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SANGRE Y CODICIA

En años recientes, he adquirido una aversión infantil a leer cualquier cosa que la prensa publique sobre mí, ya sea buena, mala o regular. Pero a veces se filtra algo a través de mis defensas, como sucedió una mañana de otoño en 1991, cuando abrí The Times y me saludó desde sus páginas mi propia cara enfadada. Por mi amargada expresión, supe de inmediato que el texto que acompañaba la imagen no podía ser amable. Los editores fotográficos saben lo que hacen. Un teatro de Varsovia que luchaba por subsistir —leí— estaba celebrando su libertad poscomunista con el montaje de una versión teatralizada de El espía que surgió del frío. Pero el codicioso le Carré [en la foto] exigía nada menos que ciento cincuenta libras esterlinas por cada función. «El precio de la libertad, suponemos.»

Miré otra vez la fotografía y vi exactamente al tipo de individuo que va por ahí rapiñando las ganancias de teatros polacos que luchan por subsistir. Evidente codicia irrefrenable. ¡Bastaba mirar esas cejas! A esas alturas, ya se me había atravesado el desayuno.

Mantén la calma y llama a tu agente. La primera vez no lo consigo; la segunda, sí. Mi agente literario se llama Rainer. Con una voz que un novelista describiría como trémula, le leo el artículo. ¿Acaso él no habrá...?, le sugiero con delicadeza. ¿Será posible, será mínimamente imaginable, que quizá en esta única ocasión se haya excedido un poco en la defensa de mis intereses?

Rainer es tajante. Todo lo contrario. Como los polacos aún están convalecientes, después del colapso del comunismo, ha sido más que benévolo con ellos. Para demostrarlo, me recita las condiciones que negoció con el teatro polaco. No les estamos cobrando ciento cincuenta libras por función —me asegura—, sino unas míseras veintiséis libras, la tarifa mínima, ¿o acaso se me olvidó? Sí, a decir verdad, se me había olvidado. Y, además, les hemos cedido los derechos de forma gratuita. En pocas palabras, un trato de favor, David, una mano tendida a un teatro polaco en tiempos difíciles. «Fantástico», respondo, desconcertado y sintiéndome arder de ira por dentro.

Mantén la calma y llama al director de The Times. Es un hombre cuya vida y obra he llegado a admirar en gran medida desde entonces, pero en 1991 aún no conocía sus virtudes. Su respuesta no fue reconfortante, sino más bien altanera e incluso indignante. Dice que no ve nada malo en el artículo y que, en su opinión, un hombre en mi afortunada situación debería estar preparado para recibir las críticas con resignación. No pienso aceptar sus consejos sin más, pero ¿a quién puedo dirigirme?

¡Claro! ¡Al propietario del periódico, Rupert Murdoch, mi viejo amigo!

Bueno, no exactamente amigo. Había coincidido un par de veces con Murdoch, pero dudaba que él lo recordara. La primera fue en el restaurante Boulestin, a comienzos de los años setenta, cuando yo estaba comiendo con el agente literario que tenía en aquella época y apareció Murdoch. Mi agente hizo las presentaciones y Murdoch bebió con nosotros un dry martini. Tenía exactamente mi edad. Su guerra a muerte con los sindicatos de impresores de Fleet Street se estaba volviendo cada vez más flamígera. Hablamos un poco al respecto y entonces yo le pregunté de manera casual —quizá fue el martini hablando por mi boca— por qué había roto con la tradición. En los viejos tiempos —le dije en tono ligero—, los británicos pobres zarpaban hacia Australia en busca de fortuna. Pero ahora un australiano que ni siquiera era pobre había venido a Gran Bretaña a buscar la suya. ¿Qué había podido fallar? Fue una pregunta idiota en el mejor de los casos, pero Murdoch aprovechó la oportunidad.

—Le diré por qué —replicó—. ¡Porque de aquí para arriba ustedes los británicos no tienen nada más que estopa!

