—¡Se han olvidado de mí! —exclamó Caroline Mortimer— ¡Olvidado!
Caminaba de un lado a otro de la habitación, con tanto vigor que la corriente de aire que levantaba apagó dos de las velas.
—Me han abandonado a mi suerte, Marguerite. Les importa un comino lo que me pueda pasar.
July se lanzó como una flecha a encender las velas mientras su ama gritaba:
—¿Cómo se supone que tengo que ver lo que hay que meter en las maletas si me dejas a oscuras? ¿Habrá servicio de comidas en el barco?
Miró fijamente a July con los ojos muy abiertos y expresión interrogadora. July se quedó parada, demasiado asustada para encogerse de hombros por miedo a que su ama rompiera una vez más en un llanto inútil.
—¡Ay! ¿Qué vas a saber tú? —dijo el ama, y acto seguido se respondió a sí misma con vehemencia:
—¡Porque se han olvidado de mí! ¡Por eso! ¡Se han olvidado de mí por completo y estoy necesitada de consejo!
Le temblaban las manos al mordisquearse las uñas.
—¿Me harán falta vestidos de fiesta, Marguerite? ¿O bastará ropa elegante de diario con algunos adornos? Vamos, Marguerite, solo te tengo a ti, ¿qué opinas?
No estando familiarizada con los usos de la alta sociedad, a July no le quedó más remedio que encogerse de hombros. El ama se puso a despotricar. Ora se ponía frente a July para reprenderla, ora se la oía aullar por detrás, ora corría sollozando de un lado a otro y, entonces, de pronto, la vio allí apuntándole a la frente con un revólver.
—¿De qué me sirve esto? —dijo.
July se agachó con un movimiento rápido mientras el ama, blandiendo el arma sobre su cabeza, gritaba:
—¡Mi hermano me ha abandonado! Se han olvidado de mí. Y ni siquiera sé cómo usar este chisme —se lamentó antes de estrellar el revólver contra el suelo.
July dio un paso hacia su ama con intención de tranquilizarla asegurándole una vez más que en el barco estaría a salvo con otros blancos. Pero antes de que pudiera tomar aliento para hablar, el ama gritó:
—¿Y cómo sé yo que no me estás mintiendo y que no quieres que me vaya de esta casa para poder robarme todo lo que tengo? ¿Quién te ha hablado de ese barco? ¿Quién ha venido?
Cuando July pronunció las palabras «El señor Nimrod», su ama se quedó paralizada como una estatua de sal.
—¿Nimrod está aquí? —dijo frunciendo ligeramente el ceño.
Creyendo al ama ya apaciguada al saber que Nimrod estaba cerca, July asintió con la cabeza. Pero el ama, casi en un susurro, comenzó a decir:
—Empezó a trabajar en mi jardín, Marguerite. Cogió todo el dinero por adelantado, claro, y hace ya semanas que no lo veo. Yo no sé la de hierbajos que están saliendo ahora. Mi hermano dice que Nimrod debe de tener ocupaciones más urgentes que mi jardín de enredaderas, pero yo le pagué a Nimrod para asearlo y ahora mi hermano no quiere oír una palabra al respecto. ¿Ha venido a terminar el jardín?
—No, ama —repuso July—, no ha dicho na’ del jardín.
El suspiro furioso que exhaló el ama apagó la llama de otras dos velas.
—Se han olvidado de mí —gimoteó—. Se han olvidado de mí y no me han dejado más que negros.
Caroline Mortimer se puso a dar brincos de puntillas, murmurando para sí una y otra vez:
—¡Ay, se han olvidado de mí! ¡Se han olvidado! ¿Es necesario que me vaya? ¿Debo irme? —mientras esperaba con sus fardos y baúles a que llegase Godfrey con el carruaje—. ¿Dónde está Godfrey? —le preguntó a July antes de chillar—: ¡Vamos Godfrey, vámonos!
Godfrey, subiendo pausadamente la escalinata lateral de la casa, depositó en el suelo la lámpara que llevaba para rascarse la cabeza con las dos manos libres.
—Date prisa, Godfrey. Coge esas cosas —dijo Caroline.
Godfrey se quedó mirando el fardo, el pequeño baúl y la bolsa de mano que había entre él y el ama. Esta, con un suspiro de exasperación, señaló de nuevo a los bultos que debía acarrear Godfrey. Pero Godfrey, rascándose aún la cabeza, dijo:
—¿Quiere usted que ponga esto en el carro y que la lleve a la ciudad?
—Claro, en la calesa. No hay tiempo que perder.
—¿Así que quiere que las cargue en la calesa y la lleve a la ciudad?
—Godfrey, no te hagas el listo conmigo. Sabes muy bien que tengo que marcharme a la ciudad por mi propia seguridad hasta que hayan pasado todos estos disturbios. Venga, vámonos ya.
Y Godfrey, chasqueando la lengua de modo más que audible, repuso:
—Entonces tendrá usted que pagarme, ama.
July se tapó la boca con las manos para que no se le escapara una risita y un grito de asombro. Lo único que logró balbucir Caroline fue:
—¿Qué has dicho?
—He dicho que tendrá que pagarme si quiere que la lleve a la ciudad— repuso Godfrey.
