TEATRO DE LO REAL: VILLA BRIGITTE
La cárcel era un discreto grupo de verdes construcciones militares, levantadas en un rincón del desierto del Néguev y rodeadas de alambre de espino. En cada esquina se levantaba una torre de vigilancia. Los iniciados de la Inteligencia israelí la conocían como la Villa Brigitte; el resto del mundo sencillamente no la conocía. Brigitte —como me explicó en inglés un joven coronel del Shin Bet (el servicio de seguridad israelí) mientras me llevaba en jeep entre montañas de arena— era una activista alemana radicalizada, que se había asociado con un grupo de terroristas palestinos. El grupo tenía planeado derribar un avión de la compañía El Al durante su aproximación al aeropuerto Jomo Kenyatta de Nairobi y, con ese fin, se había procurado un lanzacohetes, un tejado en la ruta del avión y a la propia Brigitte.
Lo único que tenía que hacer ella, con su aspecto nórdico y su cabello rubio, era meterse en una cabina telefónica dentro del aeropuerto y, con una radio de onda corta en un oído y el teléfono en el otro, transmitir las instrucciones de vuelo de la torre de control a los chicos apostados en el tejado. Era lo que estaba haciendo cuando la abordó un grupo de agentes israelíes, momento en que finalizó su contribución a la operación. El avión de El Al, prevenido de antemano, ya había llegado vacío, con la excepción de los captores de Brigitte, y había regresado a Tel Aviv con la activista encadenada al suelo de la cabina. Acerca del destino de los chicos del tejado, sólo supe vaguedades. Mi coronel del Shin Bet me aseguró que ya se habían encargado de ellos, pero no me especificó cómo y a mí no me pareció apropiado preguntar. Se suponía que me estaban concediendo un privilegio poco frecuente, gracias a los buenos oficios del general Shlomo Gazit, apreciado conocido mío, que hasta poco tiempo antes había sido jefe de la inteligencia militar de Israel.
A esas alturas, Brigitte estaba en manos israelíes, pero me habían advertido que era esencial que la operación se mantuviera en secreto. Las autoridades kenianas habían colaborado con las israelíes, pero no tenían ningún interés en alimentar la susceptibilidad musulmana en su territorio, y los israelíes no querían poner en peligro a sus fuentes ni causar un problema a un valioso aliado. Me llevaron a visitar a la prisionera, en el sobreentendido de que yo no escribiría sobre ella mientras no dispusiera de autorización israelí. Y como hasta ese momento —según me habían dicho— seguían negando tanto a sus padres como al gobierno alemán que conocieran su paradero, yo sabía que probablemente tendría que esperar bastante. Pero eso no me preocupaba en exceso. Estaba a punto de presentarle a mi ficticia Charlie al tipo de gente con la que tendría que codearse si conseguía infiltrarse en la célula terrorista palestina-germano-occidental para la que se estaba preparando. Si yo tenía suerte, Charlie recibiría de labios de Brigitte las primeras lecciones sobre teoría y práctica del terrorismo.
—¿Querrá hablar Brigitte? —le pregunté al joven coronel.
—Quizá.
—¿Sobre sus motivos?
—Quizá.
Mejor preguntárselo a ella. Bien. Me veo capaz de hacerlo. Tengo la sensación de que voy a entablar una relación con Brigitte, tal vez falsa y efímera, pero una relación al fin. Si bien me marché de Alemania hace seis años, antes del florecimiento de la Fracción del Ejército Rojo de Ulrike Meinhof, no me cuesta comprender sus orígenes, ni tampoco simpatizar con algunos de sus argumentos, aunque no desde luego con sus métodos. En eso, y solamente en eso, no me diferencio mucho de grandes sectores de la clase media alemana, que secretamente proporcionan dinero y comodidad al grupo Baader-Meinhof. A mí también me repugna la presencia de antiguos nazis de alto rango en la política, la judicatura, la policía, la industria, la banca y las iglesias, y me disgusta que los padres alemanes se nieguen a hablar de su pasado nazi con sus propios hijos y que el gobierno de Alemania occidental sea tan sumiso con las políticas estadounidenses de la Guerra Fría en sus peores manifestaciones. Y por si Brigitte requiriera más pruebas de mis méritos, ¿acaso no he visitado los campos y hospitales palestinos, no he sido testigo del horror, no he sabido escuchar el llanto? Espero que todo eso, combinado, sea suficiente para proporcionarme un billete de entrada —por muy fugaz que sea— a la mente de una alemana radical de veintitantos años.
