Capítulo 19

Tic-toc, tic-toc, tic-toc. Por un oído July oía en el reloj del salón la cuenta atrás de la hora fijada para el fin de la falsa libertad del sistema de aprendices, cuando ya no podrían retenerla como esclava. Tic-toc, tic-toc, tic-toc. A su otro oído, sin embargo, no le quedaba más remedio que escuchar el parloteo incesante de su ama.

Caroline Mortimer estaba enfrascada en dar tardía respuesta a los argumentos de una discusión que había tenido hacía poco con el capataz John Lord, justo antes de que este, en un arrebato de desprecio, bajara resueltamente los escalones del porche, montara en su caballo y abandonara su empleo a galope tendido.

—Debería haberle dicho... lo que debería haberle dicho es... ¡Oh, ojalá se lo hubiera dicho! Lo que debería haber dicho es: «¿por qué tengo que pagar a un capataz si resulta que debo hacer yo misma el trabajo? ¿Acaso tengo que tener perro y ladrar también?» ¡Oh, ojalá le hubiera dicho eso, Marguerite. Se habría mordido la lengua antes de hacernos visitar el poblado negro. Pero es tan difícil que se te ocurra una buena réplica en el momento justo... Y ese hombre despreciable me escupió sus instrucciones a la cara sin más. Nunca habría tenido el valor de hablarle así a mi hermano. Si mi hermano viviese (Dios lo tenga en su gloria), habría insistido en que el capataz resolviese él los asuntos de negros, como era su deber. Mi hermano le hubiese dicho que se fuese al diablo, pero él se cree que a mí puede pedirme cualquier cosa porque solo soy una mujer. ¡Pues no lo haré! ¡No! No hay necesidad. Tengo otro capataz que cumplirá con sus obligaciones como es debido, y que se vaya John Lord por donde vino con sus ridículos mostachos y sus cejas peludas. Oh, Marguerite, debí decirle: «¿Acaso tengo que ladrar yo?» Ojalá se me hubiera ocurrido algo tan ingenioso... —y con estas palabras su ama se dejó caer en el diván, todavía gorjeando lastimeramente como un pájaro herido.

John Lord era el décimo capataz —no, espera, quizás el undécimo— empleado en Concordia desde que Caroline Mortimer tomó las riendas de la plantación de su difunto hermano. Había durado un poco más que la mayoría: algo más de un año.

Hacía ya seis años que Caroline Mortimer había enterrado el cuerpo de su hermano en el camposanto de la iglesia, a la izquierda de su esposa Agnes y encima de su hijito muerto al poco de nacer. Tras el lúgubre funeral, una larga procesión de blancos de toda la provincia —vestidos de negro de la cabeza a los pies, como cuervos— habían venido a dar el pesame a nuestra ama. Y todos y cada uno de aquellos invitados que entraban solemnemente en la casa de hacienda de Concordia tuvieron el gusto de oír la espantosa historia de lo que le acaeció a John Howarth aquella noche funesta, cuando fue brutal y salvajemente asesinado. Fíjate que el cuento venía incluso con visita guiada incluida por las estancias en cuestión, ofrecida por el ama.

Al principio su versión estaba contada con cierta sobriedad: un negro apostado bajo la cama le descerrajó a su hermano un tiro en plena cara; se persiguió al negro asesino hasta el poblado de los esclavos, donde fue capturado por el capataz, pero en medio de los terribles disturbios que se habían desatado, fue atacado por una esclava sanguinaria y murió poco más tarde de las heridas.

Pero la expectación jadeante de su audiencia, las manos llevadas al pecho y las sillas arrastradas con precipitación, las bocas abiertas, los ojos como platos y la compasión que acariciaban la estima de Caroline Mortimer —los «Ay, querida... ay, pobre, pobrecilla... Ay, Dios del cielo, ¡cuánto ha sufrido usted...! ¡Oh, qué valiente es...! Su hermano (que en paz descanse) estaría muy orgulloso de su fortaleza... Querida, mujeres como usted honran el nombre de los hacendados jamaicanos»— fueron alimentando la leyenda hasta construir un relato digno de la pluma más florida.

