Capítulo 34

Solo su madre es capaz de hacer que mi hijo Thomas pierda los estribos. Permíteme que te invite a sentarte con nosotros a la mesa dominical, a fin de que puedas comprobar por ti mismo la veracidad de este juicio. Ante ti verás un mantel de algodón blanco sobre el que reposan, entre tenedor y cuchillo, los platos de porcelana decorados con delicadas florecitas rosas y amarillas que Lillian solo deja escapar de la vitrina los domingos.

Sentada a tu izquierda está la señorita May, la hija menor de mi hijo. Puedes apostar que no parará quieta ni un segundo: la verás manoseándose las trenzas, columpiándose hacia atrás en la silla para admirar sus zapatos nuevos con botones y punta de charol, tamborileando con los dedos en la mesa con la mirada perdida en la ventana. Su hermana, la señorita Corinne, está a su lado con los brazos cruzados y con sus labios carnosos torcidos en un mohín de contrariedad. Entre tanto, al otro lado de la mesa, la señorita Louise, la hija mediana y la más oscura de las tres, les hace muecas a sus hermanas, abriendo mucho sus ojos negros y sacándoles la lengua, mientras Lillian, su madre —sentada al otro extremo de la mesa—, mira distraída hacia otra parte.

Mi hijo Thomas ocupa la cabecera de la mesa. Probablemente esté leyendo aún algún panfleto o tal vez sonriéndole a su esposa. Por su parte, tu narradora, que está sentada junto a la señorita Louise, solo reza para que, por una vez, la dejen en paz mientras aguarda el comienzo de la comida. Pero no: como en cada comida en esta casa, se ve obligada a refrenar las travesuras de las tres chiquillas riñéndolas constantemente: «Estaos quietas... dejad eso... portaos bien en la mesa»; reprimendas que les correspondería hacer a sus padres, pero que —¡por desgracia!— nunca les hacen.

Mira, ahora viene la señorita Essie, nuestra ama de llaves, cocinera y metomentodo, trayendo la comida de la cocina en una bandeja de madera. A no dudarlo, nos va a servir cerdo... otra vez. Pero no la culpes a ella. Tu narradora ya le advirtió a Lillian muchas veces que el cerdo que había decidido matar era demasiado grande para esta familia.

Lector, a buen seguro sabes tan bien como yo que, cuando se mata un cerdo en esta isla tropical, hay que comerlo pronto o la carne se vuelve rancia y es capaz de llegar sola de la cocina al plato caminando sobre las patitas de los mil gusanitos que se crían en ella. Le dije a Lillian que aguardase una ocasión en la cual esa cerda enorme pudiera alimentar a más bocas. ¿Crees tú que me hizo caso, a mí, una vieja? Su esposo tiene ganas de repelar una pata de cerdo, me dice. Su esposo desea degustar morro de cerdo. Hay que hervir los huesos de este cerdo para que su esposo pueda tomar su sopa favorita. Parte de la carne está curada y conservada en escabeche, pero llevamos ya cinco días sin comer otra cosa que cerdo.

Contemplemos pues la escena mientras mi hijo manda a su familia que empiece a manducar. Observemos cómo se introduce un pedazo de carne en la boca. Aguardemos unos instantes mientras las guindillas que la señorita Essie se ve obligada a agregar para borrar todo rastro de sabor rancio le cortan la respiración. Mírale el pecho. ¿Ves cómo le entra un ataque de hipo? Entonces escucha las protestas de sus tres hijas, que se quejan de que la carne está incomible de puro picante. Hasta a su madre le empiezan a llorar los ojos, pues no me quedan suficientes dientes para masticar carne, y no tengo más remedio que perseguir con la lengua esa sustancia cáustica hasta lograr trincharla con una de las pocas muelas que me quedan. Aun así, a mi hijo no se le pasa por la cabeza reprobar a su mujer por la tortura que nos ha impuesto a todos. Lo único que hace es levantar las manos y decretar que en estas cuestiones Lillian es la que manda.

