8

LA HERENCIA

Estamos en el año 2003. Un Mercedes blindado, con chofer, me recoge al alba en mi hotel de Múnich y me transporta una media docena de kilómetros hasta la agradable localidad bávara de Pullach, que ha dejado de fabricar cerveza como en otro tiempo, pero sigue cultivando el espionaje, que es eterno. Tengo cita para un desayuno de trabajo con el doctor August Hanning, a la sazón Präsident reinante del servicio de inteligencia alemán, el BND, y con un puñado de colegas suyos de alto nivel. Tras pasar una valla protegida por guardias, dejamos atrás una serie de edificios bajos, medio escondidos entre árboles y cubiertos por redes de camuflaje, y llegamos a una bonita casa de campo pintada de blanco, más típica del norte que del sur de Alemania. El doctor Hanning me espera de pie en la puerta. Tenemos poco tiempo, me dice. Me pregunta si me apetece dar una vuelta por las instalaciones. Gracias, doctor Hanning, me encantaría.

Durante mi período de diplomático en Bonn y Hamburgo, más de treinta años atrás, no tuve ningún contacto con el BND. Yo no estaba «declarado», según el término empleado en el argot del oficio, y por lo tanto no tenía ninguna oportunidad de visitar su mítico cuartel general. Pero cuando cayó el Muro de Berlín —suceso que ningún servicio de inteligencia había pronosticado—, y la embajada británica en Bonn, para su gran asombro, se vio obligada a hacer las maletas y trasladarse a Berlín, el que entonces era nuestro embajador concibió la arriesgada idea de invitarme a Bonn para celebrar la ocasión. En el ínter, yo había escrito una novela titulada Una pequeña ciudad en Alemania, que no dejaba bien parada a la embajada británica ni al gobierno provisional de Bonn. Partiendo de la base —equivocada— de un giro de Alemania occidental a la extrema derecha, yo había imaginado una conspiración entre diplomáticos británicos y funcionarios germano-orientales, que conducía a la muerte de un empleado de la embajada empeñado en hacer pública una verdad inconveniente.

Así pues, no me consideraba el invitado soñado por nadie, ni la persona ideal para bajar la persiana de la antigua embajada e inaugurar la nueva; pero el embajador británico, un hombre sumamente civilizado, prefirió creer lo contrario. No contento con hacerme pronunciar un discurso, espero que agradable, en la ceremonia de clausura, tuvo la idea de invitar a su residencia a orillas del Rin a los homólogos en la vida real de los funcionarios alemanes de ficción que yo había denigrado en mi novela, y les pidió a todos, como broche de oro de una cena excelente, que pronunciaran un discurso acorde con su personaje.

El doctor August Hanning, encarnando al miembro menos atractivo de mi ficticio equipo, supo estar a la altura de la ocasión, mostró una gran deportividad y mucho ingenio. Fue un gesto que le agradecí de todo corazón.

Ahora estamos en Pullach, más de diez años después. Alemania está completamente reunificada y Hanning me espera a las puertas de su hermosa casa blanca. Aunque nunca he estado allí, conozco tan bien como cualquiera las líneas generales de la historia del BND: de cómo el general Reinhard Gehlen, jefe de la inteligencia militar de Hitler en el frente oriental, decidió en algún momento impreciso, hacia el final de la guerra, llevarse en secreto a Baviera su valioso archivo soviético, sepultarlo y llegar después a un acuerdo con la Oficina de Servicios Estratégicos de Estados Unidos (OSS), predecesora de la CIA, por el cual entregaba el archivo, a todo su personal y a sí mismo, a cambio de ser nombrado responsable de una agencia de espionaje antisoviética, bajo mando norteamericano, que pasaría a llamarse Organización Gehlen o, para los iniciados, «Org».

