Mariposa en vasco

 

 

 

 

 

Érase una vez un niño ruso de diez años que llegó con su madre y su hermano a Biarritz, en el verano de 1909. Era una escena invisible, es decir, normal, porque un niño ruso rico de diez años, por más que fuera acompañado por un aya, un preceptor y un criado, no llamaba la atención en una ciudad balneario llena de niños rusos acompañados por ayas, preceptores y criados. A diferencia de la mayoría de las ciudades balneario, Biarritz se conserva más o menos igual que cuando la vio el niño ruso. El hotel Carlton (que hoy son unos apartamentos de lujo, con la misma entrada porticada para que las señoras esperen a que el concierge abra la portezuela de su coche) no se había abierto, aunque estaba construyéndose, y al Casino le quedaban veinte años para su inauguración, pero el Hôtel du Palais tenía ya esa displicencia rococó, las olas hacían la misma espuma sobre el Rocher de la Vierge y los novios aprovechaban los mismos escondrijos en los acantilados para meterse mano. Biarritz es una de esas ciudades que hicieron de una vez para siempre, en aquellos años felices en que los franceses creían que Francia era el mundo, su propia cueva de Qumrán, y todo lo que quedaba más allá de sus fronteras era barbarie. Aún hoy muchos franceses lo piensan, pobrecillos.

Más de un siglo después, recorrer Biarritz es pasear por una forma encantadora de soberbia. La ciudad es toda carcasa, no hay que dejarse engañar por los escaparates de Cartier ni por los restaurantes caros: la nobleza ya no existe, ni siquiera en las suites con vistas al mar del Hôtel du Palais. Como toda la costa (como todas las costas), está sembrada de horteras que arrastran sus sandalias y beben sangría porque creen que Biarritz ya está en España. Pero el decorado se mantiene y obliga a los veraneantes a mantener cierta pose altanera, por respeto a los rusos blancos de la Belle Époque, cuyos fantasmas deben de aullar todavía en los bufaderos de los acantilados.

Yo conocí Biarritz unos setenta y cinco años después de aquel niño ruso, sin aya, ni preceptor, ni criado. Mi padre, como el suyo, conocía bien el Hôtel du Palais, pero porque visitaba al gerente a menudo para venderle aspiradoras industriales. Eran los tiempos de la moqueta, antes de que los hoteles descubriesen los suelos de madera, y mi padre trabajaba como comercial para una de las firmas más importantes del sector. Los fines de semana volvía a nuestra casa en España, donde yo vivía con mi madre, para no cambiarme a un instituto francés, pero durante los veranos nos íbamos todos a Francia. Él seguía vendiendo aspiradoras y nosotros poníamos cara de asco en la playa, que es una manera muy francesa de veranear.

Mi padre llegaba por la mañana al Hôtel du Palais, sacaba del maletero su máquina de muestra y enseñaba a los jefes del hotel cómo funcionaba. ¿Ve esta mancha de compota? Una pasada y como nueva. ¿Ceniza, fluidos corporales, café, vino, barro de los días de lluvia? Sin problema. Con esta maravilla, será como si estrenaran moqueta a diario. Por supuesto, le incluimos el servicio técnico y prestamos una asistencia completa. ¿Cuántas van a encargar? Calculando el número de habitaciones y las plantas del hotel, no menos de diez máquinas, ¿verdad? Quince sería lo ideal, pero entiendo que la economía nos tiene a todos fritos, ya sé, ya sé, mi jefe también me pide que recorte gastos. ¿Diez, entonces? ¿Sólo siete? Venga, cómpreme ocho al menos y le regalo los recambios.

Gracias a las máquinas aspiradoras de limpieza de moqueta en seco que vendía en todo el sur de Francia, y cuyas comisiones constituían su sueldo, yo conocí Biarritz. En realidad, el apartamento donde pasábamos los veranos estaba en Anglet, que es donde vive la gente, pero cuando había que dar un paseo se daba por Biarritz, como los rusos blancos nos habían enseñado (son tres ciudades en una: Biarritz, Bayona y Anglet; en Biarritz, la gente pasea; en Bayona, la gente hace recados con notarios y va al teatro; y en Anglet, la gente vive y se aburre). Yo estaba empezando a dejar de ser ese adolescente atrincherado, decepcionado por su primer beso, no muy distinto de los sectarios de Qumrán, por lo que volvía a ir a la playa, que no me parecía más un sitio frívolo donde el capitalismo escenificaba su violencia simbólica, sino el lugar ideal donde pasar la tarde con un baño y una novela.

