A veces mi hijo me confunde con toda su cultura y erudición hasta hacerme dudar de mi juicio.
—Pero madre, esa es la época de la Guerra Bautista —me dice—. La noche de la cena a medio terminar de Caroline Mortimer que cuenta usted aquí corresponde a la rebelión de Navidad, cuando comenzaron los levantamientos.
Entonces empezó a acribillarme a órdenes estrictas: debería contar, me dijo, si la quema de plantaciones comenzó en Salt Spring cuando un jefe de cuadrilla negro se negó a azotar a su propia esposa. O si empezó en Kensington Pen, cerca de Maroon Town. Tengo que escribir todo lo que sepa de Sam Sharpe, el cabecilla de la rebelión, de su personalidad y de su apariencia. Debo explicar que todos los negros creían haber sido liberados por el Rey de Inglaterra. Debo describir cómo habían asegurado que no volverían al trabajo hasta que esa libertad se hiciera sentir, y cómo los negros juraron que, si los hacendados no les daban de buen grado la libertad que les pertenecía por derecho, ellos mismos se la arrebatarían por la fuerza. Y que no se me olvide añadir que el ruido de proyectiles y de los cuernos que llegaba de Old Montpelier y de Shettlewood Pen logró ahuyentar a los milicianos.
Muchas, muchas instrucciones salieron de la boca lenguaraz de mi hijo, demasiadas para derrochar tinta refiriéndolas todas aquí. Hasta que le dije «Cállate», pues a fe mía que la cabeza me iba a estallar con tanta exigencia.
Ahora bien, lector, no es que tu narradora sea indolente y se haga la remolona cuando hay trabajo que hacer. No. El motivo por el cual tengo poco que decir acerca de estas verdades está en el modo de vida de aquellos tiempos, pues las noticias no corrían como lo hacen hoy. Casi siempre las difundían renacuajos andrajosos que, habiendo recorrido varias millas para contar su historia, se acordaban solo de la mitad mientras devoraban la yuca que les daban al llegar. O se pasaban de boca en boca los rumores y cotilleos que atravesaban la isla de un extremo a otro.
En estos tiempos modernos, sin embargo, puedo escribir hoy una carta en mi escritorio y alguien que está fuera del alcance de unas buenas piernas leerá lo que he escrito en menos de una semana. Y además, imagínate, un aparato llamado teléfono puede hacer que tus palabras lleguen a oídos de otra casa en el tiempo que tardas en pronunciarlas. Dice mi hijo que el tal teléfono te permite incluso hablar con alguien que está en otro distrito, que puede que estés en Falmouth y que tus palabras hagan arquear las cejas a alguien de Kingston. Pero, obviamente, estas son fantasías suyas, y por mucho que llame a Lillian para que las corrobore, eso no las hace más ciertas. Lo que sí es cierto es que, de haber existido tal invento en la época de la Guerra Bautista (como la llama mi hijo), entonces estoy segura de que me habría enterado de lo que pasaba en todas partes en un mismo instante. Pero no lo había.
De modo que, si deseas una versión más completa de lo acontecido durante ese tiempo, tal vez harías bien en leer el panfleto que mi hijo me trajo hace poco. Está escrito por un pastor bautista llamado George Dovaston y lleva por título Hechos y documentos relacionados con la Gran Rebelión de los esclavos de Jamaica (1832).
Aunque yo no fui testigo de nada de lo que aparece en las páginas que escribió este pastor, y lo que vieron mis ojos no figura en su relato, me asegura mi hijo que se trata de un informe fidedigno. Prueba a leerlo si lo deseas. No leas, empero, el panfleto que escribió el hacendado John Hoskin, pues ese hombre es un necio que solo echa la culpa de lo ocurrido a los hijos de Ham y a los hombres de Dios. Ninguno de mis lectores debe mirar los sucesos de esa época a través de su visión. Me conozco el percal, y sé que los ojos de este hombre estaban cerrados a todo excepto a su propio interés. Conflicto y cambio. Una visión desde la mansión de los esclavos, la esclavitud y el Imperio Británico: ese es el panfleto del que debes huir como de la peste. Y si lo leyeses y te hallases a ti mismo asintiendo a las bravatas de ese hombre, entonces vete y que te zurzan, pues no querría yo seguir teniéndote como lector.
Lo que sí sé es que cuando aquellos incendios brillaban como faros en plantaciones y promontorios; cuando marchaban los regimientos y se formaban las milicias; cuando los esclavos juraban sobre la Sagrada Biblia que lucharían contra los blancos con machetes, palos y pistolas; cuando las balas refulgían como luciérnagas mortales, y los pies descalzos de los negros corrían ágiles por prados, bosques y campos, en Concordia el ruido más fuerte que podía oír tu narradora era el que hacía la señorita Hannah al roer el hueso de jamón que se había dejado el ama en el plato.