Caroline Mortimer tenía una cosa muy clara: no iba a permitir que nada le aguase la cena de Navidad. La señora Pemberton, de Somerset Penn, y sus dos primas de Inglaterra habían mandado noticia de que no les sería posible honrar su mesa con su presencia. ¿Y por qué? Caroline nunca llegó a saberlo, pues el chiquillo negro que enviaron como mensajero se había entremetido el papel que contenía la preciada explicación en la cintura del pantalón. Acto seguido había echado a correr como una flecha, tan veloz que su sudor había convertido la nota en un manchón grisáceo sobre el delicado papel de la señora Pemberton.
—¿Qué decía, muchacho? —le preguntó Caroline.
Y delante del reverendo Pritchard, el pastor anglicano, John había replicado secamente:
—Caroline, por el amor de Dios, mira a ese desgraciado harapiento, ¿crees que sabe leer?
Sin embargo, Caroline se había tomado a risa el reproche y la expresión incómoda del clérigo. Después, con la puesta de sol, los tintes rojizos de aquel crepúsculo habían encendido el cielo de un fuego tan alarmante que Henry Barrett, el abogado viejo y cargante de Unidad, había dejado de sorber su licor de malta (la tercera copa) para comentar que era como estar atrapado bajo una sábana empapada de sangre desleída.
—Tienen ustedes una vista magnífica —añadió, percatándose por fin de la terrible visión con la que había agriado aún más el humor de los presentes.
John, recordando un atardecer similar la noche en que murió su esposa Agnes, le dijo a Caroline en un susurro que era más bien gruñido:
—¡Maldito imbécil!
Oh, y Godfrey le había asegurado a Caroline Mortimer —no una, sino dos, quizás incluso tres veces— que la banda de músicos negros que debía tocar melodías agradables como «¿Adónde se fue mi amor?» o «La nariz roja, roja» también podía ofrecer una interpretación aceptable de «Noche de paz». Godfrey había pedido un penique de más para convencerlos de que no fueran a un baile de máscaras en el pueblo. Y sin embargo, en el bochinche que armaron mientras los invitados se cambiaban de calzado no había ninguna melodía reconocible. Es más, durante toda la pieza un negro feísimo con dientes de conejo sacudía una pandereta como si estuviera ahuyentando a los cuervos del campo. Aun así, no se podía negar que para algunos la noche era bien pacífica, pues el negro viejo que se apoyaba en el triángulo parecía dormitar como un bendito.
—Querida, todo el mundo sabe que estos esclavos tocan mejor dormidos que despiertos —había dicho Elizabeth Wyndham, de Prosperidad, antes de volverse hacia su marido con los ojos en blanco, sin importarle que Caroline pudiera ver el desaire.
Charles Wyndham añadió que, la próxima vez que le hiciera falta música, él vería de traer a una de las bandas militares del cuartel vecino, o se enteraría de si había algún barco en el puerto que pudiera proporcionarle músicos navieros o comerciantes de calidad.
—Los negros no saben tocar música civilizada —sentenció.
—Algunos tocan un poco de oído —terció Tam Dewar.
Todo acicalado y repeinado, con el poco pelo que le quedaba aplastado sobre la cabeza como si estuviera dibujado a pluma, el capataz había hecho ese comentario a modo de consuelo. No obstante, su sonrisa, que quería ser gentil, le recordaba a Caroline a su yegua parda cuando enseñaba su dentadura renegrida.
—Pero no entienden de sostenidos y bemoles. En ese aspecto son como niños pequeños —metió baza Evelyn Sadler, el ama delgaducha de Windsor Hall.
—Los he oído peores —añadió su esposo George.
Y con esto quedó cerrado el tema de conversación, aunque no la bullanga de los negros, y una vez que la puesta de sol dejó de eclipsar la minuciosa ornamentación de Caroline, todos los invitados tuvieron que reconocer al sentarse a la mesa que la profusión de velas confería un aire mágico a la estancia... aunque un poco sofocante.
