Creía que mi caligrafía estaba mejorando.
—Esto es indescifrable, madre, ha de ir usted con más cuidado —se quejaba mi hijo, Thomas—. Mire esos manchones de tinta que tiene en los dedos, y fíjese cómo ha emborronado todo el papel con sus manos sucias.
—Es que la pluma gotea —le informé.
—La pluma no tiene la culpa de que usted ponga demasiada tinta en el plumín —replicó él.
—¿Acaso te molesta que gaste tinta? —le pregunté.
—Claro que no.
—Entonces, ¿es la cantidad de papel que uso lo que te irrita?
—No me irrita nada de eso, madre. Solo le advierto que tenga un poco de cuidado y dé unos golpecitos con el plumín en la escribanía para que no gotee sobre el papel.
—Pero esas gotas y esos manchones no son culpa mía. Esta tinta es de mala calidad —le dije.
—No hay ningún problema con la tinta —me contestó.
—Entonces, ¿por qué gotea tanto?
—Porque hay que sacudir un poco el plumín antes de ponerlo sobre el papel.
Y así, esta discusión parecía el cuento de nunca acabar. Lector, yo no soy mujer que quiera estar en un sitio cuando sé que no soy bienvenida. Me levanté del escritorio y salí de la sala. Cogí mi maleta y metí en ella las escasas posesiones que había traído conmigo a esta casa hacía tantos años —mi tapete de encaje y mi plato azul y blanco. No tenía intención de llevarme nada que me hubiera dado mi hijo. Ni el sombrero de plumas de domingo ni los zapatos estilo Oxford. Ni una bobina de hilo de bordar de seda me encontrarían encima.
Thomas, viéndome resuelta a abandonar su casa, se puso a llamar inmediatamente a Lillian. Siempre que me ofende, llama a Lillian. Siempre tiene que ser su mujer la que le saque las castañas del fuego, como si ella fuera su mamá y él su niñito.
Lillian entró en mi habitación como un torbellino y me arrancó la maleta de la mano. ¡Cómo nos enzarzamos las dos! Yo soy una mujer anciana, muy anciana, y ella no pasa de los cuarenta, y aún así forcejeó conmigo como una posesa. Fue el miedo de que se rompiera mi plato lo que me hizo desistir.
—Señorita July, por favor, suelte la maleta —dijo—. Esta es la casa de su hijo y usted es bienvenida aquí, y usted lo sabe. Thomas no quiso ofenderla.
Pues bien, lector, aunque en esta vida he sufrido calamidades mucho mayores que forcejear con Lillian —la cual, no te quepa duda, no habría sido rival para mí de haber tenido yo sus años—, todavía estoy dolorida. Todos mis huesos parecen tener voz y hasta el más pequeño la usa para quejarse. Pero aguanto lo mejor que puedo con la edad que tengo. Aun así, después de esa pelea me fui a la cama con la cabeza tan magullada como el corazón. Hasta la disculpa de mi hijo me hacía estallar las sienes. Creí llegada mi hora. Pensé que mi creador, fuera deidad o demonio, deseaba escuchar mi narración de viva voz, no escrita en un librito de pacotilla.
Pero una sopita de calalú y unos bocaditos de cabra estofada me reanimaron sobremanera. Ahora, de nuevo en mi escritorio, me siento más fresca que una lechuga.
Mientras escribo estas líneas, puedo comprobar que si doy unos golpecitos con el plumín de esta pluma nueva —un instrumento de primera calidad con un soporte de ébano que mi hijo encargó de Montgomery Ward en América— contra el lado de la escribanía que contiene el botecito nuevo de tinta negra brillante, entonces no cae sobre la página ni una gota ni media. Ea, que es mucho más fácil de leer.
—¡Marguerite, Marguerite!
Ya tenemos aquí a Caroline Mortimer llamando a July. Había decidido llamar Marguerite a su esclava, pues le agradaba el modo en que el nombre le rodaba por la lengua como un trino. Sin embargo, Caroline Mortimer era la única persona que, al mirar el rostro de July, veía allí a una Marguerite. Pero volvamos a nuestro relato sin más dilación.
Caroline Mortimer estaba recostada en su diván, demasiado debilitada por el calor del mediodía como para levantar la mano y hacer sonar el timbre.
