Érase una vez un señor con bigote que gobernaba desde las llanuras de Europa hasta el mar de Japón, y desde el polo norte hasta los desiertos de Persia. Esos habían sido los dominios de los zares, hasta que los amigos del señor con bigote, que se hacían llamar bolcheviques, mataron al último zar y a toda su familia y fundaron otro imperio. Al principio saquearon los palacios, pero luego decidieron quedárselos, y poco a poco le tomaron gusto a la vida noble. Eran tipos muy duros, acostumbrados a gritarse, a llevar pistola y a dormir en el suelo sin abrigo. Se llamaban con motes, como todos los guerreros. El principal era Lenin, es decir, el Leniano, el que venía del río Lena. El señor del bigote se hacía llamar Stalin, es decir, el Hombre de Acero. Para sus amigos bolcheviques era el Vozhd, el guía. O Koba. Sólo los más íntimos podían llamarle Iósif Visariónovich.
Los bolcheviques habían dedicado media vida a luchar contra los zares y conocían los fríos de las celdas siberianas y del exilio de todas las capitales de Europa. No había razón para que, una vez conquistado el país y exterminados sus enemigos, siguieran durmiendo en catres clandestinos y comiendo gachas. Stalin venía de Georgia, pero no le gustaba que le hablasen en georgiano. Él prefería el ruso, la lengua imperial y común, el idioma de la igualdad y del Estado. A veces, algunos paisanos, preocupados por salvar la vida propia o la de alguien querido, le hablaban en georgiano para ablandarlo, pero sólo lograban enfurecerlo más, tal vez porque le recordaban a esa madre anciana a la que nunca visitaba en Tiflis o esos inviernos de infancia sin caviar ni faisanes en la mesa. A Stalin le gustaban el aquí y el ahora, y el aquí y el ahora sonaban a ruso y eran deliciosos y abundantes, como lo era el socialismo pródigo que se derramaba por todo el país gracias a su bondad infinita.
El hambre se podía saciar y el frío se podía mitigar con leña y abrigos de piel encargados a los sastres de París, pero había secuelas de la vieja lucha que ningún palacio, porcelana, pintura de Rubens o champán podían consolar. En Siberia, en los años en que los jueces zaristas lo tuvieron condenado, se le congeló un brazo, y desde entonces sufría dolores reumáticos atroces. También le habían diagnosticado una amigdalitis crónica y una afección dermatológica sin cura (la psoriasis, claro). Cuál de estos males se debía a la guerra revolucionaria y cuál era un castigo de la genética resultaba imposible de dilucidar para la ciencia médica de aquella época. Lo terrible era la impotencia: Stalin podía cambiar el mundo, pero no podía dejar de rascarse. Para qué sirve ser todopoderoso y temido desde las llanuras de Europa hasta el mar de Japón y desde el polo norte hasta los desiertos de Persia si cada noche los huesos duelen y la piel escuece.
Fue Mikoyán, el fiel armenio Anastás Mikoyán, camarada de los tiempos heroicos, quien le habló de Sochi.
Hay un pueblito en el mar Negro, le dijo, cerca de la frontera con Georgia, que te va a venir muy bien. Acabamos de inaugurar un ferrocarril que lleva hasta allí. Verás qué clima, qué bosques, qué tranquilidad. Las aguas son milagrosas. Anímate, te buscaré una casita apañada, sin muchos lujos, pero ideal para descansar.
Stalin fue a Sochi, y como Stalin era la URSS, toda la URSS fue a Sochi a veranear. Aquel pueblecito, que hasta mediados del siglo XIX ni siquiera aparecía en los mapas de Rusia, empezó a crecer y a crecer y a crecer. En el paseo marítimo, que no era más que un camino al pie de las montañas, brotaron grandes construcciones. Sanatorios de eficacia probadísima; hoteles con botones de librea y conserjes que hablaban francés, y Packards negros de cristales gruesos con chóferes que abrían las puertas y sabían quedarse muy erguidos y en silencio mientras las damas salían o entraban del vehículo.
Al igual que el pueblo, la dacha fue creciendo desde aquella casita apañada que prometió Mikoyán hasta devenir un palacete con varios edificios y amplísimos jardines boscosos. Entre los árboles colocaron unos sillones de mimbre y una mesa grande de mármol cubierta siempre de papeles, porque el camarada Stalin no descansaba nunca.