Hubo diversas fases en la negociación, evidentemente, e incluso una especie de período de cortejo. Es una nueva guerra, y Gehlen es nuestro hombre. En 1946, viaja a Washington cuando técnicamente seguía siendo un prisionero de guerra. Allen Dulles, jefe de espías de Estados Unidos y director fundador de la CIA, lo estudia de cerca y decide que le gusta su actitud. Gehlen es agasajado, halagado e invitado a un partido de béisbol, pero mantiene la imagen taciturna y remota que en el mundo del espionaje pasa fácilmente por inescrutable profundidad. Nadie parece saber, ni a nadie parece importarle, que, mientras espiaba para el Führer en Rusia, Gehlen había caído en una elaborada trampa soviética que había inutilizado gran parte de sus archivos. En 1946, presumiblemente tras dejar atrás su condición de prisionero de guerra, Gehlen pasa a ser jefe del embrionario servicio de inteligencia de Alemania occidental en el extranjero, bajo la protección de la CIA. Viejos camaradas de la época nazi constituyen el núcleo duro de su equipo. Un ejercicio de amnesia controlada relega el pasado al desván de la historia.

Al decidir de forma arbitraria que los nazis pasados o presentes eran leales por definición a la causa anticomunista, Dulles y sus aliados occidentales cayeron en un autoengaño a gran escala. Como saben hasta los niños, cualquiera que tenga un pasado turbio es víctima fácil de los chantajes. Si a eso le añadimos el resentimiento latente de la derrota militar, el orgullo perdido, la indecible indignación por los bombardeos masivos aliados sobre la adorada ciudad natal —Dresde, por ejemplo—, tenemos la receta más potente imaginable para el reclutamiento por parte del KGB o la Stasi.

El caso de Heinz Felfe habla por todos los demás. En 1961, cuando por fin fue arrestado —casualmente yo estaba en Bonn en esa época—, Felfe, natural de Dresde, había espiado para las SD nazis, el MI6 británico, la Stasi de Alemania del Este y el KGB soviético, en ese orden, ¡ah!, y también, por supuesto, para el BND, que lo consideraba un valioso agente en la lucha contra los servicios de inteligencia soviéticos. Y no era de extrañar que lo apreciaran, ya que sus amos soviéticos y alemanes orientales le proporcionaban todos los agentes prescindibles que tenían en nómina para que él, su hombre estrella infiltrado en la Org, los desenmascarara y se cubriera de gloria. Tan valioso era Felfe para sus amos soviéticos que montaron una unidad especial del KGB en Alemania oriental con el único fin de dirigir a su agente, procesar la información que conseguía e impulsar su brillante carrera dentro de la Org.

Para 1956, cuando la Org adquirió el ampuloso nombre de Servicio Federal de Inteligencia, o Bundesnachrichtendienst, Felfe y un colega suyo llamado Clemens, también natural de Dresde y pieza clave dentro del BND, habían entregado a los rusos toda la nómina del BND, incluidas las identidades de noventa y siete agentes de campo que trabajaban clandestinamente en el extranjero. Debió de ser un golpe histórico. Pero Gehlen, que siempre había sabido mantener la pose y era un poco fabulador, se las arregló para permanecer en el puesto hasta 1968. Al final de su mandato, el noventa por ciento de sus agentes en Alemania oriental trabajaban para la Stasi y dieciséis miembros de su familia estaban en nómina en la sede de Pullach.

Nadie es capaz de corromper una organización con más discreción que los espías. Nadie desvía mejor una misión de sus propósitos originales. Nadie sabe crear con más habilidad una imagen de misteriosa omnisciencia para utilizarla como pantalla. Nadie se las arregla tan bien para parecer mejor que la gente corriente, cuando esa gente no tiene más remedio que pagar un elevado precio por unos servicios de inteligencia de segunda categoría, cuyo atractivo reside en el secretismo gótico de sus maniobras más que en su valor intrínseco. Pero en todo eso el BND no está solo, ni mucho menos.