—¡Marguerite! —chilló de nuevo para caer rendida por el esfuerzo que tal desgañitamiento requería.
Lector, han transcurrido muchos años y ahora son ya ocho, tal vez nueve, los que Caroline lleva viviendo en la casa de hacienda de la plantación que lleva por nombre Concordia. En aquellos tiempos, el calor jamaicano provocaba en Caroline una flojera invencible, desde que salía el sol hasta que se ponía. Ya no le quedaba fuerza de espíritu para resistir su lánguido hechizo. Una sencilla labor de bordado o la disposición de un florero se le antojaban un esfuerzo insuperable.
Se quedaba allí echada en el diván, esperando en vano que el amplio ventanal —con sus vistas que se perdían en el horizonte— dejara entrar en la estancia un airecillo fresco, en lugar del sempiterno guirigay de los negros. El sonido rítmico y monótono de las canciones de los esclavos al trabajar la tierra, el rebuzno de una mula, el ruido de pisadas, el restallar de un látigo, el galope de un caballo, un grito desgarrador, el chirrido de un carro que avanzara con lentitud. Todo esto la agobiaba como una preocupación acuciante clavada dentro de su cabeza. Los ires y venires de los indolentes esclavos domésticos... pero ¿en qué se ocupaban?
—¡Marguerite! —chilló una vez más.
En la cocina, Godfrey, el encargado, se despertó de su siesta, se pasó la lengua por el labio superior para humedecer la piel reseca, señaló a July con un movimiento ligero del pie y dijo:
—Te llama el ama.
July, levantando la vista de su labor, repuso:
—Ahora voy; estoy ocupada.
Cuando el grito se oyó de nuevo, tan agudo que Hannah, la cocinera, se despertó también con un aspaviento, Godfrey se inclinó apoyándose en su silla para examinar lo que estaba haciendo July.
—¿Qué tienes ahí?
—El vestido del ama; lo necesita —dijo July.
—Entonces vete y dáselo.
—No puedo, no lo he acaba’o. Solo tiene tres botones.
La cocina, como en todas las casas de hacienda de la isla, era una cabaña grande y oscura con una ancha chimenea y celosías de madera en las ventanas, que se hallaba ubicada a unos metros de la parte trasera de la casa principal. En tres zancadas Godfrey se plantaba en la casa, pues era alto y zanquilargo. Para July y las otras dos muchachas, Molly y Patience, eran seis pasos. Para Hannah, la cocinera, era una larga y penosa caminata. Tener que acudir a la casa para escuchar la lista de alimentos que esos tragaldabas querían meterse entre pecho y espalda era su mayor tormento. A la respetable edad de sesenta años, para Hannah cualquier movimiento que no fuera ir de la despensa al fogón y viceversa resultaba fastidioso. Pero para una ama blanca, como Caroline Mortimer, el trayecto inverso —de la casa a la cocina— representaba un periplo de distancia más que considerable: como de la tierra a la luna.
—Señorita July, ¿me da esa puntilla? —preguntó Molly—. Me quedará bien en el vestido.
Se había vuelto desde la ventana por la que observaba fijamente con su ojo bueno a cuatro pollos que picoteaban el suelo polvoriento.
—El ama la echará a faltar del corpiño.
Molly chasqueó la lengua contra los dientes. No tenía a July en gran estima. Podría yo decir que era porque July le había robado a Molly trabajo fácil, pues July había pasado de ser una niñata negra mugrienta, usada solo para trabajar en el campo, a convertirse en la doncella favorita del ama, que presumía de que su padre era blanco aunque era Molly la más clara de piel. Además, a los dieciséis años, July era una joven vivaracha de ojos negros y avispados, de nariz delgada y labios finos en los que a menudo se dibujaba una sonrisa descarada; una picaruela de piel morena a la que Nimrod —años atrás mozo de cuadra en Concordia, pero ahora hombre libre— fingía no prestar atención, pero de la cual no dejaba de hablar. Pero la verdad era que Molly simplemente despreciaba a cualquiera que estuviera en posesión de dos ojos sanos.
—Bueno, pues entonces deme algunos botones de esos que está quitando —dijo Molly volviéndose de nuevo a mirar a los pollos.
Patience entró en la cocina llevando tres huevos en un pliegue del delantal.
—Está llamando el ama —proclamó dirigiéndose a nadie en particular.