Godfrey batió palmas para ordenar que se sirviese la cena. Al ver que ninguno de aquellos condenados chiquillos salía de la cocina, se puso a dar voces desde la puerta como una verdulera:
—¡Byron, vamos, la comida! ¡Ea! ¿Es que no me oyes llamar?
Para Elizabeth Wyndham esta escena fue, una vez más, motivo suficiente para poner los ojos en blanco. Pero pronto todos los platos estuvieron dispuestos sobre la mesa: un pavo hervido de aspecto delicioso, un jamón, una fuente de gallina de Guinea, varias tortugas y patos estofados, empanadillas de pichón y añojo hechas de un hojaldre en apariencia pasable y una rica abundancia de fruta.
Puede que Henry Barrett se reclinara en su silla, se remetiera la servilleta bajo la barbilla e iniciara lo que él entendía por conversación pero que, a los oídos de todos, era un tedioso soliloquio:
—Imagino que todos ustedes habrán oído que a los negros se les ha metido en la cabeza que el Rey les ha dado la libertad. Algunos dicen que esto va a traer problemas.
Tal vez John, el hermano de Caroline, le sugiriese que dejara ese tema escabroso para cuando las damas se hubiesen retirado. Y él, sorbiendo una copa de vino de un solo trago, tal vez conviniera —«Por supuesto, por supuesto»— antes de continuar hablando, hasta que solo la acción de embutirse varias gruesas lonjas de jamón en su boca parlanchina le obligara a detener su discurso.
—Se creen que, una vez sean libres, el único obstáculo entre ellos y una especie de cielo en la tierra seremos nosotros, los hacendados. ¿Qué opina usted, Howarth? Esos predicadores les han metido en la cabeza que valen tanto como un blanco. Los bautistas. Son un hatajo de... Mejor callarse delante de las señoras, ¿eh, Howarth? Si hay gresca, yo estoy preparado; buena oportunidad para poner en su sitio a esos malditos negros...
Puede que Molly hubiese derramado casi toda la sopa de verduras en el suelo de la cocina mientras buscaba un hueco para colocar la sopera. Y es posible que Evelyn Sadler le susurrara a su esposo al oído: «¡Oh, no, pavo otra vez no!». Pero nada, nada, iba a arruinarle a Caroline Mortimer una velada tan ansiada. Ni siquiera el que George Sadler bromeara para regocijo general:
—El tipo del triángulo se acaba de despertar —dijo al dar el viejo negro un traspiés cuando se ordenó salir a los músicos.
Pero lector, sigamos el ejemplo de los músicos y marchémonos sin más demora de este lugar, pues temo que jamás perdones a tu narradora por obligarte a escuchar las bobadas y naderías de compañía tan tediosa. Si permanecieras sentado a esa mesa, pronto acabarías tan aburrido como los huéspedes de Caroline Mortimer. Al ama nada iba a aguarle esa cena, pero antes de que le hinque el diente al hojaldre de esa empanadilla de pichón preparada por Florence y Lucy, retirémonos a la cocina a observar lo que allí se cuece.
En el terreno adyacente a la cocina, fuera del campo de visión de la casa de hacienda o de la casa de cuentas, tras una hilera de naranjos y cercados por limoneros y tamarindos, en el trozo de tierra donde campaban sueltos los pollos y donde estaban atados los cerdos y las cabras, había un bullicioso corrillo de esclavos. Permíteme que haga una puntualización, pues algunos de los negros allí congregados ya saben leer y, si por ventura se enterasen de que se alude a ellos en este volumen como «esclavos», me podría ver en un aprieto. No. El corrillo bullicioso se componía de sirvientes domésticos, pues a nadie en aquella grey altanera le gustaba que le recordaran que eran, de hecho, propiedad de los blancos.
Ataviados con sus ropas de muselina blanca para las mujeres y algodón blanco para los hombres y con chalecos de chintz de verde y rojo intensos para ambos, los criados más finamente vestidos eran, a no dudarlo, los de la plantación de Prosperidad.