Pronto, al ver al negro disparar a su hermano, Caroline Mortimer tomaba su pistola de nácar y salía corriendo tras él. Loca de pena, estaba resuelta a llevar ella misma a ese negro a la horca. Y Tam Dewar, que en las primeras versiones era simplemente el capataz escocés vulgar, desagradable y zafio que todos conocían, se fue convirtiendo poco a poco en su galante caballero. La estrechaba en sus brazos y le juraba que movería cielo y tierra para llevar ante la justicia al culpable de ese crimen atroz. El negro Nimrod, ni que decir tiene, se transformaba en un ser bárbaro y sanguinario, astuto como un perro salvaje y vil como un gusano. July no aparecía en ninguna de las versiones, excepto una vez para derramar del susto una jarra de agua, como comparsa. Y por lo que respecta a la esclava que atacó a nuestro gallardo, valiente y honrado caballero Tam Dewar (es decir, la señorita Kitty), era una negra diabólica que perseguía a sus presas —los blancos— en esta isla con salvajismo despiadado, puños bestiales y colmillos afilados.

Sin la preocupación de que alguien digno de ser tomado en serio (como July) pudiera adelantarse a referir los hechos desde otra perspectiva, Caroline Mortimer se convirtió, hacia la quinta versión, en la heroína indiscutible de su narración.

Caroline se fue convenciendo a sí misma de su audacia. Tan seducida estaba por su muy cacareado coraje, tan persuadida de su imaginario talento, que cuando llegó la hora de que los hacendados y los metomentodos de la provincia empezaran a darle consejos acerca de lo que debía hacer con la plantación de su hermano, el ama estaba tan segura de sí que declaró:

—Con la ayuda de Dios, haré que la plantación de Concordia crezca y prospere para que sirva de monumento postrero a la memoria de mi adorado hermano.

Ni siquiera dos ofertas sorprendentemente generosas de sus vecinos al oeste y al sur —para comprarle tierra, esclavos, ingenio, casa de hacienda, incluyendo incluso los gastos que sin duda conllevaría la reconstrucción del poblado negro y del hospital calcinado— lograron persuadir a Caroline Mortimer de que más le valdría aplicar sus arrestos a la decisión de abandonar Jamaica por una apacible jubilación en Islington, Inglaterra.

Tampoco le agradaba la idea de dejar los asuntos de su hermano en manos de un administrador. No. La ficción construida en su mente la inducía a sostener que nadie entendía a Caroline Mortimer si pensaban que esas tribulaciones y desdichas iban a doblegarla. Ella sola, sin ayuda de nadie, convertiría Concordia en la plantación más próspera de toda Jamaica. Su hermano no habría esperado menos de ella.

Sin embargo, no pasó mucho tiempo antes de que los colmillos afilados de la verdad pura y dura hiciesen mella en el ama y comenzasen a desinflarla. Una vez que se hubo adentrado en la habitación fétida y húmeda de la casa de cuentas para ponerse a examinar en serio los archivos de su hermano, no tardó en darse cuenta de que las riquezas de Concordia no eran tan abundantes como se las había imaginado en sus ensueños desde el diván.

Durante su primer año como propietaria, se vio obligada a dejar que los cañaverales de Virgo y Scarlett Ponds se echaran a perder, pues no tenía suficientes esclavos para trabajar la tierra. Unos habían muerto en los disturbios, otros estaban debilitados o tullidos a instancias de la ley y la justicia. Incluso después de rogar que volvieran los siete esclavos —casi todos ellos carpinteros— que su hermano había prestado a Unity Pen, no pudo reunir la mano de obra suficiente para mantener el molino en constante funcionamiento ni el fuego siempre ardiendo bajo las tachas. Y ni las amables sonrisas ni el dinero negociado con maña podían comprar negros en buena forma física para reponer las faltas. Todos los hacendados de su círculo aseguraban correr la misma suerte. En ese año en que el título de propiedad de Concordia pasó del hermano difunto a la hermana ilusa, el número de toneles producidos por la plantación se vio diezmado.

