A comienzos de los años sesenta, en el momento culminante de la Guerra Fría, no estaba bien visto que los diplomáticos británicos de bajo rango destacados en el extranjero confraternizaran con sus homólogos soviéticos. En caso de contacto, ya fuera accidental, social u oficial, debían informar de inmediato a sus superiores, preferiblemente antes de que se produjera el encuentro. Por eso causé cierto revuelo en los medios oficiales cuando me vi obligado a confesar a mi departamento en Londres que, durante casi dos semanas, había estado en contacto diario con un miembro de cierta importancia de la embajada soviética en Bonn sin que nadie más estuviera presente.
La manera en que se desarrollaron las cosas fue tan sorpresiva para mí como para mis superiores. La escena política de Alemania oriental, sobre la cual yo tenía el deber de informar, estaba experimentando una de sus periódicas convulsiones. El director de Der Spiegel estaba en la cárcel por infringir una de las leyes alemanas de secretos oficiales, y Franz Josef Strauss, el ministro bávaro que lo había metido entre rejas, había sido acusado de prácticas ilícitas en la adquisición de aviones de caza Starfighter para la fuerza aérea alemana. Cada día salían a la luz jugosos detalles sobre los bajos fondos bávaros, protagonizados por todo un elenco de proxenetas, señoritas de moral relajada y misteriosos intermediarios.
Por eso, era natural que yo hiciera lo que hacía siempre en tiempos de turbulencia política: correr al Parlamento germano-occidental para ocupar mi puesto en la galería de los diplomáticos y aprovechar cada oportunidad de escabullirme al piso de abajo para sondear las opiniones de mis contactos parlamentarios. A mi regreso de una de esas incursiones, me sorprendió observar que mi sitio en la galería había sido ocupado por un rollizo caballero de aspecto afable, de unos cincuenta años, cejas pobladas y lentes sin armazón, con un amplio traje gris que, pese a la época del año en que nos encontrábamos, incluía un chaleco un par de tallas más pequeño de lo que habría sido aconsejable dado su voluminoso vientre.
Si digo «mi sitio» es solamente porque la galería, que era pequeña y estaba situada como un palco de la ópera sobre la pared del fondo de la sala del Bundestag, estaba siempre inexplicablemente vacía, con la única excepción de un agente de la CIA con el poco convincente nombre de Herr Schulz, que me había echado un vistazo una vez y, al intuir probablemente una posible influencia contaminante, solía sentarse siempre lo más lejos de mí que podía. Pero en esa ocasión estaba el caballero rollizo y nadie más.
Le sonrío. Él me devuelve una sonrisa radiante. Me siento un par de butacas más allá. El debate en la cámara está en plena efervescencia. Lo escuchamos con atención, cada uno por su cuenta, conscientes de la concentración del otro. Cuando llega la pausa para el almuerzo, nos ponemos de pie, discutimos cortésmente por ver quién deja pasar al otro primero, bajamos la escalera por separado hasta la cafetería del Bundestag y, una vez allí, desde diferentes mesas, nos sonreímos con amabilidad mientras tomamos la sopa del día. Un par de asesores parlamentarios vienen a comer conmigo, pero mi vecino de la galería diplomática permanece a solas. Consumidas nuestras sopas, volvemos a nuestros puestos en la galería. La sesión parlamentaria finaliza y nos vamos cada uno por su lado.
A la mañana siguiente, cuando llego, me lo encuentro otra vez en mi butaca, con su sonrisa radiante. A la hora del almuerzo, allí está él, tomando solo la sopa mientras yo intercambio rumores con un par de periodistas parlamentarios. ¿Debo invitarlo a sumarse a nuestro grupo? Después de todo, es un colega diplomático. ¿O debería tal vez sentarme con él? Como suele pasarme, mis suposiciones de que le preocupa su soledad carecen de fundamento. El hombre parece perfectamente satisfecho leyendo su Frankfurter Allgemeine. Por la tarde no aparece, pero es un viernes de verano y el Bundestag ya está bajando la persiana.
Sin embargo, al lunes siguiente, en cuanto me siento en mi sitio habitual, lo veo entrar. Se lleva un dedo a los labios por deferencia al bullicio de la sala y me tiende la mano esponjosa a modo de saludo, con tal aire de familiaridad que me asalta la culpable convicción de que me conoce, de que nos hemos visto alguna vez en el interminable carrusel de recepciones diplomáticas de Bonn, de que él ha recordado desde el principio nuestro encuentro y yo en cambio no.