Las prisiones me producen un efecto muy desagradable. Es la imagen perenne de mi padre encarcelado que se niega a dejarme en paz. En mi imaginación, lo veo en más cárceles de las que realmente pisó, siempre como el hombre corpulento, vigoroso e incansablemente activo, con la amplia frente de un Einstein, que recorre su celda sin cesar, proclamando su inocencia. En una época anterior de mi vida, cada vez que me enviaban a interrogar a alguien en una cárcel, tenía que esforzarme por controlar mis sentimientos, para no ser objeto de las burlas de los mismos reclusos que había ido a investigar, cuando las puertas de hierro se cerraban detrás de mí.
No había patio en Villa Brigitte, o al menos ninguno que yo recuerde. Nos detuvieron en la valla de entrada, nos registraron y nos permitieron pasar. El joven coronel me condujo hasta el pie de una escalera exterior y gritó un saludo en hebreo. La mayor Kaufmann era la directora de la prisión. No sé si realmente se llamaba Kaufmann o si yo mismo le puse el nombre en ese momento. Cuando yo era oficial de la inteligencia del ejército en Austria, había un sargento llamado Kaufmann que guardaba las llaves de los calabozos de Graz donde encerrábamos a nuestros sospechosos. Lo que recuerdo con certeza es que la directora de la cárcel llevaba una tarjeta con su nombre sobre el bolsillo delantero izquierdo de un uniforme desusadamente inmaculado, y también que era una mayor del ejército de unos cincuenta años, fuerte pero no rolliza, con los ojos castaños y una sonrisa algo contrariada pero amable.
Hablamos en inglés, la mayor Kaufmann y yo. Como venía de hablar en inglés con el coronel y no tengo nociones de hebreo, era natural que siguiéramos hablando en el mismo idioma. ¿Así que vino a ver a Brigitte?, me dice, y yo le digo: sí, es un gran privilegio, lo aprecio y lo agradezco mucho. ¿Hay algo que deba decirle o que no deba mencionar? Le explico también lo que no le he dicho al coronel: que no soy periodista, sino escritor, que vine a recoger material para una novela y que prometí formalmente no escribir ni hablar sobre el encuentro de hoy sin el consentimiento expreso de mis anfitriones. La mayor sonríe a todo con cortesía y dice que sí, que por supuesto, y me pregunta si prefiero té o café. Yo le digo que café.
—Brigitte no ha estado muy fácil últimamente —me advierte con la consideración de un médico que hablara de la enfermedad de un paciente—. Al principio, cuando llegó, tenía más aceptación. Ahora, en las últimas semanas, ha estado... —la mayor deja escapar un pequeño suspiro— poco aceptadora.
Como no puedo comprender que alguien acepte estar en la cárcel, no digo nada.
—Hablará con usted, o quizá no. No lo sé. Primero dijo que no, ahora que sí. No se decide. ¿Pido que la traigan?
A través de la radio, ordena en hebreo que la conduzcan hasta su despacho. Esperamos un rato, y seguimos esperando un poco más. La mayor Kaufmann me sonríe y yo le sonrío a ella. Empiezo a preguntarme si Brigitte habrá vuelto a cambiar de idea cuando oigo pasos de varias personas que se acercan a la puerta interior, y me viene fugazmente a la mente la perturbadora imagen de una joven demente, esposada y con una maraña de pelo sobre la cara, entregada a mí contra su voluntad. Se abre la puerta desde fuera, y una bella mujer de elevada estatura, enfundada en una bata de la cárcel ceñida con un cinturón, entra flanqueada por dos menudas carceleras, cada una de las cuales la agarra levemente por un brazo. La reclusa lleva la larga cabellera rubia suelta y peinada hacia atrás. Hasta la bata de la cárcel le sienta bien. Cuando las carceleras se retiran, da un paso al frente, hace una irónica reverencia y, como una señorita bien educada, me tiende la mano.
—¿Con quién tengo el honor? —pregunta en un alemán formal.