Para pasear, Biarritz, pero las playas buenas estaban en Anglet. Eran las playas grandes que quedaban inmediatamente después del faro, que son mucho mejores que las biarrotas, tan de postal, pero los rusos no lo sabían, porque no entendían nada de arenas ni de mares. Además, esas playas caían en despoblado, eran anchas y ventosas, sin casetas para cambiarse ni camareros que trajeran refrigerios. La playa que nos gustaba se llamaba (y se llama) Chambre d’Amour, y cuenta la leyenda que su nombre se debe a una gruta donde se refocilaban desnudos dos amantes muy jóvenes que, entretenidos como estaban en la exploración de sus propias cavernas, no advirtieron que subía la marea hasta que inundó la cueva y los ahogó. Tiempo después, cuando todo el pueblo los había dado por perdidos, alguien entró en la cueva y encontró los dos esqueletos abrazaditos, en pleno coito post mortem. Como, para aquel entonces, la playa era más francesa que vasca (unos vascos jamás habrían dado tanta importancia a unos huesos podridos), el paraje fue bautizado como Chambre d’Amour.

En aquellos tiempos seminudistas de finales del siglo XX en que casi todas las muchachas francesas iban con tres centímetros de tela, los justos para cubrir el pubis (fue una época fugaz, antes del retape posterior, seguramente instigado por la poderosa industria de los bañadores, que había visto su negocio peligrar por la generalización del top-less), uno de los atractivos de esa playa era la cantidad de parejas que imitaban a los de la leyenda, pero sin buscar escondrijos. Como si el nombre tuviera algún poder mágico, la playa se había convertido en una verdadera cámara del amor donde el chico pudoroso y puritano que yo era tenía que echar la vista al horizonte o al suelo si no quería fijarla en una de esas parejas y sufrir una vergonzosísima erección imposible de ocultar.

Pero aquello sucedía al norte del faro, fuera del escenario de Biarritz, donde la decencia y los lenguajes alambicados de la seducción aún rechinaban como rechinan los tiovivos de madera. No me consta que el niño ruso que llegó en el verano de 1909 se aventurase jamás tan lejos de la Francia civilizada, ni siquiera para cazar mariposas monarca. Ni su aya, ni su preceptor, ni su criado habrían consentido que anduviese por los mismos sitios donde los lugareños fornicaban.

Un atributo de los rusos blancos y de todos los nobles y ricos de aquel entonces era que no sabían nadar. El baño, hasta tiempos recientes, siempre fue cosa de pobres y de judíos sectarios de las cuevas de Qumrán. Han sido los campesinos y los mendigos quienes han chapoteado en lagos, pozas, ríos y playas, mientras los ricos contemplaban la estampa desde la ventana del palacio, porque a los ricos siempre les ha gustado ver a los pobres hacer sus cosas de pobres, como prueban los tapices costumbristas de campesinos segando o el cine neorrealista italiano. A fuerza de verles nadar, decidieron apropiarse también de esa actividad recreativa y, hasta ese momento, gratuita, y mandaron construir ciudades como Biarritz en las mejores costas de Europa. Las costas soleadas, pero no mucho, se entiende. La cantábrica, de Asturias a las Landas, era perfecta para esta nueva afición marítima, por lo que las reinas españolas y los emperadores franceses del siglo XIX la motearon de hoteles encantadores con forma de tarta nupcial y palacios en lo alto de acantilados románticos. Así nacieron las modernas Santander y San Sebastián. Y Biarritz, diseñada por el mismo maestro pastelero que trazó las calles del Sardinero y de la Concha.

Fue, de hecho, una reina española, Isabel II, la de los tristes destinos, la que arrastró a la corte y a los nobles y a los poderosos que querían lucir palmito y presumir de prerrogativas reales, a San Sebastián y Santander. Desde muy niña, a la desgracia de ser huérfana y de cargar sobre sus hombros la mayor crisis política de la España de su tiempo, sumó una enfermedad cutánea que los médicos de palacio diagnosticaron como ictiosis, neologismo formado a partir de la palabra griega ictis, que significa pez. Según los médicos franceses que la describieron, consistía en la formación de escamas parecidas a las de los peces. A Isabel II, tal vez por darle un toque nobiliario a un mal tan vulgar y puñetero, le dijeron que padecía un tipo de ictiosis llamada nacarada, por el color de nácar de las escamas.

