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LOS OSOS MÁS GRANDES DEL BOSQUE

He conocido a dos directores del KGB a lo largo de mi vida y los dos me cayeron bien. El primero en ocupar el cargo, antes de que el KGB perdiera el nombre, pero no las manchas, fue Vadim Bakatin. Alguien muy listo dijo una vez que los servicios de inteligencia son como la instalación eléctrica de una casa: llega un nuevo propietario, pulsa el interruptor y se encienden otra vez las mismas luces de siempre.

Corre el año 1993. Vadim Bakatin, director del extinto KGB, jubilado, dibuja flechas rotas en su bloc de notas. Tienen bonitas plumas en la punta y las varas son largas y esbeltas, pero a mitad de camino se tuercen en ángulo recto y se convierten en flechas bumerán, con cada extremo apuntando en direcciones opuestas, siempre fuera de la página. Las dibuja sentado a la mesa de la sala de reuniones de mi editor ruso, con la espalda de centurión encorvada y la cabeza rígidamente hundida entre los hombros, como para una inspección ceremonial. Reforma Fund —reza el lado en inglés de su tarjeta de visita mal impresa—. «Fondo Internacional para las Reformas Sociales y Económicas.»

Es un hombre corpulento, pelirrojo y de aspecto nórdico, con sonrisa triste y manos hábiles de piel manchada. Nacido y criado en Novosibirsk, es ingeniero de profesión y en el pasado fue director de Obras Públicas, miembro del Comité Central del Partido Comunista y ministro del Interior. En 1991, para su sorpresa aunque no para su alegría, Mijaíl Gorbachov le puso en las manos un cáliz envenenado: dirigir el KGB y limpiarlo a fondo.

Escuchándolo hablar, imagino perfectamente lo que impulsó a Gorbachov a ofrecerle el cargo: la evidente decencia de Bakatin, una decencia profunda y tenaz que se manifiesta en silencios incómodos mientras sopesa una pregunta, para ofrecer una respuesta cuidadosamente meditada.

—Mis recomendaciones no encontraban mucho eco en el KGB —comenta, al tiempo que dibuja otra flecha. Y como si se le acabara de ocurrir, añade—: No fue un encargo sencillo.

Quiere decir que no era fácil la tarea de entrar una mañana de verano en el cuartel general del KGB, en la plaza Dzerzhinski, purgarlo de sus tendencias autocráticas y convertirlo en un servicio de espionaje nuevo, saneado y socialmente responsable, capaz de servir a la Rusia reconstruida y democrática con la que soñaba Gorbachov. Bakatin sabía desde el principio que iba a ser muy complicado. Pero nadie puede decir hasta qué punto lo sabía. ¿Era consciente de que el KGB era una eficiente cleptocracia, que ya se había embolsado una buena porción de las divisas y las reservas de oro del país y las había enviado al extranjero? ¿Sabía que sus dirigentes eran carne y uña con los capos del crimen organizado? ¿Y que muchos eran estalinistas de la vieja guardia que veían a Gorbachov como el Gran Destructor?

Independientemente de lo que Bakatin supiera o dejara de saber, llevó a cabo un acto de absoluta glásnost, único en la historia de los servicios de inteligencia de todo el mundo. Unas semanas después de asumir el cargo, entregó a Robert Strauss, embajador de Estados Unidos en Rusia, un diagrama de todos los micrófonos instalados por el equipo de escuchas del KGB en la estructura del nuevo edificio destinado a reemplazar a la antigua embajada, junto con los correspondientes manuales para el usuario. Según Strauss, fue un gesto realizado «incondicionalmente, como muestra de cooperación y buena voluntad». Según los rumores que circulaban en Moscú, cuando los norteamericanos terminaron de extraer todos los dispositivos del KGB de las paredes, el edificio estuvo a punto de derrumbarse.

—Con los técnicos nunca se sabe —me confía Bakatin con seriedad—. Le dije a Strauss que era lo máximo que había podido sacarles.

