último poso de orgullo que me queda.

La enfermedad me ha vencido. Ha tomado mi cuerpo como nunca antes, y he tenido que rendirme a su poder, reconociendo que abarca mucho más que lo estético. Ya no es una cuestión superficial de vergüenza. Ya no se trata de salir del hotel deprisa, antes de que la camarera descubra las manchas de sangre de la sábana y me miren como sospechoso de no sé qué. Ya no se trata de pasar calor en verano. Todo eso ha degenerado en una incomodidad aguda y persistente, en un fastidio crónico que me impide dormir y me apalea hasta la extenuación cada noche. Estoy perdiendo catastróficamente la lucha conmigo mismo, y no hablo aquí en términos metafóricos: mis anticuerpos enloquecidos han tomado el control absoluto del cuerpo.

Hay días en que ninguna postura alivia el dolor. Me cuesta entrar y salir del coche, no me puedo sentar, y algunas veces, tras acostar a mi hijo en esas noches que estamos solos mientras su madre trabaja, me he derrumbado con un ruido sordo en el sillón, casi llorando de impotencia, sintiéndome pusilánime, roto e inservible. Tras leer el cuento, apago la luz y le suplico que me deje irme, que no puedo quedarme a hacer mimos, que no soporto estar tumbado, ni sentado en la cama, ni de pie. Que necesito arrastrarme hasta el salón, engullir algún analgésico y esperar con los ojos cerrados a que el dolor mengüe lo suficiente para que me permita leer un rato o distraerme de algún modo. Me abochorna pedirle eso a un niño de siete años, no tener fuerzas para fingir delante de él como fingen todos los padres. Me avergüenza cargarle con miserias que no son suyas. Qué clase de padre soy.

Por eso he vuelto al hospital, humilde y derrotado, reconociendo que nunca me debí dejar atrapar por todos mis sofismas sobre la enfermedad. Vuelvo, si no sabio, un poco menos imbécil.

He completado toda la batería de pruebas, el mismo protocolo que se aplica a los candidatos a recibir quimioterapia. En un examen preliminar, han clasificado mi psoriasis como grave, sobre todo por la extensión de las lesiones. He pasado por rayos, analíticas, vacunaciones y electrocardiogramas. Pero, sobre todo, por la humillación más vieja de la historia de la medicina: la exploración diagnóstica. Desnudo en medio de la consulta, las manos enguantadas de la doctora miden las lesiones de cada parte del cuerpo. Primero, la cabeza. Luego, las extremidades superiores y el tronco. Luego, las piernas y los pies. Al fin, glúteos y genitales. De cada parte va soltando cifras que no retengo y que la enfermera anota diligente en un formulario abierto en el ordenador. Puntúa tres categorías en cada sección del cuerpo: eritema, infiltración y descamación. Doy cifras dispares para cada categoría, pero en general son altas. Todo eso sirve para calcular el PASI (Psoriasis Area and Severity Index), el índice que usan todos los dermatólogos del mundo para entenderse entre ellos. Es mucho más fácil reducirnos a un número en una escala para poder meternos en un tratamiento o en otro. En mi caso, una mera formalidad, porque ya han decidido a simple vista qué van a hacer conmigo.

No te muevas, que voy a sacar unas fotos.

Y la doctora agarra una cámara digital muy antigua, que guarda en una caja donde se lee Dermoderm o Dermoflux o Dermoalgo, lo que indica que el cacharro fue uno de esos regalos que las compañías farmacéuticas reparten a los doctores en los congresos. No me hace ilusión que mi torso o mi brazo acaben ilustrando un artículo de una revista médica o proyectados a tamaño gigante en el aula magna de cualquier facultad, pero hay que entender a la fuerza que el arte de curar es un saber acumulativo y comunitario que se nutre del pudor de los pacientes. Si nosotros, desasistidos y desnudos, no compartiésemos nuestra fragilidad con los estudiantes y con los especialistas de todo el mundo, la medicina seguiría siendo una forma de curanderismo con sanguijuelas y conjuros. Aun así, maldita la gracia de servir como ejemplo.

Vamos a empezar hoy mismo el biológico, me explica la doctora quitándose los guantes, y pienso que menos mal que sé qué es el biológico, porque no parece dispuesta a explicarme gran cosa. La aprecio mucho, pero es una médica old school y su tiempo no está para perderlo en explicaciones que la mayoría de los pacientes ni quiere ni puede entender, por más que muchos enfermos crónicos estén tan al día de la literatura de su enfermedad como los especialistas que los tratan.

Brinco levemente en la silla, mientras me termino de abotonar la camisa. No esperaba empezar ya. Creía que faltaban protocolos, más pruebas, más visitas, más paseos por los pasillos del hospital.

¿Ya está? ¿Hoy?

Hoy vas a recibir la primera dosis. El tratamiento es escalado. Empezamos con una posología de seguridad y en tres meses valoramos los resultados. Si se reducen significativamente las manchas o incluso desaparecen del todo, seguiremos con ello. Si no, buscaremos otra fórmula.