Aunque el verano en Sochi puede ser sofocante, con temperaturas de casi treinta grados y una humedad altísima, Iósif Visariónovich se sentaba en su trono de mimbre con pantalones largos y camisa abotonada hasta el cuello. A veces, una camisa blanca con bolsillos. Otras, una camisa verde militar. Frescas, holgadas, de tela liviana, como los pantalones, pero siempre bien abrochadas. No hay foto en la que aparezca remangado o despechado, como salen los fieros bolcheviques que lo acompañaban, a veces con el torso desnudo y sudado, jugando a algún deporte.
Aquellos bolcheviques crecidos en el Cáucaso, tan campestres, acostumbraban a bañarse desnudos, pero Stalin no participaba en esas reuniones masculinas. Para hablar con él lo mejor era sentarse a su mesa de mármol en uno de los sillones de mimbre o pasear por el bosque o, mejor aún, acompañarlo en una de sus cenas interminables. Esto no quiere decir que el Vozhd no pasase calor como cualquier otro bolchevique caucásico y que no disfrutara de los placeres del agua fría en la piel. Por eso se hizo construir una piscina privada, de poca profundidad y convenientemente aislada por una cerca, a la que nadie podía entrar.
Artiom, hijo, ven a bañarte con tu viejo, cuéntame qué has hecho hoy.
Artiom Fiódorovich Serguéiev era un chaval que despertaba a la adolescencia en aquellos primeros años treinta del siglo XX. Su padre fue Fiódor Serguéiev, uno de los bolcheviques más apabullantes que tuvo la revolución, amigo íntimo de Stalin desde los días de agitación salvaje y camarada de armas en la guerra civil. Mucho más que un hermano. El atrevido Fiódor murió, por desgracia, de la forma más tonta y menos honorable para un guerrero de su talla: se estrelló durante las pruebas del aeromotowagon, un invento soviético que pretendía hacer trenes de alta velocidad colocándoles un motor de avión. Naturalmente, el aeromotowagon descarriló y mató a todos sus ocupantes nada más ponerse en marcha.
El pequeño Artiom apenas tenía tres meses cuando quedó huérfano, y fue el propio Lenin quien le dijo a Stalin que debía adoptar al chiquillo. Stalin se convirtió así en su único padre realmente existente, y en verdad que le quería tanto como a sus hijos de sangre. Puede que incluso más porque, conforme Artiom crecía, se le iban asomando a la cara los rasgos apasionados de Fiódor, a quien tanto echaba de menos.
Artiom, hijo, deja lo que estés haciendo y ven a bañarte con tu viejo.
Al otro lado de la cerca, el Vozhd se quitaba la camisa holgada y los pantalones claros de verano para mostrarse desnudo de la coronilla a los pies. No ha quedado testimonio de lo que veía Artiom: qué llevaba su padre adoptivo impreso en la epidermis. No lo contó porque no le llamó la atención. El cuerpo de nuestros padres es ruido y paisaje familiar. Ni siquiera lo vemos. Nada hay en sus arrugas, durezas y gorduras que nos pueda sorprender o intrigar. Para Artiom, Stalin en la piscina no era un secreto de Estado soviético expuesto a sus ojos.
Había otra persona que tenía acceso franco a la piscina privada: Serguéi Kírov, el tío Serguéi para Artiom, otro de los camaradas de los viejos días. Stalin, Serguéiev y Kírov formaban un trío inseparable y representaban el bolchevismo más aventurero y menos intelectual. Siempre dispuestos para la lucha, habían compartido penas en los momentos más agónicos de la revolución y de la guerra civil. Artiom pudo haber sido adoptado por Kírov tanto como por Stalin, pues los dos eran los amigos del alma de su padre, a quienes este confiaba todo sin la menor reserva, pero Stalin acabó como padre que encauzaba y adiestraba la cabeza loca del mozo, y a Kírov le tocó ser el tío obsequioso que le otorgaba los caprichos. Cada verano, cuando las obligaciones de Moscú le concedían un respiro, Serguéi Kírov tomaba un tren y llegaba a Sochi en el Rolls-Royce oficial que le traía desde la estación.