Como recompensa por ese valeroso acto de transparencia y apertura, se ganó la furia de la organización que dirigía. Surgieron gritos de traición, su cargo fue abolido durante una breve temporada bajo el gobierno de Boris Yeltsin y el KGB quedó dividido en varios departamentos; pero resucitó poco después, con más poder y con un nombre diferente, bajo la dirección de Vladimir Putin, que había salido a su vez de las filas del antiguo KGB.

Sin dejar de trazar sus flechas rotas, Vadim Bakatin reflexiona en voz alta sobre el espionaje. Los que lo hacen como medio de vida son personas obsesivas que han perdido el contacto con la vida normal, afirma. Él entró y salió del mundo del espionaje siendo un novato.

—Usted sabe mucho más que yo al respecto —añade de repente, levantando la vista.

—Pero eso no es cierto —protesto—. Yo también soy un novato. Trabajé en esto cuando era joven y lo dejé hace treinta años. Desde entonces, vivo de mi imaginación.

Dibuja una flecha.

—Es un juego —dice.

¿Quiere decir que es un juego lo que yo hago? ¿O el espionaje? Niega con la cabeza, como dando a entender que da lo mismo. De pronto, sus preguntas se convierten en el clamor desconcertado de un hombre al que le han arrebatado sus convicciones. ¿Adónde va el mundo? ¿Hacia dónde se dirige Rusia? ¿Dónde está el punto medio, la vía humanitaria entre el capitalismo y los excesos del socialismo? Él es socialista, dice. Así lo educaron.

—Desde niño me enseñaron a creer que el comunismo era el único camino recto para la humanidad. Sí, de acuerdo, las cosas se torcieron. El poder cayó en malas manos y el Partido tomó decisiones erradas. Pero todavía creo que éramos la fuerza moral para el bien del mundo. ¿Qué somos ahora? ¿Dónde está la fuerza moral?

Sería difícil encontrar dos hombres más opuestos: el introspectivo y tenaz Bakatin, ingeniero de Novosibirsk, y el georgiano Yevgueni Primakov, medio judío, hijo de una doctora y un perseguido político, arabista, hombre de Estado, académico y —después de medio siglo al servicio de un sistema que no se ha caracterizado precisamente por su blandura con los que caen en desgracia— maestro en el arte de la supervivencia.

A diferencia de Bakatin, Yevgueni Primakov estaba altamente cualificado para dirigir el KGB o cualquier otro servicio de inteligencia de gran importancia. Siendo un joven agente de campo soviético con el nombre en clave de Maksim, había espiado en Oriente Medio y en Estados Unidos, a veces como corresponsal de Radio Moscú y otras como enviado de Pravda. Pero, incluso mientras estaba trabajando sobre el terreno, continuó su ascenso en las filas científicas y políticas del poder en la Unión Soviética. Y cuando la potencia soviética se derrumbó, Primakov siguió siendo importante. Por eso a nadie le sorprendió que, tras cinco años al frente del Servicio de Inteligencia Exterior de Rusia, lo promovieran a ministro de Asuntos Ex­teriores. Siendo ya ministro, llegó un día a Londres para tratar temas de la OTAN con su homólogo británico, Malcolm Rifkind.

Esa misma noche, nos convocaron sin previo aviso a mi mujer y a mí para que fuéramos a cenar con él y con su esposa en la embajada rusa, en Kensington Palace Gardens. Por la mañana, mi agente había recibido una llamada urgente del despacho privado de Rifkind: nuestro ministro de Exteriores solicitaba uno de mis libros firmados para regalárselo a su colega ruso, Yevgueni Primakov.

¿Un libro en particular o uno cualquiera?, le preguntó mi agente.

La gente de Smiley. ¡Y cuanto antes!

No suelo tener grandes cantidades de mis libros a mano, pero conseguí localizar un ejemplar de tapa dura de La gente de Smiley en un estado razonable. Sin duda, por motivos de la economía nacional, la oficina de Rifkind no había dicho nada de enviar un mensajero, de manera que me ocupé de llamar uno, hice un paquete con el libro, lo dirigí a la atención de Rifkind en el Foreign Office y lo despaché.