Según un artículo de Xavier Serra Valentí, un dermatólogo aficionado al arte que se dedica a estudiar enfermedades cutáneas que aparecen en cuadros y esculturas, casi con toda seguridad Isabel II sufría lo que hoy se llama psoriasis. No importa aquí tanto el diagnóstico (que, tanto tiempo después, sólo puede ser especulativo) como el remedio que le aconsejaron. Lo único que podía ayudar a la reina eran los baños de ola. El sol y las sales del mar tenían un efecto muy beneficioso. Por eso, la joven y descocada reina se convirtió en la primera monarca veraneante de España, pero no inauguró esa costumbre por placer, sino por prescripción facultativa. No quisiera dar la sensación de que la psoriasis de los poderosos y de los influyentes explica toda la historia, pero si Isabel II no hubiera sufrido esa ictiosis nacarada, tal vez el aspecto de Santander y de San Sebastián sería hoy muchísimo más rústico y vulgar.

En cualquier caso, fuera como medicina o como diversión, la reina y los cortesanos se encontraron con un pequeño problema: llevaban siglos sin tocar el agua, y las olas daban mucho miedo.

Querer bañarte y no saber nadar, en un mar como el Cantábrico, tan propenso al enfado y al azote, es un inconveniente que los ricos solucionaron como solucionan todos sus problemas: pagando a alguien pobre. En Santander, la tarea de bañarlos recayó sobre los maromos, llamados así porque estaban a cargo de las maromas o cuerdas gruesas para amarrar barcos que, enganchadas al pretil, se usaban para que las damas y los caballeros se agarrasen a ellas durante los baños de ola. El maromo —un mozo montañés del valle del Pas o de Liébana— ayudaba a entrar y salir del agua a los banqueros torpes y a las señoritas de pitiminí.

En Biarritz los maromos se llamaban baigneurs y, en vez de aldeanos cántabros, eran muchachos de caserío que apenas sabían tres palabras de francés, pues habían bajado de las montañas vascas de alrededor con el propósito de ahorrar unos pocos francos antes de volver con la ama y el aita a pasar el invierno ordeñando vacas y cuajando leche en el kaiku. El trabajo de la playa no era muy distinto al del caserío: había que llevar a los señorones y a las señoronas al mar como se llevaban las ovejas al prado, y preocuparse de que no se perdiera ninguna. Remojaban a aquellas rusas blancas como si fuesen bolsas de té y, una vez infusionadas, las devolvían a la arena.

De más está suponer todos los roces involuntarios, los equívocos, los sofocos y las humedades no marinas que provocaba este contacto intercultural e interclasista entre ganaderos vascos y nobles rusas. Además, no nos importa, porque el niño del que venía a hablar y del que apenas he dicho nada tenía diez años y aún no había desarrollado el menor interés en otros cuerpos que no fueran el suyo.

A él, mucho más liviano y escurridizo, también lo remojaban los baigneurs, pero los brazos de roble de estos profesionales playeros no dejaron en su memoria el mismo légamo que otra figura subalterna e imprescindible para los bañistas que no sabían nadar: el encargado de los vestuarios. Aquellos nobles no podían quitarse el traje de baño y vestirse de calle solos, necesitaban la asistencia de un viejo jorobado «de arrugadas sonrisas resplandecientes» (según el niño recordó y escribió al hacerse adulto), que tal vez en su juventud fuera baigneur, pero que por edad y galones había ascendido a ese cargo, equivalente al de palanganero o ayuda de cámara en un palacio.

