—¡Marguerite! —oyó July llamar a su ama, mientras negros nubarrones se cernían sobre Concordia y amenazaban con enclaustrar la plantación como una tapa que se cerrase hermética sobre una caja.
El viento azotaba las cañas de bambú hasta doblegarlas. El árbol de algodón se quedó pelado, con solo las hojas de una enredadera danzando entre sus ramas. Los rayos —esos destellos de sol del demonio— restallaban portentosos con vetas irregulares, antes de que se desatase un diluvio feroz, como si una mano torpe hubiese volcado de golpe un balde colosal. Y su ama la llamó de nuevo:
—¡Marguerite, ven aquí ahora mismo! Te estoy llamando.
Riachuelos de agua corrían por todas partes adonde mirase July, serpenteando entre arbustos, piedras y árboles en busca de la ruta más corta. Criaturas de cuatro, seis, ocho y cien patas reptaban en masa en la humedad; los lagartos, alborotados, saltaban de sus escondrijos atraídos por el festín, y los mosquitos salían de los charcos para lanzarse en una nube sanguinaria.
—¡Marguerite, Marguerite! ¿Dónde te has metido? Marguerite...
Después del calor sofocante, había refrescado lo bastante como para que July sintiese un escalofrío. Se levantó con calculada lentitud del taburete del porche y se presentó corriendo a toda prisa ante Caroline, viniendo de... alguna parte, con el ansia de cumplir los deseos de su ama pintada en la mirada... Faltaría más.
—Aquí estás, Marguerite, ¿no me oías llamarte?
—¡Oh, qué carrera, ama!, estoy sin aliento —dijo July jadeante.
—Ve a casa del señor Goodwin y pregúntale si le gustaría venir a cenar conmigo esta noche. Han matado a una vaquilla en el corral y Molly tiene carne que hay que comer. Sé que le apetecerá la ternera.
Caroline Mortimer había empezado a tomarse tanto interés en su plantación que tenía su diván muy descuidado. Su tapizado de crin hasta había vuelto a ahuecarse, pues, en esos tiempos, el día entero se le iba en mirar por la ventana o caminar de un extremo a otro de la sala alargada ideando motivos por los que July debía ir a casa de Robert Goodwin a transmitirle un recado. «¡Ahora mismo, Marguerite, ahora mismo!» «¿Quizá debo interesarme por saber si todo está a su gusto en la casa? Sí, dile que venga a verme... Tiene que informarme del nuevo contable que ha contratado. Dile que pase por aquí de camino a los campos... Buena ama estaría hecha si no insistiese en que mi capataz me informe de cuántos toneles se envían hoy al puerto... Dice Byron que los cerdos de los negros han vuelto a meterse en el campo. Corre a decirle al señor Goodwin que me traiga un informe de las pérdidas de la cosecha...» Y así hasta el infinito.
July se sabía de memoria cada piedra, arbusto, agujero y revuelta del camino serpenteante que conducía a la morada del capataz. Cuando no llovía, eran ochocientos pasos desde el tamarindo grande de la casa de hacienda hasta el naranjo que proyectaba su sombra sobre los escalones de madera que conducían a su puerta. Pero cuando tenía que caminar en medio de una tormenta —cuando las ráfagas de viento la obligaban a abrazarse al tronco de un árbol y gatear para guarecerse al abrigo de una roca por miedo a que el viento se la llevara a Inglaterra; cuando resbalaba en el barro, y vadeaba el agua de lluvia que bajaba a chorros de la colina y se arremolinaba en sus rodillas como un río crecido, entonces July perdía la cuenta de sus pasos.
La mirada de July fue de su ama a la ventana, donde el diluvio difuminaba la vista como una cortina de muselina.
—Puedo ir a casa del capataz cuando pare la lluvia —dijo July.
Pero su ama replicó:
—Oh, no son más que unas gotas, ve ahora.
Libre. ¡Ja! ¿Acaso la libertad le había traído a July alguna ventaja?