Yo le repito en la misma lengua lo que acabo de decirle en inglés a la mayor Kaufmann: que soy novelista y que vine a informarme para escribir un libro. Ella no dice nada, pero se me queda mirando hasta que la mayor Kaufmann, desde su silla en un rincón de la sala, dice servicial en su excelente inglés:
—Ya puedes sentarte, Brigitte.
Entonces Brigitte se sienta, elegante y con la espalda recta, como la buena colegiala alemana que evidentemente ha decidido ser. Yo tenía pensado intercambiar unas cuantas trivialidades con ella para iniciar la conversación, pero no se me ocurre ninguna, de modo que voy directo al grano con un par de preguntas torpes como: ¿en retrospectiva, te arrepientes de tus actos, Brigitte?, o ¿qué te impulsó hacia la senda del radicalismo?
No parece creer que mis preguntas merezcan respuesta. Prefiere quedarse en silencio, con las manos apoyadas sobre la mesa, mirándome a los ojos con una mezcla de desprecio y perplejidad.
La mayor Kaufmann viene en mi ayuda.
—¿No te gustaría contarle cómo te integraste en el grupo, Brigitte? —le sugiere en un inglés que recuerda al de una institutriz extranjera.
Brigitte no parece oírla. Me mira de arriba abajo de manera metódica e incluso insolente. Cuando finaliza su examen, su expresión me dice todo lo que necesito saber: soy otro embrutecido lacayo de la burguesía represora, un turista del terror, un hombre a medias, en el mejor de los casos. ¿Por qué va a tomarse la molestia de hablarme? Pero se la toma de todos modos. Hará una breve declaración de principios —dice—, quizá no para mí, sino para ella misma. Desde el punto de vista intelectual, podría definirse como comunista —reconoce—, pero no necesariamente en el sentido soviético. Prefiere no verse limitada por una única doctrina. Su misión es despertar a la adormilada burguesía, de la que sus padres son —en su opinión— excelentes ejemplos. Su padre muestra algunos signos de empezar a entender; su madre, todavía no. Alemania occidental es un país nazi dirigido por fascistas burgueses de la generación de Auschwitz. El proletariado no hace más que seguir su ejemplo.
Vuelve al tema de sus padres. Espera poder convencerlos, especialmente a su padre. Ha pensado mucho en lo que hará para derribar las barreras subconscientes que ha dejado en ellos el nazismo. Me pregunto si es su manera de decirme en clave que echa de menos a sus padres, o incluso que los quiere, y que pasa los días y las noches terriblemente preocupada por ellos. Como para corregir cualquier pensamiento teñido de sentimentalismo burgués, me recita la lista de los profetas que la guían: Habermas, Marcuse, Frantz Fanon y dos o tres más cuyos nombres no he oído nunca. A partir de ahí, diserta sobre los males del capitalismo armado, la remilitarización de Alemania occidental, el apoyo imperialista de Estados Unidos a dictadores fascistas como el sah de Irán y otros asuntos en los que habría podido darle la razón si hubiera mostrado un mínimo interés por mis opiniones.
—Y ahora, por favor, mayor Kaufmann, me gustaría volver a mi celda.
Con otra irónica inclinación de la cabeza, tras estrecharme la mano, les indica a las carceleras que ya se la pueden llevar.
La mayor Kaufmann no se ha movido de su puesto en el rincón de la sala, ni yo del mío ante la mesa, frente a la silla vacía de Brigitte. El silencio entre los dos se hace un poco extraño. Es como si ambos estuviéramos emergiendo de la misma pesadilla.
—¿Consiguió lo que quería? —pregunta la mayor Kaufmann.
—Sí, gracias. Fue muy interesante.
—Hoy Brigitte estaba un poco confusa, diría yo.
A lo que yo respondo que sí y que en realidad, para ser sincero, yo también me siento un poco confuso. Sólo en ese momento me doy cuenta de que estamos hablando en alemán y de que la mayor Kaufmann lo habla sin ningún acento distintivo, ya sea yidis o de otro tipo. Ella nota mi sorpresa y responde a la pregunta que no le he formulado.
—Con ella solamente hablo en inglés —me explica—. En alemán, nunca. Ni una palabra. Si la oyera hablar en alemán, no podría responder de mí misma. Estuve en Dachau, ¿sabe?