Así que el ama acordó con su capataz —el tercero, creo (al segundo lo dejó inútil la sífilis)— que debía advertirse a aquellos esclavos ociosos, holgazanes o negligentes que sus casas serían las últimas en ser reconstruidas si no mejoraba su rendimiento. Caroline Mortimer aprobó la medida de retirar la pausa de descanso hasta que la plantación llamada Concordia volviese a prosperar. En su segundo año permitió que se construyese un nuevo calabozo cerca del hospital incendiado para castigar a aquellos negros que diesen muestras de desidia pertinaz. «¿Qué mal puede hacer?», se decía al considerar estas medidas.

Entonces, al ama y a todos los hacendados del Caribe les fue impuesto por fin el sistema de aprendices. Como los hebreos al salir de Egipto, los muchos esclavos que bregaban en Concordia marcharon desde la plantación a la ciudad llenos de esperanza, para escuchar al hombre blanco, «el amo de Inglaterra», explicarles los detalles de los preparativos para la libertad desde el balcón del juzgado.

Aunque todavía estaban obligados a trabajar para el ama sin remuneración durante seis años más, después de oír a ese Moisés de bombachos color beige proclamar el fin de la esclavitud, los esclavos se creyeron ya libres. Se negaron a trabajar más de las cuarenta horas semanales que les exigía el Rey Guillermo y la ley de Inglaterra. Los llamamientos a la «conducta ordenada» y a la «obediencia a todas las personas en posición de autoridad» no tuvieron efecto alguno sobre los negros de Caroline Mortimer. Y cuarenta horas a la semana simplemente no bastaban para sacar adelante la zafra. Ni los incentivos ni los capataces —desde luego, no los dos rufianes galeses que gestionaban los campos en esa época— lograron hacer que los negros trabajasen como antes.

No obstante, Caroline Mortimer tenía que seguir ocupándose de esos negros como siempre, dándoles alojamiento, alimento y vestido. El ama se lamentaba diciendo que, aunque la indemnización del gobierno tal vez le pusiera pronto dinero en el bolsillo, la cosecha se quedaría en los plantíos. Los golosos de Inglaterra no tenían ni idea de los quebraderos de cabeza que sufría por ellos.

Entonces, una mañana lluviosa y destemplada, una cansina delegación de algunos de los negros más ensopados, desaliñados, mugrientos y cariacontecidos que pueda imaginarse se presentó en los terrenos de la casa de hacienda. Decían que habían venido a quejarse del calabozo y deseaban parlamentar con el ama.

Caroline no permitió que este grupo infecto pasara de la linde del jardín. Estos aprendices desfallecidos, que a duras penas lograban tenerse en pie frente a las rachas de viento, tuvieron que hablar a voces. Y así, a gritos, pintaron un cuadro tan atroz de las torturas y de las condiciones de vida infames dentro de ese correccional, que el ama hubo de concluir que el viento debía estar distorsionando la historia.

Así, con una mirada compasiva, pero poniendo los ojos en blanco, dijo en tono conciliador:

—Bobadas.

—Venga y véalo usted misma —le rogaron, no una vez, ni dos, sino repetidas veces, mientras el ama movía la cabeza, y los despedía con un gesto de la mano alegando que no tenía tiempo.

Con la desesperación grabada en la voz, uno de los hombres más esqueléticos y desnutridos de esta cuadrilla —James Richards, un carpintero— hizo acopio de aliento suficiente para atronar:

—El amo habría venido si viviera.

Y estas palabras captaron la atención de Caroline de inmediato. Esa misma tarde montó en su caballo.

Al capataz, Henry Reed, no se le veía por ningún lado, así que fue su contable imberbe y sudoroso el que obedeció a regañadientes la orden del ama y la condujo al calabozo.

