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TEATRO DE LO REAL: BAILANDO CON ARAFAT

Ésta es la primera de cuatro historias sobre los viajes que hice mientras preparaba La chica del tambor, entre 1981 y 1983. El tema era el conflicto entre Palestina e Israel. La chica en cuestión era Charlie, personaje inspirado en mi hermana, Charlotte Cornwell, catorce años menor que yo. La imaginé tocando un tambor, porque la Charlie de la historia incitaba el afán combativo de los protagonistas de ambos bandos del conflicto. Cuando escribí la novela, Charlotte era una conocida actriz de teatro y televisión (en la Royal Shakespeare Company y en la serie de televisión «Rock Follies»), pero también una activista de la extrema izquierda política.

En mi novela, Charlie, que también es actriz, es reclutada por un carismático agente del contraespionaje israelí, llamado Joseph, para actuar en lo que él denomina el «teatro de lo real». Al interpretarse a sí misma como la luchadora radical que hasta entonces ha imaginado ser, es decir, al hacer su propio papel en la realidad y llevar sus dotes interpretativas hasta nuevas alturas, bajo la dirección de Joseph, Charlie atraerá la atención de un grupo de terroristas palestinos y alemanes occidentales, y, de ese modo, salvará vidas inocentes reales. Desgarrada entre su compasión por las penurias de los palestinos a los que debe traicionar y su reconocimiento del derecho de los judíos a un Estado propio, por no mencionar la atracción que siente por Joseph, Charlie se convierte en una mujer doblemente comprometida en la tierra doblemente prometida.

La tarea que me impuse fue la de compartir el viaje con ella, vibrar del mismo modo que vibra Charlie bajo el peso de los argumentos que le presentan los dos bandos y experimentar, en la medida de lo posible, sus arranques contradictorios de lealtad, esperanza y desesperación. Fue así como en la Nochevieja de 1982, en una escuela construida en la ladera de una montaña destinada a los huérfanos de los caídos en la lucha por la liberación de Palestina, también considerados mártires, me encontré bailando la dab­ke con Yasir Arafat y su alto mando.

Mi viaje hasta Arafat estuvo sembrado de obstáculos y frustraciones, pero en aquella época pintaban tan vívidamente a Arafat como el esquivo y astuto terrorista convertido en estadista que un acercamiento más confortable habría sido una decepción para mí. Mi primera parada fue el ya fallecido Patrick Seale, periodista nacido en Belfast y formado en Oxford, arabista y supuesto espía británico, sucesor de Kim Philby en la corresponsalía de The Observer en Beirut. La segunda, por consejo de Seale, fue un comandante militar palestino leal a la organización de Arafat, llamado Salah Tamari, con el que me reuní por primera vez en una de sus visitas periódicas a Gran Bretaña. En el restaurante Odin’s de Devonshire Street, entre meseros palestinos que lo contemplaban con veneración, Salah me confirmó lo que me habían dicho todas las personas a las que había consultado: si quería entrar en las filas palestinas, necesitaba la bendición del presidente.

Tamari me prometió interceder por mí, pero me recomendó que siguiera los canales oficiales. Yo lo estaba intentando. Provisto de las cartas de presentación de Tamari y de Seale, pedí cita en dos ocasiones para ver al representante de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en la oficina de la Liga de Estados Árabes en Green Street, en Mayfair; soporté dos veces el escrutinio de los hombres de traje oscuro de la puerta; permanecí dos veces de pie en un cubículo de vidrio mientras me escaneaban en busca de armas ocultas, y oí dos veces que me negaban cortésmente la entrada por razones ajenas a la voluntad del representante. De hecho, era muy probable que las razones fueran realmente ajenas a su voluntad. Un mes antes, habían matado a tiros en Bélgica a su predecesor en el cargo.

Al final, viajé de todos modos a Beirut y me alojé en el hotel Commodore, porque sus propietarios eran palestinos y por su fama de indulgencia con periodistas, espías y fauna semejante. Hasta ese momento, mi investigación se había limitado a Israel. Había pasado varios días con las fuerzas especiales israelíes, había visitado bonitos despachos y había hablado con jefes presentes y pasados de la Inteligencia israelí. Pero la oficina de relaciones públicas de la Organización para la Liberación de Palestina se encontraba en una calle devastada, detrás de un círculo de tambos metálicos llenos de cemento. Hombres armados con el dedo apoyado en el seguro de sus fusiles fruncieron el ceño al ver que me acercaba. En la semioscuridad de la sala de espera, me recibieron unas revistas amarillentas de propaganda impresas en ruso y unos expositores con los cristales agrietados, con trozos de metralla y minibombas antipersona sin detonar, recuperadas de los campos de refugiados palestinos. Pegadas con tachuelas en las paredes con manchas de humedad, había fotografías con las esquinas levantadas que mostraban mujeres y niños asesinados.