Y combinó sus palabras con el gesto de cortarse el cuello, para indicar claramente a partir de dónde estábamos hechos de estopa.

En nuestro segundo encuentro, que tuvo lugar en una casa particular, expuso ante los presentes, con la mayor franqueza, su opinión negativa sobre la nueva Rusia postsoviética. Al final de la velada, me dio generosamente su tarjeta, donde figuraban su número de teléfono, su fax y su dirección particular. Podía llamarlo sin problema en cualquier momento y el teléfono sonaría justo sobre su escritorio.

Mantén la calma y envíale un fax a Murdoch. Mis condiciones son tres, le escribo: número uno, una disculpa publicada en un lugar destacado de The Times; número dos, un sustancioso donativo al teatro polaco que lucha por subsistir; y número tres —¿seguiría todavía el dry martini hablando por mi boca?—, comer juntos un día de éstos. A la mañana siguiente, su respuesta yacía en el suelo, junto a mi aparato de fax: «Acepto sus condiciones. Rupert».

En aquella época, el grill del Savoy tenía una especie de planta superior para magnates, con bancos de terciopelo rojo en forma de herradura, donde en tiempos más pintorescos los caballeros adinerados debían de agasajar a sus damas. Le susurro el nombre de Murdoch al maître y me conduce a uno de los reservados. Llegué antes de tiempo. Murdoch acude a la hora exacta.

Es más pequeño de lo que recordaba, pero más beligerante, y ha adquirido el paso apresurado y el ligero corcoveo de la pelvis con que los grandes hombres de negocios se adelantan entre sí, con las manos extendidas, para las cámaras. El ángulo de la cabeza en relación con el cuerpo es más pronunciado de lo que recordaba, y cuando entrecierra los ojos en una de sus radiantes sonrisas tengo la extraña sensación de que está haciendo puntería.

Nos sentamos uno frente al otro. Me fijo —¿y cómo no hacerlo?— en la inquietante colección de anillos que adornan su mano izquierda. Pedimos la comida e intercambiamos un par de banalidades. Rupert dice que siente mucho lo que publicaron sobre mí. Los británicos —dice— escriben muy bien, si bien no siempre saben de lo que hablan. Le digo que no se preocupe y le agradezco su caballerosa reacción. Pero ya está bien de trivialidades. Me está mirando a los ojos y la sonrisa radiante se ha desvanecido.

—¿Quién mató a Bob Maxwell? —pregunta en tono perentorio.

Robert Maxwell, para los que tengan la suerte de no recordarlo, fue un magnate de la prensa de origen checo que llegó a ser parlamentario británico y presunto espía al servicio de varios países, entre ellos Israel, la Unión Soviética y Gran Bretaña. En su juventud, como miembro de los combatientes checos por la libertad, participó en los de­sem­bar­cos de Normandía y más tarde se ganó el ingreso en la escala de oficiales del ejército británico, así como una condecoración. Después de la guerra, trabajó para el Fo­reign Office en Berlín. Era además un mentiroso y un canalla de proporciones colosales, que saqueó el fondo de pensiones de sus propias empresas por un importe de cuatrocientos cuarenta millones de libras y contrajo deudas por valor de cuatro mil millones, que no podía pagar de ninguna manera. En noviembre de 1991, fue hallado muerto en el mar, junto a la costa de Tenerife, aparentemente después de caer por la borda de su lujoso yate privado, bautizado con el nombre de su hija.

Enseguida proliferaron las teorías conspirativas. Para algunos, era un caso claro de suicidio de un hombre entrampado por sus propios delitos; para otros, se trataba de un asesinato, ordenado por una de las diversas agencias de inteligencia para las que supuestamente había trabajado. Pero ¿cuál de ellas era la verdad? No sé qué le hizo pensar a Murdoch que yo podía conocer la respuesta a esa pregunta mejor que cualquier otra persona, pero intenté responderla lo mejor que pude.

