Otoño de 1987, un día soleado. Mi mujer y yo estamos comiendo en un restaurante chino en Hampstead. Nuestro invitado es Joseph Brodsky, exiliado ruso, preso político soviético, poeta y, para sus muchos admiradores, el alma misma de Rusia. Conocemos a Joseph desde hace unos años y lo vemos de vez en cuando; pero, a decir verdad, no sabemos con certeza por qué nos pidieron que comamos hoy con él.
—Hagan lo que quieran, pero no dejen que beba ni que fume —nos había advertido su anfitriona en Londres, una dama de amplias conexiones en el mundo de la cultura.
Pese a sus recurrentes problemas cardíacos, era posible que intentara hacer ambas cosas. Respondí que lo procuraría, pero que, por lo poco que conocía a Joseph, creía que él haría lo que le diera la gana.
Aunque no siempre era fácil mantener una conversación fluida con él, durante la comida se mostró inusualmente hablador, gracias en parte a varios whiskies Black Label que consumió pese a las tímidas protestas de mi mujer y a varios cigarrillos que fumó entre rápidas cucharadas de sopa de pollo con fideos chinos.
En mi experiencia, los escritores tienen poco que decirse, más allá de despotricar contra los agentes, los editores y los lectores, o al menos tienen poco que decirme a mí, y en retrospectiva me resulta difícil imaginar de qué hablamos aquella vez, ya que la brecha entre nosotros difícilmente podía ser mayor. Yo había leído sus poemas, pero sentía que necesitaba un manual de instrucciones para comprenderlos. Por otro lado, había disfrutado leyendo sus ensayos —en particular el que escribió sobre Leningrado, donde estuvo encarcelado— y me emocionaba su veneración por la Ajmátova de la última época. Pero si tuviera que apostar, diría que él no había leído ni una sola palabra mía, ni sentía ninguna obligación de hacerlo.
Aun así, estábamos pasando un buen rato juntos, hasta que la anfitriona de Joseph, una mujer alta y elegante, apareció por la puerta con expresión severa. Lo primero que pensé, tras echar un vistazo a las botellas que había sobre nuestra mesa y a las nubes de humo suspendidas encima, fue que venía a recriminarnos por permitirle a Joseph que cometiera esos excesos. Pero enseguida me di cuenta de que se estaba esforzando para contener su entusiasmo.
—Joseph —le dice casi sin aliento—, ganaste el premio.
Sigue un largo silencio mientras Joseph exhala el humo de su cigarrillo y se le queda mirando con gesto adusto.
—¿Qué premio? —gruñe.
—¡Joseph, ganaste el Premio Nobel de Literatura!
Joseph se tapa rápidamente la boca, como para reprimir algo escandaloso que está a punto de decir. Recurre a mí con la mirada, en busca de ayuda, pero no le sirve de nada, porque ni mi esposa ni yo teníamos la menor idea de que era candidato al Nobel, ni menos aún de que hoy era el día del anuncio.
Le hago la pregunta obvia a su anfitriona:
—¿Cómo lo sabes?
—Porque ahora mismo tenemos periodistas escandinavos en la puerta de casa, ¡y vienen a felicitarte y a entrevistarte, Joseph!
Joseph me sigue mirando con incomodidad. «Haz algo —parece estar diciendo—. Sácame de esto.» Me vuelvo otra vez hacia su anfitriona.
—Quizá los periodistas escandinavos entrevistan a todos los candidatos y no solamente al ganador. A todos.
Hay un teléfono público en el pasillo. La anfitriona de Joseph sabe que Roger Straus, su editor estadounidense, se desplazó a Londres para la ocasión. Como la mujer decidida que es, llama de inmediato a su hotel y pregunta por él. Cuando cuelga, está sonriendo.
—Tienes que venir enseguida a casa, Joseph —le dice amablemente y le toca un brazo.
Joseph bebe un último y amoroso trago de whisky y con penosa lentitud se pone de pie. Abraza a su anfitriona y recibe sus felicitaciones. Mi mujer y yo añadimos las nuestras. Los cuatro salimos a la acera soleada. Joseph y yo estamos frente a frente. Durante un instante, siento que soy el amigo del prisionero que están a punto de bajar a los calabozos de Leningrado. Joseph me abraza con impetuosidad rusa y me aparta después, empujándome por los hombros. Observo que se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Bueno, ahora comienza un año de decir frivolidades —declara, y a continuación, obedientemente, deja que se lo lleven ante sus interrogadores.