Su irrupción ponía la dacha en pie de fiesta. ¡Ha llegado Kírov, poned el champán a enfriar, que preparen asado, que vengan los niños! El estajanovista Kírov, que venía de planificar grandes obras públicas y de supervisar planes quinquenales en Leningrado, disfrutaba horrores de los días de Sochi y se paseaba por el bosque semidesnudo. Rodaba por el suelo con los niños, se adentraba en la espesura con los perros y bebía y cantaba hasta la madrugada como sólo los viejos bolcheviques sabían beber y cantar. Todo el mundo quería a Kírov. Toda la URSS quería al guapo y carismático Kírov. Las madres soviéticas lo querían de yerno y las jóvenes del Komsomol, de marido. O de amante, mejor. ¿Quién no soñaba con que el heroico Kírov se colase en su dormitorio con una rosa en esa boca de dientes blancos?
A Kírov lo amaba el país entero, y Stalin, que lo quería más que nadie, empezaba a sentir celos de tanto amor patriótico.
Kírov, deja eso, vamos a bañarnos a mi piscina, charlemos un rato.
Y el bueno de Kírov pedía terminar antes la partida de gorodki, que iba ganando, como siempre que jugaban a ese viejo deporte ruso. Sólo Kírov tenía el privilegio de decirle a Stalin que esperase un rato cuando Stalin le pedía que acudiese. El resto del país dejaba lo que estuviera haciendo y se plantaba en su presencia, pero Kírov seguía jugando como si Stalin no existiera, y Stalin aguardaba sonriente en su sillón de mimbre, fingiendo que no le importaba.
Déjale, se decía a sí mismo, es Kírov, el bueno de Kírov.
Los dos camaradas pasaban media tarde en la piscina, fumando y charlando recostados en el borde. Kírov era la única persona ajena a su familia que podía ver a Stalin desnudo, por eso su distancia dolía tanto.
¿Qué te pasa, amigo mío? ¿Por qué no dejas Leningrado y vuelves a Moscú? Te necesito en Moscú, no puedo gobernar esto yo solo.
Kírov carraspeaba y miraba hacia otro lado. Le daba una calada al cigarro, echaba la ceniza fuera de la piscina y se disculpaba.
Cuando termine el plan quinquenal, Iósif Visariónovich. Hay mucho trabajo en Leningrado.
Que lo haga otro, decía el Vozhd, ven a Moscú, te lo pido con el corazón.
La popularidad de Kírov no dejaba de crecer. En Leningrado, la ciudad de la revolución, era un héroe y un virrey que manifestaba demasiada independencia de criterio. En las charlas de piscina ya había comentado que había que aflojarles el dogal a los campesinos, que no podía someter el campo a una represión tan sumaria. A Stalin no le parecía mal que se lo dijese en el baño, pero Kírov había empezado a decir esas cosas en el Politburó y en el partido de Leningrado. Incluso se atrevía a sugerirlas en la prensa.
Por supuesto, no se hablaba de política cuando compartían el baño con Artiom, cuyo cuerpo revelaba verano tras verano unas formas cada vez más musculosas y potentes.
Serás un magnífico bolchevique, como tu padre. En la hora decisiva, servirás al ideal soviético con el mismo honor que tu viejo, le decían los dos camaradas, admirados ante aquella metamorfosis de la adolescencia que chapoteaba en la piscina poco profunda.
El suicidio de Nadia, la segunda esposa de Stalin y madre de Svetlana, supuso una tregua entre ambos. En noviembre de 1932, Nadia Alliluyeva se descerrajó un tiro en su dormitorio y Stalin no se enteró hasta el día siguiente. Kírov consoló a su camarada, lo arropó y le prodigó todo el cariño viril que un bolchevique furioso y sentimental puede dar a otro bolchevique furioso y sentimental, que nunca es mucho, pero sí muy escandaloso. En el verano de 1933 no faltó a su cita en Sochi, y en sus largos baños privados intentó rearmar el vigor de su amigo, a quien se culpaba en los mentideros de Moscú de la decisión de Nadia.
Tú no crees nada de eso, ¿verdad, Kírov?
¿Cómo puedes insinuar algo así, Iósif Visariónovich?
Alza el vaso por Nadia, querido, álzalo y di una de esas cosas bonitas que sólo a ti se te ocurren.
Con el otoño regresaron a Moscú, y el partido y el Estado absorbieron todas las energías del Vozhd, que se fue olvidando de Nadia y del consuelo dulce de su amigo, a quien empezó a percibir como intrigante y peligroso, allá en su virreinato de Leningrado. De vez en cuando Kírov le hablaba de Ucrania, de la necesidad de detener lo que fuese que la URSS estuviera haciendo allí, de la conveniencia de dejar de matar de hambre a los campesinos.