Bueno, Rupert, si suponemos que no fue suicidio, entonces diría que probablemente fueron los israelíes.

—¿Por qué?

He oído los rumores que circulan, como todo el mundo. Los regurgito.

Maxwell, agente de la Inteligencia israelí durante mucho tiempo, estaba chantajeando a sus antiguos patrones; habría negociado con Sendero Luminoso en Perú y les habría ofrecido armas israelíes a cambio de cobalto, de importancia estratégica; después, habría amenazado a los israelíes con revelarlo todo a menos que le pagaran.

Pero Rupert Murdoch ya se levantó de la mesa. Me estrecha la mano y dice que ha sido un placer volver a verme. Quizá está tan abochornado como yo, o tal vez solamente aburrido, porque ya se marcha de la sala a paso firme. Y ya se sabe que los grandes hombres no pagan la cuenta; se la dejan a los demás. Duración estimada del almuerzo: veinticinco minutos.

Pero hoy pienso que ojalá hubiéramos comido juntos un par de meses más tarde, porque entonces habría tenido una teoría mucho más interesante que ofrecerle acerca de la muerte de Bob Maxwell.

Estoy en Londres, escribiendo sobre la nueva Rusia, y quiero conocer a algunos de los occidentales oportunistas que se han sumado a la fiebre del oro. Alguien me dijo que Barry es el hombre que busco y ese alguien está en lo cierto. Tarde o temprano aparece un Barry y, cuando lo encuentras, lo mejor que puedes hacer es pegarte a él como una lapa. Tu amigo A te remite a su amigo B, que sintiéndolo mucho no puede ayudarte, pero piensa que quizá su amigo C sí que podría echarte una mano. C no puede, pero casualmente D está en la ciudad, ¿por qué no lo llamas y le dices que vas de parte de C? Aquí tienes el teléfono de D. Y, de repente, estás en la misma sala que el hombre que buscas.

Barry nació en el East End de Londres, pero ha triunfado en el West End. Inclasificable socialmente, habla a toda velocidad y le hace gracia conocer a un escritor, aunque no lee un libro a menos que lo obliguen. Tiene fama de ganar fortunas muy deprisa y sin esfuerzo, y de hecho tiene conocimientos bastante más que teóricos sobre la manera de hacer negocios enormemente rentables en una Unión Soviética en rápida desintegración. Por todo eso —me cuenta—, Bob Maxwell lo llamó un día y le dijo —como sólo podía decir Bob— que saliera corriendo para su oficina ya mismo y le enseñara a ganar una fortuna en Rusia en menos de una semana, porque de lo contrario se iba a hundir en la mierda.

Sí, casualmente Barry está libre a la hora del almuerzo, David. Así que, Julia, cariño, cancela todas mis citas de esta tarde, porque David y yo vamos a comer en el Silver Grill. Llama a Martha y dile que nos reserve una mesa para dos en un rincón bonito y discreto.

Y lo que realmente es importante recordar, David —me insiste Barry con expresión grave, primero en el taxi y después ante un buen entrecot hecho a su gusto—, es la fecha en la que Bob Maxwell hace esa llamada. Es julio de 1991, cuatro meses antes de que su cadáver apareciera flotando en el mar. ¿Lo entiendes? Porque si no, no vas a entender el resto. Muy bien. Empiezo.

—Mijaíl Gorbachov me pertenece —le anuncia Robert Maxwell a Barry en cuanto se encuentran sentados frente a frente en el grandioso despacho de Maxwell en el último piso—. Y lo que quiero que hagas, Barry, es que te metas en ese yate [se refería al Lady Ghislaine, del que caería Max para encontrar la muerte, si es que no estaba muerto ya cuando cayó], que te quedes tres días a bordo, como máximo, y que después vengas a verme con una propuesta. Y ahora lárgate.

