TEATRO DE LO REAL: PALABRAS CARIÑOSAS
En aquella época tensa —y resulta difícil recordar una época en Beirut que no lo haya sido—, el hotel Commodore era la parada obligada de todo corresponsal de guerra pretendido o auténtico, de los traficantes de armas y de drogas, y de todos los cooperantes reales o imaginarios de aquella parte del mundo. Sus habituales solían compararlo con el café de Rick en la película Casablanca, pero yo nunca vi la semejanza. Casablanca no era un campo de batalla urbano, sino un lugar donde obtener visados para continuar el viaje. Pero la gente no iba a Beirut porque quisiera huir, sino para ganar dinero, buscarse problemas o incluso luchar por la paz.
El Commodore no era ninguna belleza. O al menos no lo era en 1981, porque ahora ni siquiera existe. Era un edificio común y corriente, sin ningún mérito arquitectónico, a menos que contemos como tal el mostrador de recepción de más de un metro de ancho, de hormigón armado, que en tiempos turbulentos se convertía en nido de ametralladoras. Su residente más estimado era un loro ya anciano llamado Coco, que se había adueñado del bar del sótano. A medida que las técnicas de guerra urbana evolucionaban —pasando de las armas semiautomáticas a las propulsadas por cohetes, de las ligeras a las medianas, o comoquiera que se llamen—, Coco iba actualizando su repertorio de ruidos de batalla, hasta el punto de que el desprevenido visitante que entrara en el bar podía llevarse un buen sobresalto al oír el «fiuuuu» de un misil en plena aproximación, seguido de un grito que lo exhortaba a ponerse a cubierto: «¡Tírate al suelo, pedazo de imbécil, agacha ahora mismo la puta cabeza!».
Nada podía complacer más a un grupo de reporteros hartos de la guerra, después de pasar una jornada más en el infierno, que el espectáculo de un pobre novato tirándose de cabeza debajo de la mesa mientras ellos seguían bebiendo sus whiskies con despreocupada indiferencia.
Coco también sabía entonar el comienzo de La marsellesa y los compases iniciales de la Quinta de Beethoven. Su desaparición quedó envuelta en el misterio. Dicen que fue secuestrado y conducido a un sitio seguro, donde aún sigue cantando; que fue muerto a tiros por milicianos sirios; o que finalmente sucumbió a su hábito de consumir alcohol con las comidas.
Hice varios viajes a Beirut y al sur de Líbano el año pasado, en parte por mi novela y en parte por la desafortunada película basada en el libro. En mi memoria, todos se confunden en una única sucesión ininterrumpida de experiencias surrealistas. Para los espíritus impresionables, Beirut ofrece motivos constantes para el miedo, ya sea que estés cenando en la Corniche entre el ruido de las ametralladoras, o escuchando atentamente al adolescente palestino que te apunta a la cabeza con su kalashnikov mientras describe su sueño de estudiar relaciones internacionales en la Universidad de La Habana y te pregunta si lo puedes ayudar.
Siendo yo un novato en el Commodore, Mo me llamó la atención nada más verlo. Había presenciado más muerte y desolación en una sola tarde que yo en toda la vida, y había enviado noticias desde los peores corazones de las tinieblas que el mundo puede ofrecer. Bastaba echarle un vistazo, al final de otra jornada en el frente de batalla, con su gastada mochila militar colgada del hombro, atravesando a grandes zancadas el atestado vestíbulo del hotel en dirección a la oficina de prensa, para darse cuenta de que estaba en otra categoría. Era el reportero más curtido de la ciudad, según decían. Había visto y hecho de todo, no se andaba con tonterías y sabía zafarse mejor que nadie de las situaciones más complicadas. Así era Mo, como podía asegurar cualquiera que lo conociera: un poco deprimido a veces, y un poco bromista otras. Y sí, en ocasiones se encerraba durante un par de días en su habitación con una botella, ¿por qué no? La única compañía de su vida reciente había sido un gato, que según las leyendas que circulaban por el Commodore se había arrojado de una ventana del último piso por pura desesperación.
Por eso, cuando Mo me preguntó en tono casual, al segundo o tercer día de mi primera visita a Beirut, si me apetecía acompañarlo en una pequeña excursión por carretera que tenía pensado hacer, yo le dije que sí sin dudarlo. Hasta ese momento me había dedicado a acribillar a preguntas a los otros periodistas, pero Mo se había mantenido aparte. Me sentí halagado.
—¿Te vienes a dar una vuelta por las dunas? ¿A saludar a un par de locos que conozco?
Le dije que era justamente lo que quería.
—Estás buscando un poco de color local, ¿eh?
Precisamente era lo que estaba buscando.