Sé que lo que me propone funciona muy bien, que cuatro de cada cinco pacientes ven cómo la enfermedad desaparece en un setenta y cinco por ciento en un mes, y que algunos alcanzan el cien por cien. Sé, porque estoy leyendo el consentimiento informado, que los efectos secundarios son de risa (me falta leer el prospecto, donde ya no hacen tanta gracia). Tengo que contener la alegría porque la doctora reprime los brillitos de esperanza que me asoman en los ojos.

No tiene por qué funcionar, cada cuerpo es distinto, veremos paso a paso.

Entiendo su escepticismo, pero qué le costará ser un poco celebrativa. Sabe perfectamente que el tratamiento funciona casi siempre y soy tan sensato y escéptico como ella, no me voy a enredar en mis propias ilusiones. Suéltese, pienso, sonríame al menos un poco, levante la vista del ordenador y de los papeles y volantes y dígame que todo va a ir bien. Pese a toda mi experiencia hospitalaria, no me resigno a que haya que elegir entre el cariño y la eficiencia, aunque siempre he sentido pena por esos médicos que despuntan, con su personalidad roída por tanto estudio, tantas noches sin salir, tanto sacrificio. Mientras el mundo se emborracha y enloquece a su alrededor, ellos se concentran en sus libros, tejiendo un capullo de misantropía que tiene por propósito curar a los demás. Tal vez la única manera de ser un buen curador sea guardar las distancias con la humanidad. Casi siempre lo entiendo y no me molesta, pero esa doctora me acababa de firmar una receta para el santo grial, el verdadero, no una estafa con hierbas aromáticas ni un disco de meditación tibetana, sino el remedio auténtico soñado durante siglos, y un momento así merecería un brindis o, cuando menos, una frase memorable de las de cruzar rubicones.

Nos vemos en tres meses, se despidió, y antes de que yo saliera, ya estaba leyendo el historial del siguiente enfermo.

Un poco aturdido, sin creerme aún que asisto al primer día de mi posible curación, camino al edificio contiguo y busco la farmacia, que es una habitación moderna y luminosa muy distinta del resto del hospital, construido hace cincuenta años con la moda funcional y displicente de hace cincuenta años. La farmacia, en cambio, tiene una sala de espera agradable y limpia, con sillas cómodas (¿qué les costará comprar sillas que no parezcan diseñadas por un torturador nazi refugiado en Brasil?) y un sistema de turnos y de puertas cerradas que respeta la intimidad de cada paciente e impide que los demás se enteren de qué medicamentos va a retirar. La farmacéutica me da la enhorabuena por empezar el tratamiento y habla de la revolución de los biológicos. Me explica que son células vivas diseñadas en laboratorio, por lo que debo guardarlas en la nevera, y me pregunta si estoy al día con las vacunas.

Verás qué bien, me dice, y es la primera vez que alguien con bata blanca me anima y me felicita.

Me da cajas para dos meses y me cita para ir a recoger más cuando se me acaben.

Pues no, la profesionalidad no es incompatible con el cariño, pienso mientras salgo con mis dos cajas y llamo a Cris por teléfono, emocionado.

Ya tengo la droga, le digo, ya puedo pincharme.

Me falta un último trámite: que me enseñen a administrármela. Subo al hospital de día de reumatología, que queda justo enfrente del de oncología, por lo que sorteo a varios pacientes calvos que arrastran sus goteros o pasean aburridos junto a las máquinas de café. Menos mal que no fumo, me digo, porque me dan ganas de repartir cartones de tabaco entre estos desgraciados y darles lumbre.

Tengo que preguntar por María Jesús, sin más indicaciones de quién es María Jesús. La gente del hospital se trata como la gente de los pueblos. Sube ahí y pregunta por Fulano, dicen, y los pacientes vamos con el papelito, equivocándonos varias veces de planta y de pasillo hasta que damos con Fulano, que resulta ser alguien muy importante que se hace cargo de nuestra intemperie y que siente —con razón— que el hospital se vendría abajo sin él. Por eso todos le necesitan. Por eso nos mandan a sus dominios. María Jesús me lleva a su consulta y me vuelve a dar la enhorabuena por empezar el tratamiento, como si me acabara de casar (tal vez debería repartir puros habanos en vez de cigarrillos), rellena una ficha con mis datos y me da la bienvenida a su hospital de día, que también es mi casa. Me da su teléfono, al que puedo llamar de ocho a tres con cualquier duda, e insiste en que puedo presentarme en su consulta cuando quiera para preguntarle lo que surja, aunque me parezcan tonterías, que nunca me quede con dudas o con angustias.

Estoy a punto de levantarme y abrazarla, pero me comporto. Es la primera vez que me siento, además de tratado, cuidado. No hay rastro de la semántica bélica, sólo profesionales que entienden la fragilidad de los enfermos.

Como eres un paciente crónico y ya has pasado por todo, habrás leído un montón y seguramente no te voy a contar nada que no sepas, pero prefiero contártelo todo desde el principio, me dice.