Naturalmente, también habría un buen pellizco para Barry, o de lo contrario no se habría sentado a hablar, ¿no? Una retribución por sus reflexiones, más un porcentaje sobre los beneficios cuando los hubiera. No acepta la invitación al yate, porque los yates no son lo suyo, pero hay un lugar en el campo adonde le gusta ir a pensar, y veinticuatro horas más tarde, y no los tres días establecidos por Bob, vuelve al despacho del último piso con su propuesta. O, mejor dicho, con tres propuestas, todas ellas ganadoras, con beneficios muy altos garantizados, aunque no necesariamente con la misma rapidez en los tres casos.

En primer lugar, Bob —le dice a Maxwell—, el petróleo, lo más evidente. Si Gorby pudiera deslizarte una sola de las concesiones estatales que pronto se licitarán en el Cáucaso, entonces tú podrías subastarla entre los peces gordos del petróleo, o alquilar los pozos a cambio de regalías. En cualquier caso, las ganancias serían realmente impresionantes, Bob...

¿Y el inconveniente? —lo interrumpe Maxwell—. ¿Cuál es el maldito inconveniente?

La parte negativa, para ti, Bob, es el tiempo, que según me has dicho es tu principal problema. Un contrato para la explotación de pozos de petróleo no se firma de la noche a la mañana, ni siquiera con tu amigo en el Kremlin moviendo los hilos, así que no tendrías nada que subastar al menos durante...

No me interesa. Siguiente propuesta.

Mi siguiente propuesta es la chatarra, Bob, y no te estoy proponiendo que vayas con un carro por la calle principal, pregonando que recoges hierro y toda clase de metales. Te estoy hablando del mejor metal, de montañas de metal de primerísima calidad, producido en grandes cantidades, sin la menor consideración por el costo, por una economía dirigida que se había vuelto loca: estacionamientos enteros llenos de carros de combate oxidados, armas, fábricas destartaladas, centrales térmicas clausuradas y todo el resto de la basura que han dejado los planes quinquenales, los planes septenales y la falta absoluta de planes. Pero en tu mercado mundial, Bob, todo eso no es basura, sino valiosa materia prima esperando a que llegue alguien como tú. Y todo ese metal no tiene por qué pertenecerle a nadie más que a ti. Le harás un gran favor a Rusia si la libras de la chatarra. Una bonita carta de nuestro amigo en el Kremlin dándote las gracias por la molestia, un par de llamadas a gente que conozco en el sector del metal, y ya está.

¿Dónde está el inconveniente?

¿El inconveniente para ti, Bob? El costo de la recolección. Tu alto grado de visibilidad personal, en un momento de tu vida en el que el mundo entero te está mirando. Porque tarde o temprano alguien de allí se preguntará: ¿por qué está haciendo la limpieza Bob Maxwell, y no un buen ciudadano ruso?

Entonces Maxwell pregunta con impaciencia cuál es la tercera propuesta de Barry. Y Barry se lo dice: la sangre, Bob.

—La sangre, Bob —le dice Barry a Robert Maxwell—, es una mercancía muy valiosa en cualquier mercado. Pero la sangre rusa, convenientemente extraída y comercializada, es una auténtica mina de oro. El ciudadano ruso es un patriota. Cuando oye en la radio o en la televisión, o lee en su periódico ruso, que ha habido una tragedia nacional, ya sea una pequeña guerra en algún sitio, un descarrilamiento de trenes, un accidente de aviación, un terremoto, una explosión en un gasoducto, o una bomba terrorista en un mercado, el ciudadano ruso no se queda sentado, sino que sale disparado hacia el hospital más cercano para donar sangre. La dona, Bob. La regala. Como el buen ciudadano que es. Millones de litros de sangre. Los rusos hacen cola, esperan silenciosamente su turno como es su costumbre y donan su sangre. Lo hacen por pura bondad de sus corazones rusos. Gratis.

Barry hace una pausa mientras se come su entrecot, por si tengo alguna pregunta, pero no se me ocurre ninguna, quizá porque tengo la escalofriante sensación de que ya no está intentando convencer a Robert Maxwell, sino a mí mismo.