Estamos en Pullach, tenemos poco tiempo, y mi anfitrión me está enseñando su elegante casa de campo de estilo vagamente inglés. Me llama la atención sobre todo —como sospecho que él desea— la enorme sala de reuniones, con su mesa alargada y reluciente, sus paisajes del siglo XX en las paredes y sus agradables vistas a un jardín interior, donde esculturas de chicos y chicas vigorosos y saludables adoptan posturas heroicas.

—Todo esto es realmente impresionante, doctor Hanning —le digo cortésmente.

Ante lo cual, con una levísima sonrisa, Hanning responde:

—Sí; Martin Bormann tenía bastante buen gusto.

Bajo detrás de él por una empinada escalera de piedra de muchos tramos, hasta llegar a la versión personalizada por Martin Bormann del búnker de Hitler, con camas, teléfonos, retretes, bombas de ventilación y todo lo necesario para la supervivencia del secuaz preferido del Führer. Y todo eso —según me asegura Hanning con la misma sonrisa irónica mientras yo miro a mi alrededor con cara de estúpido—, oficialmente catalogado como monumento histórico y protegido por las leyes bávaras.

Entonces, fue aquí adonde trajeron a Gehlen en 1947, pienso. A esta casa. Y le proporcionaron víveres, ropa limpia de cama, los archivos de la era nazi, tarjetas de visita y un equipo formado por sus antiguos camaradas, mientras que varios grupos de cazadores de nazis no coordinados entre sí trataban de capturar a Martin Bormann, y el mundo entero intentaba asimilar los indescriptibles horrores de Belsen, Dachau, Buchenwald, Auschwitz y el resto. Aquí instalaron a Reinhard Gehlen y a sus agentes secretos de la época nazi: en la casa de campo que Bormann previsiblemente no volvería a utilizar en un futuro cercano. De un minuto al siguiente, el torpe jefe de espías de Hitler pasa de huir de la furia rusa a convertirse en el mimado favorito de sus nuevos amigos, los norteamericanos victoriosos.

Quizá por mi edad no debí demostrar tanta sorpresa. Lo deduje de la sonrisa de mi anfitrión. ¿Acaso no había formado parte de la profesión en el pasado? ¿Acaso mi propio Servicio no había practicado un entusiasta intercambio de información con la Gestapo hasta bien entrado el año 1939? ¿No había mantenido mi Servicio relaciones cordiales con el jefe de la policía secreta de Muamar el Gadafi hasta los últimos días del régimen de este último, una relación lo suficientemente amistosa para reunir a los enemigos políticos de Gadafi —entre ellos mujeres embarazadas— y enviarlos a Trípoli, para que allí los encerraran y los interrogaran con los métodos más refinados?

Es hora de que volvamos a subir por la larga escalera de piedra, para comenzar nuestro desayuno de trabajo. Cuando llegamos arriba —creo que estamos en el recibidor principal de la casa, pero no puedo asegurarlo—, dos caras del pasado me saludan desde lo que supongo que debe de ser el salón de la fama de Pullach. Son el almirante Wilhelm Canaris, jefe de la Abwehr de Hitler entre 1935 y 1944, y nuestro amigo, el general Reinhard Gehlen, primer Präsident del BND. Canaris, un nazi acérrimo que sin embargo no era partidario de Hitler, practicó un doble juego con los grupos de resistencia alemanes de derechas, pero también con la Inteligencia británica, con la que mantuvo contactos esporádicos durante toda la guerra. Su duplicidad se volvió contra él en 1945, cuando fue sometido a un juicio sumarísimo y ejecutado de manera horrenda por las SS. Fue por lo tanto una especie de héroe, confuso y valiente; no era antisemita y quizá por eso traicionó al gobierno de su país. En cuanto a Gehlen, también un traidor en tiempos de guerra, resulta difícil determinar a la fría luz de la historia qué queda de admirable en él, aparte de su carácter astuto, la habilidad para presentar argumentos persuasivos y la capacidad de convicción de un timador profesional.