Patience se parecía tanto a su padre, Godfrey, que había que mirarla dos veces para darse cuenta de que no era Godfrey disfrazado de mujer.
Godfrey había sido un hombre apuesto en su juventud, y ese atractivo todavía lo envolvía como los colores desleídos de una flor antaño esplendorosa. Ahora tenía el pelo blanco, la espalda algo encorvada, el paso lento. Aun así, conservaba todavía un aspecto vivaz y desenfadado. En sus ojos refulgía siempre una chispa jocosa, fuese cual fuese la travesura o la crueldad que estuviesen presenciando. Sus anchas espaldas habían soportado cuarenta y cinco años de esclavitud, y habían pasado treinta años al servicio de los blancos como criado doméstico. Pero había una parte de Godfrey que, desgastada por el uso constante, acusaba el paso de los años más que ninguna otra: su miembro viril. Vamos, que lo tenía agotado. Despierto, en guardia y siempre dispuesto a entrar en acción desde los diez años, colgaba ahora mustio y exhausto tras casi treinta y cuatro zafras de empleo sin tregua. Ni el trasero de hembra más prieto y turgente podía hacer resucitar su antigua gloria. También en su otra función se mostraba apático. En otro tiempo, la potencia de su chorro habría podido apagar un incendio. Pero a Godfrey ya no le quedaban fuerzas para esperar de pie como cualquier hombre que se precie a que cayera su pipí. Tenía que armarse de paciencia y sentarse en un orinal, pues su miembro inerte babeaba sin parar como babea un bebé con su primer diente.
—Está llamando el ama —repitió Patience, esta vez dirigiendo su observación a July.
Pero no recibió respuesta, pues en ese instante entró un chiquillo en la cocina dando voces:
—¡Se ha lleva’o el huevo! ¡Yo lo quiero! ¡Es mi huevo! ¡Tiene mi huevo! ¡Me ha quita’o el huevo! ¡El huevo es mío, mío, mío! ¡Quiero mi huevo!
—¡Cállate, Byron! —gritó Godfrey, mientras Hannah, despertándose de pronto, se incorporaba de un salto como un vivo del hoyo de un muerto.
—¡Byron, lárgate de mi cocina! ¡No te lo voy a repetir! —aulló Hannah.
—¡Mi huevo! ¡Tiene mi huevo! ¡Me ha quita’o mi huevo!
Byron era uno de los chicuelos que ayudaban a Godfrey con las labores de la casa. Recogía la mesa, barría el patio, traía agua, mataba las ratas... Su expresión cambiaba constantemente, de tal modo que si le hubieran pedido a Godfrey que describiera al rapaz —aparte de decir que el color de su piel era aún más claro que el de su difunta esposa (Dios la tenga en su gloria, ¡pero que no se la devuelva a su marido!)— Godfrey no sería capaz de evocar más que una imagen difusa. Pues Byron jamás paraba quieto el tiempo suficiente para que Godfrey pudiera fijarse en sus facciones.
—¡Byron, no quiero oír tus lloriqueos! —dijo Godfrey.
Pero Byron ya se había ido, y en su lugar, entró avanzando pesadamente un perrazo marrón llamado Lady, el cual apoyó su pesada cabeza en el regazo de Godfrey y vino a aposentar sus inmundas posaderas sobre el vestido del ama que July estaba arreglando. Para el animal cansado y polvoriento, sin duda alguna, la gasa y muselina blancas restregadas por el suelo de tierra y ladrillo de la cocina eran una superficie más mullida que cualquier alfombra.
—¡Marguerite! —se oyó una vez más, y todas las almas presentes en aquella cocina (incluyendo, si afinas el oído, el perro) dejaron escapar un leve gruñido.
—July, vete a ver qué quiere, venga —le espetó Godfrey—. Me está dando dolor de cabeza.
July trató de liberar el vestido del ama de debajo del perro, pero el animal, lánguido pero terco, no lo soltaba. Primero clavó una de sus pezuñas en la tela y después, viendo que esta seguía escapándosele, la rasgó con la otra.
—¡Lady, quítate! —la reprendió July—. Señor Godfrey, ¿puede quitar al perro del vestido?
Godfrey primero le hizo una caricia al perro y luego le dio un puntapié en el trasero para espantarlo.