—Así pues, dado que hay un suministro ilimitado de sangre rusa, gratuita en origen —prosigue Barry, pasando a la parte logística de la propuesta—, ¿qué más necesitas? Como estamos hablando de Rusia, la organización será probablemente tu principal preocupación. El servicio de extracciones ya está en pie, por lo que dispones de recolección, pero tendrás que mejorarlo. También habrá que pensar en la distribución. Hay almacenes refrigerados en toda Rusia, pero tendrás que aumentar la capacidad. Depósitos más grandes y mejores, y más cantidad de almacenes. ¿Quién financia la operación? ¡El Estado soviético, o lo que queda de él! El Estado soviético, por puro altruismo, mejorará y modernizará en todo el país el servicio de donaciones de sangre, algo muy necesario desde hace tiempo, y el bueno de Gorby se felicitará a sí mismo por hacerlo. El erario soviético financiará la operación centralizadamente y cada república enviará un porcentaje acordado de las extracciones a un banco de sangre central —en Moscú, cerca de un aeropuerto—, como retribución por la financiación. ¿Qué hace oficialmente con la sangre el banco central de Moscú? La destina a megaemergencias inespecíficas a escala nacional. ¿Qué haces con la sangre? Tienes un parque de Boeings 747 con cámaras refrigerantes que van y vienen todo el tiempo entre los aeropuertos Sheremétievo y Kennedy. No es necesario comprarlos. Yo te los alquilo a través de mis contactos. Mandas la sangre a Nueva York y, durante el vuelo, unos técnicos de laboratorio la analizan para ver si tiene sida. Conozco justo a los chicos que necesitas. ¿Tienes idea de lo que se está pagando en el mercado mundial por un litro de sangre caucásica, negativa para el sida? Te lo diré...

¿Y cuál es el inconveniente, Barry? En esta ocasión no es Maxwell quien pregunta, sino yo, y Barry ya está negando con la cabeza.

—No hay ningún inconveniente, David. Esa sangre habría funcionado como un reloj. Incluso me sorprendería que no estuviera funcionando ahora mismo para algún otro.

¿Y por qué no funcionó para Bob?

La fecha, David, ¿recuerdas? Barry se refiere a la importantísima fecha de la que me advirtió al principio de la historia.

—Verano de 1991, ¿recuerdas? La presidencia de Gorby pende de un hilo, el Partido se está abriendo por las costuras y Yeltsin se la tiene jurada. Cuando llega el otoño, las repúblicas claman independencia y nadie se plantea enviar sangre a Moscú. Probablemente, estarán pensando que ya va siendo hora de que Moscú les envíe algo a ellos, para variar.

¿Y tu amigo Bob?, pregunto.

—Bob Maxwell no estaba ciego, ni tampoco era estúpido, David. Cuando se dio cuenta de que Gorby estaba acabado, supo que la sangre había quedado descartada y que su última oportunidad se había evaporado. Si hubiera aguantado un mes más, habría visto la desintegración de la Unión Soviética y a Gorbachov hundirse con el barco. Bob sabía que el juego había terminado, así que sencillamente se largó.

En la novela que escribí después, usé la idea de Barry de comercializar la sangre rusa, pero no resultó tan impresionante como esperaba, quizá porque nadie se suicidaba por su causa.

Pero he aquí un colofón de aquella comida de veinticinco minutos con Rupert Murdoch en el grill del Savoy. Uno de los antiguos asistentes de Murdoch, al escribir acerca de la actuación de su anterior patrón ante la comisión del Parlamento británico que investigaba las escuchas telefónicas efectuadas por uno de sus periódicos, contó que los asesores de Murdoch le habían aconsejado que se quitara la colección de anillos de oro de la mano izquierda antes de anunciar a su audiencia, con voz quebrada, que nunca se había sentido tan humilde como ese día.