Al viejo jorobado, que recogía los bañadores empapados y llenos de arena que el niño arrojaba al suelo de listones azules de la caseta, le cayó bien ese principito ruso tan repipi, y se enteró de su debilidad por las mariposas. Hablando en francés con él, supo que las perseguía por las tardes entre setos, aprovechando los paseos por acantilados y bosques. Aunque sus padres alentaban y celebraban esa pasión, algunos la consideraban enojosa, pues hacía los paseos interminables y obligaba a estar pendiente del niño, que podía ser devorado por cualquier lobo, caerse por un precipicio o ser raptado por un asaltador de caminos. El viejo, en cambio, la juzgaba encantadora, y le escuchaba hablar de ella mientras le colocaba a los pies una palangana llena de agua caliente para entrar en calor antes de secarle con suavidad, pasándole una toalla gruesa por todo el cuerpo.

Un día le enseñó cómo se decía mariposa en su lengua. Muchos años después, el niño, ya casi anciano, aún recordaba el término, «conservado desde entonces en una célula de cristal» en su memoria: misericoletea.

Ya se sabe que las células de cristal de la memoria se empañan y rompen a menudo, por lo que, cuando el niño se hizo mayor y quiso escribir el recuerdo en uno de sus libros, recurrió a un diccionario de vasco para asegurarse de que mariposa se decía así. La palabra que más se acercaba, de las siete que encontró, era micheletea.

La palabra común que el vasco normativo emplea para decir mariposa es tximeleta, que no se parece en nada a misericoletea. Pero el vasco es una lengua unificada y normalizada en tiempos muy recientes, por lo que conserva una grandísima variedad dialectal, especialmente rica en el léxico de la naturaleza: un pueblo de gentes de los bosques tiene infinidad de palabras para nombrar plantas y animales. Por eso, es muy poco probable que un vasco del Labort de principios del siglo XX utilizase la misma palabra que aprenden los alumnos de las ikastolas hoy. Además de tximeleta, he encontrado otras trece palabras que significan mariposa y que se usan en distintos valles y pueblos: pinpilinpauxa, inguma, zintzitoil, txiruliru, txiribiri, farfail, tximirrika, txilipitaina, sorgin-oilo, matxita, mitxirrika, jainkoilo y la que el niño sostenía que es la que más se parece a la que pronunció el jorobado (aunque, como yo, no está muy convencido): mitxeleta. Además de estas, kriseilu y maritxu son mariposas en sentido figurado y coloquial, para referirse a los candiles y a las comadres, respectivamente.

Me da rabia que misericoletea se parezca vagamente a mitxeleta, hasta el punto de que sea razonable pensar que el niño, llamado Vladimir Nabokov, oyese la segunda palabra y la entendiese como la primera. Ojalá no se pareciese a ninguna de las dieciséis palabras que he transcrito. Ojalá aquel jorobado le hubiese regalado al niño ruso una forma única de nombrar las mariposas, un abracadabra que sólo aludiese a las especies locales, a las mariposas vascas de los montes que quedaban a la espalda de aquella caseta de baño.

Pero lo que de verdad me gustaría muchísimo es que todo hubiera sido una invención del Nabokov adulto. Imagino al jorobado sin sonrisa arrugada ni resplandeciente. Más bien, huraño, cansado de secarles el culo a los nobles rusos que no saben nadar. Servil, pero distante, amparado en la proverbial barrera cultural que imponen los prados y los caseríos. Imagino al niño ruso indefenso ante aquel monstruo, lejos de toda protección de ayas, preceptores y criados, violentado por el agua de la palangana, demasiado caliente para sus pies, y esa toalla espinosa que le desollaba el torso y los brazos cuando las manos de madera del viejo la frotaban con todas sus fuerzas. Encerrado con él en la caseta que olía a pino, con la puerta atrancada, el pobre niño sólo podía cerrar los ojos e imaginar que aquel ser era otro, bondadoso y sutil, que le enseñaba a decir mariposa en vasco. Así soportaba toda aquella violencia.

Me imagino la decepción del viejo Nabokov cuando, al consignar este recuerdo, comprobase en los diccionarios que había una palabra real que se parecía vagamente al término que su memoria había inventado para mariposa. Maldición: existe. ¿Y si no se lo inventó? ¿Lo vivió de verdad? Es terrible que las cosas sean como recordamos. Nada puede haber peor que un dato que confirme que el recuerdo corresponde a unos hechos vividos, porque mientras los guardamos, las células de cristal de la memoria tienen la consistencia de los cuentos que se cuentan antes de apagar la luz de la mesilla. En rigor, no existen. No exixten, como los monstruos. Soportamos el peso de la memoria porque tenemos la esperanza de haberlo inventado todo.