Un par de horas más tarde, me llaman otra vez del despacho privado del ministro. ¿Dónde está el libro? ¡Por amor de Dios! ¿Qué pasó? Mi mujer llama rápidamente al servicio de mensajería. El paquete en cuestión fue entregado en el Foreign Office a tal y tal hora, previa firma del correspondiente recibo por parte del destinatario, le dicen. Transmitimos la información al despacho privado del ministro. Se habrá quedado retenido en la maldita seguridad, contestan. Ahora mismo lo comprobamos. Lo comprobaron. El libro, presumiblemente tras ser olfateado, sacudido y radiografiado, es arrancado de las garras de la maldita seguridad, y quizá Rifkind añade su firma a la mía, junto con un par de líneas de cordialidad entre colegas, de ministro a ministro. Pero nunca lo sabremos con certeza, porque ni mi agente ni yo volvimos a tener noticias de Rifkind ni del despacho privado del ministro.

Hora de vestirse y de llamar un taxi. Mi mujer compró una planta de orquídeas blancas para nuestra anfitriona, la esposa del embajador de Rusia, y yo llené un maletín con libros y cintas de video para Primakov. Nuestro taxi se detiene delante de la embajada de Rusia. No hay ninguna luz encendida. Como tengo obsesión por la puntualidad, llegamos con un cuarto de hora de antelación. Pero hace una noche estupenda y hay un coche rojo de la policía diplomática estacionado unos cuantos metros más adelante.

Buenas noches, agentes.

Buenas noches, señores.

Tenemos un pequeño problema. Vamos a cenar en la embajada de Rusia, pero llegamos un poco temprano y tenemos estos regalos para nuestros anfitriones. ¿Podríamos dejarlos a su cuidado mientras damos un paseo por el parque de Kensington Palace?

Claro que sí, pero en nuestro coche no. Déjelos en la acera y nosotros los vigilaremos.

Depositamos nuestros paquetes en el suelo, nos vamos a dar nuestro paseo, regresamos y los recogemos, ya que de momento no han hecho explosión. Subimos los peldaños de la embajada. Se abre la puerta y nos inunda un repentino torrente de luz. Hombres gigantescos, vestidos de traje, observan nuestros paquetes con cara de pocos amigos. Uno de ellos se apodera de las orquídeas mientras otro rebusca dentro de mi maletín. Nos hacen pasar al espléndido salón. Está vacío. Me asaltan recuerdos inapropiados. Cuando tenía poco más de veinte años y era un joven y ambicioso espía al servicio de los intereses británicos, asistí a una serie de horrendas reuniones por la amistad anglosoviética en esa misma sala, en las cuales los cazatalentos del KGB, excesivamente amistosos, me llevaban al piso de arriba a ver El acorazado Potemkin por enésima vez y me sometían a amables interrogatorios sobre mi vida, mis orígenes, mis novias, mis preferencias políticas y mis aspiraciones, todo ello con la vana esperanza por mi parte de ser objeto de una oferta de sus servicios de inteligencia, para adquirir a los ojos de mis jefes británicos la codiciada categoría de doble agente. No ocurrió nunca, lo que no debería sorprender a nadie, dada la escala de la penetración soviética en nuestros servicios de inteligencia en aquella época. O también es posible que yo no les cayera bien y eso tampoco me sorprendería.

En aquella época, había un bar diminuto en un rincón de esa hermosa sala, donde servían vino caliente a cualquier camarada con suficiente fuerza para abrirse paso entre la multitud. Aún sigue allí y hoy lo atiende una bábushka de unos setenta años.

—¿Quiere beber?

—Sí.

—¿Qué quiere?

—Whisky, por favor. Dos.

—¿Escocés?

—Sí, escocés.

—¿Quiere dos? ¿Para ella también?

—Sí, por favor. Con soda y sin hielo.

—¿Agua?

—Sí, con agua estará bien.