July sostuvo en alto el vestido para examinarlo mejor. Bendito sea Dios... estaba hecho unos zorros. El perro no solo había dejado la huella de su inmundicia sobre la falda, sino que había imprimido con sus patas embarradas un llamativo estampado sobre la muselina blanca. Pero este no era el único ultraje infligido a aquella prenda. Florence y Lucy, las dos lavanderas parlanchinas pero ininteligibles, habían sometido a este elegante vestido a una sesión de lavado tan exhaustiva como despiadada, y lo habían devuelto con sus muchos flecos, puntillas y volantes totalmente despachurrados. Y pese a estar hechas de la gasa más suave, las mangas del vestido estaban tiesas como dos palos de tan almidonadas. Se levantaban tan rígidas que se diría que el vestido aguardase suplicante un abrazo. No quedaba ni un solo botón de perla en los puños, pues los que no habían saltado con la tunda propinada por Florence y Lucy, se las arregló July para arrancarlos de un tijeretazo. Y del encaje que se ceñía al cuello a modo de mantilla no quedaba ni rastro, probablemente ahogado en un torbellino burbujeante de espuma y almidón que se llevó el río sin que se percatasen las dos guardianas que debían custodiarlo. O tal vez aparecería bajo el colchón de Molly y ella se haría la sorprendida exclamando: «¿Cómo habrá ido a parar aquí?». Huelga preguntar cuántos gafetes y enganches metálicos estaban aún en su sitio, pues no quedaba ni uno solo.
July alzó la prenda hacia la luz para verla mejor, volviendo el corpiño del revés para inspeccionar el forro y seguir con la vista el recorrido de varios descosidos. Concluido el examen, dijo:
—Señor Godfrey, no me escapo del látigo. Está pa’ tirar.
Y Godfrey, esbozando una sonrisa, replicó:
—Señorita July, yo no me preocuparía.
Y he aquí por qué.
Cuando July llegó a la habitación donde su ama se hallaba reclinada en el diván, lívida de impaciencia y de ira, hizo su entrada con tal ímpetu que las copas que adornaban el aparador de caoba se estremecieron y resonaron anunciando su llegada con un tintineo de cascabeles. Corrió hasta donde se encontraba Caroline y, antes de que esta pudiera tomar aliento para soltarle la reprimenda larga, furibunda e histérica que tenía preparada, July se tiró al suelo, alzó los brazos que sujetaban el vestido y gritó:
—Ama, ¡el vestido está echa’o a perder! ¡Se lo han destroza’o! ¡Destroza’o! ¡Pégueme, ama, venga, pégueme! ¡Agarre el látigo y deme fuerte! ¡Deme, se lo suplico!
Ni una palabra había salido de los labios de Caroline, y sin embargo tenía la boca abierta cuando se incorporó rápidamente en el diván.
—¿Qué sucede, Marguerite? ¿Qué sucede?
July, subiéndose al diván, le puso a su ama el vestido delante de las narices. El ama dejó escapar un chillido y dio un empujón con la mano regordeta, ya fuera para apartar lejos de sí a aquella esclava escandalosa, ya para evitar que las mangas del vestido le molieran la cabeza a palos con aquella rigidez de almidón.
—¡Venga, ama, pégueme! —seguía voceando July al tiempo que agarraba la zapatilla de su ama y se la arrancaba del pie. Con aquella zapatilla de satén rosa en ristre, July se propinó un sonoro azote en la cabeza.
—¡Vamos, ama, deme usted! —suplicaba. Hizo ademán de darle la zapatilla a su ama, pero cuando esta alargó la mano para cogerla, July la tiró al suelo con un movimiento rápido, mientras continuaba aullando:
—¡Ay, ama, ama! No mire el vestido, ¡está hecho una ruina!
Entonces July se echó cuan larga era en el suelo encima del vestido y hundió el rostro entre sus pliegues. Pataleando y agitando los brazos como una endemoniada, dejó escapar un grito ensordecedor:
—¡Está hecho una ruina, una ruina!
Tras lo cual se dejó caer en el suelo deshecha en lágrimas y sollozos.
—¡Cálmate, Marguerite! ¿Qué ha ocurrido? —chilló el ama con voz tan aguda que la perra Lady rebulló desde el país de los sueños— ¡Enséñame el vestido! ¡Enséñamelo o te azotaré yo misma... te... te... ¿Me oyes? ¿Me oyes? Te...