Por eso sigo pensando que me infecté de sida en aquella playa, a una edad muy cercana a la de Nabokov cuando aprendía a decir mariposa en vasco y a la de mi hijo cuando se duerme tras explicarme que las brujas no exixten, porque no he encontrado un solo dato que lo confirme. Así puedo seguir regando y cebando el recuerdo, incluso viendo el punto rojo, y dormirme creyendo que no despertaré por la mañana. Si en uno de mis paseos al hospital, un papel del laboratorio confirmase que no me lo he inventado, que la jeringuilla existió y que los virus que contenía se han activado más de treinta años después, me vería obligado a creerme todos los demás recuerdos que me cuento y que cuento a los demás, y la vida dejaría de ser una ficción hecha de omisiones y exageraciones para convertirse en un acta notarial. No me asustaría la perspectiva de la muerte, sino la idea de creerme mis propias historias.

¿Estuve de verdad todos esos veranos en la Chambre d’Amour, apenas unos metros más allá de donde Nabokov se cambiaba el traje de baño? ¿Fingimos ser rusos blancos aunque sólo vendíamos las máquinas que limpiaban la moqueta que pisaban los rusos blancos? En el paseo lo parecíamos, con nuestros helados y nuestra forma de sentarnos en los bancos de las rocas. Era cosa del decorado, supongo, el poder de las calles de Biarritz. Hasta el peor de los actores puede parecer Hamlet si cruza el escenario con una calavera en la mano. ¿Qué edad tenía yo? ¿Diecisiete, dieciocho? Demasiado mayor para seguir enfadado con el mundo y demasiado joven para reconciliarme con él.

Sentado en una silla plegable, un poco altivo, fingiendo que leía un libro que no me interesaba nada, me miraba a veces la planta del pie y recordaba el punto rojo. Seguía ahí, confundido con alguna dureza. No había en mi piel más marcas que el punto rojo del pie, pero ya me sentía invisible y ajeno. Nadie me bañaba. Ningún jorobado me traía una palangana de agua caliente. No sabía cómo se decía mariposa en vasco. Solitario, lector, enfurruñado, me preguntaba qué hacía ahí, rodeado de francesas coquetas y vascos robustos, nietos y bisnietos de aquellos baigneurs de Nabokov, que ahora hacían su trabajo de meter y sacar chicas del agua por mero placer. Ni siquiera tenía un cazamariposas para fingir que perseguía algo así como la belleza.

Muchos años después, un amigo me contó que estaba yendo a sesiones de hipnosis para extraer los recuerdos reprimidos de su infancia traumática. Aunque yo, que creo en fantasmas y en el tarot, no era la persona más adecuada para reprochárselo, me atreví a preguntarle por qué gastaba su dinero en semejante pamema, y le cité además un libro que acababa de leer, El mito de la memoria reprimida, donde se demostraba que la técnica del psicoanálisis y de otras puestas en escena de diván son armas de sugestión muy poderosas que sirven para implantar recuerdos falsos. Te hacen creer que has vivido cosas que no has vivido, y la autora del libro, una psicóloga canadiense que trabajaba como perito en los tribunales, lo había demostrado implantando deliberadamente recuerdos falsos en muchos pacientes a través de un experimento. Estaba convencida de la eficacia de su método, que usaba la liturgia del psicoanálisis: te puedo hacer recordar lo que yo quiera, decía.

Eso ya lo sé, me respondió mi amigo, pero los pocos recuerdos de mi infancia que guardo son tan malos que pago con gusto para que me los cambien por otros. No quiero que saquen nada reprimido, sino que me inventen una infancia nueva, feliz.

Yo no tengo queja alguna de la versión de mi infancia que han formado mis recuerdos. Me gusta la jeringuilla en la planta del pie y esa conciencia de la muerte que me inoculó, pero no me importaría pagar unas cuantas sesiones de hipnosis y psicoanálisis para crearme otra adolescencia. Una más parecida a la de los descendientes de los baigneurs, menos pensante, menos lectora, menos grave, menos imbécil y más desnuda. Una juventud crédula, que no reaccionase con una mueca de suficiencia, sino con envidia, cuando le contaran cómo encontraron los huesos de los amantes en la gruta de aquella playa.