Ay, Kírov, harías cualquier cosa por ganar un aplauso de ese pueblo que te jalea y te adora. Cualquier cosa, hasta envenenarme, hasta colgar mi cabeza de lo alto del Kremlin.
El verano de 1934 no fue tan bello. El sol de Sochi siguió calentando los sillones de mimbre con la ternura de siempre, las partidas de gorodki divirtieron a todos como siempre y Artiom y Kírov le acompañaron en sus baños eternos con tabaco y vino como siempre, pero nada sabía igual. El recuerdo de Serguéiev se confundía con otras muertes, incluida la de Nadia. Se les acumulaban las ausencias, y un hombre sólo puede convivir con unos pocos fantasmas a la vez.
El pulso de Kírov a Stalin era ya imposible de ocultar y se escenificaba en las reuniones del Politburó. El segundo sabía que habían tentado al primero con los arrumacos de la traición, pero Kírov se había negado a dar el golpe. Aun así, la distancia entre los dos amigos era insoportable. Al atardecer, acodados en el borde de la piscina, sentían que el agua se enfriaba cada vez más pronto.
Es hora de salir, querido Iósif Visariónovich, se va a hacer de noche.
No, ve tú, yo me quedo fumando un rato más.
¿Solo?
Siempre estoy solo, Serguéi.
Otro otoño cayó sobre el mar Negro y Stalin regresó al Kremlin, y Kírov, a su Leningrado, y la URSS y el partido siguieron funcionando con su histeria imperturbable, hasta que llegó el 1 de diciembre.
Aquella mañana, un tipo entró en el Instituto Smolny, el templo bolchevique de Leningrado donde Vladimir Illich había organizado todo el poder para los soviets y Trotski había armado al ejército rojo. Kírov, como jefe local de la ciudad, tenía el despacho allí, y se movía por sus pasillos y escaleras zaristas como por su propia casa. En 1934 los bolcheviques creían que habían derrotado a todos sus enemigos y no se molestaban en rodearse de escoltas ni en tomar precauciones de seguridad, por eso aquel individuo pudo entrar sin ser importunado, colocarse detrás de Kírov cuando este marchaba por un pasillo, y dispararle un tiro mortal con la pistola que llevaba oculta en el abrigo.
Cómo lloró Stalin en el Kremlin cuando se enteró. Cómo corrió a Leningrado a maldecir sobre la mancha roja que su sangre había dejado en la moqueta del Smolny. Stalin rugía sobre el cadáver de su hermano, y cuando Stalin rugía, rugía la URSS entera. El Estado al completo se retorció de dolor y rabia y clamó venganza. Que no escapara ningún culpable. Que su cabeza se colgase a la vista de todo el pueblo soviético como escarmiento para los enemigos y asesinos del proletariado universal. Que se amañasen pruebas, que se torturase a los sospechosos hasta que no pudieran ni confesar por no tener dientes ni lengua con los que relatar sus crímenes.
Claro que hubo quienes creyeron que Stalin fue quien planeó todo para quitarse de encima a un rival, pero no tantos como lo creyeron después. En 1934 se le había caído la venda a muy poquita gente, y la mayoría eran tratados de locos, o peor, de reaccionarios burgueses. Años después no tenía ningún mérito señalar a Stalin por matar a su amigo porque la muerte de Kírov fue una anécdota casi compasiva en comparación con el matadero industrial que montó después, pero en aquel mes de diciembre muy pocos eran capaces de imaginarlo. Por eso, cuando Stalin acusó a los trotskistas y a los enemigos del pueblo de apuñalarlo en su mismo corazón, casi nadie encontró motivos para desconfiar de la sinceridad de su llanto y de su comprensible derecho a la venganza.
La muerte de Serguéi era sólo la primera parte del plan. La segunda era destapar el complot. El partido, decía, estaba corrompido de arriba abajo por agentes provocadores. Trotskistas a sueldo de occidente, enemigos del pueblo que horadaban como termitas el triunfo del proletariado. Había que hacer limpieza a fondo, y el funeral de Kírov, al que acudió media Rusia y en el que Stalin se dejó retratar con la cara desencajada por la rabia, era el momento propicio para anunciarla. Los trotskistas traidores habían golpeado a la URSS en su mismísimo corazón, en el inviolable Instituto Smolny, matando a un héroe popular. El cuerpo tibio del camarada Kírov clamaba venganza: o desinfectamos bien el país, o nos comerán las ratas y los parásitos.