Ahora bien, July sabía que su ama no la azotaría, pues no tenía látigo. Cuando era necesario usar el látigo, esa tarea le correspondía a John Howarth. Pero últimamente el amo tampoco azotaba. Desde la muerte de su esposa Agnes solo cinco semanas después de la llegada de Caroline a Jamaica, no le quedaban fuerzas para dar latigazos, pues no había, al entender de su espíritu atribulado, delito suficientemente grave para requerirlos.
Por su parte, el capataz Tam Dewar, siempre estaba a punto para hacer trabajar su látigo. Pero Concordia era una plantación en constante actividad, con muchos, muchos esclavos haraganes, tramposos, pícaros, mentirosos y estúpidos. La última vez que Caroline Mortimer había pedido que se azotara a July (por dejar sola a su ama en la casa una noche entera), Tam Dewar había protestado —mientras el tabaco que estaba mascando le ennegrecía cada vez más el aliento durante la eternidad que pareció durar su lamentación— que él no podía estar en todas partes al mismo tiempo. Con una lluvia de saliva rancia, había concluido diciendo que más valdría que el ama aprendiese a usar su propio látigo.
Así que Caroline había probado una vez a usar el látigo de gamuza trenzada con mango color terracota que había heredado al morir su propietaria, Agnes. Pero al tratar de golpear con él la espalda esquiva de July (esta vez por haber derramado por el suelo el contenido de un orinal, si la memoria no me falla), Caroline se las ingenió para darse con una de las trallas de cuero justo en el ojo. Después de este episodio el látigo desapareció, y a pesar del registro exhaustivo que llevaron a cabo todos los negros de la casa nadie logró descubrir dónde lo había escondido July.
El castigo favorito del ama era darle a July un zapatillazo en la cabeza. A saltos y cojeando, el ama podía pasarse varios minutos corriendo detrás de July para asestar el golpe. En esas ocasiones, July se ponía a brincar, zigzaguear y dar vueltas para escaparse, pues le constaba que el calor tropical pronto acabaría por agotar a la gorda chiflada de su ama hasta hacerla caer rendida en su diván con un vahído asténico. Pero el ama tenía sus argucias. En cualquier momento podía acercarse disimuladamente a July para propinarle ese golpe, pues dejar un castigo sin cumplir le producía el mismo reconcomio que dejar un manjar delicioso sin comer.
En algunas ocasiones, si el ama no se sentía con fuerzas suficientes para reprenderla con suficiente brío, le daba un buen guantazo en la cara. Por lo general, era solo un sopapo con la palma de la mano, pero de vez en cuando, si July no detectaba el destello amenazante en los ojos del ama —esos dos rufianes incoloros y atentos que la miraban bizcos desde dos estrechas rendijas— entonces puede que no le diera tiempo de esquivar el mamporro propinado con el dorso de la mano.
El recuerdo de la primera vez que el ama le había clavado con fuerza una aguja en la mano se le quedó grabado con mayor intensidad que los otros muchos pinchazos que habrían de tatuar sus brazos a partir de entonces, pues el ama le administró el mencionado escarmiento en los primeros días, cuando July era solo una niña de nueve años y tan fiel a su ama como un pollito recién nacido a la gallina que lo incubó.
A esa edad temprana, July ardía en deseos de aprender a coser y a bordar bien, pues en aquellos tiempos lo que más ansiaba era agradar a su ama; ver aquellas mejillas rosa pálido abultarse con una sonrisa de oreja a oreja mientras su propietaria daba saltitos de emoción de puntillas. Como aquella vez que July le hizo una perfecta reverencia. Sí, su ama dio un grito más agudo que un cerdo acorralado:
—¡Marguerite, eres una buena negra!
Y sin embargo, no era tanto el tener que enhebrar la finísima aguja con un hilo más delgado que uno de sus cabellos; ni tampoco el hecho de que, cuando empezó a coser para su ama, lo hiciera como había visto hacerlo a su mamá (con puntadas largas que hacían que el robusto brazo de su madre trazase un amplio arco para tensar el hilo a través del tosco tejido de frisa); ni el que el ama, al ver este gesto exagerado, frunciera el ceño y la reprendiera meneando el dedo —«¡No, no, así no!»— e insistiera en que sus finos tejidos solo admitían los puntos más diminutos, puntos que hacían que July se pinchara en la punta del dedo si sus ojos osaban apartarse de la delicada labor, provocándole un dolor tan vivo como el mordisco de una rata. No. Era la cantidad absurda de horas que July tenía que pasar sentada y casi perfectamente inmóvil en la habitación de su ama para llevar a cabo la tarea. ¡El día entero! Y July tenía unas piernas inquietas que se negaban en redondo a obedecer.