El despacho privado del señor Lapadi, el representante de la OLP, no es mucho más alegre. Sentado detrás de su escritorio, con una pistola junto a la mano izquierda y un kalashnikov a un costado, Lapadi tiene la mirada intensa y el semblante pálido y exhausto.

—¿Escribe para un periódico?

En parte. Y en parte escribo una novela.

—¿Es un zoólogo de la humanidad?

Soy novelista.

—¿Vino a sacar beneficio económico de nosotros?

Vine a conocer su causa de primera mano.

—Tendrá que esperar.

Y espero, día tras día y noche tras noche. Acostado en mi habitación de hotel, cuento los orificios de bala en las persianas mientras se ilumina el día. Me arrellano de madrugada en el bar del sótano del Commodore, y escucho las cavilaciones de los agotados corresponsales de guerra, que ya no recuerdan cómo era dormir. Una noche, mientras como un rollito de primavera de veinticinco centímetros de largo en el cavernoso y agobiante comedor del Commodore, un camarero me susurra entusiasmado al oído:

—Nuestro presidente quiere verlo.

Lo primero que pienso es que me está hablando del presidente del grupo hotelero. Va a correrme porque no he pagado la factura o porque insulté a alguien en el bar, o quizá quiera que le firme un libro. Entonces, lentamente, lo comprendo. Sigo al mesero al vestíbulo y salgo a la calle bajo una lluvia torrencial. Unos combatientes en pantalones de mezclilla rodean un Volvo familiar color arena, con la puerta lateral trasera abierta. Como nadie habla, yo tampoco. Subo al Volvo y los hombres suben conmigo. Se sitúan uno a cada lado de mi asiento y otro delante, junto al conductor.

Circulamos a toda velocidad por una ciudad arrasada, bajo la lluvia, con un jeep detrás a modo de escolta. Cambiamos de carril. Cambiamos de vehículo, bajamos como una exhalación por calles secundarias y pasamos por en­cima de la división central de una concurrida autopista. Varios coches se salen a la zanja. Volvemos a cambiar de vehículo. Me cachean por cuarta o quinta vez. Espero de pie en una calle barrida por la lluvia, en algún lugar de Beirut, rodeado de hombres armados, con impermeables que chorrean agua. Nuestros coches han desaparecido. Se abre un portal, un hombre nos hace pasar a un edificio de apartamentos con la fachada acribillada de balas, las ventanas sin cristales y ninguna luz. Nos indica con un gesto que subamos por una escalera, entre paredes embaldosadas y fantasmagóricos hombres armados. Después de dos tramos de escalera, llegamos a un rellano alfombrado y nos hacen entrar en un ascensor de caja abierta, que apesta a desinfectante. El ascensor se agita mientras sube y se detiene con una gran sacudida final. Llegamos a un salón en forma de ele, con combatientes de uno y otro sexo recostados contra las paredes. Asombrosamente, nadie fuma. Recuerdo que a Arafat no le gusta el humo de tabaco. Uno de los hombres empieza a cachearme por enésima vez. La insensatez del miedo se apodera de mí.

—¡Por favor! Ya me registraron suficientes veces.

Abriendo las manos como para enseñarme que no lleva nada, el hombre sonríe y retrocede.

Detrás de un escritorio, en el brazo más corto de la ele, está sentado el presidente Arafat, listo para ser descubierto. Viste kuffiya blanca y camisa caqui con los pliegues de fábrica aún marcados, y lleva una pistola plateada en una funda de plástico marrón trenzado. No levanta la vista para mirar a su invitado. Está demasiado ocupado firmando papeles. Incluso cuando me conducen hasta una especie de torno de madera, a su izquierda, parece demasiado concentrado en su trabajo para prestarme atención. Al cabo de un rato, levanta la cabeza. Sonríe al vacío, como si acabara de recordar algo agradable. Se vuelve hacia mí y, en ese mismo instante, se pone de pie de un salto, agradablemente sorprendido. Yo también me pongo de pie como movido por un resorte. Nos miramos a los ojos, con la complicidad de dos actores. Arafat siempre está actuando, ya me lo han advertido. Y me han aconsejado que yo también actúe. Soy un actor en su escenario y estamos ante un público de unas treinta personas. Se echa hacia atrás y me tiende las dos manos en un saludo. Yo se las estrecho y noto que son suaves como las de un niño. Sus protuberantes ojos castaños son fervientes y tienen algo de implorantes.