En los años siguientes, se cree que millones de personas fueron mandadas al gulag o a la muerte en una sala de la cheka diseñada para ello (con el suelo de cemento levemente inclinado para que escurriera la sangre y un sistema de mangueras que permitía limpiarlo todo en pocos minutos y prepararlo para la siguiente ejecución). Aunque Stalin no dejó de ir ningún verano a Sochi, los papeles de su mesa redonda tenían que ver cada vez menos con la producción de acero y la construcción de carreteras. Casi todos eran listas de nombres. Antes de cenar, con la brisa del mar Negro que no le rozaba la piel, pues en su silla de mimbre seguía vistiendo camisa y pantalón largos, daba el visto bueno a las ejecuciones del día siguiente. Su hija Svetlana se acercaba a darle las buenas noches y él le hacía cosquillas o le gastaba una broma con palabras georgianas, y Svetlana se iba a dormir mientras él, rascándose la psoriasis con una mano, calculaba la cuota de capturas y muertes del día con la otra. Se enfadaba si las listas eran cortas y se reía y hacía chistes con la pipa en la boca si eran largas, pues significaba que el Estado cumplía sus objetivos.
La tarde del 25 de agosto de 1936, más de un año y medio después de la muerte de Kírov, Stalin estaba en Sochi. Dicen que tomaba el sol del final de verano, amable y tostado. A las 20:48, mientras cenaba al aire libre, recibió un telegrama de Moscú: «El Politburó ha decidido rechazar las solicitudes y cumplir la sentencia esta misma noche». El Vozhd no respondió, sólo acusó recibo, y siguió cenando mientras el sol se sumergía en el mar Negro. Qué maravilloso país era aquel. No podía haber ocasos mejores que los de aquella costa bendita. Contra su costumbre, esa noche se retiró pronto. Seguramente estuvo leyendo en su dormitorio, pues no sabía dormirse antes de la madrugada, pero ya no se preocupó por los asuntos de Estado y dejó descansar a los funcionarios. El camarada Stalin parecía en paz. Transmitía una felicidad muy plácida que resultaba mucho más inquietante que su felicidad natural y orgiástica. Qué raro que no corriese el vino, que no sonasen tonadas populares en el gramófono y que ningún compadre contase chistes. Quienes estaban más enterados de lo que sucedía en Moscú andaban más inquietos. Aquel telegrama decía que, en pocas horas, Kámenev y Zinóviev serían ejecutados de sendos disparos.
Kámenev y Zinóviev eran bolcheviques viejos, camaradas de Lenin, protagonistas de la revolución de octubre. Nunca hasta esa noche la represión había llegado a figuras tan importantes. Al no responder el telegrama, el Vozhd daba su visto bueno al fusilamiento que anunciaba a todo el orbe soviético que nadie estaba libre; cualquiera podía ser declarado un enemigo del pueblo.
Entre el 1 de diciembre de 1934, cuando Kírov recibió el tiro por la espalda y aquel 25 de agosto de 1936, al círculo de Stalin se habían incorporado dos individuos: Nikolái Yezhov y Andréi Vishinski. El primero, bajito y colérico, dirigió la investigación del crimen de Kírov (en la que acabó acusado el mismo Trotski, como autor intelectual) y fue premiado con la dirección de la policía política. El segundo, fiscal, preparó la acusación de los juicios, bajo la premisa de que todo reo es culpable hasta que se demuestre lo contrario. Cínico y cruel, tenía los nervios finos y no soportaba las escenas de violencia, por eso se limitaba a actuar en los tribunales, donde podía desatar un terror más intelectual con su mirada y sus réplicas sarcásticas. Creo en la conveniencia de mantener al pueblo siempre en vilo, decía.
Yezhov y Vishinski tenían algo en común con Stalin, además del compromiso de exterminar a los enemigos de la URSS: una salud infame. Vishinski vestía trajes impecables, un poco por dandismo, pero otro poco para ocultar las manchas de la piel, que se rascaba con disimulo. A veces sufría brotes en partes visibles del cuerpo, como las manos o la cara. Lo de Yezhov tenía peor camuflaje, pues saltaba a la vista —lo llamaban el enano— que su cuerpo era un desastre agravado por un alcoholismo noctívago y sicalíptico y un estrés laboral que le provocaba crisis nerviosas. Ambos, según todos los testimonios históricos, tenían la misma psoriasis que el Vozhd.