Cuando la comitiva de negros de la plantación vecina hizo su aparición en el terreno próximo a la cocina, los criados de Concordia que allí se hallaban apartaron la vista de la puesta de sol para admirar esa otra visión soberbia que eran aquellos huéspedes tan distinguidos. A July se le hizo la boca agua, pues se le antojaron confitería fina. La boca de Molly, por su parte, se torció en un gesto despectivo, mientras que Hannah quedó boquiabierta ante la vista de uno, dos, tres, cuatro... Oh, Dios mío, ¿por qué habían venido tantos criados?
Pero el amo de Prosperidad y su quisquillosa esposa no podían desplazarse la corta distancia que los separaba de Concordia —por el camino de la ciudad que se elevaba por la colina— sin que su mozo de cuadra los llevara en el barrocho. Este mozo, James, era un joven robusto de baja estatura que era célebre varias millas a la redonda por su habilidad para curar al caballo más enfermo a base de sangrías. Aunque digno de la vanidad de su amo, este barrocho tan vistoso no era adecuado para aquel terreno, pues tenía una rueda defectuosa que había que vigilar. Por ese motivo, James no podía manejar solo el carruaje sin la ayuda de sus muchachos. Le hacía falta que Cecil y Sam se bajaran de vez en cuando a apartar obstáculos del camino y a apuntalar a martillazos los tornillos de la dichosa rueda.
Habiendo oído rumores de que el camino podía ser peligroso después del anochecer, el amo había ordenado que Giles —el esclavo que era capaz de disparar a un buey desbocado y darle justo entre los ojos desde cualquier distancia— viajara armado con un rifle y un palo grueso detrás del barrocho en la vieja carreta del poni. Durante todo el trayecto hasta Concordia, Giles no dejó de quejarse en voz alta a Bailey, el conductor manco que guiaba la carreta, para que tuviera cuidado con los baches. A Giles le dolía la cabeza. Había pasado los días precedentes en un baile de máscaras con la cara pintada de blanco, pavoneándose ufano dando saltitos de puntillas, señalando a un lado y a otro y gritando: «¿Está ya listo el guarapo? ¿Está ya listo?», imitando a su amo blanco cuando inspeccionaba las tachas de la casa de calderas.
Ahora bien, a pesar de que todos los criados a los que Elizabeth Wyndham preguntó sobre la cuestión le dieron la misma respuesta: «No lo sé, ama, yo también vivo lejos de allí», el ama continuaba interrogando a sus esclavos acerca del estado del terreno en Concordia. ¿Estaría plagado de charcos de lluvia, cubierto de barro, o firme como un entarimado? Al final, Clara tuvo que acompañar a su ama para llevarle no solo los zapatos de satén y piel, sino también las medias de seda, el chal y la caja de madera que contenía todos los enseres para retocarle el peinado en caso de que los bucles acabaran aplastados por la humedad.
Clara no solo era una doncella, era una cuarterona. La madre de Clara era una bella mulata que servía de ama de llaves a su padre, un naviero escocés. Su padre murió cuando estaba a punto de manumitirlas a ella y a su madre. Los papeles estaban ya preparados —los tiene en una caja, por si quisieras verlos. Así pues, aunque todavía era una esclava, algunos días, a una cierta luz, su piel parecía más blanca que la de su ama. ¡Y vaya unos aires se daba! Cuando le ordenaron que viajara en la carreta del poni entre el borrachín de Giles y Bailey, el negro manco, dio un chillido, se desvaneció y tuvieron que reanimarla con sales. Clara insistió en que la acompañase su muchacha, Mercy (una negra idiota que todavía se chupaba el dedo cuando nadie la miraba, pero qué culpa tenía Clara si esa era la muchacha que le habían dado), para que la ayudara a acarrear todos los bártulos del ama y, si le daba por desmayarse otra vez, le gritase a Giles que midiese sus palabras.
De entre todos los criados que habían venido de aquí y de allá —incluyendo los dos de Windsor Hall, Frederick de Unidad, el ama de llaves de Tam Dewar de unos pasos más allá— era de Clara de quien July no podía apartar los ojos.
—¿Me mira usted así por mi vestido o por mi cara bonita?— le preguntó Clara a July.