—¡Señor David! —exclama—. ¿Por qué vino a verme?

—¡Señor presidente —contesto yo en el mismo tono engolado—, vine a poner la mano sobre el corazón de Palestina!

Parece que lo hubiéramos ensayado, porque él ya está guiando mi mano derecha hacia la pechera izquierda de su camisa color caqui. La apoya sobre un bolsillo abotonado, minuciosamente planchado.

—¡Aquí está, señor David! —grita con fervor—. ¡Aquí! —repite para que lo oiga el público.

Tenemos a toda la platea de pie. Nuestro éxito fue instantáneo. Nos damos tres besos: izquierda, derecha e izquierda, a la manera árabe. La barba no es áspera, sino un plumón sedoso. La piel le huele a polvos de talco Johnson’s para bebés. Se separa de mí, pero deja una mano posesivamente apoyada en mi hombro mientras se dirige a nuestra audiencia. Puedo moverme libremente entre sus palestinos, proclama. Lo dice el que nunca duerme dos veces en la misma cama, el que se ocupa de su propia seguridad e insiste en no estar casado con nadie, excepto con Palestina. Me autoriza a ver y oír todo lo que desee. Sólo me pide que escriba y diga la verdad, porque sólo la verdad hará libre a Palestina. Me pone en manos del mismo jefe de combatientes que conocí en Londres: Salah Tamari. Salah me proporcionará una escolta formada por un selecto grupo de jóvenes combatientes, me llevará al sur del Líbano, me explicará la gran lucha contra los sionistas y me presentará a sus comandantes y a sus tropas. Todos los palestinos que encuentre me hablarán con total sinceridad. Arafat me pide que me tome una foto con él, y yo declino el honor. Me pregunta por qué. Su expresión es tan risueña y burlona que me arriesgo a contestarle con sinceridad:

—Porque espero visitar Jerusalén un poco antes que usted, señor presidente.

Se echa a reír efusivamente, por lo que nuestro público ríe también. Pero quizá fui demasiado sincero y ya me estoy arrepintiendo.

Después de Arafat, cualquier cosa parece normal. Todos los jóvenes combatientes de Al-Fatah estaban bajo el mando militar de Salah, y yo disponía de ocho para mi escolta personal. El promedio de edades era de unos diecisiete años, como mucho, y todos dormían o velaban formando un círculo en torno a mi cama, en el piso más alto del edificio, con órdenes de vigilar desde mi ventana para detectar el menor indicio de ataque enemigo por tierra, mar o aire. Cuando los vencía el aburrimiento, como ocurría a menudo, disparaban con sus pistolas contra cualquier gato vagabundo que merodeara entre los arbustos. Pero pasaban la mayor parte del tiempo murmurando en árabe entre ellos o practicando el inglés conmigo cada vez que yo estaba a punto de conciliar el sueño. Habían ingresado a los ocho años en el Ashbal, la asociación de boy scouts palestinos, y a los catorce habían pasado a ser combatientes hechos y derechos. Según Salah, nadie los superaba cuando se trataba de lanzar cohetes manuales por el cañón de los tanques israelíes. Y mi pobre Charlie, estrella del teatro de lo real, los habría adorado a todos. Es lo que pienso mientras garabateo sus ideas en mi sufrida libreta.

Con Salah de guía y Charlie de compañera espiritual, visito los puestos de avanzada palestinos sobre la frontera israelí y, entre el rugido de los aviones de reconocimiento israelíes y ocasionales tiroteos, escucho las historias de los combatientes —reales o imaginarias, no lo sé— sobre sus incursiones nocturnas a bordo de lanchas inflables a través del mar de Galilea. No presumen de la hazaña. Estar allí ya es suficiente, según afirman: hacer realidad el sueño, aunque sólo sea por unas horas, a riesgo de morir o ser capturados; detener la navegación en mitad de la travesía, respirar el perfume de las flores, de los olivos y de los campos de la patria, oír balar a las ovejas en las colinas de su tierra... Ésa es la auténtica victoria.