El estrecho corredor y las dos celdas con arcos de esta prisión estaban perfectamente oscuros cuando entró el ama. El hedor —como el de una rata en descomposición— era denso como papilla, y sin embargo le pareció que aquellas diminutas celdas de piedra estaban vacías. Pero, al ir acostumbrándose sus ojos a la penumbra, comenzó a detectar movimientos sobre las negras paredes, como murciélagos en una caverna. La agitación de la oscuridad, no obstante, no la causaban roedores voladores, sino los muchos prisioneros negros que poblaban las celdas retorciéndose en sus cadenas. Notando que tenían visita, comenzaron a rebullir con mayor urgencia. Los chirridos metálicos, el chocar de grilletes, los roncos quejidos, todos ellos la asaltaron con un solo estruendo cacofónico, mientras incontables ojos, de mirada lánguida o frenética, la buscaban en las tinieblas. Un hombre —Richard Young, de la primera cuadrilla— estaba amarrado al muro con los brazos en alto; una mujer desnuda —Catherine Wiggan, también de la primera cuadrilla— estaba encadenada al suelo por el cuello; una niña (la hija pequeña de Catherine, Liddy, creo) estaba sujeta a un cepo por los tobillos. Y así había muchos más a un lado y más aún al otro lado. El calabozo estaba abarrotado.

El ama huyó de aquel lugar.

De vuelta en la casa de hacienda, Caroline Mortimer se fue directa a la cama para entregarse al solaz de una botella de su vino de Madeira más dulce. July halló a su ama vomitando en las sábanas y farfullando la orden de que le preparasen un baúl con sus pertenencias, pues tenía intención de tomar el próximo barco a Inglaterra.

—No tenía ni idea, no tenía ni idea... Yo imaginaba una celda con pan y agua y pocos lujos... Soy una mujer cristiana... Créeme cuando digo que no tenía ni idea.

July no podía entender cómo era posible que el ama no supiera de las terribles condiciones dentro de aquel calabozo de Concordia. Todos los negros de la plantación, incluso los que trabajaban en la cocina, temían su iniquidad. Hasta los niños negros se habían inventado unos versos que recitaban cuando jugaban a pasarse piedras:

Mi mamá le dice al amo que no me meta en el calabozo,

Mi hermana le dice al amo que no la meta en el calabozo,

El ama le dice al amo que los meta en el calabozo,

Y al calabozo que se van.

Mientras el ama gimoteaba inútilmente protestando su inocencia, July se encogió de hombros y dijo:

—Entonces cierre el calabozo, ama.

Cuando Caroline Mortimer levantó los ojos para mirar a July, en su rostro había una expresión desconcertada, como la de una niña candorosa. El ama tenía los ojos achispados orlados de un rojo oscuro, las mejillas de una palidez grisácea, los labios cubiertos de una costra de vómito reseco y el pelo tan desgreñado como el de una cacatúa muerta. Por un breve instante, July sintió latir en su pecho un amago de compasión por aquella mujer blanca, pero en un instante se había desvanecido.

—Dígale al capataz —volvió a decir July con cautela pero con autoridad—; dígale a ese hombre que tiene que cerrar ese calabozo para siempre.

Y eso fue exactamente lo que hizo Caroline.

—Ciérrelo. Ciérrelo —le ordenó al capataz—, y dé gracias de que esto no haya llegado a oídos del magistrado.

Hizo que Henry Reed no solo vaciara las celdas de prisioneros, sino que también, a sugerencia de July, quemase el calabozo para purgar su infamia. Puede que sea cierto que Henry Reed pronto abandonó su empleo alegando que ya no le quedaba ningún incentivo que pudiera persuadir a los ociosos, a los holgazanes y a los negligentes, pero para entonces esa cámara de los horrores ya no existía.

