EL CABALLERO SOVIÉTICO AGONIZA DENTRO DE SU ARMADURA
He ido solamente dos veces a Rusia. La primera en 1987, cuando gracias a Mijaíl Gorbachov la vida de la Unión Soviética comenzaba a extinguirse y todos excepto la CIA lo sabían. Y la segunda, seis años después, en 1993, cuando el criminalizado capitalismo ya se había adueñado del Estado fracasado, en una especie de frenesí, y lo había convertido en el salvaje Este. Yo también estaba ansioso por echar un vistazo a esa nueva y ventosa Rusia. Sucedió por lo tanto que mis dos viajes se produjeron antes y después de la mayor agitación social de la historia rusa desde la Revolución bolchevique. Y, por una vez —al margen de un par de golpes de Estado y un millar de víctimas de asesinatos por encargo, tiroteos entre pandillas, crímenes políticos, extorsión y tortura—, la transición fue incruenta, al menos según los criterios rusos.
En los veinticinco años anteriores a mi primer viaje, mis relaciones con Rusia habían sido de todo menos amistosas. Desde El espía que surgió del frío, yo había sido blanco de las invectivas literarias soviéticas, a veces por elevar al espía a la categoría de héroe —al decir de mis críticos—, como si ellos mismos no hubieran convertido eso en manifestación artística, y otras veces por ofrecer un panorama correcto de la Guerra Fría, pero con conclusiones erróneas, acusación contra la que era imposible formular una respuesta lógica. Pero no se trataba de lógica, sino de propaganda. Desde las trincheras de la Gaceta Literaria Soviética, controlada por el KGB, y de la revista Encounter, controlada por la CIA, nos lanzábamos disciplinadamente nuestras bombas, conscientes de que en la estéril guerra ideológica de las palabras no iba a ganar ningún bando. Por eso no me extrañó que en 1987, cuando hice la visita obligatoria al agregado cultural soviético en su embajada de Kensington Palace Gardens para solicitarle el visado, éste me dijera con muy poca cortesía que, si me lo daban a mí, entonces se lo darían a cualquiera.
Tampoco me sorprendió que un mes más tarde, cuando llegué al aeropuerto Sheremétievo de Moscú invitado por el Sindicato de Escritores Soviéticos —invitación negociada al parecer por nuestro embajador y por Raisa, la mujer de Mijaíl Gorbachov, pasando por encima de los jefes del KGB—, el adusto oficial de charreteras magenta, detrás de su cubículo de vidrio, dudara de la autenticidad de mi pasaporte; ni que mi equipaje se perdiera de manera misteriosa durante cuarenta y ocho horas y reapareciera inexplicablemente en la habitación del hotel, con todos mis trajes apelmazados en una sola bola; ni que mi habitación del deprimente hotel Minsk fuera objeto de evidentes registros cada vez que la abandonaba durante más de dos horas —armario revuelto y papeles desordenados y dispersos por encima del escritorio—; ni que la misma pareja de agentes del KGB, dos hombres rechonchos de mediana edad —a los que puse el apodo de Muttski y Jeffski—, me siguiera siempre a una distancia de dos metros cuando salía solo.
Pero fue una suerte que estuvieran. Después de una interesantísima velada en casa del periodista disidente Arkadi Vaksberg, que se había quedado dormido en el suelo de su cuarto de estar, me encontré solo y sin nadie que me guiara en una calle imposible de identificar, con nada más que la noche oscura a mi alrededor, sin luna, ni indicios de un amanecer inminente, ni el menor resplandor de luz procedente del centro de la ciudad que me indicara hacia dónde dirigirme. Tampoco tenía unos mínimos rudimentos de ruso para preguntar el camino a algún transeúnte, en caso de que hubiera alguno, porque no veía a nadie. Entonces, para mi alivio, distinguí las figuras de mis dos fieles agentes del KGB, acomodados uno junto a otro en un banco, donde supongo que habrían pasado la velada turnándose para dormitar a ratos.
—¿Hablan inglés?
—Niet.
—Français?
—Niet.
—Deutsch?
—Niet.
—Estoy... muy... borracho. —Sonrisa estúpida y lenta rotación de la mano alrededor de la oreja derecha—. Hotel Minsk, ¿de acuerdo? ¿Conocen el Minsk? ¿Vamos juntos?
Separo los brazos en señal de fraternal pasividad.