¿De modo que no hay nada más?, me pregunto mientras observo esas dos caras incómodas. ¿Son esos dos hombres llenos de defectos los únicos modelos que puede ofrecer el BND a sus novicios de ojos anhelantes?

Basta pensar en los ejemplos que inspiran en Gran Bretaña a nuestros jóvenes recién llegados al mundo secreto. Todos los servicios de inteligencia tienden a mitificarse, pero los británicos somos una clase aparte. Mejor no hablar de nuestra triste figura en la Guerra Fría, donde el KGB nos superó en astucia y en capacidad de infiltración prácticamente a cada paso. Remontémonos mejor a la Segunda Guerra Mundial, que es donde podemos depositar con más confianza nuestro orgullo nacional si hemos de dar crédito a nuestra televisión y a nuestra prensa vespertina. Pensemos por ejemplo en los brillantes descifradores de códigos de Bletchley Park, o en nuestro ingenioso Sistema de Doble Cruz, o en el monumental engaño para preparar los desembarcos del Día D, o también en nuestros intrépidos operadores de radio y saboteadores de la Dirección de Operaciones Especiales (SOE), lanzados en paracaídas tras las líneas enemigas. Con héroes como ésos abriendo el camino, ¿cómo no van a sentirse inspirados nuestros nuevos reclutas cuando repasan la historia del Servicio?

Y, por encima de todo, nosotros ganamos, por lo que pudimos escribir la historia.

Pero el pobre BND no tiene una tradición igual de reconfortante para ofrecer a sus recién llegados, por mucho que la mitifique. No puede jactarse, por ejemplo, de la Operación Polo Norte de la Abwehr, también conocida como Juego de Inglaterra, un montaje que durante tres años consiguió engañar a la SOE británica para que enviara a cincuenta valerosos agentes holandeses a una muerte segura, o a algo mucho peor, en la Holanda ocupada. Los logros alemanes en el ámbito del desciframiento de claves también fueron impresionantes, pero ¿con qué resultado? Tampoco es posible celebrar la indudable habilidad para el contraespionaje de Klaus Barbie, antiguo jefe de la Gestapo en Lyon, reclutado para las filas del BND como informante en 1966. Barbie, como solamente se supo después de un prolongado encubrimiento por parte de los aliados, había torturado personalmente a decenas de miembros de la Resistencia francesa. Sentenciado a cadena perpetua, murió en la cárcel donde había perpetrado sus peores atrocidades, pero no antes de haber sido reclutado, aparentemente por la CIA, para tratar de capturar al Che Guevara.

Mientras escribo estas líneas, el doctor Hanning, que actualmente ejerce como abogado en un bufete privado, soporta el fuego cruzado de una comisión parlamentaria alemana encargada de investigar las actividades de los servicios de inteligencia extranjeros en Alemania y su posible colaboración o complicidad con las agencias de espionaje alemanas. Como todas las investigaciones que se desarrollan a puerta cerrada, ésta es sumamente pública. Abundan las acusaciones, los rumores y las revelaciones de fuentes anónimas que publica la prensa. La acusación más grave es difícilmente creíble a primera vista: que el BND y su sección de inteligencia de señales, de manera deliberada o por negligencia burocrática, han estado ayudando desde 2002 a la Agencia Nacional de Seguridad (NSA) de Estados Unidos a espiar a los propios ciudadanos alemanes y a sus instituciones.

Según las pruebas aportadas hasta el momento, tal cosa no ha podido suceder. En 2002, se llegó a un acuerdo entre el BND y la NSA, que establecía categóricamente la exclusión de los objetivos alemanes de este tipo de actividades. Se instauraron filtros para garantizar el cumplimiento del acuerdo. ¿Fallaron esos filtros? Y en tal caso, ¿se debió el fallo a errores humanos o técnicos? ¿O quizá fue consecuencia de la mera negligencia a lo largo del tiempo? Y una vez detectado el fallo, ¿decidió quizá la NSA que no había necesidad de importunar a sus aliados alemanes con esos detalles?