Con Salah a mi lado, recorro los pabellones del hospital de niños de Sidón. Un niño de siete años que perdió las piernas en una explosión nos saluda levantando los pul­gares. Charlie nunca ha estado tan presente. De los campamentos de refugiados, recuerdo los de Rashidiya y ­Nabatiye, verdaderas ciudades. El de Rashidiya es famoso por su equipo de fútbol. El campo es de tierra y lo han bombardeado tantas veces que no es posible programar partidos con anticipación. Varios de sus mejores futbolistas son mártires de la causa. Sus fotografías están expuestas entre las copas plateadas que ganaron. En Nabatiye, un viejo árabe en túnica blanca se fija en mis zapatos marrones ingleses y distingue un aire colonial en mi manera de andar.

—¿Usted es británico, señor?

—Soy británico.

—Lea esto.

Saca un documento del bolsillo. Es un certificado impreso en inglés y firmado por un funcionario británico del Mandato, que confirma al portador como legítimo propietario de una parcela con un bosquecillo de olivos en las afueras de Betania. Está fechado en 1938.

—El portador soy yo, señor. Ahora mírenos y vea en lo que nos hemos convertido.

Mi inútil acceso de vergüenza es la indignación de Charlie.

Las cenas en casa de Salah en Sidón creaban una ilusión de mágica calma después de las vicisitudes del día. La casa estaba acribillada de balas y un cohete israelí lanzado desde el mar había atravesado limpiamente una pared sin llegar a estallar, pero había perros perezosos y flores en el jardín, leña ardiendo en el hogar y chuletas de cordero sobre la mesa. La mujer de Salah, Dina, era una princesa hachemí que había estado casada con el rey Husein de Jordania. Se había educado en un colegio privado británico y había estudiado Filología Inglesa en el Girton College de Cambridge.

Con cultura, tacto y mucho humor, Dina y Salah me instruyen sobre la causa palestina. Charlie está sentada a mi lado. La última vez que hubo luchas encarnizadas en Sidón —me cuenta Salah con orgullo—, Dina, una mujer de aspecto frágil, conocida por su belleza y su fortaleza de carácter, fue a la ciudad al volante de su viejo Jaguar, compró provisiones en la panadería y siguió el camino hasta el frente de batalla para llevar personalmente comida a los combatientes.

Es una noche del mes de noviembre. El presidente Arafat y sus colaboradores más próximos han bajado a Sidón a celebrar el decimoséptimo aniversario de la Revolución palestina. El cielo es de un negro azulado y amenaza lluvia. Todos los chicos de mi escolta desaparecieron, excepto uno, mientras nos apiñamos con otros cientos de personas en la calle estrecha donde tendrá lugar el desfile. Todos, menos uno: el inescrutable Mahmud, uno de los miembros de mi escolta, que no va armado, no dispara a los gatos desde la ventana de Salah, habla el mejor inglés de todos y se rodea de un aire de misteriosa lejanía. Durante las últimas tres noches, Mahmud se ha esfumado por completo y no ha regresado hasta el alba a la casa de Salah. Ahora, en la calle palpitante, atestada de una densa multitud y adornada con globos y pancartas, permanece a mi lado en actitud posesiva: un chico bajito y regordete, de dieciocho años, con lentes.

Empieza el desfile. Primero, la banda de música y los portaestandartes; después, el camión de la megafonía difundiendo consignas. Fornidos militares de uniforme y dignatarios oficiales en traje oscuro se congregan sobre un estrado improvisado. Entre ellos se distingue la kufiyya blanca de Arafat. Estalla la celebración en la calle y sobre nuestras cabezas surge una erupción de humo verde, que se convierte en rojo. Un espectáculo pirotécnico, combinado con fuego real, da comienzo a pesar de la lluvia, mientras nuestro líder permanece inmóvil al frente del escenario, interpretando a su propia efigie a la luz parpadeante de los fuegos de artificio, con los dedos extendidos en el símbolo de la victoria. Ahora están desfilando las enfermeras del hospital, con un creciente verde en las insignias; después, un grupo de niños mutilados en sillas de ruedas; a continuación, niños y niñas scouts del Ashbal, balanceando los brazos y marchando fuera de ritmo; y, tras ellos, un jeep remolcando un carro lleno de combatientes envueltos en la bandera palestina, que apuntan sus kalashnikovs al oscuro cielo cargado de lluvia. Mahmud, muy cerca de mí, los saluda agitando las manos como un loco y, para mi sorpresa, los combatientes se giran como un solo hombre y le devuelven el saludo. Los ocupantes del carro son el resto de los integrantes de mi escolta.