Conmigo en el medio y ellos a los lados, avanzamos a paso lento por un bulevar arbolado y a través de calles desiertas hasta el horrendo hotel Minsk. Como aprecio las pequeñas comodidades, había intentado alojarme en uno de los pocos hoteles de Moscú que aceptaban dólares, pero mis anfitriones no quisieron ni oír hablar del tema. Tuve que alojarme en el Minsk, en la suite para visitantes importantes del último piso, con micrófonos antediluvianos instalados de forma permanente y un temible conserje que hacía guardia en el pasillo.
Pero los agentes del KGB también son personas. Y había algo en Muttski y Jeffski, cierta resignación, cierta capacidad de resistencia, que los volvía casi entrañables. Por eso, contra todo pronóstico, me habría gustado acercarme más a ellos en lugar de alejarme. Una noche cené con mi hermano menor Rupert, que en aquellos tórridos tiempos era director de la corresponsalía de The Independent en Moscú, en uno de los primeros restaurantes moscovitas regentados por una cooperativa, es decir, privados. Rupert y yo nos llevamos casi veinte años, pero cuando hay poca luz nos parecemos bastante, sobre todo si el observador está un poco borracho. Rupert había invitado a otros corresponsales en Moscú. Mientras conversábamos y bebíamos, mis dos perseguidores permanecían sentados en su rincón, cabizbajos y desconsolados. Conmovido por su triste situación, le pedí a un mesero, sin mirarlos, que les llevara una botella de vodka. Cuando volví la cabeza hacia ellos, no vi ninguna botella; pero cuando nos despedimos al final de la cena, siguieron hasta su casa al hermano equivocado.
Intentar describir la Rusia de aquella época sin hablar del vodka sería como describir una carrera de caballos sin mencionar a los caballos. Esa misma semana, voy a visitar a mi editor en Moscú. Son las once de la mañana. Su atiborrada oficina del último piso está llena de polvorientos archivadores dickensianos, montones de misteriosas cajas de cartón y manuscritos amarillentos atados con cordel de cáñamo. Al verme entrar, se levanta de un salto de su escritorio y, con un rugido de felicidad, me estrecha contra su pecho.
—¡Tenemos glásnost! —exclama—. ¡Tenemos perestroika! ¡Se acabó la censura, amigo mío! De ahora en adelante, publicaré todos tus libros. ¡Me da igual que sean viejos, nuevos, buenos o espantosos! ¿Escribiste la guía telefónica? ¡Yo la publicaré! ¡Publicaré cualquier cosa, excepto los libros que esos cabrones piojosos de la oficina de censura del Partido me digan que publique!
Con venturosa indiferencia hacia las leyes de Gorbachov sobre consumo de alcohol, recientemente aprobadas, extrae una botella de vodka de un cajón, le arranca el tapón y, para mi desazón, lo arroja alegremente al bote de basura.
Parecía totalmente lógico, en el mundo al otro lado del espejo al que acababa de ingresar, que además de vigilarme, perseguirme y estudiarme con la mayor suspicacia, me trataran como un invitado importante del gobierno soviético. El diario Izvestia publicó mi foto con un pie bastante halagüeño, y fui generosamente agasajado por mis anfitriones del Sindicato de Escritores, cuyos historiales literarios eran en su mayor parte poco conocidos y en algunos casos directamente imaginarios.
Había, por ejemplo, un gran poeta cuyas obras completas consistían en un solo volumen de poesía, publicado treinta años atrás, del que se rumoreaba que había sido escrito por otro poeta, acusado de insurrección y ejecutado por Stalin. Había un hombre viejísimo, de barba blanca y ojos enrojecidos y llorosos, que había pasado medio siglo en los campos de trabajo del Gulag, antes de ser rehabilitado en el marco de la nueva glásnost, o «transparencia». Se las había arreglado para conservar y publicar un diario de sus duras experiencias, grueso como un bloque de hormigón. Tengo el libro en mi biblioteca, pero está en ruso, que no puedo leer. Había auténticos acróbatas literarios, que durante años habían caminado por la cuerda floja de la censura oficial, con alegorías que transmitían mensajes cifrados a los lectores con suficiente vista para interpretarlos. ¿Qué escribirán —me preguntaba yo— cuando los dejen en libertad? ¿Serán los Tolstói y los Lérmontov del mañana? ¿O llevan tanto tiempo retorciendo las esquinas de lo que escriben que ya no son capaces de escribir en línea recta?