Por muy extendidas que estén las afecciones cutáneas, ¿qué posibilidades hay de que un dictador con psoriasis reclute a dos esbirros con su misma enfermedad para ejecutar su plan de exterminio más ambicioso? Un plan que, además, se expresa como una venganza por la muerte del único amigo que podía ver al tirano desnudo.
Yezhov, el enano, estaba casado con una mujer de bandera con la que compartía un frenesí sexual insaciable. Yevguenia Feigenberg era una de esas chicas judías muy cultas que solían rondar a los bolcheviques. Qué atraía a aquellas mujeres brillantes hacia esa cuadrilla de depravados es un misterio que no llego a explicarme. El bolchevismo era puritano, como todo movimiento que se debe a una causa superior. Los revolucionarios estaban casados con la revolución, pero en las noches de esa camarilla había chicas más parecidas a las de las novelas de Scott Fitzgerald que a las de Gorki. Nada de abnegadas madres coraje ni monjas al servicio del ideal: eran literatas, artistas, muchas de ellas judías, criadas en familias anticonvencionales que creían en el amor libre y en cosas parecidas. A Stalin, viudo dorado, le rondaban con su alegría descocada, pues todos decían que el Vozhd, con sus camisas abotonadas hasta el cuello y su voz de cantor georgiano, era irresistible para sus stalinettes. En las sobremesas sin fin de Sochi y del Kremlin, coqueteaba tontamente con ellas y permitía que ellas coqueteasen un poco con él, pero siempre manteniendo las distancias. Ni siquiera aquellas muchachas libres conseguían romper su pudor. Si alguna vez, en medio de una batalla de miguitas de pan o en el desorden de las carcajadas de la enésima botella de vino, se relajaban y se sentaban en sus rodillas o acercaban tanto su cara a la suya que podían olerse el aliento, el Vozhd se incorporaba y se alejaba unos pasos, turbado. Tampoco le gustaba bailar lento, prefería los castos bailes campesinos con aire entre los cuerpos. A diferencia de muchos de sus camaradas bolcheviques, Stalin fue toda su vida un señor georgiano chapado a la antigua. Hasta en su gusto por las mujeres era convencional: le atraían las chicas rubias, aldeanas y pechugonas, inocentes y sin ingenio, que pudieran ser, además de amantes, mitad madres y mitad criadas.
Yevguenia Feigenberg era todo lo contrario a una campesina que acarrea cántaros de leche recién ordeñada. Mundana, ingeniosa, estilosa y cultísima, hacía olvidar con su sola presencia que cada noche desaparecían en Moscú varios camaradas a los que unos señores de traje iban a buscar en un Packard negro y nunca se volvía a saber de ellos. Mientras Yevguenia animase la fiesta, nadie echaba de menos a los ausentes. Su matrimonio con Yezhov era abierto y es posible que tampoco estuviera muy informada de las actividades concretas de su marido al frente de la policía política. Todos marcamos el límite de nuestro propio conocimiento, y Yevguenia sabría hasta donde ella misma quisiera saber. Trabajaba mucho, el pobre Nikolái, demasiado para sus huesos oxidados y su constitución enclenque. Su horario era nocturno, le gustaba dormir por la mañana, y al terminar la jornada, casi al amanecer, se desahogaba con orgías en su piso de las que Yevguenia tampoco quería enterarse mucho.
El enano Yezhov se tomaba su tarea como un empeño personal y artístico. Aunque el camarada Stalin la planteaba en términos burocráticos, exigiendo el cumplimiento de cuotas en cada distrito, y él mismo había diseñado una metodología de matadero industrial, Yezhov no renunciaba al arte y al instinto porque era ese tipo de monstruo, tan necesario para el éxito de unas buenas purgas, al que le gustaba mancharse las manos.