Tan pagada de sí misma quedó el ama tras aquella resolución magnánima que anunció que, de aquel día en adelante, su criada doméstica July (o Marguerite, como se empeñaba en llamarla) debía servirle también en la administración de la plantación. Pues cuando vivía su hermano, ¿no era July quien estaba junto a Caroline Mortimer para distinguir a los vagos de los enfermos los lunes por la mañana? «No, ese solo tiene resaca de tanto aguardiente», le decía July, o «Esa lengua negra está pintada, se va frotando», o «Cuida’o, ama, ¡eso es pian!» Si July le fue de utilidad entonces, cuando no era más que una chiquilla, ¿acaso no le sería incluso más útil ahora? Había que pasar revista a los esclavos, solicitar la indemnización, buscar capataces y contables constantemente...

—No puedo, ama —le dijo July.

—Pamplinas. Si digo que puedes, puedes —gorjeó el ama—. Pondremos a los negros en fila, ellos dirán su nombre y tú lo anotarás en el libro de cuentas. Me hará falta para pedir la indemnización.

—Pero no puedo, ama —repitió July—. No sé leer ni escribir.

La fuerza de aquella súbita revelación casi tumbó al ama.

—Oh, Marguerite —dijo con un dejo de exasperación—, ¿cómo es posible?

Nombre, sexo, edad. Estas fueron las primeras palabras que aprendió a escribir July, sacando la lengua para seguir cada trazo. Cuando, con respiración entrecortada, unió a la palabra los sonidos de cada letra, el ama se puso a dar saltos y a aplaudir:

—¡Sí, oh, sí, Marguerite!

Caroline Mortimer demostró ser buena maestra; hasta hizo traer de la ciudad una pizarra, tiza y un puntero. Tomó la mano de July en la suya para trazar todas las letras del abecedario. Escribía palabras sencillas en la pizarra, pidiéndole a July que las copiara de su propia mano aun torpe. Incluso leía en voz alta y pausada, guiando el dedo de July sobre las palabras, antes de ordenarle: «Repite... repite... repite».

Pero mucho después de que el ama se hubiera cansado de estas lecciones —cuando la polvorienta pizarra se trasladó a la cocina para hacer las veces de mesa—, July seguía ansiosa por continuar aprendiendo. Había muchos periódicos y libros esparcidos por la casa —periódicos cubiertos de letras impresas grises y densas como manchones— que July comenzó a estudiar para llevar la contraria, lentamente, palabra por palabra, hasta que aquellos signos embrollados empezaron a animarse de significados. Jefe, comerciante, inferior, campo, doméstico... Pronto July aprendió a leer estas palabras tan rápido como si hablara, y a escribirlas sin el apoyo de su lengua.

July era ahora una joven alta, pero sin el porte colosal de su madre, Kitty. Sus cabellos ya no eran aquella maraña crespa de su primera juventud, sino que los llevaba pulcramente recogidos en una trenza y envueltos en un pañuelo limpio de color. Sus labios carnosos conservaban aquella ligera curva en las comisuras, de donde parecían querer escaparse alguna broma o maquinación. Pero en sus vivaces ojos negros un agudo observador sería capaz de percibir la angustia que la atenazaba. Sus sueños eran tiránicos y estaban tan repletos de episodios atormentados que July no conseguía descansar más de cuatro horas cada noche. Cuando se creía a salvo de miradas intrusas, un cierto modo de cerrar los párpados y de aflojar la mandíbula apagaba sus facciones y las volvía taciturnas, tan rápidamente como si fuese una muñeca con dos caras.

Pero tan esencial era July para su ama que esta había recibido treinta y dos libras de indemnización por perderla como propiedad. Florence y Lucy valían mucho menos —diecinueve libras y diez chelines—, por ser esclavas inferiores que solo sabían limpiar, lavar la ropa y machacar los vestidos del ama hasta convertirlos en trapos. Por el cuerpo desgarbado de Byron —ahora el diligente mozo de cuadra de Concordia— solo le dieron trece libras y cuatro chelines.