En una fiesta al aire libre que se celebró en la colonia de verano de los escritores, en el arbolado suburbio residencial de Peredélkino, los autores que habían obedecido más estrictamente las directrices del Partido parecían un poco decaídos —gracias al advenimiento de la perestroika, la reestructuración política y económica impulsada por Gorbachov— en comparación con los que se habían ganado una reputación de díscolos. Uno de los que pertenecían a este último grupo —según él mismo me informó— era Jan, un borracho que se empeñaba en pasarme un brazo por el hombro mientras me murmuraba al oído en tono conspirativo.
A esa altura de la velada, Jan y yo habíamos hablado de Pushkin, de Chéjov y de Dostoievski, o, mejor dicho, había hablado Jan mientras yo escuchaba. Habíamos entonado alabanzas a Jack London, o, mejor dicho, las había entonado Jan. Entonces me dijo que si de verdad quería saber hasta qué punto era una puta mierda la Rusia del comunismo real, tenía que tratar de enviar un refrigerador de segunda mano desde mi casa de Leningrado hasta la casa de mi abuela en Novosibirsk y ver hasta dónde aguantaba yo con la nevera a cuestas. Convinimos en que era una buena medida del estado de desintegración en que se encontraba la Unión Soviética y nos reímos bastante.
A la mañana siguiente, Jan me llamó al hotel Minsk.
—No digas mi nombre. Reconoces mi voz, ¿verdad?
Sí.
—Anoche te conté un chiste idiota sobre mi abuela, ¿no?
Así es.
—¿Lo recuerdas?
Lo recuerdo.
—No te hice ningún chiste idiota, ¿de acuerdo?
De acuerdo.
—Júralo.
Lo juro.
Pero si había un artista que sin duda iba a superar cualquier restricción que se le impusiera, e incluso a beneficiarse de ellas, ese artista era Ilya Kabakov, que a lo largo de varios decenios había ganado y perdido de manera intermitente el favor de las autoridades soviéticas, hasta el punto de verse obligado a firmar sus ilustraciones con otro nombre. Para visitar el estudio de Kabakov era necesario ser una persona de confianza, había que conocer a alguien y había que seguir a un chico que iluminaba el camino con una linterna a través de un largo sendero de raquíticos tablones sueltos, colocados sobre las vigas de varias buhardillas adyacentes.
Cuando finalmente llegabas, allí estaba Kabakov, exuberante ermitaño y pintor extraordinario, rodeado de las mujeres de su entorno y de admiradores. Y allí, sobre los lienzos, se desplegaba el mundo maravilloso de su autoconfinamiento, parodiado, perdonado, embellecido y universalizado por la mirada amorosa de su insobornable creador.
En la catedral de San Sergio, en Zagorsk, a menudo llamada el Vaticano ruso, vi a ancianas vestidas de negro postrarse sobre las losas del suelo y besar el grueso cristal empañado de las tumbas que albergaban reliquias de santos. En un despacho moderno decorado con impecable mobiliario escandinavo, el representante del archimandrita, exquisitamente vestido, me explicó cómo obraba sus milagros el Dios cristiano con la intermediación del Estado.
—¿Estamos hablando únicamente del Estado comunista? —le pregunto cuando su escenificación alcanza el final previsto—. ¿O también obra milagros Dios a través de cualquier Estado?
Por toda respuesta, me mira con la sonrisa amplia y condescendiente del torturador.
Para visitar al escritor Chinguiz Aitmátov, cuyo nombre, para mi vergüenza, nunca he oído mencionar, mi intérprete británico y yo nos embarcamos en un vuelo de Aeroflot con destino a la ciudad militar de Frunze, ahora Biskek, en el Kirguistán. No nos alojamos en el equivalente del hotel Minsk en Frunze, sino en el lujo de cinco estrellas de una casa de reposo del Comité Central.
Patrullan el perímetro alambrado guardias armados del KGB, con perros. Su función —según nos dicen— es protegernos de los bandoleros que bajan de las montañas. Nadie menciona a los grupos tribales de musulmanes disidentes. Somos los únicos huéspedes de la casa de reposo. En el sótano hay una piscina con sauna excelentemente equipada. Las toallas y las batas tienen diferentes animales bordados. Yo elijo el alce. El agua de la piscina climatizada está a una temperatura perfecta para corredores de bolsa. A cambio de unos pocos dólares norteamericanos, el encargado nos ofrece vodka prohibido, aromatizado con distintos ingredientes, y señoritas de la ciudad. Aceptamos la primera oferta y declinamos la segunda.
