Dice Mario Vargas Llosa que el escritor se documenta para mentir con conocimiento de causa. No tiene sentido añadir una bibliografía o un aparato crítico a una narración como La piel, y entiendo que muchos escritores se resistan a redactar una coda como esta (para mí, obligada) en la que parece que revelo todos los trucos del libro. Es privilegio del mago guardarse los secretos, y podría ampararme en él, dado que he manejado libérrimamente las referencias históricas y literarias que me ha dado la gana para hacerlas decir lo que me convenía que dijeran, como en cualquier relato, pero la urbanidad y la decencia exigen que mencione un puñado de libros que me han acompañado en la escritura y sin los cuales este no exixtiría, como las brujas.
Entre las varias obras de referencia sobre aspectos anatómicos, antropológicos e históricos que he manejado destaca el estudio de Nina G. Jablonski Skin. A Natural History, y el clásico de Ashley Montagu Touching. The Human Significance of the Skin. Desde un punto de vista más específico, fueron muy interesantes las lecturas de Psyche of the Skin: A History of Self-harm, de Sarah Chaney, que estudia a fondo la forma en la que maltratamos la piel por motivos estéticos, por enfermedad mental o por convención social (lo que me ayudó mucho en el pasaje de la novia protopunk y su laceración con las letras del nombre de Sid Vicious), y Face Paint: The Story of Makeup, de Lisa Eldridge, que me hizo entender qué nos lleva a dilapidar fortunas en las perfumerías.
Creo que no es casual que todos estos libros estén escritos por mujeres. En general, las mujeres han estudiado los aspectos más prácticos y serios de la piel, apegadas siempre a la experiencia cotidiana, intentando explicar su importancia social sin añadir especulaciones. En cambio, las obras escritas por hombres —sirvan las páginas precedentes como ejemplo— se escoran más hacia la filosofía y la literatura. Para alguien como yo, que defiende que no hay diferencias entre la escritura de mujeres y de hombres, esto es muy frustrante, pero la evidencia bibliográfica me obliga a señalarlo: quien quiera aprender algo útil sobre la piel, que lea a las mujeres que han escrito estos libros maravillosos y rigurosos. Quien quiera poesía sobre la piel, que lea a los hombres que han levantado castillos de metáforas en torno a ella.
Quod erat demonstrandum, al buscar libros más generales que traten la piel desde un punto de vista histórico, me abismé en los tres volúmenes monumentales de Historia del cuerpo coordinados por Alain Corbin, Jean-Jacques Courtine y Georges Vigarello, uno de esos proyectos historiográficos descabellados que sólo emprenden los intelectuales franceses educados en el enciclopedismo. Algunos escritos dispersos de Martin Heidegger recogidos en el volumen Observaciones relativas al arte-la plástica-el espacio también me hicieron pensar en la forma en que adherimos significados a la piel y su relación con el resto del cuerpo, influyendo mucho en la música de fondo de este libro. En la clasiquísima Historia de la locura, de Michel Foucault, está esa nave de los locos o esa balsa cuya imagen recurrente he usado en casi todos los capítulos y en la que me sigo sintiendo a la deriva. Foucault ha influido mucho en la forma en que entiendo la exclusión y la inclusión en la sociedad, que no hace falta decir que es el armazón de La piel. Sin embargo, el filósofo al que más gratitud debo es Ernst Cassirer, que padecía de psoriasis, y cuya vida de estudio en la borgiana y fantástica biblioteca Warburg estuve tentado de incluir en este libro, aunque finalmente ha sido una de sus muchas omisiones.
La historia de Stalin bebe de muchas fuentes, entre las que destacan las dos obras que Simon Sebag Montefiore le dedicó al dictador: Llamadme Stalin y La corte del zar rojo. El trabajo de Frank Westerman sobre el Negro de Banyoles (El negro y yo) ha sido ampliamente citado en el capítulo sobre el racismo. La historia de John Updike está inspirada en un breve pasaje de sus memorias, tituladas A conciencia, pero el propio Updike escribió una novela protagonizada por un enfermo de psoriasis titulada El centauro, que es mucho más famosa que su autobiografía. Para escribir sobre Cyndi Lauper me apoyé en Cyndi Lauper: a Memoir, firmado al alimón por la propia Lauper y Jancee Dunn. De entre los muchos libros que ha inspirado la figura de Pablo Escobar me quedo con los dos de su hijo (Pablo Escobar, mi padre y Lo que mi padre nunca me contó) y el de su mujer, Pablo Escobar: mi vida y mi cárcel.
Mención más detallada requiere el caso de Vladimir Nabokov, objeto de mis pasiones letraheridas desde hace tiempo, y del que no puedo dejar de citar su Habla, memoria ni las Cartas a Vera, donde sus lectores conocimos el efecto devastador que la psoriasis tuvo en él. Imprescindible es Vladimir Nabokov (Los años rusos), primer volumen de la biografía de Brian Boyd, y calificaré sólo de interesante la también algo insidiosa The Secret History of Vladimir Nabokov, de Andrea Pitzer. No obstante, donde entendí la relación del escritor con la piel fue en sus propias obras, empezando por Lolita, todo un tratado de sensualidad y perversión, y siguiendo por Ada o el ardor, Pálido fuego y el resto de sus grandes títulos. Pero hay uno, menos conocido, poco reeditado y perteneciente a su etapa europea, que me resultó revelador y definitivo: Invitado a una decapitación. Sin ánimo de agotar una literatura inagotable, aconsejaría al lector lego que empezase por esta obra maestra.