Esas piernas estaban acostumbradas a pasar la jornada de trabajo al frente de la tercera cuadrilla de esclavos, con los cubos de madera oscilando entre sus dedos apretados mientras caminaban, brincaban, saltaban y se entretenían de camino al río, parloteando como cotorras. July, sentada allí junto a su ama, daba un punto, luego dos, luego tres, antes de que las piernas le empezaran a rebullir. Cuatro, cinco puntadas más, y se levantaban de un salto y se ponían a caminar.
—¿Has terminado? —llegaba la voz de su ama.
Y July, sumisa como un perro apaleado, volvía a sentarse a retomar su labor. Un punto, dos, tres, mientras su mente volaba junto a aquellos niños harapientos de la tercera cuadrilla que caminaban cargados con los cubos de agua hacia los cañaverales de Dover y Scarlett Ponds. Se imaginaba cómo avanzaban con paso lento, como un cortejo fúnebre, y gemían como viejas mientras redoblaban sus esfuerzos para levantar los baldes del suelo lo justo para acarrearlos sin arrastrarlos por tierra en su largo trayecto hasta las bocas sedientas de los esclavos.
Seis puntos, siete, ocho, y July escuchaba los sonidos familiares que se colaban con la brisa que entraba por el ventanal alto: los sones de una canción de trabajo; ¿eso era un rebuzno de Ned, la mula?; ahí se los oye subiendo a Virgo; otra vez ese odioso capataz restañando el látigo; oh, y ese que se oye ahora, ¿es el amo, galopando en su caballo? ¿Por qué tantos gritos? Oh, están corriendo hacia el carro. Y sus piernas empezaban de nuevo a rebullir.
¿Será motivo de sorpresa para alguien que July, en lugar de remendar el bolsillo del vestido (una uña rota del ama había hecho un agujerito), cogiera las tijeras y recortara cuidadosamente el bolsillo hasta quitarlo por completo? Entonces, ocultando la pieza de tela bajo la falda, anunció alegremente a su ama:
—¡Ya está!
Su ama, al examinar el arreglo, metió la mano en el bolsillo hasta el codo, y en ese momento se dio cuenta de que allí fallaba algo... Volviendo la prenda del revés para comprobar con los ojos lo que su mano ya sabía, arrojó el vestido al suelo y agarró a July por la muñeca. Con la mano de la niña extendida, cogió una aguja, la dobló a modo de daga y le clavó la punta cuatro veces.
—Cada vez que hagas algo mal con la costura, tendré que castigarte; si no, no aprenderás —le dijo antes de pincharle dos o tres veces más. July aulló como un hombre al que azotaran con un gato de nueve colas.
—¡Mami, mami, mami! —llamó July dando saltos de dolor, y el bolsillito cayó de su escondrijo y bajó planeando hasta el suelo.
El rostro de su ama de pronto ocupó todo su campo de visión mientras esta le decía a voz en grito:
—A tu mamá la han vendido. La han vendido. ¿Me oyes? ¡Vendido! Ahora eres mía. —y sus mejillas, hinchadas como globos, estaban rojas como guindillas.
En aquellos primeros días siempre se podía encontrar a July llorando y gimiendo, hecha un ovillo en un rincón de la cocina, detrás de la piedra del hogar bajo el estante repleto de cazuelas holandesas y otros enseres. La añoranza de su madre se tornó un dolor tan feroz como el hambre. Cada vez que alguien entraba por la puerta de la cocina, tapando con su cuerpo el relumbre como una nube tapa el sol, levantaba una mirada esperanzada, pues anhelaba con toda su alma ver allí a su madre; impaciente, chasqueando la lengua y poniendo los ojos en blanco, gritándole a July que sus gachas estaban listas, o que había que barrer la cabaña después de que el viento la hubiera llenado de bagazo mientras ella estaba trabajando en el campo y, «¡vamos, July! ¡Ven, ven ahora mismo!».