—El chofer es druso. Los cabrones drusos sólo se preocupan por sus cosas y no les importa que les den por el culo a todos los otros cabrones. ¿Entiendes?
Perfectamente, Mo. Gracias por la explicación.
—Los cabrones chiíes, suníes y cristianos siempre van buscando problemas, ¿entiendes? Pero los drusos no.
Muy bien.
El trayecto está plagado de puestos de control. Detesto los aeropuertos, los ascensores, los hornos crematorios, las fronteras nacionales y los guardias fronterizos, pero los puestos de control pertenecen a una categoría aparte. En un puesto de control no te miran el pasaporte, sino las manos. Y después la cara. Y, a continuación, el carisma que tengas o que no tengas. Y aun cuando en uno de esos puestos decidan que no hay ningún problema contigo y que puedes pasar, lo último que harán sus guardias será transmitir la feliz noticia al puesto siguiente, porque ningún puesto de control renunciará jamás a albergar sus propias sospechas. Nos detenemos delante de un gran poste de barbero atravesado sobre dos barriles de petróleo. El muchacho que nos apunta con su kalashnikov calza botas de lluvia amarillas y viste pantalones de mezclilla deshilachados, recortados a la altura de la rodilla. En el bolsillo delantero de la camisa lleva cosida una insignia del Manchester United.
—¡Mo, cabrón! —exclama alegremente a modo de bienvenida—. ¡Hola, señor! ¿Cómo está usted? —añade en un inglés cuidadosamente ensayado.
—Estoy muy bien, Anuar, cabrón, muchas gracias —responde Mo, arrastrando las palabras—. ¿Recibe hoy el cabrón de Abdalá? Quería presentarle a mi buen amigo, el cabrón de David.
—David, cabrón, le damos la bienvenida, señor.
Esperamos un momento, mientras el chico se desgañita alegremente por su walkie-talkie de fabricación rusa. El raquítico poste rojo y blanco se levanta. Tengo un recuerdo borroso de nuestra entrevista con el cabrón de Abdalá. Su cuartel general era un amasijo de ladrillos y piedras, acribillado de balas y cubierto de consignas. Abdalá estaba sentado detrás de un gigantesco escritorio de caoba. Otros cabrones se movían a su alrededor, con el dedo en el gatillo de sus armas semiautomáticas. Sobre su cabeza lucía una fotografía enmarcada de un Douglas DC-8 de Swissair en el momento de hacer explosión en un aeródromo. Recordé que el aeródromo se llamaba Dawson’s Field y que el DC-8 había sido secuestrado por combatientes palestinos con la ayuda del grupo Baader-Meinhof. En aquella época, yo viajaba mucho con Swissair. Recuerdo que me pregunté quién se habría tomado el trabajo de llevar a enmarcar la foto y elegir el marco. Pero sobre todo recuerdo que me alegré de que nuestras conversaciones se estuvieran desarrollando a través de un intérprete cuya comprensión del inglés era irregular en el mejor de los casos, y que deseé con todas mis fuerzas que siguiera siendo irregular durante el tiempo suficiente para que nuestro conductor druso, que no buscaba problemas como el resto de la gente, nos regresara sanos y salvos a la dulce cordura del hotel Commodore. También recuerdo la sonrisa feliz en la cara barbada de Abdalá cuando se llevó la mano al pecho y agradeció cordialmente al cabrón de Mo y al cabrón de David su visita.
—A Mo le gusta poner a la gente en situaciones límite —me advirtió un espíritu amigo cuando ya era demasiado tarde.
Pero el verdadero sentido de la advertencia estaba claro: en el mundo de Mo, los turistas de guerra reciben el trato que merecen.
¿Fue esa misma noche cuando recibí una llamada del espacio exterior? Si no lo fue bien podría haberlo sido. Y ciertamente sucedió al comienzo de mi época en Beirut, porque sólo un huésped primerizo habría cometido la tontería de aceptar un traslado sin costos añadidos a la suite nupcial del piso más alto del Commodore, misteriosamente desierto. El concierto nocturno de Beirut no alcanzaba en 1981 la calidad de años anteriores, pero se acercaba. La función solía comenzar en torno a las diez de la noche y llegaba al clímax en la madrugada. Los huéspedes trasladados al piso superior tenían ocasión de disfrutar del espectáculo completo: destellos que parecían falsos amaneceres, estruendo de fuego de artillería entrante y saliente —pero ¿cómo distinguirlos?— y repiqueteo de armas de fuego ligeras seguido de elocuentes silencios. Y todo eso —para el oído desacostumbrado— como si estuviera pasando en la habitación contigua.
Sonó el teléfono del hotel. Yo había considerado la posibilidad de meterme debajo de la cama, pero en ese momento estaba sentado encima. Me llevé el auricular al oído.