July se encogió de hombros con indiferencia, pero no obstante continuó mirando embobada a Clara como si esta fuera un capullo azul en medio de un arbusto de flores amarillas. La punta de la nariz de Clara era respingona como la de una blanca —aunque su mirada resbalase burlona por ese esbelto tobogán para aterrizar en July, aún se podía ver el negro de sus orificios nasales. Sus labios eran tan finos que parecían bordados de satén acolchado. Y cuando tomaba asiento en una silla, lo hacía con la delicadeza de una dama sentada a mujeriegas sobre un caballo de noble estirpe. July iba vestida con sus mejores galas: un pañuelo azul nuevo en la cabeza, la blusa de algodón azul pálido adornada con encaje y dos botones de perla que se habían soltado hacía poco del vestido del ama. Aun así, a la sombra de la distinción de Clara, se sentía más desaliñada que un pavo a medio desplumar.
Un pensamiento se le escapó en palabras al exclamarle a Clara en su cara altiva:
—Mi ama me ha da’o tela pa’ hacerme un vestido nuevo.
—¿Una tela vieja? —replicó Clara con gesto desdeñoso—. No soporto ir vestida con los trapitos viejos de nadie.
La tela de que hablaba July era, en efecto, una pieza desterrada del guardarropa del ama: un vestido de algodón muy usado que había pasado de verde botella a un gris deslavazado. Y, dado que en otro tiempo había tenido que envolver todas las carnes del ama, ese tejido deslucido, tachonado de descosidos y estirones, se extendía metros y metros.
—No —repuso July con brusquedad—. Es la muselina más fina de un barco que acaba de llegar de Inglaterra.
El sonido que emitió Clara al chistar desdeñosamente fue tan delicado como el piar de un pajarillo.
—Eso no es verdad —dijo—. Su amo no tiene bastantes cuartos para ir comprándole muselinas a usted.
—Mi amo tiene dinero de sobra— replicó July.
—Eso no es lo que he oído yo —dijo Clara.
—Pues es verdad —dijo July—. Hace un montón de toneles y vienen de la ciudad a comprárselos. Y él mete to’ el dinero en un baúl enorme. Casi no puede levantarlo; tiene que pedirle al señor Godfrey que le ayude. Pero ni juntos pueden con el baúl de tan lleno que está de monedas —July hizo una pausa para mirar a Clara y vio dos ojos verdes que la miraban burlones.
—Eso que me está contando no es verdad; su ama va mal vestida. Ninguna blanca que se precie llevaría algodón estampado a rayas —dijo Clara, haciendo un gesto desdeñoso con la mano como para quitarse de encima a July.
—¡Pues su ama es más fea que un peca’o! —replicó July.
—¡Cómo se atreve a insultar a mi ama! —exclamó Clara, levantándose agraviada de su silla, gesto que July aprovechó para sentarse rápidamente en ella.
Cruzando los brazos, July plantó los pies firmemente como una raíz primaria para que no pudieran moverla de allí. Clara, aún más irritada, gritó como una lavandera:
—¡Pues su ama tiene un culo enorme!
¡Ay, cómo codiciaba July esos botones dorados del chaleco de Clara que resaltaban relucientes en la escaramuza! Es posible que hubiera intentado agarrar uno o arrancarlo con los dientes si no fuera porque Byron se le acercó corriendo para decirle:
—Ya se han acaba’o el primer plato. Dice Godfrey que vaya usted.
A pesar del enjambre de velas que iluminaba a los criados cuando hicieron su entrada en la sala, ninguno de los comensales en aquella mesa, ni siquiera Caroline Mortimer, prestaron la más mínima atención a aquella procesión de carroñeros silenciosos que revoloteaban llevándose platos de aquí y de allá. Godfrey, de pie junto a la mesa, indicaba con un gesto sin palabras qué cosas debían de ser retiradas y adónde. Después de dejar solo la fruta en el centro de la mesa y de colocar dos bandejas de quesos, hizo una reverencia y salió de la sala caminando hacia atrás. (Igual habría podido salir dando volteretas o taconeando, lector. Nadie podría contarlo, pues nadie lo vio.)
