—El día de hoy ha de servir de advertencia a todos los negros del poblado —empezó a decir Robert Goodwin—. No es necesario que los desalojéis a todos de sus casas y de sus huertos; solo a los suficientes para demostrar que yo, el amo de esta plantación, voy a cumplir mi palabra, y que aquellos que no hayan pagado el alquiler deberán ahora trabajar para mí o renunciar a sus casas y a sus tierras.
July le había advertido ya a Robert Goodwin en una ocasión que los negros tal vez no fuesen tan dóciles como él y su padre parecían creer. Se lo había susurrado en la intimidad del lecho que compartían. Él se había reído y había bromeado diciendo que cómo iba a olvidarlo, visto lo rebelde que era ella. Pero cuando lo vio allí de pie en el porche, ante aquella pandilla de blancos de dudosa calaña a los que había convocado desde todas partes de la provincia para que lo ayudaran a desalojar a los negros de Concordia, July deseó haberle transmitido ese mensaje con mayor urgencia. La mano derecha, que tenía oculta detrás de la espalda, le temblaba incontrolablemente mientras hablaba.
—¿Hay que quemar las casas? —gritó un patán que se estaba hurgando entre los dientes con un palito afilado.
El puño de Robert Goodwin se abatió contra la baranda del porche pesado como una piedra.
—No —dijo—, no queméis la casas; las necesitaremos cuando los negros vuelvan a trabajar.
La pusilanimidad de esta orden dejó perplejos a quienes la escucharon, mientras que en los ojos de Robert Goodwin brilló de pronto el miedo de parecer débil ante la asamblea. Percibiendo su angustia, July sintió el impulso de lanzarse hacia esa turba insolente, agarrar a varios del cuello y obligarles a gritos a escuchar; pues él, Robert Goodwin, su esposo, era más y mejor hombre que todos ellos, así que debían prestarle atención y acatar sus órdenes.
Pero no fue necesario que interviniera, pues Robert Goodwin no dejó que su audiencia notase su consternación. Se pasó el brazo por la frente para que no vieran el sudor que la perlaba y, dominando el temblor de su mano con la otra mano tras la espalda, afianzó los pies en el suelo y proclamó:
—Pero podéis arrojar sus pertenencias a la calle, y destruir las hogueras a patadas, y espantar a los animales y quedaros con todos los pollos que encontréis.
Su mirada se cruzó fugazmente con la de July, antes de proseguir con renovada firmeza:
—Matad a tiros a los cerdos y a las cabras. No los quiero ver chillando y corriendo hacia los campos. Podéis aplastar los cultivos de los jardines, pero no los queméis.
Entre aquella canalla, en la mayoría de rostros se esbozó una sonrisa ante la perspectiva de tanta juerga. Pero cuando Robert Goodwin añadió: «Usad las armas con prudencia. No quiero ver a nadie muerto o herido por accidente», los ojos que lo miraban se pusieron en blanco.
—Para muchos de vosotros, esta no es la primera vez que hacéis esto y por lo tanto no precisáis mis instrucciones. Armad tanto revuelo como podáis. Serán sobre todo mujeres, ancianos, niños y tullidos, pues los hombres sanos estarán apagando el fuego de sus tierras.
Y los gritos de aprobación que salieron de aquel tumulto frenaron el temblor de la mano de Robert Goodwin lo suficiente para que este la levantara pidiendo silencio para poder explicarles su plan.
—Así es como empezará todo. Tengo aquí un mapa que he trazado yo mismo —dijo, y le hizo un gesto a July para que llevara a cabo la tarea que le había encomendado antes de que comenzara la asamblea.
July cogió a Elías y lo empujó hacia delante con el mapa en alto. Cuando Robert Goodwin se puso a señalar en aquel plano, la mano volvió a temblarle hasta que, de nuevo, la ocultó.
—Podéis acercaros todos a verlo cuando haya terminado de hablar. Primero, os dirigiréis a caballo a estos huertos de aquí. Yo diré quiénes tienen que ir. Una vez allí, quemadlos hasta arrasarlos. Si la cosecha está húmeda y el fuego no prende, destruidla como podáis. Podéis disparar contra cualquier res que veáis, o espantarlas, pero no hacia los cañaverales. Cuando los negros estén ocupados tratando de salvar sus cosechas y sus animales, entonces iremos al poblado y echaremos de allí a los suficientes para demostrar a esos cabezotas ingratos que tienen que obedecer.
Habiendo concluido sus instrucciones, Robert Goodwin exhortó a aquella turba inquieta a bajar la cabeza y orar con él:
—Dios Todopoderoso —empezó—, que no desea al pecador la muerte, sino que se arrepienta de sus pecados y viva, concédenos la gracia de hacer que los negros de Concordia se aparten del pecado y abracen el camino justo, para que laboren de nuevo en esta plantación, según Tu divina voluntad. Amén.
«Recién llegado de Inglaterra... está un poco verde aún... su padre es un párroco... se cree que hay que ser amables con los negros... se casó con un buen partido»; esta era la reputación más bien exigua que tenía Robert Goodwin entre los hombres que estaban allí reunidos. Pero, tras concluir la oración, levantó la frente y anunció:
—Que no le quepa duda a nadie: quiero que les metáis el miedo en el cuerpo a todos y cada uno de esos negros, y que destruyáis sus medios de subsistencia hasta que tengan que rogarme de rodillas que les vuelva a dar trabajo.
Y el ceño de los presentes se frunció y sus labios se apretaron, reflejando el respeto que tales palabras les habían infundido.