De vuelta en Moscú, encontramos la plaza Roja misteriosamente acordonada. Dejamos para otro día nuestro peregrinaje a la tumba de Lenin. Tardamos otras doce horas en averiguar lo que el resto del mundo ya sabe: que un joven aviador alemán llamado Mathias Rust burló las defensas aéreas y terrestres soviéticas y aterrizó con su pequeña avioneta a las puertas del Kremlin, lo que incidentalmente proporcionó a Gorbachov la excusa que buscaba para cesar a su ministro de Defensa y a un grupo de generales que se oponían a sus reformas. No recuerdo ninguna bulliciosa celebración de esa hazaña de la aviación, ni oí accesos de risa mientras la noticia circulaba entre los literatos de Peredélkino. Noté más bien una mayor tensión y un silencio más profundo, como si la habitual aprensión hiciera temer alguna consecuencia violenta e impredecible. ¿Qué vendrá ahora? ¿Un golpe de Estado político, una sublevación militar o —incluso en estos tiempos— una purga de intelectuales indeseables como nosotros?
En la ciudad que aún se llama Leningrado, me reúno con el disidente ruso más distinguido de su generación y uno de los hombres más grandes de Rusia: el físico y Premio Nobel de la Paz Andréi Sájarov, acompañado de su esposa, Elena Bonner. Gorbachov acaba de ponerlo en libertad, dentro del espíritu de la glásnost y con la idea de impulsar la perestroika, después de seis años de exilio interior en Gorki.
Sájarov fue el físico que con su esfuerzo proporcionó al Kremlin su primera bomba de hidrógeno, y el disidente que abrió los ojos una mañana, comprendió que había puesto la bomba en manos de una pandilla de mafiosos y tuvo el coraje de decirlo en voz alta. Mientras charlamos en torno a una mesa redonda, en el único restaurante de la ciudad dirigido por una cooperativa, con Elena Bonner al lado de Sájarov, un enjambre de jóvenes apparatchiks del KGB circula incesantemente a nuestro alrededor, disparando sin descanso los flashes de sus cámaras de los años treinta. La escena resulta particularmente surrealista, porque ni en el restaurante ni en las calles de Rusia se vuelve ninguna cabeza para mirar a Andréi Sájarov, ni tampoco se acerca nadie cautelosamente para estrecharle la mano, por la sencilla razón de que desde su caída en desgracia está prohibido publicar fotografías suyas. Nuestros no-fotógrafos están haciendo fotos de una no-cara.
Sájarov me pregunta si he coincidido alguna vez con Klaus Fuchs, el científico atómico británico y espía soviético, que, tras salir en libertad de una cárcel británica, está viviendo en Alemania del Este.
Le digo que no.
Me pregunta si por casualidad sé cómo lo descubrieron.
Le respondo que conozco al hombre que lo interrogó, pero ignoro cómo fue descubierto. El peor enemigo de un espía es otro espía, le sugiero, señalando con un movimiento de la cabeza el círculo giratorio de falsos fotógrafos. Quizá uno de sus espías le contó a uno de los nuestros lo de Klaus Fuchs. Sájarov sonríe. A diferencia de Bonner, sonríe mucho. Me pregunto si es natural en él o si lo aprendió para desarmar a sus interrogadores. Pero ¿por qué menciona a Fuchs? Me lo pregunto, pero no en voz alta. Quizá porque Fuchs, en la sociedad relativamente abierta de Occidente, eligió el camino de la traición secreta en lugar de dar un paso al frente y proclamar abiertamente sus creencias; mientras que Sájarov, en el Estado policial que acaba de iniciar su agonía mortal, padeció tortura y prisión por defender su derecho a expresarse.
Sájarov cuenta que el agente uniformado del KGB que hacía guardia todos los días delante de su alojamiento en Gorki tenía prohibido establecer contacto visual con sus prisioneros y, por consiguiente, les entregaba todos los días su ejemplar del periódico Pravda pasándoselo por encima del hombro. Aquí lo tienen, pero no me miren a los ojos. Describe cómo leyó las obras completas de Shakespeare de principio a fin. Bonner añade que Andréi ha memorizado largos pasajes de sus dramas, pero no sabe pronunciar las palabras, porque en el exilio nunca oía hablar inglés. Sájarov menciona una noche, después de seis años de exilio, cuando oyeron fuertes golpes en la puerta de su alojamiento. «No abras», le dijo Bonner, pero él abrió.
