Capítulo 5

Lector, ven conmigo y asomémonos con tiento a una ventana de la casa de hacienda. Pero no. Mejor permíteme que te sitúe en el interior de esta soberbia morada, en una estancia acariciada por la fresca brisa nocturna. Acomódate allí, en un sillón tapizado de seda suavísima al tacto, y déjate envolver por la danza de sombras que proyectan varias velas de la más fina cera de abejas y por el dulce aroma con que perfuman el aire.

Reposa un rato. Pondera, si se te antoja, la posibilidad de empezar un solitario en la mesa de naipes. O tal vez gustes de tomar una bebida refrescante. Bosteza y desperézate a tus anchas, pues ya se va haciendo tarde. Haz lo que te plazca. Te ruego tan solo que, una vez saciado de esta ociosidad, dirijas de nuevo la mirada a esa ventana.

No detengas tu atención en los listones de madera de los postigos, los cuales dejan entrar el bullicio discordante de las criaturas nocturnas; ni tampoco en ese amplio ventanal de la pared del fondo, el cual, durante el día, te deleita con una vista panorámica del jardín que se pierde en el horizonte, mientras que, de noche, aparece negra y reluciente como un espejo que te devuelve tu reflejo. No, fíjate tan solo en esa ventana pequeña. Observa cómo la vida vegetal acapara el espacio e impide ver otra cosa que no sea el denso follaje que se agolpa y se aprieta contra ella. Ven, mírala de más cerca, pues entre esos arbustos rebeldes, si buscas con mirada atenta, verás que se ocultan unos dedos carnosos. Son los dedos de la mano de Kitty que, con el corazón angustiado, se apoya contra la ventana a fin de atisbar en el interior a su única hija, July.

—Venga, no estés tan tristona, tu nenita podrá hacer pipi en un trono —le repetía a Kitty la señorita Rose cuando aquella regresó a su cabaña sin July—. En la casa de hacienda tienen sillas de madera noble y ahí ponen el trasero, con la espalda recta y todo, y dejan caer sus cosas. Y al caer en la taza el pipi salpica como la lluvia sobre una calabaza. Y cuando terminan tapan la porquería con una tapa de madera para que el olor no les amargue el día. Son todos tan finolis allá. July estará como en su casa. Sabe que es hija del capataz Dewar, aunque él no se digne mirarla. Pero en la casa por fin será como la hija de un blanco. Ven, siéntate a hacer pipí en esta taza, le dirán. Deberías estar contenta. ¡La señorita July en la casa de hacienda! ¡Tendrá hasta zapatos!

Pero cada noche Kitty se deslizaba por el sendero, se colaba en el jardín, trepaba por un muro bajo de piedra y se arrastraba a través de la maraña de matojos. Apostada tras la ventana, se esforzaba por camuflarse entre la vegetación para no delatarse como la esclava negra y repelente que era, tan fuera de lugar allí que sin duda la harían azotar con el gato de nueve colas si la pillaran. Y se quedaba allí, expectante, contemplando fijamente una estancia tan sublime que daba miedo hasta respirar, no fuera a ser que aquel aire resultase demasiado delicado para ella.