—¡Mahmud! —le grito, haciéndome pantalla con las manos, para que me oiga—. ¿Por qué no estás con tus amigos, levantando el fusil al cielo?

—¡Porque no tengo fusil, señor David!

—¿Por qué no, Mahmud?

—¡Trabajo por las noches!

—Pero ¿qué haces por las noches, Mahmud? ¿Eres espía? —añado bajando la voz tanto como puedo, en medio del bullicio.

—No, señor David, no soy espía.

Incluso en medio de la algarabía, Mahmud duda si debe revelar su gran secreto.

—¿Ha visto, en la pechera del uniforme del Ashbal, la fotografía de Abu Amar, nuestro presidente Arafat?

La he visto, Mahmud.

—Yo mismo, durante toda la noche y en un lugar secreto, he estado imprimiendo con una plancha la fotografía de Abu Amar, nuestro presidente Arafat, en las pecheras de los uniformes del Ashbal.

Y creo que Charlie lo adorará todavía más por eso.

Arafat me invitó a pasar con él la noche de Año Nuevo en una escuela para huérfanos de los mártires de Palestina. Enviará un jeep al hotel para que me recoja. El hotel sigue siendo el Commodore, y el jeep forma parte de un convoy, en el que todos los vehículos circulan a velocidad de vértigo, defensa contra defensa, por una sinuosa carretera de montaña, pasando por sucesivos puestos de control libaneses, sirios y palestinos, bajo la misma lluvia torrencial que parece caer sobre todos mis encuentros con Arafat.

La carretera era en realidad un camino de tierra, de vía única, que parecía desintegrarse bajo el diluvio. No dejaban de caernos piedras sueltas, levantadas por el jeep que circulaba delante. A pocos pasos de la cuneta, se abrían abruptos valles, que revelaban pequeñas alfombras de luz a varios cientos de metros de profundidad. El vehículo que abría la marcha era un Land Rover rojo blindado. Se rumoreaba que en su interior viajaba el presidente. Pero cuando llegamos a la escuela, los guardias nos revelaron que el Land Rover era un engaño para desviar la atención. Arafat estaba a salvo en el auditorio de la escuela, recibiendo a los invitados de la fiesta de Nochevieja.

Por fuera, la escuela era como cualquier construcción modesta de dos pisos, pero, una vez dentro, el visitante se daba cuenta de que estaba en el piso más alto y que el resto del edificio se distribuía escalonadamente hacia abajo, por la ladera de la colina. Los habituales hombres armados, tocados con kufiyyas, y las acostumbradas jóvenes con cin­turones de munición cruzados sobre el pecho vigilaban nuestro descenso. El auditorio era un anfiteatro enorme y atestado de gente, con un escenario elevado de madera. Arafat estaba de pie, en la primera fila de la platea, recibiendo con besos y abrazos a sus invitados mientras la sala se sacudía con el rítmico estruendo de los aplausos. Del techo caían festivas serpentinas y en las paredes lucían consignas de la Revolución. Me empujaron hacia el presidente, que me recibió una vez más con un abrazo ritual mientras unos hombres de cabellera gris en uniforme de faena, con pistolas colgadas del cinturón, me estrechaban la mano y bramaban buenos deseos para el Año Nuevo, por encima del estrépito de los aplausos. Algunos tenían nombres. Otros, como el segundo de Arafat, Abu Jihad, tenían alias. Algunos no tenían ni nombre ni alias. Empezó la función. Primero cantaron y bailaron en una ronda las niñas huérfanas de Palestina. Después, los niños sin padres. A continuación, todos juntos bailaron la dabke, intercambiándose kalashnikovs de madera mientras el público marcaba el ritmo con las palmas. A mi derecha, Arafat estaba de pie, con los brazos extendidos. A una señal del combatiente de expresión sombría que tenía al otro lado, agarré a Arafat por el codo izquierdo y, entre los dos, lo guiamos hasta el escenario y subimos tras él, trastabillando.