Pero apenas bebemos un sorbo cuando se abren las puertas de par en par y entra Primakov, flanqueado por su esposa y la del embajador de Rusia. Detrás vienen el propio embajador y un séquito de hombres bronceados de aspecto importante con trajes ligeros. Primakov se detiene ante mí, compone una sonrisa cómica y señala mi vaso con un dedo acusador.

—¿Qué está bebiendo?

—Whisky.

—Ahora está en Rusia. Beba vodka.

Le devolvemos a la bábushka nuestros whiskies casi sin tocar, nos unimos al grupo y, a paso de infantería ligera, nos dirigimos al elegante comedor prerrevolucionario. Una sola mesa larga, iluminada con candelabros. Me siento donde me indican, a un metro de Primakov, al otro lado de la mesa. Mi mujer está dos puestos más allá, del mismo lado que yo, y parece mucho más tranquila de lo que yo me siento. Meseros de anchos hombros llenan nuestras copas de vodka hasta el borde. Sospecho que Primakov ya tomó el aperitivo. Está muy alegre y ocurrente. Su mujer está sentada a su lado. Rubia, estonia y doctora en Medicina, es hermosa e irradia un fulgor maternal. Al otro lado, se sienta su intérprete, pero Primakov prefiere expresarse en su propio inglés vigoroso, con alguna ayuda ocasional.

Mientras tanto, me he enterado de que los hombres de aspecto importante y trajes ligeros son embajadores rusos en distintos países de Oriente Medio, convocados a Londres para una conferencia. Mi mujer y yo somos los únicos comensales no rusos.

—Llámame Yevgueni y yo te llamaré David —me anuncia Primakov.

La cena comienza. Cuando habla Primakov, los demás guardan silencio. Habla por accesos repentinos, después de pensar mucho, y consulta con su intérprete cuando se bloquea con una palabra. Como la mayoría de los intelectuales rusos que he conocido, no tiene tiempo para la charla intrascendente. Sus temas de la noche son, en el siguiente orden, Sadam Husein, el presidente George Bush padre, la primera ministra Margaret Thatcher y sus propios esfuerzos inútiles para detener la Guerra del Golfo. Es un comunicador ágil y brillante, con mucho encanto. Su mirada atrapa. De vez en cuando, hace una pausa, me mira con expresión radiante, levanta la copa y propone un brindis. Yo levanto la mía, le devuelvo la sonrisa y brindo. Probablemente, hay un mesero con una botella de vodka para cada comensal, o por lo menos hay uno para mí. La primera vez que fui a Rusia, un amigo me aconsejó que, en caso de verme enredado en uno de esos maratones de brindis, me mantuviera fiel al vodka y no se me ocurriera mezclarlo con el mortífero sekt (champán) de Crimea. Nunca le agradeceré suficientemente su consejo.

—¿Recuerdas la Operación Tormenta del Desierto, David? —me pregunta Primakov.

Sí, Yevgueni, la recuerdo. Tormenta del Desierto.

—Sadam era amigo mío, David. ¿Sabes lo que quiero decir?

Sí, Yevgueni, creo que en este contexto entiendo lo que significa que fueras su amigo.

—Sadam me llama por teléfono —rememora con creciente indignación—. «Yevgueni, ayúdame a salvar la imagen. Sácame de Kuwait», me dice.

Me concede tiempo para que comprenda la importancia de esa llamada. Gradualmente, lo voy entendiendo. Me está diciendo que Sadam Husein le pidió que persuadiera a George Bush padre de que lo dejara sacar sus tropas de Kuwait con dignidad —salvando su imagen—, lo que habría anulado la necesidad de una guerra entre Estados Unidos e Iraq.

—Entonces llamo a Bush —prosigue poniendo un indignado énfasis en el nombre—. Ese hombre es... —Sigue una tensa discusión con el intérprete. Si Primakov tiene en la punta de la lengua un término más fuerte para describir a George Bush padre, al final se contiene—. Es un hombre muy poco cooperativo —declara a su pesar, permitiéndose una mueca de ira—. Entonces vengo a Inglaterra —prosigue—. A Gran Bretaña, a ver a su Thatcher. Voy a verla en...