Para cuando llegó a casa de Robert Goodwin ese día, July estaba desgreñada y empapada como un montón de rastrojos podridos. Tenía la blusa blanca de algodón, la del cuello de encaje, pegada al cuerpo como una segunda piel. Tuvo que escurrir la falda azul al subir los escalones, pues el peso del agua la obligaba a andar con paso renqueante. E incluso bajo la protección del porche, del pañuelo rojo que llevaba en la cabeza seguían brotando riachuelos de agua que le corrían por la cara como si una nube maliciosa la hubiera perseguido hasta dentro de la casa para continuar goteándole encima.
Al entrar en la sala alargada de la residencia del capataz, la asaltó un gran revuelo. En el centro de la estancia, con la camisa abierta cayéndole sobre los bombachos, Robert Goodwin saltaba ágilmente sobre las puntas de los pies agitando los brazos, señalando aquí y allá y dando palmas para llamar la atención de cuatro muchachos negros que estaban de rodillas por el suelo. Estos muchachos, en su afán por obedecer las confusas instrucciones del capataz, rebuscaban en los rincones, examinaban la base del revestimiento de madera, se abalanzaban sobre las grietas de los tablones del suelo, apartaban sillas, se escabullían bajo la mesa, y, en resumidas cuentas, iban de un lado a otro mientras el capataz gritaba:
—¡Mirad, mirad allí! He visto algunas en ese rincón. ¡Ahí hay otra, Elías, ahí hay otra! ¡Horacio, mira aquí, muchacho!
Nunca antes había hallado July al capataz en casa. Solía dejarle los mensajes del ama a su joven criado, Elías, y siempre tenía que repetirlos varias veces, pues ese muchacho maleducado se quedaba embobado mirándole los pechos mientras hablaba. En otras ocasiones, cuando Elías no aparecía, se veía obligada a pedir audiencia a su criado Joseph, un escuálido hombre de treinta y cinco años que siempre soltaba risitas tontas como un ser treinta años más joven ante cualquier cosa que se le decía.
Observando al nuevo capataz, July no acababa de entender la tarea en la que estaba enfrascado. Aquel blanco que daba un pasito, un salto, una vuelta, pasito, salto, vuelta, parecía estar bailando una contradanza, no dando órdenes a unos chicuelos desaliñados. Sus esfuerzos lo hacían sudar tanto que los cabellos se le pegaban húmedos al cuello en negros rizos, y su camisa blanca tenía manchas oscuras en las axilas.
Cuando el capataz vio por fin a July en el umbral, le hizo una rápida señal con el dedo indicándole que aguardase, antes de darle de nuevo la espalda. Pero entonces, con la misma presteza, se volvió de nuevo hacia ella. Y el capataz contempló a July con el mismo arrobamiento con que Elías le miraba los pechos. Desde el pañuelo totalmente calado que llevaba en la cabeza hasta el barro que arrastraba en los bajos de la falda, sus ojos la recorrieron con detenimiento. Solo la voz de uno de los muchachos —«¡Amo, venga, mire esto!»— hizo que se desviara su atención. De nuevo le hizo un gesto a July diciendo:
—Un momento. Enseguida estoy con usted —y se dio la vuelta para atender al muchacho acuclillado.
—¡He cogido algunas, amo! —gritó el criado mostrándole algo que tenía entre las manos.
El capataz dijo:
—Bien, bien, excelente... —y empezó a retroceder.
Pero el muchacho siguió avanzando hacia él, como si obedeciera a su pareja en un baile. Con tantas cabriolas para evitar la ofrenda del muchacho, el hombre casi tropezó con una silla volcada.
—Bien, sí, sí, sigue así —le ordenó el capataz—. Tengo que... tengo que atender...
July era lo que «tenía que atender», y «Está usted muy mojada» fueron las palabras que le dirigió. July abrió la boca para proferir su recado, pero se detuvo cuando el capataz dijo:
—Casi veo salir vapor de usted —y sonrió.