Entonces se trasladaron las viandas de la mesa del comedor a una mesa baja que descansaba sobre cuatro grandes piedras en el patio adyacente a la cocina, hasta que esa mesa improvisada empezó a ceder por el peso de la comida y hubo que apuntalarla con una quinta piedra antes de que se partiera por la mitad. Y, una vez más, Molly derramó la sopa por el suelo —esta vez la de tortuga— mientras buscaba un sitio donde colocar la sopera.
Godfrey, que esperaba poder por fin llenar su vaso con un buen chorro de algún brebaje alcohólico, dio un chasquido con la lengua al comprobar que Giles, James y dos de los músicos —atontados por el ron y balbuciendo algo acerca de que pronto iban a ser hombres libres— se pasaban de uno a otro las botellas ya vacías. Godfrey llamó a July:
—¿Puedes coger a Byron y traernos un poco de ron?
July, con las mejillas hinchadas por la empanadilla de pichón que estaba masticando, asintió con la cabeza y se fue corriendo mientras Godfrey añadía:
—¡O lo que puedas conseguir! ¡No vuelvas sin nada!, ¿eh? ¿Me oyes?
July solía ratear botellas del comedor cuando la habitación estaba en penumbra, con solo el candelabro de latón sobre la mesa, las dos velas en el aparador y el amo y el ama masticando su cena en silencio. July tenía pensado deslizarse, invisible como un fantasma, hacia el armarito que contenía las reservas de alcohol del amo, y que estaba ese día abierto con motivo del banquete. Pero con todas esas velas no quedaban rincones oscuros. Tuvo que avanzar con cautela, paso a paso, apretándose contra el papel pintado de la pared como si quisiera confundirse con el estampado. En un momento dado se detuvo en seco al creerse descubierta por el ama, y la llama de una vela le chamuscó la punta del pañuelo. Pero no. El ama simplemente estaba apoyando la cabeza en una mano, con los párpados entrecerrados pese a sus esfuerzos por seguir la cháchara de aquel viejo de Unidad tan pesado. El amo, aunque movía la cabeza fingiendo escuchar, daba golpecitos con la cuchara contra un jarro vacío con aire ausente. Entre tanto, los demás invitados, sin prestarle ninguna atención a aquel hombre, picoteaban y bebían todo lo que podían. Todos, excepto uno, pues si a July no le engañaba la vista, el amo de Windsor Hall estaba profundamente dormido.
Los músicos, que ahora estaban tocando en el patio para los criados, atacaron los primeros compases de una canción. Ya no había ruidos infames o cadencias irreconocibles. Por la ventana abierta entraban flotando los sones de una hermosa melodía, pues —como a la mayoría de músicos esclavos— a esos hombres solo les divertía tocar mal para oídos blancos.
Patience le había prometido a July que, cuando los músicos atacaran una contradanza, ella le enseñaría todos los pasos; y era justamente una contradanza lo que estaba oyendo. Lo único que le impedía a July bailar bien esa modalidad era la confusión entre cuál era su mano derecha y cuál la izquierda. Una vez hubiera dominado ese detalle, la bailaría mejor que Molly. Esta, al ver solo con un ojo, perdía a su pareja a cada vuelta, lo cual desbarataba el ritmo de todos los danzantes. July estaba deseando volver a la cocina antes de que se acabara el baile, pues Cupido, el viejo músico, le había prometido que le dejaría tocar su pandereta, y además tenía ganas de comer más empanadillas.
Byron siseó desde la ventana:
—¡Señorita July! ¿Está usted ahí?
Pronunció estas palabras con voz tan alta que July temió que Tam Dewar las hubiese oído, pues el capataz declaró de pronto:
—No, aquí no tendremos problemas con los negros. Hay negros buenos y negros malos...
Aunque Byron estaba tan bien camuflado como una sombra sobre terciopelo negro, July contuvo el aliento y sacó una mano por la ventana haciéndole señas al muchacho para que se estuviera callado y aguardase.