July estaba satisfecha con su precio. ¡Treinta y una libras! Solía jactarse de ello. Hasta que un día, leyendo unos papeles, descubrió que el ama también había recibido treinta y una libras en compensación por la pérdida de la tuerta inútil de Molly.

July era una criada que sabía leer y escribir mejor que muchos blancos de la isla; era lo bastante lista como para negociar los mejores precios con los vendedores negros más ladinos, y por ende, mantenía las reservas llenas con un presupuesto parco; aplacaba las riñas entre los criados y se aseguraba de que cumpliesen con sus deberes; podía cabalgar junto a su ama o llevarla en una calesa; le cepillaba el pelo al ama y la vestía; si el ama lo ordenaba, visitaba la casa de calderas —se pintaba los pies de yeso antes de entrar en ese Hades— para examinar el guarapo en el interior de las tachas y comunicar las instrucciones de su ama al encargado del ingenio. Y muchas cosas más, demasiadas para enumerarlas con mis míseras existencias de papel.

¿Y Molly, lector? ¿Qué hacía ella? Pues bien, Molly ahora era la cocinera. Podía matarte con su crema pastelera y hacerte suspirar de añoranza por la difunta Hannah con cada bocado de sus repelentes guisos. ¡Treinta y una libras por Molly! ¡Bah! Tal es la perversidad de la esclavitud, lector. Ese vil documento mortificó tanto a July que en ese momento deseó no haber aprendido nunca a leer, tan ofensivo le resultaba saber que esos ingleses barbudos allá arriba pensaban que ella y Molly valían lo mismo.

Tic-toc, tic-toc, tic-toc. Cuando por fin el reloj dio la medianoche aquel día en que la esclavitud dejó de existir, July contó calladamente: una, dos, tres, cuatro... hasta que la última campanada retumbó, profética y sonora, por toda la habitación.

Pero el ama seguía parloteando:

—Si le hubiera dicho que tenía otro capataz listo para tomar su puesto en cuanto se marchase... Eso le habría dado donde más le duele. Oh, tendría que haberle dicho eso. Tendría que habérselo dicho, Marguerite.

Por el ventanal alto, más allá del chirriar de las cigarras y de los ruiditos de las criaturas nocturnas, July podía discernir gritos y vítores silbando en el aire. El ruido de tambores batía a lo lejos. Las caracolas pitaban y ululaban para despertar a los recién liberados. Y el ama seguía hablando:

—Debería haberle mencionado la correspondencia que he recibido del señor Goodwin de Somerset Pen. Ese capataz tiene varias cartas de recomendación. Mañana mismo estará aquí. Hasta la señorita Pemberton solo tiene elogios para él. Dice que comprenderá este negocio mucho mejor que John Lord. Tendría que haberle mencionado al nuevo capataz. Oh, ¿por qué no se me ocurren nunca a tiempo respuestas inteligentes?

Deseosa de interrumpir la cháchara incesante de Caroline Mortimer, July consideró la posibilidad de levantarse de su asiento y seguir con sus pies negros desnudos los pasos de las botas de todos aquellos capataces blancos: descender los escalones del porche y abandonar el servicio de su ama. En lugar de ello, todavía sentada junto al ventanal, se puso a desperezarse y a bostezar sin disimulo. Caroline Mortimer la miró fijamente:

—¿No me estás escuchando, Marguerite? —preguntó.

—Sí, claro, ama —repuso July—. Solo estaba pensando que ahora soy libre.

Su ama se calló de pronto. ¿Cuánto tiempo se quedó así, mirando a July en ese silencio forzado? El tiempo suficiente para que el sonido distante de un violín y un címbalo, que se colaba quedamente por el ventanal abierto, fuera ordenando sus notas indistintas hasta formar estrofas y estribillo claramente audibles. Entonces, las mejillas enrojecidas y los ojos recelosos de Caroline Mortimer se esforzaron por esbozar una sonrisa que ella hubiese querido gentil. Y entonces, el ama, con un resuello apenas perceptible, dijo:

—Pero tú no me abandonarías, Marguerite, ¿no es cierto?