—¿Pagarte? —repitió el ama.
Caroline frunció el ceño, miró a July con expresión entre perpleja y burlona buscando una explicación del comportamiento de Godfrey, pero July guardó silencio, mientras en su boca se dibujaba el gesto de un niño que trama alguna travesura.
—No seas ridículo, Godfrey —dijo Caroline—. Recoge ahora mismo el equipaje o haré que te castiguen por esto.
Godfrey dio un suspiro. Entonces caminó por delante del ama hasta el vestíbulo y allí se sentó en una de las sillas de madera del amo.
—Pues castígueme, ama —dijo al tiempo que levantaba una pierna y después otra y las colocaba sobre los brazos de la silla del hacendado, como si esperase que viniese alguien a quitarle las botas.
Caroline Mortimer dio una fuerte patada en el suelo.
—Cuando mi hermano se entere, te hará azotar en el patio.
Godfrey se limpiaba una uña.
—Le diré que no te ahorre sufrimientos. El gato de nueve colas, le diré que use el gato de nueve colas. Te azotará como a un sucio negro. Ya verás.
Godfrey apoyó despreocupadamente la cabeza en el respaldo, respiró profundamente y habló con la mirada fija en el techo:
—Ama, si esos sucios negros que están luchando por ser libres me pillan con usted, me van a cortar el cuello a mí igual que a usted, así que quiero que me pague por llevarla.
De pronto, Caroline agarró bruscamente a July y la puso frente a Godfrey.
—Díselo, Marguerite, dile que todos se han olvidado de mí y que tengo que ir a la ciudad.
Sacudió a July con tanta fuerza que Godfrey dijo:
—Suéltela, ama. Déjela ir.
—Entonces, ¿cargarás el equipaje en la calesa y me llevarás a la ciudad? —inquirió.
Y Godfrey respondió:
—Por supuesto...
Caroline se alisó la falda recuperando la compostura y dijo «Bien», mientras Godfrey terminaba su frase:
—... en cuanto me pague nos ponemos en marcha.
—Muévete, ¡muévete! —Caroline dio dos brincos de pura furia—. ¡Haz lo que se te ordena! —e hizo ademán de golpear a Godfrey con el puño cerrado.
Pero Godfrey la agarró de las muñecas con puños tan férreos que el rostro del ama se contrajo de dolor. Godfrey se levantó de la silla y el ama abrió la boca con gesto angustiado. Desde donde estaba, Godfrey siguió apretándole las muñecas hasta que el dolor la obligó a arrodillarse a los pies de él. Cuando el ama se dejó caer vencida en el suelo, Godfrey la soltó por fin.
July hizo ademán de acercarse al ama, pero Godfrey la detuvo:
—¡Quieta!
Volvió a sentarse y empezó a juguetear con una de sus uñas. Entre tanto, Caroline Mortimer, estremeciéndose a sus pies como un pez recién sacado del agua, levantó lentamente la cabeza, se limpió la nariz húmeda con el dorso de la mano y preguntó con un hilo de voz:
—¿Cuánto?
No, decretó Godfrey, la doncella Marguerite no podía acompañar a Caroline Mortimer en este trayecto hasta la ciudad. ¿Por qué? Porque Godfrey lo decía. Ah, y por cierto, el ama debía recordar una cosa: su doncella no se llamaba Marguerite, sino July. Tres veces le hizo Godfrey pronunciar ese nombre a Caroline Mortimer. A July le entró una risita la primera vez que le ordenó decirlo, pero cuando Godfrey insistió en que el ama lo repitiera mirando a July a la cara en voz cada vez más alta, se mordió los labios y bajó los ojos.
Godfrey descartó la calesa con el caballo zaino que Caroline había solicitado, y decidió que el carro y la mula servirían mejor a la ocasión. Llamó a Byron para que trajera este vehículo. Entonces Godfrey ordenó al ama que se echara en la parte trasera del carro y, cuando ella preguntó «¿Es esto necesario?», él no respondió, pero la mirada asesina que le dirigió hizo que el ama callara la boca igual que si le hubieran puesto una mordaza.
—Trae una manta para tapar al ama —pidió Godfrey a July—. No, no la que está en el armario, la vieja que usamos en la cocina y... bueno, pues quita de encima al perro.
El ama y sus pertenencias yacían ocultos en el carro bajo aquel trapo apestoso, cuando se oyó a Caroline quejarse de incomodidad extrema con un gritito ahogado entre estornudos y lloriqueos. Subiendo al carro con un salto juvenil, Godfrey se limitó a ordenarle a aquella blanca quejica que cerrara el pico y se quedara callada como una muerta.
—¡Arre! —ordenó a la mula; pero el animal, adormilado, no obedeció hasta que sintió la fusta sobre sus lomos— ¡Andando! —gritó Godfrey, y la mula emprendió su pausada marcha alejándose de Concordia.
Si hubiese sabido entonces —cuando el señor Godfrey, sentado en el carro con la espalda erguida, hacía que este avanzara pesadamente por el camino internándose en la neblina violácea del amanecer— que nunca volvería a verlo, tal vez, —oh, lector, tal vez— July habría alzado una mano en señal de despedida.