Una multitud de insectos nocturnos atraídos por las llamas de las velas iban cayendo uno tras otro, chamuscados y humeantes, en el aparador de madera que había a su lado, oliendo a comida asada. Mientras aquel hombre de Unidad tan parlanchín decía: «Bueno, ojalá tenga usted razón, señor Dewar», July cogió una botella de encima del armarito y, en un abrir y cerrar de ojos, se la pasó a Byron por la ventana. La segunda botella que cogió estaba vacía. La agitó y la volvió a dejar en su sitio. Pero otras dos que estaban llenas pronto volaron por la ventana para aterrizar en las manitas de Byron.
No demasiadas, y todas abiertas, fueron las instrucciones de Godfrey cuando le enseñó este pequeño truco por primera vez. Así el amo no sabía nunca lo que habían bebido sus invitados, con lo cual toda acusación de hurto venía suavizada por una cierta vacilación, lo que le permitía a Godfrey mirarlo con ojos muy abiertos y representar el papel de hombre digno agraviado que tan bien ensayado tenía.
July estaba meneando otra botella (¿era de vidrio grueso o es que estaba llena?). Oyendo el chapoteo del líquido, estaba a punto de hacerla desaparecer por la ventana cuando el hombre que había estado dormido hasta ese momento se despertó de pronto. Su mirada fue tan penetrante que July la sintió como un dedo acusador que se le clavase en la frente.
—¿Qué haces ahí? —rugió.
July se quedó tan quieta como se lo permitió su respiración acelerada, en la esperanza de que la tomase por uno de los retratos de las paredes.
—¿Qué estás haciendo? —repitió.
Y todos los comensales se volvieron a mirar hacia donde estaba July mientras ella, saliendo de aquella sombra parca, sujetaba la botella como si se dispusiera a servir su contenido a los presentes.
—Oh, Marguerite, gracias a Dios —dijo su ama— ¿Traes el segundo plato? Llevamos siglos esperando.
—Sí, ¿dónde está el segundo plato? —terció el amo—. Dile a Godfrey que las damas llevan un buen rato esperando el postre.
Pero el hombre de Windsor Hall intervino:
—¿Es que no ven que les está robando?
Entonces comenzó una discusión en la mesa. July sabía que ella era la causa, pero no era capaz de seguir lo que de ella decía esa gente blanca, pues un estruendo como el romper de las olas sobre un acantilado le llenaba los oídos. Su ama se había puesto colorada. El amo, huraño, ponía los ojos en blanco. Tam Dewar, mirando a la ventana, hizo ademán de levantarse de su asiento.
—Ven aquí, niña —le dijo alguien.
¿Pero quién? July no estaba segura. ¿Había sido el ama? ¿Debía ponerse de rodillas y rogarle que no la mandara azotar?
—He dicho que vengas.
Era el hombre de Windsor Hall, el que se había despertado para denunciar su crimen. Le ordenaba que se acercase con un gesto de impaciencia, y su ama le indicaba con la cabeza que le obedeciera. July no quería otra cosa sino salir corriendo de allí y esconderse en los establos detrás de la yegua parda. «¡Señor Godfrey!», un grito se elevó en su interior, «¡Señor Godfrey, venga y sáqueme de aquí!».
—¡Ven aquí ahora mismo, negra! —se oyó de nuevo la orden con acento airado.
Con los ojos anegados de lágrimas, July se fue acercando con los pasitos más cortos que le permitían sus pies. Por fin llegó junto al hombre. Su aliento ebrio le dio en la cara como una bofetada y la hizo tambalearse mientras él le preguntaba una vez más:
—¿Qué estabas haciendo ahí?
Entonces, mientras las partículas de saliva de aquel hombre se le iban secando en las mejillas, sintió una mano rebuscar por detrás de su falda, discretamente, sin que lo vieran los demás huéspedes. Toqueteando una costura, estirando de la tela, tanteando a ciegas como un roedor diminuto que buscara un rincón oscuro. Sus dedos sudorosos pronto hallaron la abertura de la falda y allí se internaron. Agarrándole las nalgas con la palma abierta de la mano, le apretó las carnes y dijo pausadamente:
—Y bien, ¿qué estabas haciendo? Estabas robando, ¿verdad?
—Robar yo no, amo, robar no —balbució July.