—Le dije a Elena que no podían hacernos nada que no nos hubieran hecho ya —explica.
Por eso abrió la puerta de todos modos y vio a dos hombres, uno con el uniforme del KGB y otro con peto de trabajo.
—Venimos a instalar el teléfono —dijo el oficial del KGB.
Sájarov se permite una de sus sonrisas traviesas. Dice que no es bebedor —de hecho, es completamente abstemio—, pero añade que la oferta de un teléfono en una ciudad rusa cerrada era tan improbable como una invitación a beber vodka con hielo en medio del desierto del Sáhara.
—No queremos ningún teléfono. Llévenselo —le dijo Bonner al oficial del KGB.
Pero, una vez más, Sájarov la contradijo: «Deja que lo instalen, ¿qué podemos perder?». Entonces instalaron el teléfono, contra la opinión de Bonner.
—Mañana al mediodía recibirán una llamada —les dijo el oficial del KGB antes de marcharse dando un portazo.
Sájarov se expresa con rigor, como hacen los científicos. La verdad está en los detalles. El mediodía llegó y pasó. La una, las dos... Se dieron cuenta de que los dos tenían hambre. Habían dormido mal y no habían desayunado. Hablando a la nuca del guardia, Sájarov le dijo que iba a bajar a comprar pan. Cuando ya se estaba alejando, Bonner lo llamó.
—Es para ti.
Volvió a entrar y contestó el teléfono. Después de pasar por una sucesión de intermediarios que lo trataron con diversos grados de grosería, pudo hablar con Mijaíl Gorbachov, secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética.
—Lo pasado, pasado está —le dice Gorbachov—. El Comité Central consideró su caso y ya puede regresar libremente a Moscú. Su antiguo apartamento lo está esperando. Será readmitido de inmediato en la Academia de Ciencias. Todo está listo para que ocupe el lugar que en toda justicia le corresponde como ciudadano responsable de la nueva Rusia de la perestroika.
Las palabras «ciudadano responsable» sacan a Sájarov de sus casillas. Su idea de un ciudadano responsable —le informó a Gorbachov, supongo que con cierto acaloramiento, aunque cuando me lo contó estaba sonriendo, como siempre— era alguien que obedecía las leyes de su país. En esa ciudad cerrada en concreto —continuó— había internos que nunca habían pasado por un tribunal y algunos ni siquiera sabían por qué estaban allí.
—Le he escrito al respecto y no he recibido ni la más remota señal de una respuesta.
—Hemos recibido sus cartas —respondió Gorbachov en tono conciliador—. El Comité Central las está considerando. Vuelva a Moscú. El pasado quedó atrás. Venga a ayudarnos con la reconstrucción.
Llegado ese punto, Sájarov va muy lanzado, porque le está recitando a Gorbachov la lista de omisiones y negligencias presentes y pasadas del Comité Central, que también ha intentado denunciar en una serie de cartas, sin ningún resultado. Pero, en medio de la diatriba —cuenta—, captó la mirada de Bonner y se dio cuenta de que si seguía mucho tiempo más en la misma vena, Gorbachov iba a decirle: «Bueno, camarada, si eso es lo que piensa, puede quedarse donde está».
De modo que colgó el teléfono. Así, sin más. Sin un simple «Adiós, Mijaíl Serguéyevich».
Entonces se dio cuenta; la sonrisa traviesa es más ancha que nunca e incluso Bonner tiene un brillo pícaro en los ojos:
—Entonces me di cuenta —repite divertido— de que, en mi primera conversación telefónica en seis años, me las había arreglado para colgarle el teléfono al secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética.
Han pasado un par de días. Está previsto que hable ante una asamblea de estudiantes, en la Universidad Estatal de Moscú. En el estrado me acompañan John Roberts, mi intrépido guía e intérprete británico; Volodia, mi guía ruso, que no sé muy bien si lo envió el PEN o el Sindicato de Escritores; y un gris profesor, que me presentó ante el público —con muy poco entusiasmo en mi opinión— como un producto de la nueva glásnost. Tengo la sensación de que, desde su punto de vista, la glásnost estaría mucho mejor sin mí. Ahora está invitando al público a formular preguntas.