—John...
¿John? ¿Yo? Bueno, a veces me llaman así algunas personas que no me conocen, en su mayoría periodistas. Por eso digo que sí, pregunto quién me llama y, por toda respuesta, recibo una ráfaga de insultos. La persona al otro lado del teléfono es una mujer, es norteamericana y está muy enfadada.
—¿Cómo que quién soy? ¿Qué carajo quieres decir? ¿Cómo puedes fingir que no reconoces mi voz, cabrón de mierda? ¡Eres un puto inglés baboso y sinvergüenza! Eres un jodido traidor y un... ¡No me interrumpas! —exclama con furia mi interlocutora para acallar mis protestas—. ¡Y no me vengas ahora con tu puta displicencia británica, como si estuviéramos tomando el té en el jodido palacio de Buckingham! Yo contaba contigo, ¿me entiendes? ¡Confiaba en ti! ¡Escúchame bien, mamón de mierda! Fui a la peluquería, metí todas mis cosas en una maleta y te estuve esperando en la calle, ¡parada en la maldita calle como una puta!, durante dos horas de reloj. Me estuve sugestionando la cabeza durante dos horas, cabrón de mierda, pensando que estarías muerto, tirado en una cuneta, ¿y dónde estabas? ¡En la cama! —De repente baja la voz porque se le acaba de ocurrir algo—. ¿No te estarás tirando a otra? Porque si... ¡Te dije que no me interrumpas y que no me hables con esa maldita voz de inglés estirado!
Lentamente, muy poco a poco, le hago ver la realidad. Le explico que no soy el John que busca, que de hecho ni siquiera me llamo John, sino David —aquí una pausa para una atronadora ráfaga de artillería—, y que su John, el verdadero John, sea quien sea, debió de marcharse del hotel —¡bum, bum! otra vez—, porque la dirección me hizo el favor de trasladarme a esta elegante suite esta misma tarde. Y le digo que lo siento, que de verdad siento mucho que haya tenido que sufrir la humillación de insultar al hombre equivocado. Y es cierto que aprecio y compadezco su aflicción, porque a esas alturas me alegro de estar hablando con otro ser humano en lugar de morirme solo debajo de la cama, en una suite asignada amablemente por la dirección del hotel sin costos añadidos. También siento que la hayan dejado plantada de ese modo —le digo con caballeroso interés—, porque su problema ya se convirtió en el mío y de verdad quiero que nos hagamos amigos. Y le sugiero que tal vez el auténtico John haya tenido un motivo perfectamente legítimo para no presentarse, porque en esta ciudad, después de todo, puede pasar cualquier cosa, en cualquier momento, ¿verdad? ¡Bum, bum! de nuevo.
Y ella dice que sí, que tienes toda la razón, David, y me pregunta por qué demonios tengo dos nombres. Entonces le cuento eso también y le pregunto desde dónde me está llamando, y ella me contesta que desde el bar del sótano y me explica que su John también es un escritor británico —¿verdad que es muy raro?— y que ella se llama Jenny, o quizá Ginny o Penny, porque no la oigo bien entre el estrépito de la artillería. Y me dice que por qué no bajo al bar para tomar algo con ella.
Entonces yo, en lugar de responder directamente, le pregunto qué hay del verdadero John.
Que le den por el culo a John, responde ella. Ya se las arreglará; siempre se las arregla.
Cualquier cosa es mejor que estar debajo o encima de una cama en medio de un bombardeo. Y su voz, una vez calmada, es bastante agradable, y yo estoy solo y tengo miedo. Además, no me quedan buenas excusas que ofrecerle. Por eso me visto y bajo al sótano. Como detesto los ascensores y ya empiezo a dudar de mis verdaderos motivos, camino sin prisas y bajo por la escalera. Cuando llego al bar, lo encuentro vacío, con la excepción de dos traficantes de armas franceses completamente borrachos, el barman y aquel loro viejo, probablemente macho —aunque, ¿quién puede saberlo?—, que está repasando su repertorio de efectos balísticos.
Cuando vuelvo a Inglaterra, estoy más convencido que nunca de que La chica del tambor tiene que ser una película y de que mi hermana Charlotte debe interpretar el papel de Charlie que ella inspiró. La Warner Brothers compra los derechos y contrata a George Roy Hill, famoso por haber dirigido Dos hombres y un destino. Sugiero el nombre de mi hermana. Hill expresa su entusiasmo, acepta conocerla y queda encantado. Hablará con el estudio. El papel es para Diane Keaton, como era de esperar. Más adelante, el propio George, conocido por no andarse con rodeos, me dijo:
—David, arruiné tu película.