El dedo índice del hombre tenía una uña rota que le arañó la piel en su búsqueda de otros orificios que explorar.
—Eres una sucia negrita ladrona, ¿verdad? —casi le susurró al oído.
—Oh, vamos, deje que se marche para que las damas puedan tomar el postre —terció el reverendo Pritchard desde el otro lado de la mesa.
—No hasta que admita que es una ladrona —respondió el amo de Windsor Hall.
July se mantuvo tan inmóvil como pudo bajo las garras de aquel hombre, pues los dedos de su mano impúdica habían empezado a pellizcarle y estrujarle las nalgas. Pero entonces, de pronto, desde el jardín se oyó una gran conmoción y el ruido de pisadas a la carrera.
Entonces se abrieron de repente las puertas del comedor con un ímpetu tal que bastó para que se apagaran la mayoría de las velas, ya moribundas. Dos hombres vestidos con el uniforme azul de la milicia irrumpieron en la estancia, trayendo consigo el aire nocturno con su olor a leña quemada y a estiércol. July estaba segura de que aquellos hombres habían venido a llevársela y a meterla en el cepo o en la rueda de Rodney Hall. Se retorció para escapar de las garras de aquel hombre y, al retirar él bruscamente la mano, rasgó con su uña rota la fina costura de la falda.
July corrió a esconderse debajo del aparador y se abrazó a la pata de madera con tanta fuerza como la serpiente allí tallada, no fuera a ser que alguien tratara de agarrarla.
Pero nadie vino por ella. Ni siquiera la miraron.
—Hay disturbios —dijo una voz ronca y profunda dirigiéndose a todos los comensales—. Y serios. Los negros están incendiando plantaciones en el oeste. Necesitamos que todos los hombres se enrolen en la milicia.
De inmediato, July vio pasar numerosos pies desde su escondrijo, taconeando en los tablones de madera que tenía delante. Las rudas botas marrones de Tam Dewar salieron por la puerta seguidas de los zapatos negros embarrados de los soldados. El amo de Unidad dio un paso de danza con las zapatillas puestas y dijo:
—Ha llegado la hora. Ha llegado la hora.
Los pies descalzos de Byron entraron en la habitación, perseguidos por las cuatro pezuñas del perro, que ladraba y corría tropezándose con los muebles. La música cesó. Varios nombres —Clara, Giles, James, Barley— fueron pronunciados a gritos por voces entrecortadas. Por la ventana llegó el ruido de los cascos de los caballos al trote haciendo vibrar la tierra y los chirridos de los carros.
Solo el ama de July, Caroline Mortimer, permaneció sentada a la mesa. El amo se inclinó hacia su hermana para susurrarle con acento apremiante que no se preocupase; que muy pronto todo estaría bajo control; que él volvería junto a ella lo más pronto posible y que, hasta ese momento, le ordenaba que no se moviese de casa. ¿Había entendido?, le preguntó. Sí, perfectamente, le respondió ella sin vacilación.
—Los negros te protegerán para que no te pase nada —le dijo John Howarth antes de ponerle en la mano una pistola pequeña y plantarle un beso en la frente.
—¿Dónde está Marguerite? —preguntó, y antes de que pudiera darse cuenta, el rostro atribulado de su amo se había asomado a su escondite—. Marguerite, sal de ahí —dijo al tiempo que le tiraba de la falda.
—Ven y cuida de tu ama. Te necesita a su lado —y con cinco zancadas alcanzó la puerta.
Mientras gateaba para salir de debajo del aparador oyó suspirar a su ama. Acercándose a su lado, July dijo:
—No tenga miedo, ama. Estoy yo aquí, ama.
Pero Caroline comenzó a llorar en silencio. Entonces, haciendo una pausa para enjugarse la nariz con la mano (la misma mano que aún sujetaba la pistola), dijo:
—Marguerite, esto que hay en la mesa es una sábana, no el mantel de lino irlandés. Dios mío, a Elizabeth Wyndham le faltará tiempo para anunciar a los cuatro vientos que durante esta cena horrible en mi mesa había una sábana sucia.