Olvido (o dejo de mencionar deliberadamente) infinidad de lecturas que me han llevado a La piel. Entre ellas, la novela titulada precisamente La piel, de Curzio Malaparte, que nada tiene que ver con este libro (y poco con la piel misma), más allá de compartir una perspectiva autobiográfica. Es decir, que de ambos libros pueden creerse lo que les plazca.
El rey de piedra del capítulo de las conversaciones con un rey de ídem es en realidad de bronce, pero me convenía tomarme la licencia de convertirlo en piedra porque los reyes de bronce son menos reyes, como reyes de consolación, y yo necesitaba un rey con todos sus atributos de realeza, labrado y no fundido, caro y no barato. Como esta, el libro está lleno de nombres cambiados, de omisiones y pistas falsas. Unas veces lo hago para proteger intimidades ajenas que no merecen ser violadas por mi verborrea. Otras veces, por puro capricho, porque queda mejor decir que algo sucedió en otro sitio o que una persona es algo que en realidad no es. Nada de eso importa, aunque conviene aclararlo, porque la verdad nunca está en los datos, y eso lo sabe cualquier lector.
Por supuesto, hay también obras de arte, películas y conversaciones con amigos sabios sin las cuales no habría escrito una sola línea de esta obra. Van algunos nombres que me han influido, casi siempre sin pretenderlo y, a menudo, sin ser conscientes de que me estaban ayudando a escribir este libro (algunos, sin saber siquiera que lo estaba escribiendo y que sus palabras y su ejemplo me impulsaban a seguir escribiéndolo y me ayudaban a pensarlo): Cristina Delgado, Pilar Álvarez, Iguázel Elhombre, Edu Galán, Carlos Alsina, Ella Sher, Karina Sáinz Borgo, Estrella Simal, Elvira Lindo, Andrés Trapiello, Rosa Belmonte, Rubén Amón, Guillermo Altares y algún que otro etcétera. En lontananza y a contraluz, no me olvido nunca de Claudio López de Lamadrid, sin cuya generosidad jamás habría ganado la confianza que necesitaba para abrir la espita literaria que me ha conducido hasta esta misma palabra. En cierta forma, es el editor vicario de La piel, con permiso de Pilar Álvarez y de Pilar Reyes.
La lista podría ser mucho más exhaustiva, pero prefiero resumir todas las influencias en una sola película.
En 1985, mientras atravesaba una de sus peores crisis personales y artísticas, Martin Scorsese estrenó After Hours (que en España se tituló, sin que nadie haya sido condenado por ello hasta la fecha, Jo, qué noche, traducción que me niego a utilizar), un cuento juguetón, lo que los críticos llamarían un divertimento, que se alejaba mucho de las ambiciones a las que había acostumbrado al público en tragedias complejísimas y mitológicas como Taxi Driver o Toro salvaje. After Hours cuenta una noche absurda en el Soho de Nueva York protagonizada por un oficinista apocado que se queda sin dinero para un taxi ni para el metro y acaba viviendo una serie de aventuras bufas y disparatadas con personajes muy extraños. En el fondo, es un homenaje a las novelas de Henry Miller, que se citan explícitamente.
Uno de esos personajes de la noche es una chica a la que conoce en un diner y de la que se enamora. Es una chica rubia, triste y joven que le lleva al loft que comparte con una escultora agresiva y macarra. En el flirteo, ella le habla de cicatrices. Hay gente llena de cicatrices, dice, enigmática, y él se empieza a obsesionar. Intuye que la chica dulce y atractivísima que acaba de conocer está cubierta de laceraciones, y busca una manera de escapar, pues le repugna y asusta la idea de hacer el amor con alguien cuya piel está destruida. En un descuido, escapa del loft, pero pierde el dinero en el ínterin y se ve atrapado en el barrio, por lo que acaba regresando. Allí descubre que la chica ha muerto. Está en su cama, cubierta por una sábana. Espantado, pero aún mezquino, toma una punta de la sábana y la aparta despacio para destapar su cuerpo desnudo. Descubre entonces que la chica no tiene una sola marca en toda su piel.
Habré visto After Hours no menos de veinte veces. Es una de mis películas favoritas y la considero una cumbre en el genio de Scorsese y en la historia del cine, pero es ese plano del actor Griffin Dunne destapando el cadáver caliente de una chica lo que envuelve y explica este libro. Scorsese no muestra el cuerpo más que un instante, para colocar la cámara enseguida ante la cara de Dunne, en cuyos ojos vemos el arrepentimiento, la idiotez, el alivio y la desolación. Su mirada condensa siglos de miradas sobre la piel ajena. Ahí están todos los prejuicios, todas las acusaciones, todas las violencias, todo el racismo y todo el asco. Ahí, en ese gesto dramático, se contienen todas las páginas de este libro.
Zaragoza, abril de 2020