Lo peor de todo, a juzgar por su edad y su porte, es que muy probablemente podría ser uno de los incontables embajadores menores que hay en Bonn. Y si hay algo que los embajadores menores detestan por encima de todo es que los otros diplomáticos, especialmente los jóvenes, no los reconozcan. Tendrán que pasar otros cuatro días más para que la verdad se revele. A los dos nos gusta tomar notas: él lo hace en un cuaderno rayado de mala calidad, sujeto con una banda elástica roja que vuelve a poner en su sitio después de cada anotación; yo, en un bloc blanco de bolsillo, donde alterno las notas con furtivas caricaturas de los protagonistas del Bundestag. Quizá por eso es inevitable que una monótona tarde, después de un receso, mi vecino se incline maliciosamente sobre la butaca vacía que se interpone entre nosotros y me pregunte si puede echar un vistazo. En cuanto le digo que sí, sus ojos se reducen a dos hendiduras detrás de los lentes y el torso se le sacude en carcajadas, mientras con el ostentoso ademán de un mago extrae del bolsillo del chaleco una gastada tarjeta de visita y me observa mientras yo la leo, primero en ruso y después, por si no le entendí, en inglés: «Iván Serov, secretario segundo, embajada de la Unión Soviética, Bonn, República Federal de Alemania».
Y escrito a mano al pie de la tarjeta, con delgadas letras mayúsculas trazadas en tinta negra, también en inglés: «ASUNTOS CULTURALES».
Todavía hoy puedo oír a lo lejos la conversación que siguió:
—¿Quiere beber copa algún día?
Una copa estaría muy bien.
—¿Música le gusta?
Mucho. En realidad, no tengo oído para la música.
—¿Casado?
Así es. ¿Y usted?
—Mi esposa Olga gusta también música. ¿Tiene casa?
En Königswinter. ¿Para qué mentirle? Mi dirección está en el directorio diplomático y él lo puede consultar siempre que quiera.
—¿Casa grande?
Cuatro dormitorios, le respondo, sin pararme a contar.
—¿Tiene teléfono?
Le doy el número. Lo apunta. Me da el suyo. Le doy mi tarjeta: secretario segundo (asuntos políticos).
—¿Toca instrumento? ¿Piano?
Me gustaría, pero no.
—Solamente hace malos retratos de Adenauer, ¿eh? —replica entre carcajadas mientras me da una vigorosa palmada en el hombro—. Escuche. Tengo también apartamento pequeño. Tocamos música y vecinos siempre se quejan. Usted me llama un día, ¿de acuerdo? Nos invita a su casa. Nosotros vamos y tocamos buena música, ¿de acuerdo? Yo soy Iván, ¿de acuerdo?
David.
Regla número uno de la Guerra Fría: nada, absolutamente nada es lo que parece. Todos tienen una segunda intención, cuando no una tercera. ¿Un funcionario soviético propone abiertamente visitar con su esposa la casa de un diplomático occidental al que ni siquiera conoce? ¿Quién está intentando enredar a quién en esa situación? Expresado de otro modo, ¿qué había dicho o hecho yo para alentar una proposición tan improbable? Repasemos todo esto de nuevo, David. Aseguras que nunca lo habías visto. Pero ¿ahora dices que quizá sí lo conocías de antes?
Se llegó a una decisión, aunque no era asunto mío saber quién la había tomado. Tenía que invitar a Serov a mi casa, tal como él había sugerido. Por teléfono, y no por escrito. Debía llamar al número que me había dado, que era el teléfono oficial de la embajada soviética en Bad Godesberg. Cuando me atendieran, debía dar mi nombre y pedir hablar con el agregado cultural Iván Serov. Cada uno de esos pasos, aparentemente normales, me fue explicado con minuciosa precisión. Cuando me conectaran con él, si es que lo hacían, tenía que preguntarle en tono informal qué día y hora les resultaban más convenientes a él y a su mujer para la velada musical de la que habíamos hablado. Debía intentar fijar la cita lo antes posible, ya que los potenciales desertores solían actuar por impulso. No debía olvidarme de enviarle un saludo a su esposa, cuya inclusión en el acercamiento —cuya sola mención— era excepcional en esos casos.