Pero permíteme que vaya al meollo de esta digresión, pues se me está acabando el papel. Piensa que en dos ocasiones me prometió mi hijo reponer mis existencias con un cuarto de resma de «papel de hilo extra fino» o similar. El papel es papel, le dijo yo. Y en dos ocasiones, dándose una fuerte palmada en la frente, ¡va y me dice que se le ha olvidado! No obstante, no es a esto a lo que voy.

Mi relato, lector, había concluido por fin. Mi pluma puso el punto final tras la última palabra y quedó inerte. Luego me pasé la tarde sentada en mi silla dando una cabezadita, sin que ni uno solo de mis pensamientos se volviese hacia July, mientras la puesta de sol iba tiñendo la estancia de un intenso arrebol. Dejé incluso que mi pecho palpitase de emoción, pues pronto mi hijo haría imprimir mi historia y, en lugar de vagos recuerdos, tendría un libro entre las manos.

Entregué a mi hijo Thomas las últimas páginas de mi relato cuando estábamos los dos reposando tranquilamente en el porche, justo donde las ramas del naranjo brindan sus frutos a cualquiera que esté allí sentado. Como era de esperar, la señorita May llegó corriendo, se arrojó al regazo de su papá y se puso a tirarle suavemente de las orejas hasta hacerle prometer que —lector, te ruego que prestes atención a mis palabras, pues las escribo sin entender su significado— el fondo de una fotografía que iban a hacerse las tres niñas en un estudio de la ciudad sería un castillo en ruinas y no una mesa con un jarrón de flores.

Mi hijo, quien se esforzó al principio por mostrarse severo, pronto acabó riéndose como si le estuvieran haciendo cosquillas y no tardó en pronunciar un «sí». Una vez que la señorita May se hubo marchado a molestar a otros y reinaba de nuevo tanta calma como era posible en este gallinero, mi hijo tuvo por fin ocasión de leer el final de mi historia. Aquí abajo, lector, tienes las mismísimas palabras que leyó mi hijo aquel día:

 

Y fue así cómo nuestra July hubo de abandonar la casa de hacienda de Concordia, que se cerró y precintó a la espera de que la abriese su próximo dueño. Reunió sus pertenencias en un fardo y se dirigió a la ciudad, donde alquiló un elegante local. ¡Oh, sí! No era aquel un puestecillo destartalado a la vera del camino, como aquel que la señorita Clara y sus mercancías habían ocupado en otro tiempo. La puerta del negocio de July se podía cerrar con llave. Y, detrás de aquella puerta, nuestra July confeccionaba algunas de las mejores confituras y encurtidos de toda la isla. No puede decirse que sus productos rivalizaran con los de la señorita Clara, pues estos habían pasado ya al olvido. «¿La mermelada de guayaba de la señorita Clara? ¡No! Tráeme conserva de sapodilla de la señorita July y no te olvides de llenar un tarro con su encurtido de guindilla.» Eso era lo que reclamaban por igual los blancos, mulatos y negros de la isla.

Y nuestra July se hizo tan rica, vivió tantos años y fue tan feliz gracias a su talento, que compró una pequeña casa de huéspedes. Después de que abriese sus puertas la pensión de la señorita July, el negocio de la señorita Clara estuvo al borde de la quiebra. Los navieros y sus familias, así como los viajeros de la más alta estofa, se alojaban allí cuando visitaban la ciudad, y estos huéspedes tan apreciados volvían con tanta frecuencia que su fama dio la vuelta al mundo. Un caballero inglés que escribió muchos libros de notoriedad en Inglaterra, mencionó la pensión limpia y confortable de la señorita July en un librito. Este caballero (cuyo nombre no me viene a la cabeza en este momento), animaba a sus lectores a visitar el establecimiento de la señorita July si se hallaren en sus proximidades.

Así pues, lector, no sientas lástima de los padecimientos de nuestra July, pues no emprendí este relato para mostrarte sus desdichas. Y aunque otros libros y volúmenes (encuadernados en piel y sellados en oro) quieran convencerte de que su vida no tuvo valor alguno, confío en que hayas andado demasiado camino junto a ella como para prestar oídos a esa necedad cuando alguien te la vomite encima. No. La historia de July tiene el más feliz de los finales. Te doy mi palabra.