Otra nerviosa consulta con el intérprete, y en esta ocasión distingo la palabra rusa dacha, que es más o menos la única que conozco en ese idioma.

—En la residencia de verano de Chequers —dice el intérprete.

—Voy a verla en Chequers. —Levanta una mano para imponernos silencio, pero todos los presentes estamos guardando el silencio más absoluto—. Y esa mujer me sermonea durante una hora. ¡No van a hacer nada porque ellos quieren la guerra!

Pasa de la medianoche cuando mi mujer y yo bajamos los peldaños de la puerta delantera de la embajada rusa para volver a Inglaterra. ¿Me hizo Primakov alguna pregunta personal o política durante la larga velada? ¿Hablamos de literatura, de espionaje, de la vida? Si así fue, no lo recuerdo. Sólo recuerdo que parecía empeñado en hacerme compartir su frustración, en hacerme saber que como hombre amante de la paz y ser humano razonable había hecho todo lo posible para detener una guerra y que sus esfuerzos se habían estrellado contra lo que consideraba la terquedad de dos líderes occidentales.

Hay un irónico epílogo de esta historia que descubrí hace muy poco. Ya pasaron diez años. Con Bush hijo en el poder y ante la inminencia de una nueva invasión de Iraq, Primakov viaja a Bagdad e insta a su viejo amigo Sadam para que entregue a las Naciones Unidas todas las armas de destrucción masiva que pueda tener o dejar de tener. Esta vez no es Bush hijo, sino el propio Sadam quien rechaza su mediación, alegando que los norteamericanos nunca se atreverán a hacer nada contra él. Tienen demasiados secretos en común.

No había vuelto a ver a Primakov ni a hablar con él desde aquella cena. No habíamos intercambiado cartas ni mensajes de correo electrónico. De vez en cuando, me llegaba una invitación suya a través de un tercero: «Dile a David que si alguna vez pasa por Moscú, etcétera». Pero la Rusia de Putin no me atraía y nunca fui a visitarlo. Entonces, en la primavera de 2015, recibí un mensaje en el que se me informaba de que estaba enfermo y se me pedía que le enviara más libros míos para leer. Como nadie me indicó qué libros, mi mujer y yo preparamos una caja enorme con ejemplares de tapa dura de mis novelas. Las firmé todas, les añadí una dedicatoria y las envié a través de un servicio de mensajería a la dirección indicada, pero la aduana rusa no tardó en devolvérmelas con el pretexto de que había demasiados libros en un solo envío. Separamos los libros en paquetes más pequeños, que presumiblemente lograron pasar la frontera, pero nunca volvimos a saber nada al respecto.

Ni lo sabremos nunca, porque Yevgueni Primakov murió antes de que pudiera leerlos. Me han dicho que en sus memorias habla de mí con amabilidad, lo que me complace profundamente. Mientras escribo estas líneas, aún no he podido ver el libro, que estoy tratando de conseguir. Pero estamos hablando de Rusia.

¿Qué pienso de aquella noche, después de tanto tiempo? Sé desde hace mucho que, en las raras ocasiones en que me encuentro cara a cara con personas poderosas, mis facultades críticas saltan por la ventana y lo único que quiero es estar ahí, mirar y escuchar. Para Primakov, yo fui la curiosidad de una cena, una especie de recreo, pero también —me gusta creer— una oportunidad de hablarle con franqueza a un escritor cuya obra le había resultado más o menos cercana.

Vadim Bakatin había accedido a hablar conmigo solamente como un favor a un amigo, pero también en su caso me gusta pensar que le di una oportunidad de sincerarse. Las personas que están en el epicentro de los acontecimientos, en mi limitada experiencia, no saben muy bien lo que pasa a su alrededor. El hecho mismo de estar en el epicentro dificulta mucho las cosas. Hizo falta que un visitante norteamericano fuera a Moscú para preguntarle a Primakov con qué personaje de mis novelas se identificaba.