Pero entonces un ceño fruncido reemplazó a la sonrisa.
—¿Acaso la ha enviado el ama a darme un recado en medio de esta tormenta?— preguntó.
Habló en un tono tan airado que July, que tenía mucha práctica en negar cualquier cosa que fuera pronunciada con pasión, casi gritó: «¡No!».
—Ni siquiera de ella puedo creer que la haya hecho salir con este temporal —añadió.
El capataz se embarcó entonces en una impetuosa diatriba sobre el carácter del ama. ¿Qué podría ser tan importante?, se preguntaba. No había conocido nunca a nadie con tantas exigencias, dijo. ¿Por qué tenía tantos recados que dar? La acababa de ver esa misma mañana, ¿qué podía urgirle tanto?
Pronto estos reproches cargaron tanto el aire que July comenzó a sentir una curiosa inquietud por su ama. Vamos, que July empezó a temer que pronto se pondría a defender a su ama gordinflona y anunciaría que la señora Caroline Mortimer tampoco era tan mala. Por fortuna, él no le dejó abrir la boca, pues sus palabras caían veloces como granizo sobre un tejado.
—Mi padre —siguió diciendo— siempre me enseñó que también a los criados debe tratárseles con respeto y no mandarlos de acá para allá por capricho. Pero me temo que con los años los hacendados jamaicanos se han acostumbrado a otro modo de conducirse.
Y entonces se detuvo dejándose caer pesadamente en su silla. Con los brazos cruzados y los labios apretados, miraba ceñudo el escritorio que tenía delante, escrutándolo minuciosamente, como si la fortaleza que le faltaba estuviese allí esparcida.
July tenía por fin ocasión de comunicar su recado, y lo habría hecho, de no haber sido porque dos perrazos marrones escogieron ese momento para entrar corriendo en la habitación. Iban brincando torpemente, resbalándose y arañando el suelo de madera; chocaron contra July y la hicieron tropezar contra el escritorio del capataz. Los muchachos negros se pusieron en pie inmediatamente para ahuyentar a aquellos animales ruidosos y juguetones. El capataz gritó «¡Esperad, esperad!», pero los muchachos corrían ya fuera de la habitación siguiendo a los perros. Entonces suspiró tristemente y se hundió aún más en su silla. Solo Elías seguía allí.
Una vez más, July estaba a punto de dar su recado, cuando Elías se acercó al escritorio del capataz y depositó una caja delante de él. Esta caja de madera, del tamaño de un plato de servir, contenía un montón de cucarachas entregadas a una refriega no muy agradable de contemplar. Unas estaban muertas, otras aplastadas, unas trataban de escapar, otras estaban boca arriba agitando las patas; con su caparazón como armadura y sus patitas nerviosas, otras arañaban angustiadas las paredes de la caja mientras se retorcían allí dentro. Elías se había esfumado tan pronto como hubo depositado la caja. Le hizo bien poco caso al capataz, quien se enderezó de inmediato en su silla y gritó:
—¡Elías, no dejes esto aquí!
La voz de su criadillo llegó pequeña y remota cuando respondió:
—Ahora mismo vuelvo, amo.
Y July comprendió por fin el motivo de todo aquel revuelo: el capataz estaba tratando de limpiar su casa de los cientos de miles de cucarachas con las cuales se veía obligado a compartirla.
Echándole una ojeada rápida a July, quien seguía allí de pie mirándolo, el capataz se llevó la mano a la boca para toser. Después cambió de sitio resueltamente una escribanía, una pluma y un platito azul y blanco con unas pepitas resecas de naranja para apartarlos unos centímetros de la caja de los bichos. Luego tragó saliva, se reclinó en la silla, cruzó los brazos, respiró hondo y se dirigió a July:
—¿Tiene usted un recado para mí?
Por fin.
—Mi ama —empezó July— quiere saber...