 

Cuando mi hijo hubo concluido la lectura del estilo depurado y los elevados sentimientos que acabas de leer también tú, me miró horrorizado, como si su madre acabase de entrar volando por la ventana montada en el rabo del diablo; luego se echó a reír a mandíbula batiente. Tuve que soportar su hilaridad tan largo rato que tuve ocasión de observar que, en efecto, había perdido parte de su pelo, pues la pelusa que cubría su cabeza era tan liviana y tan blanca que más bien parecía el polvillo que se posa en una mesa.

Pero ahora, lector, ha llegado la hora de que traigas a la mente a esas tres chiquillas revoltosas y el cerdo cáustico e incomible de Lillian. Entonces, tal vez puedas comprender lo agraviada que se sintió tu narradora cuando mi hijo —encontrando su vena reprensora— le dijo a su muy anciana madre:

—Pero esto no vale nada. No sirve. No y no. Tiene usted que volver a escribirlo —pues, como dije antes, solo yo soy capaz de hacer que mi hijo pierda los estribos.

—¿Qué es lo que está mal? —le pregunté.

—Madre, esto que ha escrito no es la verdad —repuso él.

—Sí que es verdad —dije yo.

—No lo es —replicó él.

No voy a repetir aquí la larga retahíla de «sí, no, sí, no» que siguió. Pero que sepas que, de haber dispuesto tu narradora de papel suficiente, estarías ahora leyendo no una, sino dos, tres, hasta cuatro páginas llenas únicamente de las insolencias de mi hijo. No hay ni un solo escritor en Inglaterra que deba soportar intrusión tan enojosa... ¡Ni uno!

—Madre —dijo mi hijo al cabo—, ¿pretende que sus lectores se crean que, después de que Robert y Caroline Goodwin le arrebatasen cruelmente a su hijita y se la llevasen a Inglaterra, July se quedó tan fresca y montó una tienda en la ciudad, y que se hizo vieja haciendo confituras y encurtidos y, después, regentando una pensión?

—Vieja y feliz, sí —le contesté.

—Entonces, madre —y en ese momento me sonrió, pero no con benevolencia, sino astutamente, como si estuviese a punto de aplastarme con todo el peso de su razón—, ¿puede usted decirme entonces quién era esa mujer medio muerta de hambre con una gallina robada escondida entre la ropa?

Yo siempre había rezado para que mi hijo no volviera a mencionarla nunca. El descaro de esta alusión impertinente me dejó tan desconcertada que me quedé mirándolo sin decir palabra, mientras él me miraba a su vez en silencio. Y podríamos haber permanecido en ese mutismo huraño otras tres páginas, si no llega a ser por la señorita Louise, quien llegó corriendo desde el jardín aullando como una fugitiva bajo el látigo:

—Papá, dile... papá, dile que no... papá, dile... —balbucía mientras la señorita Corinne la perseguía agitando una palomilla grande y peluda que aleteaba entre sus dedos.

Uno de nosotros, mi hijo o yo, tuvimos que ponernos serios y advertirles a las dos niñas que si se les rompía la falda con tanto retozo se la tendrían que coser ellas solitas. Uno de nosotros tuvo que amonestarlas para que no se ensuciaran las enaguas de domingo. Pero dejaré que mis lectores adivinen quién de nosotros, mi hijo o yo, acabó por romper aquel terrible silencio.

Y así es que aquí me tienes otra vez, sentada ante mi escritorio, con el codo apoyado en un montoncito de hojas de «papel de hilo extra fino» que por fin se acordó de traerme mi hijo. Mi pluma —cargada y goteando tinta— está suspendida sobre esas páginas en blanco, dispuesta una vez más a ir al encuentro de July. He recortado la mecha del candil y ya no suelta tanto humo. Y a mi lado tengo una taza de té. Si los aullidos del viento no me interrumpen —pues se diría que mis celosías son flautas a juzgar por los silbidos que produce el viento al atravesarlas—, trataré de escribir de nuevo el último capítulo de mi historia. Pero permíteme que te advierta, lector, que tu narradora debe hacerte partícipe de un secreto: cuando oigas a una ave robada batir las alas en los párrafos que siguen, debes saber que se trataba, en realidad, de dos aves robadas. Te doy mi palabra.