Los engendros de piel enferma quieren contagiar sus manchas, erupciones y heridas a todos. Ya que el picor y la vergüenza no desaparecen ni en los mejores balnearios, se consuelan provocando que la corteza del mundo enferme y se estropee como la suya propia. Si consiguen el poder suficiente, llevarán la sequedad, el escozor, la sangre del rascado y la fealdad de las escamas al último rincón del planeta. Stalin, Vishinski y Yezhov se complementaban muy bien. El último, el más afectado, el único que no podía disimular con mangas largas, se encargaba del trabajo menudo, como el capataz a pie de obra. Vishinski hacía la labor previa: criaba a los reos en su tribunal y los dejaba listos para el matadero de Yezhov, pero no asistía a las torturas ni frecuentaba los sótanos de la Lubianka. Siempre impecable, no se salía del foco del escenario y representaba la humillación pública de los camaradas en desgracia, haciendo que firmasen sus confesiones de culpabilidad. Era un buen contador de historias, aunque a veces se le iba la mano. En el juicio de Kámenev y Zinóviev, se inventó que el asesinato de Kírov había sido planeado por el hijo de Trotski y los conspiradores en el hotel Bristol de Dinamarca, y así lo hizo confesar a los reos. Resultó que el hotel Bristol había sido demolido en 1917 (tal vez el último año en que Vishinski lo visitó), lo que comprometió gravemente la credibilidad de la confesión. Stalin se enfadó mucho al enterarse.
Idiotas, ¿no podíais haber puesto que conspiraron en una estación de tren, que de eso hay en todas partes?
Pobre Vishinski, escritor de novelas de misterio encerrado en el cuerpo de un fiscal soviético.
A veces imagino que todos esos millones de muertos, toda esa humillación, todo ese miedo y todo ese frío nacieron de un baño: el 25 de agosto de 1936, mientras Kámenev y Zinóviev esperaban clemencia en Moscú y la única persona que podía proporcionársela fumaba en silencio y a solas en su piscina de poco calado en Sochi. Los historiadores hablarán de poder e ideología, de fuerzas enormes que colisionan como si fuesen sucesos cósmicos y radiactivos, de complejísimas causas y consecuencias y de bibliografías que nadie podría leer ni así tuviera diez vidas. Como yo no soy historiador, puedo decir sin que suene a herejía que fueron el picor, el dolor reumático, la vergüenza y, sobre todo, la envidia del bronceado y de la piel fina sin más imperfección que una peca diseminada en el nacimiento del cuello, lo que causó el desastre. Sin Kírov y sin Artiom, que, como todo adolescente, pronto se sintió demasiado mayor para pasar la tarde desnudo junto a su padre —pudiendo desnudarse junto a casi cualquier chica comunista del mundo—, la psoriasis de Stalin volvió a ser un secreto de Estado, protegida por una cerca que todos los funcionarios tenían prohibido traspasar. Y allí, sumergido hasta la barriga en las aguas medicinales de Sochi, amorrado a su pipa eterna, sin un papel para firmar ni un Politburó al que insultar, el Vozhd devenía el villano ideal y supremo.
El agua fría enrojece las escamas, que, cuando están secas, se blanquean, y con el sol de un día de verano pueden camuflarse en la piel. Hay que fijarse mucho para apreciar la decoloración en seco, pero el agua enciende las manchas, delatando la enfermedad a kilómetros de distancia. Es un fogonazo breve que, en realidad, anuncia una curación. Un simulacro de curación, lo que los enfermos de psoriasis conocemos como el paréntesis del verano. La radiación del sol, el yodo, el salitre y los minerales del agua fresca asedian y reducen las placas, que sólo rebrotan en el baño, entre las arrugas de la humedad por el remojo prolongado. Ese bienestar de la piel expuesta al sol desaparece en el agua. De pronto, nos acordamos de esa maldición que habíamos olvidado. En la piscina, el monstruo recuerda que lo es.
Y es esa iridiscencia cárdena, esa forma que tiene la piel del enfermo de latir e importunar, la que induce a la venganza. Sólo otros enfermos como Vishinski y Yezhov podían entender ese instinto irrefrenable de exterminar a todos los pieles-lisas, a todos los que se bañan en piscinas abarrotadas y toman el sol sin preocuparse por la mirada del otro, a todos los que se acarician de los pies a la cara, sin que el roce de sus dedos pulse una región prohibida, esos pequeños gulags donde se concentra el pudor más miserable. Desde la piscina de Sochi, el latido rojo de las manchas húmedas transmitía un código paranoico, parecido a las voces interiores de la esquizofrenia, que ordenaba acabar con todos hasta no dejar uno solo, hasta que el mundo entero se comprimiese en el agua ya fría de esa alberca muy poco honda, encarada a un cielo que recibía las vaharadas de humo de su pipa eterna.
No quiero que entiendas, hijo, y por eso no me atrevo a contártelo, que ese monstruo brillante y rojo de la piscina de Sochi también soy yo.