Al teléfono, Serov me respondió con brusquedad, como si apenas me recordara. Dijo que tenía que consultar su agenda y que ya me llamaría. Adiós. Mis superiores pronosticaron que no volvería a saber nada de él. Al día siguiente me llamó. Supuse que me estaría llamando desde otro teléfono, porque volvía a ser la persona jovial que yo conocía.
—¿Viernes a las ocho, David? ¿De acuerdo?
—¿Vendrán los dos, Iván?
—Por supuesto. Serova también vendrá.
—Perfecto, Iván. Nos vemos a las ocho. Y saluda a tu esposa de mi parte.
Durante todo el día, técnicos de sonido enviados desde Londres estuvieron trasteando con el cableado de nuestro cuarto de estar mientras mi mujer sufría por los arañazos en la pintura. A la hora acordada, una enorme limusina ZiL de cristales tintados, con chofer, sube majestuosamente por nuestro sendero y se detiene ante la entrada principal. Se abre una de las puertas traseras y aparece Iván con las posaderas por delante, semejante a Alfred Hitchcock en una de sus películas, arrastrando un violonchelo más o menos de su tamaño. Detrás de él, nadie más. ¿Finalmente viene solo? No, nada de eso. Se abre la puerta del otro lado, que no se ve desde el zaguán de mi casa, y, cuando me dispongo a echar un primer vistazo a la señora Serova, veo que no, que no es ella, sino un hombre alto, de aspecto ágil, vestido con un elegante traje negro de corte recto.
—Saluda a Dimitri —me dice Serov en el umbral de mi casa—. Vino en lugar de mi esposa.
Dimitri asegura que a él también le encanta la música.
Antes de la cena, Serov —que evidentemente era bastante amigo de la botella— se bebió todo lo que le pusimos delante y devoró una bandeja de canapés antes de interpretarnos al violonchelo una obertura de Mozart que todos aplaudimos, y Dimitri más que nadie. Durante la cena, con un plato de caza que hizo las delicias de Serov, Dimitri nos ilustró sobre los recientes logros soviéticos en las artes, los viajes espaciales y la defensa de la paz mundial. Después de la cena, Iván interpretó para nosotros una difícil composición de Stravinski. También lo aplaudimos, animados una vez más por el entusiasmo de Dimitri. A las diez, el ZiL se presentó otra vez en el sendero e Iván se marchó con su violonchelo a cuestas y con Dimitri a su lado.
Unas semanas más tarde, lo enviaron de regreso a Moscú. Nunca me permitieron leer su ficha, ni saber si era del KGB o del GRU, ni si de verdad se llamaba Serov, por lo que soy libre de recordarlo a mi manera, como el agregado cultural Serov, como yo lo llamaba, un hombre jovial y amante de las artes, que de vez en cuando jugueteaba melancólicamente con la idea de pasarse a Occidente. Quizá se había limitado a hacer unas pocas señales en ese sentido, sin grandes intenciones de concretarlas. Estoy casi convencido de que trabajaba para el KGB o el GRU, porque de lo contrario es difícil imaginar que pudiera disfrutar de tanta libertad de movimientos. De modo que donde decía «asuntos culturales» había que leer «espía». En pocas palabras: un ruso más, desgarrado entre el amor a la patria y el sueño irrealizable de una vida más libre.
¿Me vería como un colega? ¿O como otro espía, como Herr Schulz? Si el KGB había hecho bien su trabajo, forzosamente tenía que haber descubierto mi verdadera actividad. Yo no había pasado los exámenes del servicio diplomático, ni había asistido a ninguna de las fiestas que se organizaban en residencias campestres, donde supuestamente los aspirantes a diplomáticos ponen a prueba sus habilidades sociales. No había seguido ningún curso del Foreign Office, ni había visto nunca el interior de su sede en Whitehall. Había aparecido en Bonn de la noche a la mañana, como salido de la nada, hablando un alemán de una fluidez insultante.
Y si eso no hubiera sido suficiente para identificarme como espía, estaban las observadoras esposas de los diplomáticos, que vigilaban a los potenciales rivales de sus maridos en la lucha por las promociones, las medallas y los eventuales títulos nobiliarios, con tanta o más atención que los investigadores del KGB. Un vistazo a mis antecedentes les habría bastado a todas ellas para saber que yo no era una amenaza. No era un miembro de la familia, sino un «amigo», como llaman los diplomáticos británicos respetables a los espías, con los que muy a su pesar se ven obligados a convivir.