Pero los ojos de este capataz no eran capaces de parar quietos. La mirada se le iba hacia las inquietas criaturas de la caja.
—Tiene ternera —dijo July, en la esperanza de que tal vez un estómago ávido le haría prestar atención.
—Ternera... —repitió él maquinalmente.
—Mi ama dice... ¿quiere usted venir a cenar ternera? Han mata’o a una novilla y mi ama...
—Una novilla... —dijo.
A July se le pasó por la cabeza gritar: «¡Un tigre se está comiendo al ama y un mono se ha puesto sus enaguas!». «Tigre...», «mono...», pronunciadas con voz queda, serían sin duda la respuesta distraída de aquel hombre, pues esa caja seguía acaparando su atención. Cuando una cucaracha intrépida consiguió engancharse con sus ásperas patas al borde de la caja, mientras hacía señas para que le siguieran a las compañeras que quedaban vivas allí abajo, el capataz fue apartando lentamente su silla del escritorio.
—¿Qué debo decirle a mi ama? —preguntó July.
Pero el capataz se limitó a rugir:
—¡Elías, ven y llévate esta condenada caja ahora mismo!
Levantándose de la silla de un salto, corrió a la puerta y gritó:
—Te pago para que las cojas y te las lleves. ¡Vuelve ahora mismo! ¡Te ordeno que vuelvas aquí ahora mismo, muchacho!
Elías apareció pronto, sonriendo con picardía como solo saben hacerlo los muchachitos negros:
—He encontra’o muchas más, amo. ¿Quiere venir a verlas? —dijo.
—Llévate esa caja. Deshazte de ellas. Y no las dejes en el porche como la última vez. Llévatelas lejos. ¿Me entiendes? Mátalas y llévatelas bien lejos.
Elías, tomando la caja, pronto se apercibió de los dos pechos de July y, por unos instantes, hizo una pausa para mirarlos antes de decir:
—He encontra’o muchos más bichos de esos, ¿quiere verlos? Se los puedo enseñar, señorita July.
July no le dio un manotazo en la cabeza a Elías, ni le ordenó con tono severo: «Llévatela ahora mismo o te daré en las orejas hasta que te piten todo el día». Solo le lanzó una mirada fulminante y dio una fuerte patada en el suelo. Con esto quedó zanjado el asunto. Elías salió con la dichosa caja como si transportase una bandeja de joyas preciosas a través de un pantano, no fuera a ser que alguna se le escapara y se fuera de vuelta a casa a importunar a su melindrosísimo amo.
El capataz se sentó de nuevo a su escritorio, entonces miró a July y dijo:
—Lo siento mucho. ¿Sería tan amable de repetir el recado de su ama?
En el instante en que July abrió la boca —para mencionar de nuevo la novilla, la ternera y la cena— el escarabajo más enorme, negro y monstruoso que hayas visto nunca, cayó de una viga del techo y aterrizó en el escritorio, justo enfrente del capataz. Este engendro era sin duda el coloso del reino de las cucarachas, pues era tan descomunal que el plato azul y blanco donde aterrizó pareció quebrarse bajo el duro caparazón del bicho y las pepitas de naranja que había sobre él rebotaron como frijoles saltarines.
Pues bien. Que el capataz dio un salto en su asiento del susto y se puso en pie al ver aterrizar a este bicharraco, es cosa segura. Que salió disparado de la silla, dio tres volteretas hacia atrás hasta llegar a la otra punta de la habitación con un tembleque en las piernas que hacía pensar en un ternero recién nacido, mientras se tiraba de los pelos aullando como una ama enloquecida, puede resultarles difícil de creer a mis lectores, pero así es como July lo recuerda. Ese hombre blanco estaba aterrorizado; por sus mejillas corrían lágrimas de miedo y sus brazos aleteaban frenéticamente como los de una mariposa atrapada en una red.