—¡Con George Smiley, por supuesto!

Oldřich Černý no se puede comparar con Bakatin ni con Primakov, ambos comunistas confesos en otros tiempos. En 1993, cuatro años después de la caída del Muro de Berlín, Oldřich Černý —Oda para los amigos— asumió el mando del servicio checo de inteligencia exterior y, a instancias de su viejo amigo y compañero en la disidencia, Václav Havel, aceptó el encargo de convertirlo en un hábitat adecuado para la comunidad occidental de espías. Durante sus cinco años al frente de la agencia, estableció una estrecha relación con el MI6 británico y en particular con Richard Dearlove, que más adelante, bajo el gobierno de Tony Blair, llegaría a ser su director. Poco después de que Černý abandonara el cargo, lo visité en Praga y pasamos juntos un par de días, distribuyendo las horas entre el diminuto apartamento que compartía con Helena, su compañera de muchos años, y una de las muchas bodegas de la ciudad, donde bebíamos whisky sobre rústicas mesas de pino.

Antes de asumir el cargo, Černý lo ignoraba todo acerca de las labores de inteligencia, lo mismo que Vadim Bakatin; precisamente por eso lo eligieron, como explicó el propio Havel. Cuando empezó a trabajar, no podía creer dónde se había metido.

—¡Esos cabrones no se habían dado cuenta de que la maldita Guerra Fría se había terminado! —me contó entre ataques de risa.

Pocos extranjeros pueden blasfemar en inglés de manera convincente, pero Černý era la excepción. Había estudiado en Newcastle con una beca concedida durante la Primavera de Praga, por lo que quizá fue allí donde aprendió ese arte. A su regreso a un país que volvía a estar bajo la bota comunista, se puso a traducir libros infantiles por el día y a escribir sermones disidentes anónimos por la noche.

—¡Teníamos tipos espiando a los alemanes! —prosiguió con incredulidad—. ¡En el puto año 1993! ¡Teníamos unos tipos que salían a la calle con mazos y buscaban curas y elementos contrarios al Partido para darles de golpes! «Óiganme bien, cabrones. Ya no hacemos nada de eso. ¡Somos una maldita democracia!», les dije.

Si Černý hablaba con la exuberancia de un hombre liberado, tenía todo el derecho a hacerlo. Era anticomunista por naturaleza y de nacimiento. A su padre, que había luchado con la Resistencia checa, los nazis lo enviaron a Buchenwald y los comunistas lo condenaron a treinta años de cárcel por traición. Uno de sus primeros recuerdos de infancia era del día en que los carceleros tiraron delante de su casa el ataúd de su padre.

No es de extrañar, por lo tanto, que Černý, escritor, dramaturgo, traductor y graduado en Literatura inglesa, luchara toda su vida contra la tiranía política, ni que en repetidas ocasiones el KGB y la inteligencia checa lo detuvieran para interrogarlo y, al no poder reclutarlo para sus filas, lo persiguieran.

Y es interesante señalar que, pese a lo mucho que insistía en su falta de preparación para dirigir a los espías de su país tras la separación de Eslovaquia, se mantuvo en el cargo cinco años, se retiró con honores y pasó a dirigir una fundación de derechos humanos establecida por su amigo Havel, además de fundar un centro de estudios sobre seguridad, que al cabo de quince años, tres años después de su muerte, sigue floreciendo.

En Londres, poco después de la muerte de Černý, conocí al anciano Václav Havel en un almuerzo privado ofrecido por el embajador checo. Cansado y en un estado visiblemente delicado de salud, se mantuvo apartado y casi sin hablar. Los que lo conocían sabían que lo mejor era dejarlo solo. Tímidamente, me acerqué y le mencioné a Černý. Le dije que había pasado muy buenos momentos con él en Praga. Se le iluminó la cara de pronto.

—Entonces, ha sido usted afortunado —me dijo, y siguió sonriendo un buen rato.