Me explica mi enfermedad, lo que se sabe de ella. Me insiste en que no tiene cura, pero sí se puede parar mediante las sustancias monoclonales que me voy a inyectar, que recorren el cuerpo como cazarrecompensas, buscando y destruyendo los anticuerpos que causan la inflamación. Si funciona —que va a funcionar, me dice—, lo primero que notarás será una reducción de la fatiga, ese cansancio que siempre sientes va a desaparecer.

Levanto la vista, asustado. Desde que vivía con la bruja Patricia en Madrid nadie me había leído el alma como ella. Cansado, eso es: estoy cansado. Agotado. Me levanto con la sensación de no haber dormido y me acuesto como si hubiese coronado tres montañas, pero nunca lo relacioné con mi enfermedad. Creía que era una mezcla de flojera y estrés, que la vida me venía grande e intentaba abarcar demasiado de ella. De unos años a esta parte he cultivado una intolerancia grosera y altiva hacia los débiles y los quejosos. Cuando alguien me lloriquea porque no puede más, porque está desbordado, porque no llega a chapotear en su vaso de agua, le desprecio con rabia. He conducido mi fatiga con resignación monástica, sintiéndome incluso culpable de ella, diciéndome que no podía dejarme vencer y que no cabía más salida que seguir esforzándome. Era una cuestión de simple autoestima, no me habría perdonado caer en ninguna forma de postración o indolencia. Por eso me asqueaban los vagos y los ñoños, con un asco nacionalsocialista, exterminador.

María Jesús sabía que estaba cansado. Describió mi ánimo y mis fuerzas mejor que yo mismo, que siempre las sobreestimaba, y no tuvo que recurrir al tarot para ello. Le bastaban sus conocimientos científicos.

No dije nada, sólo asentí. Mostrarle mi asombro y mi gratitud estaba fuera de lugar. No podía balbucearle lo comprendido que me sentía y cómo sus palabras, enunciadas con el más elemental aire descriptivo, se me habían clavado en el costillar.

La inflamación causa fatiga crónica, me dijo, y su desaparición es la primera mejora que sentirás. Luego se reducirá o remitirá por completo el dolor de las articulaciones y, finalmente, irán desapareciendo las manchas, ojalá todas.

Ni a los peregrinos de Lourdes se les prometen tantos milagros seguidos. Y ni siquiera debía ir al hospital. La ciencia médica había avanzado tantísimo que había eliminado el engorro de la disciplina cuartelera. Yo mismo me administraría las inyecciones, como me iba a enseñar. Vienen con un mecanismo sencillísimo: sólo hay que pinchar presionando fuerte en la piel y dejar que el émbolo baje solo hasta que un clic indica que la dosis está administrada. Se retira y listo.

Lo normal, me dijo, es que empieces a notar efectos muy apreciables en un mes.

Imposible, me digo. La Ítaca de este viaje no pueden ser unos pinchazos indoloros que me asesto en la tripa cada quince días. Tiene que haber trampa. ¿Dónde están los ungüentos, los baños de brea, las cremas de corticoides que hinchan el hígado, las sustancias letales que destruyen los riñones, los achicharramientos de lámparas UVA, las dietas, los consejos deportivos y las esperas interminables en salas y pasillos de consultas externas?

Salgo del hospital radiante y caminando por la sombra: tengo miedo de que el sol estropee las células que atesoro en las cajas. Voy hecho todo un idiota, un converso en la fe del progreso. ¿Cómo voy a tragarme discursos sobre la barbarie y la decadencia del mundo cuando me acabo de beneficiar del culmen de la civilización? Llevo en una humilde bolsa de fécula de patata biodegradable (no de plástico atroz) el esfuerzo de muchas generaciones de científicos y el resumen de mil revoluciones y luchas sociales que han permitido que toda la sociedad me ofrezca gratis una epopeya de siglos que yo jamás podría pagar. Ese es el verdadero milagro, el de vivir en un país que no sólo puede permitirse este derroche, sino que lo considera indispensable, una seña de identidad, un cimiento de su convivencia. Debería abrazar a cada viandante y agradecerle su parte alícuota en la realización del milagro. ¿Cómo voy a mirar con asco y desprecio un mundo que me acaba de entregar algo mejor que El Dorado y que el manantial de la eterna juventud?

Al pasar por la estatua del gran rey, que me mira de frente en el camino de vuelta del hospital, le increpo. Qué sabrás tú de grandeza. Qué sabrás tú de aventuras y de logros sobrehumanos. Llevo en esta bolsa algo mejor que todo tu reinado, todas tus Granadas y todas tus Américas. Algo que ni tú ni tus padres ni tus hijos ni tus nietos ni nadie de tu época alcanzó a comprender jamás. Aquí, en estas cajitas, tengo condensada toda la compasión que es capaz de producir la humanidad.

Qué sabrás tú, gran rey de piedra, de mi especie degenerada.

Deja que te cuente uno de mis cuentos de monstruos, que aún me queda alguno por contar.