July cogió al bicho del plato sin asomo de vacilación y lo estampó contra el suelo. Pero esta criatura bien provista de armadura cayó con un chacoloteo como si fuera un guijarro y, simplemente, se dio la vuelta y comenzó a avanzar. July tuvo que aplastarla con el tacón. Su caparazón se partió entonces con el crujido y el chapoteo de un coco podrido.
El capataz se quedó mirando a July, mudo de asombro. Hasta que, poco a poco, en una exhalación, balbució:
—Gra... gracias —entonces empezó a recobrar la compostura—. Hay tantas cucarachas en esta casa... —suspiró—. Están en todas partes. Ayer había una encima de mi almohada. Me iba a ir a la cama y, al retirar la sábana, allí estaba.
—Pero son solo bichitos —repuso July—. Hay muchos en esta isla, amo, no hacen na’. A mí no me dan miedo.
—¿No? Bueno, pues ahora ya sabe que al amo sí le dan miedo, y mucho —dijo—, así que ahora ya puede usted reírse de mí a sus anchas; no sería culpa suya. Puede contarles a todos las payasadas que hace el nuevo capataz cuando hay cucarachas de por medio. Ahora no puedo ocultarlo, ¿verdad?
Entonces, sentándose de nuevo a su mesa, exclamó:
—¡Mire! Ha hecho una grieta en el plato.
Le pasó el plato azul y blanco a July. Y bien, July sabía muy bien que la cucaracha no había hecho la grieta, pero al tomar el plato se quedó mirando la escena pintada en él, pues le era familiar. Él le preguntó:
—¿Le gusta?
—Oh, sí —dijo ella.
Y antes de que pudiera darse cuenta, se oyó decirle:
—Ve usted, en este plato hay una historia. Hay pájaros que vuelan y en el río hay un puente que...
Pero sintiendo los ojos de él clavados en ella mientras escuchaba sus fantasías, a July se le olvidó de pronto lo que estaba pensando y se detuvo en seco. Le alargó el plato para que lo cogiera.
—Quédeselo —le dijo él.
July, segura de que no había oído bien, le acercó el plato un poquito más. Pero él negó con la cabeza:
—Quédese con el plato, si le gusta. Quédeselo en pago por salvarme la vida.
Nunca antes le había dado un blanco algo tan valioso. Ahora fue July quien se quedó sin palabras. Pero cuando él le preguntó:
—Dígame una cosa, ¿cuál es su nombre? Su ama la llama Marguerite, pero Elías la llamó...
July le interrumpió para pronunciar con voz clara:
—Señorita July.
—Señorita July. Entonces, ¿por qué su ama la llama Marguerite?
—Cree que es un nombre bonito pa’ una esclava. Ahora no sabe llamarme de otra manera.
—Bueno —dijo el capataz—, ¿me permite usted que la llame señorita July?
—Claro, amo, ese es mi nombre de veras.
—En ese caso, señorita July, ¿qué recado me trae?
July casi había olvidado el motivo por el que se hallaba delante de este hombre.
—Oh, sí —recordó—: Mi ama quiere que venga usted a cenar, porque tiene carne de ternera que hay que comer.
—¡Ternera! Hace mucho que no como ternera. Ternera. Esto me plantea un dilema.
De repente volvió la cabeza y gritó:
—Joseph, ¿qué me estás haciendo para cenar esta noche?
De la cocina salieron unas risitas y después la voz del criado:
—¡Godamis, amo!
—¿Qué es lo que ha dicho? —preguntó el capataz.
—Ha dicho, godamis, amo.
—¿Y eso qué es?
—Es pesca’o, amo.
—¡Pescado! Oh, otra vez pescado. Creo que la ternera suena mucho mejor, ¿no lo cree así, señorita July? Por favor, dígale a su ama que acepto encantado su invitación. Será un placer comer ternera... en su compañía, naturalmente.
Y al ver su amplia sonrisa iluminarle el rostro, July se dio cuenta de que, por una vez, su ama tenía razón: tenía los ojos más azules del mundo.