Con los ojos bien cerrados, July veía a su madre haciéndole señas para que se apartara del calor sofocante del horno, dándose una palmada en el muslo. «Date prisa, July, vamos, antes de que venga el ama a buscarte.» O sosteniendo la muñeca de caña, con su falda a cuadros y su bolita azul por único ojo, para endulzarle a July la vuelta a casa y a los trabajos domésticos diciéndole: «Peggy estaba preocupada por ti».
Pero cuando abría los ojos eran solo extraños quienes estaban allí delante, gritándole:
—Vamos, negrita, te van a mandar otra vez al campo si no te portas bien.
No obstante, por muchas patadas, escupiduras, arañazos e injurias que diese, nunca la enviaban a su casa. Casi cada amanecer se escapaba de la casa de hacienda en busca de un sendero que la llevara al poblado de los negros, y acababa rodeada de árboles amenazadores o perdida en medio de la hierba alta que le hacía cosquillas en la barbilla. Pero lo único que conseguía con ello era que la persiguieran los perros de Godfrey y que la arrastraran de los pelos a la presencia de su ama.
Con la esperanza de que la dieran por perdida, y de que se olvidasen de ella, se escondía en los establos con los caballos al relente de la noche. A la mañana siguiente amanecía apestando a estiércol y rebozada en paja, como su muñeca. Pero no la devolvían al poblado.
Pronto los árboles cercanos a la cocina se quedaron pelados a fuerza de arrancarles palos con los que Godfrey azotaba a July en el trasero, tanto que él no cesaba de quejarse de un dolor de hombro pertinaz provocado por vapuleos tan frecuentes.
Y July, entre tanto, iba contando los días: uno, dos, tres días que no veía a su mamá. Cuatro, cinco, seis días, y su mamá seguía sin venir. Siete días, ocho días... contaba y contaba hasta que se le acababan los números que se sabía. Y vuelta a empezar: uno, dos, tres..., y allí seguía.
Caroline Mortimer se había consagrado, con innegable dedicación, a la empresa de hacer de July (o de Marguerite, como según ella se llamaba) una doncella como Dios manda; justo como un pavo destinado al banquete navideño, a July también la cogieron, la criaron y le pusieron el relleno para la ocasión, pues la muchacha blanca, Mary, con la que Caroline había atravesado el océano desde Inglaterra a instancias de su hermano, había muerto pocas semanas después de llegar a la plantación. El amo había puesto a Florence y a Lucy a cargo de atender a aquel saco de huesos que era la criadita, con objeto de rescatarla de aquel calvario atroz de fiebre y retortijones y devolverla a su anterior estado de sumisa obediencia.
En el barco que zarpó de Inglaterra, Mary, que había dejado un lugar llamado Cork para servir a Caroline Mortimer, se vio obligada a cagar con el trasero colgando de la cubierta. Pues bien, nadie a excepción de su mamá había visto nunca sus posaderas, y Mary era de la opinión de que nadie debía verlas jamás aparte de su progenitora. Durante aquella larga travesía, si bien vaciaba asiduamente el orinal de Caroline cada mañana, Mary se las había arreglado para no dejar que se le escapara su propia mierda, y se la guardó dentro tanto tiempo que esta acabó por volverse contra ella en forma de un mal misterioso. Finalmente, se despidió de las artes curativas de Florence y Lucy, y de este mundo, arrojando por la boca un líquido fétido y marrón que debía de haber salido por el otro agujero.
La enterraron al mismo tiempo que al ama, Agnes Howarth, la cual había muerto al dar a luz a un hijo que solo vivió dos días en este mundo. A ella y a su desdichado vástago los inhumaron juntos. La fila de dolientes que se había formado era tan larga que el camino de la iglesia estaba totalmente abarrotado de carruajes y de esclavos, tanto era así que a tres de las mujeres más elegantes (recién llegadas de Inglaterra y con vestidos de lana negra para la misa) tuvieron que llevárselas desmayadas por un golpe de sol.