Bailando entre sus amados huérfanos, Arafat parece perderse en el aroma de los niños. Se ha tomado una punta de la kufiyya y la hace girar de una manera que recuerda a Alec Guinness en el papel de Fagín, en la película de Oliver Twist. Tiene la expresión de un hombre en trance. ¿Está riendo o llorando? Es tan evidente su emoción que en realidad no importa. Me indica que lo agarre por la cintura. Otra persona me agarra a mí. De repente, todos nosotros —el alto mando, los allegados y los niños exultantes de felicidad— y también, sin ninguna duda, toda una cohorte de espías de todo el mundo, ya que probablemente nadie ha sido más espiado en la historia que Arafat, formamos una larga serpiente con nuestro líder a la cabeza.

Bajamos por el pasillo de hormigón, subimos unos peldaños, atravesamos una galería y bajamos otra escalera. El ruido rítmico de nuestros pasos reemplaza el estruendo de las palmas. Detrás de nosotros o por encima de nuestras cabezas, voces atronadoras entonan el himno nacional de Palestina. No sé muy bien cómo, conseguimos volver al escenario. Arafat se dirige al frente de la escena y hace una pausa. Después, entre los rugidos de la multitud, salta a los brazos de sus combatientes. Y en mi imaginación mi eufórica Charlie lo vitorea hasta quedarse afónica.

Ocho meses después, el 30 de agosto de 1982, tras la invasión israelí, Arafat y su alto mando fueron expulsados del Líbano. Desde los muelles de Beirut, disparando sus fusiles al aire en señal de desafío, Arafat y sus combatientes zarparon hacia el puerto de Túnez, donde los esperaban el presidente Burguiba y su gabinete de ministros. Un hotel de lujo en las afueras de la ciudad había sido rápidamente acondicionado como su nuevo cuartel general.

Unas semanas más tarde, fui a visitarlo.

Un largo sendero conducía hasta la elegante mansión blanca acurrucada entre las dunas. Dos jóvenes combatientes me preguntaron qué quería. No hubo sonrisas radiantes ni los habituales gestos de la cortesía árabe. ¿Norteamericano? Les enseñé mi pasaporte británico. Con feroz sarcasmo, uno de ellos me preguntó si por casualidad había oído hablar de las matanzas de Sabra y Chatila. Le respondí que había estado en Chatila apenas unos días atrás y que estaba profundamente apenado por todo lo que había visto y oído durante mi visita. Le dije que venía a ver a Abu Amar —como lo llamaban sus hombres— y a presentarle mis condolencias. Le conté que nos habíamos visto varias veces en Beirut y una vez más en Sidón, y que había pasado con él la víspera de Año Nuevo en la escuela para los huérfanos de los mártires. Uno de los chicos tomó un teléfono. No oí que dijera mi nombre, aunque tenía mi pasaporte en la mano. Dejó el teléfono, me indicó que lo acompañara, se sacó una pistola del cinturón, me encañonó con ella y me hizo avanzar por un largo pasillo hasta una puerta verde. La abrió con una llave, me devolvió el pasaporte y me empujó hacia el exterior. Delante de mí se abría una pista de arena para la práctica ecuestre. Yasir Arafat, con su kufiyya blanca, estaba montando un bonito caballo árabe. Lo vi completar un circuito, otro más y finalmente un tercero. Sin embargo, o bien no me vio, o bien no quiso verme.

Mientras tanto, mi anfitrión Salah Tamari, comandante de las milicias palestinas en el sur del Líbano, recibía el tratamiento reservado al combatiente palestino de mayor rango que hubieran capturado jamás las fuerzas israelíes. Se encontraba en situación de confinamiento solitario en la infame prisión de Ansar, en Israel, y lo estaban sometiendo a lo que en aquellos días nos gustaba denominar técnicas de interrogatorio mejoradas. También estaba trabando, de forma intermitente, una estrecha amistad con un distinguido periodista israelí visitante, Aharon Barnea, amistad que más tarde daría pie a la publicación del libro Mine Enemy, escrito por este último, y a la reafirmación —entre otros puntos de mutuo acuerdo— del compromiso de Salah con la coexistencia entre israelíes y palestinos, en lugar del prolongado y estéril enfrentamiento militar.