La conclusión más probable de las deliberaciones de la comisión, según observadores del Bundestag mejor informados que yo, es que la Oficina del Canciller no cumplió su mandato legal de supervisar las actividades del BND; el BND no se controló a sí mismo, y hubo cooperación con los servicios de inteligencia estadounidenses, pero no conspiración. Probablemente, cuando este libro llegue a las manos del lector, ya habrán surgido nuevas complejidades y novedosas ambigüedades, y no se culpará a nadie, excepto a la historia.

Y puede que al fin y al cabo la historia sea la única culpable. Cuando la inteligencia de señales estadounidense extendió su primera red sobre la joven Alemania occidental, en los primeros años de la posguerra, el novel gobierno de Adenauer hizo lo que se le indicó, que fue muy poco. Con el tiempo, puede que las relaciones hayan cambiado, pero sólo superficialmente. La NSA siguió espiando sin supervisión del BND, y es difícil imaginar que ese hábito no incluyera, desde el primer día, cualquier cosa que se moviera en el país anfitrión. Los espías espían porque pueden.

Imaginar que el BND ha podido ejercer en algún momento un control efectivo sobre la NSA, sobre todo en lo referente a la selección de objetivos alemanes y europeos, me parece poco realista. El mensaje actual de la NSA es ine­quí­vo­co: «Si quieren que les informemos sobre la amenaza terrorista en su país, cierren la boca y hagan su trabajo».

Tras las revelaciones de Snowden, también Gran Bretaña ha iniciado investigaciones similares y ha llegado a conclusiones igualmente torpes. Estas indagaciones abordan asimismo asuntos particularmente espinosos, como el de determinar si nuestra sección de inteligencia de señales estaba haciendo en casa, a instancias de Estados Unidos, precisamente lo que Estados Unidos ha prohibido en su propio territorio. Pero, a pesar de todo el revuelo, el público británico está acostumbrado al secretismo, y una prensa poco independiente lo anima a aceptar con docilidad las violaciones de su privacidad. Cada vez que se ha quebrantado la ley, los legisladores han procedido a reformar apresuradamente las normas para amoldarse a la infracción. Cuando ha habido protestas, la prensa de derechas las ha silenciado. ¿Adónde iríamos a parar si se tambaleara nuestra lealtad a Estados Unidos? Ése es el razonamiento.

Alemania, por otro lado, ha conocido el fascismo y el comunismo en una sola generación y no se toma a broma los estados policiales que meten las narices en los asuntos de los ciudadanos honestos, sobre todo cuando lo hacen siguiendo instrucciones de una superpotencia extranjera, supuestamente aliada, y en su propio beneficio. Lo que en Gran Bretaña se considera una «relación especial», en Alemania se llama traición. Aun así, supongo que en estos tiempos turbulentos no habrá ningún veredicto claro cuando este libro vaya a la imprenta. El Parlamento alemán se habrá expresado, se habrá invocado la causa superior de la lucha contra el terrorismo y se les habrá pedido a los preo­cu­pa­dos ciudadanos alemanes que no muerdan la mano de quien los protege, aunque de vez en cuando se desvíe un poco. Pero si contra toda probabilidad se confirmaran las peores hipótesis, ¿qué argumento quedaría para mitigar la culpa? Solamente, quizá, que, como cualquier persona con dudas acerca de su infancia, el BND no conoce del todo su identidad. Las relaciones bidireccionales con una agencia de inteligencia enormemente poderosa no son tarea fácil ni siquiera en los mejores momentos, y menos aún cuando tienes que tratar con el país que te trajo al mundo, te cambió los primeros pañales, te dio la paga semanal, te ayudó a hacer los deberes y te mostró el camino que debías seguir. Y es más difícil todavía cuando ese país que funciona como figura paterna ha delegado sectores enteros de su política exterior a los espías, algo que Estados Unidos ha hecho con demasiada frecuencia en años recientes.