A Mary, la criadita, la enterraron a pocos pasos de la parte de atrás de la cocina, en el huerto de subsistencia de Florence y Lucy, pues Caroline decidió, en consideración al duelo de su hermano, que no sería necesario celebrar un funeral cristiano para su antigua criada. Así que las dos negras se pusieron sus mejores pañuelos rojos y, debatiendo si una muchacha blanca necesitaría ron o no para el viaje al otro mundo, entonaron no solo un canto fúnebre, sino también los sones de un himno que acababan de aprenderse, mientras la metían en un agujero donde la acogieron los brazos orgullosos de la difunta esposa de Godfrey. Godfrey no asistió al entierro, pues, conforme fue perdiendo espesor la capa de tierra que cubría los huesos de su parienta, le entró el canguelo de que a la buena mujer se le ocurriese alguna razón para cantarle las cuarenta desde el más allá.
Ay, ¡cuántas lágrimas derramó Caroline Mortimer en aquellos días! No de pena por la pérdida repentina de su cuñada, su sobrino y su criada, pues apenas puede decirse que los conociera bien. No.
—Odio esta casa y odio esta isla, Marguerite... ¿Qué es lo que estoy haciendo aquí? ¿Para esto dejé Inglaterra? Mi hermano es como un extraño... ¿Por qué debo quedarme aquí? Porque no tengo elección, por eso... —sollozaba, y sentía que no le quedaba ni un solo amigo en el mundo entero, por no hablar de aquella condenada isla de Jamaica, a excepción de una negrita llamada Marguerite.
Así que, por muchas diabluras que hiciera, a Caroline Mortimer jamás se le habría pasado por las mientes ordenar que un miliciano o un casaca roja apartase de ella a July para darle un escarmiento en la rueda o en el cepo. July tenía ya dieciséis años y vivía libre de la preocupación de que su ama pudiera devolverla al campo, por muchas veces que esa tontona blanca la amenazase con hacerlo. Pues, ¿qué sería de Caroline sin ella?
¿Quién sino July podía ayudar al ama con la engorrosa tarea de distinguir a los negros enfermos de los haraganes? Muerta Agnes, con su hermano de un humor tan agrio que rara vez salía de su habitación o de su cama, y con el capataz convencido de que aquella era una labor que correspondía al amo o ama, a Caroline no le quedaba más remedio que inspeccionar ella misma a los esclavos que alegaban una indisposición para escaparse del trabajo. Polvorientos, cojeando, con las ropas descompuestas, formando una larga fila desordenada, esa canalla lamentable tosía, gemía y renqueaba aquejada de males reales o imaginarios. Los lunes por la mañana se acercaban a la casa de hacienda para presentarse ante Caroline, a la que le entraban tembleques y sudores fríos solo de verlos. Insistía siempre en que July estuviese a su lado, y con cada negro que se acercaba, July le susurraba a su ama al oído: «No, ese solo tiene resaca de tanto aguardiente», o «Esa lengua se la ha pinta’o, de enfermo nada» o «Cuidado, ama, ¡eso es pian!», mientras sujetaba un pañuelo perfumado de violetas para que su ama se lo acercara a la nariz mientras duraba este suplicio.
¿Y quién sino July sabría cómo volcar casi un barril de azúcar en el café de su ama durante el desayuno? Pues, si se quedaba corta, se diría que la estaban despellejando viva por la mueca que se dibujaba en su rostro, o por el grito que salía de su garganta quejándose de que estaba demasiado amargo. ¿Quién se acordaría de que le gustaba la sangría no con zumo de lima, sino con el toque amargo de una peladura de limón?; y de que, a la hora del desayuno, en su mesa tenía que haber salazón de pescado, yuca y cerdo curado, pero no lengua en vinagre, pues no soportaba ni la vista ni el sabor de este plato; y de que había que frotarle la espalda después de que se tomara sus sales de Epsom para ayudarla a soltar, fuera mediante un eructo o un pedo, los gases que tanto la importunaban. ¿Y a quién sino a July podía llamar el ama para que la rescatase de una de las sillas con asiento de mimbre del comedor cuando, una vez más, esta se había roto bajo su generoso peso? Y July fue la única persona a quien quiso a su lado cuando tuvo que guardar cama a causa de un grano persistente en la barbilla.
Así que, cuando aquel día July levantó por fin la cabeza entre sollozos para obedecer la orden de su ama y mostrarle los ultrajes que aquel elegante vestido de muselina había tenido que soportar, por sus mejillas corrían lágrimas reales, las manos le temblaban y la voz le salía quebrada por el miedo. Y sin embargo, al igual que Godfrey, en realidad nuestra July no estaba preocupada.