Las primeras llegan en ruso, pero el profesor gris las filtra de una manera tan drástica que los estudiantes, ya un poco inquietos, deciden formularlas a gritos en inglés. Hablamos de los escritores que admiro y de los que no. Del espía como producto de la Guerra Fría. Debatimos —con bastante libertad— sobre la moralidad o la falta de moral de delatar a los colegas. El profesor gris considera que ya fue suficiente. Aceptará solamente una pregunta más. Una estudiante levanta la mano. Sí, usted.
La estudiante:
—¿Puede decirme, señor le Carré, qué piensa de Marx y Lenin?
Risas estruendosas.
Respondo:
—Los adoro a los dos.
No creo que haya sido mi mejor respuesta, pero el público la recibe con prolongados aplausos y gritos de júbilo. El profesor gris declara terminado el acto y a mí me secuestran los estudiantes, que me llevan escaleras abajo hasta una especie de sala común, donde me interrogan con gran interés sobre una novela mía que sé con certeza que está prohibida en la Unión Soviética desde hace veinticinco años. ¿Cómo demonios consiguieron leerla?, les pregunto.
—En nuestro club de lectura, por supuesto —responde con orgullo una estudiante, en un dubitativo inglés que aprendió leyendo a Jane Austen, mientras señala el aparatoso monitor de un computadora—. Nuestro equipo tecleó el texto de su libro a partir de un ejemplar ilegal que nos pasó un compatriota suyo. Leímos juntos el libro muchas veces por la noche. Leímos un montón de libros prohibidos de esta manera.
—¿Y si los descubren? —pregunto.
Se echan a reír.
Le hago una visita de despedida a Volodia, mi siempre servicial guía ruso, y a su esposa, Irena, en su apartamento diminuto, y hago de Papá Noel, aunque todavía falta mucho para la Navidad. Son una pareja de talentosos universitarios que viven con lo justo. Tienen dos niñas muy listas. Para Volodia, traje whisky escocés, bolígrafos, una corbata de seda y otros tesoros difíciles de conseguir que compré en las tiendas libres de impuestos de Heathrow; para Irena, jabón inglés, pasta de dientes, medias, pañuelos y todo lo que me aconsejó mi mujer. Para las dos niñas, chocolates y faldas escocesas. Su gratitud me abochorna. No quiero ser esa persona. Ellos tampoco quieren ser esa gente.
Reconstruyendo ahora los encuentros concentrados en aquellas dos breves semanas de 1987 en Rusia, vuelvo a emocionarme por la tristeza de todo aquello, por el tesón y la resistencia de personas supuestamente corrientes que en realidad no eran nada comunes, y por las humillaciones que se veían obligadas a sufrir, ya fuera en las colas para comprar los artículos más básicos, o cuando atendían sus necesidades o las de sus hijos, o cuando tenían que morderse la lengua para no cometer una indiscreción fatal. Paseando por la plaza Roja con una anciana mujer de letras, poco después del imprevisto aterrizaje de Mathias Rust, tomé una foto de los centinelas que guardaban la tumba de Lenin, solamente para ver cómo se ponía pálida mi acompañante mientras me susurraba que ocultara la cámara.
Lo que más teme la mente colectiva de Rusia es el caos; lo que más anhela, la estabilidad, y lo que más aprensión le causa, el futuro incierto. ¿Y cómo iba a ser de otra manera en una nación que perdió veinte millones de almas con los verdugos de Stalin y otros treinta millones con los de Hitler? ¿Realmente iba a ser mejor la vida después del comunismo que todo aquello que habían conocido hasta entonces? Ciertamente, cuando adquirían confianza o suficiente audacia, los artistas y los intelectuales hablaban con pasión de las libertades que muy pronto —tocaban madera— disfrutarían. Pero entre líneas tenían sus reservas. ¿Cuál sería su situación en la nueva sociedad que se avecinaba? Si habían gozado de privilegios con el Partido, ¿cómo iban a reemplazarlos? Si habían sido escritores aprobados por el Partido, ¿quién iba a aprobarlos en un mercado libre? Y si habían caído en desgracia, ¿les iría mejor en el nuevo sistema?
En 1993, volví a Rusia con la esperanza de averiguarlo.