25

¡VAYA PANAMÁ!

En 1885, los titánicos esfuerzos de Francia por construir un canal a nivel del mar, a través del istmo de Darién, acabaron en catástrofe. Grandes y pequeños inversores de todos los sectores cayeron en la ruina. En consecuencia, para referirse a cualquier desastre, los franceses empezaron a decir «¡Vaya Panamá!» (Quel Panama!). Dudo que la expresión se mantenga aún en la lengua francesa, pero describe a la perfección mi asociación con ese hermoso país, iniciada en 1947, cuando Ronnie, mi padre, me envió a París a cobrarle quinientas libras al embajador de Panamá en Francia, el conde Mario da Bernaschina, que ocupaba una bonita casa en una de esas elegantes calles laterales de los Campos Elíseos que huelen permanentemente a perfume de mujer.

Ya había anochecido cuando me presenté en la residencia del embajador, a la hora acordada, con mi traje gris del colegio y el pelo bien peinado con raya al medio. Tenía dieciséis años. El embajador, según me había asegurado mi padre, era un gran tipo y estaría encantado de satisfacer una deuda contraída mucho tiempo atrás. Yo quería creerle. Unas horas antes, había intentado hacer un recado similar en el hotel George V, sin ningún éxito. El conserje del hotel, un tal Anatole, otro «gran tipo», tenía bajo su custodia los palos de golf de Ronnie. Yo tenía que deslizarle diez libras a Anatole —una suma enorme para la época y prácticamente todo el dinero que me había dado mi padre para el viaje— y, a cambio, el conserje me devolvería los palos.

Sin embargo, después de embolsarse las diez libras y de interesarse amablemente por la salud de mi padre, Anatole me anunció que lamentaba mucho no poder entregarme los palos, porque tenía órdenes estrictas de la dirección de no devolverlos hasta que Ronnie pagara su factura. Una llamada a Londres a cobro revertido no había resuelto el asunto.

¡Dios santo, hijo! ¿Por qué no pediste para hablar con el director? ¿Acaso piensan que tu padre quiere timarlos?

No, papá, desde luego que no.

Me abrió la puerta de la elegante casa del embajador la mujer más deseable que había visto en mi vida. Yo debía de estar un peldaño más abajo, porque en mi memoria la veo sonriéndome desde las alturas, como mi ángel redentor. Tenía los hombros desnudos, el pelo negro y un etéreo vestido compuesto por multitud de capas superpuestas de gasa, que no conseguían disimular sus formas. Cuando uno tiene dieciséis años, las mujeres deseables pueden ser de cualquier edad. Echando la vista atrás, la situaría ahora en una generosa treintena.

—¿Eres hijo de Ronnie? —preguntó incrédula.

Se apartó un poco para dejar que yo pasara, rozándola. Después, me apoyó las dos manos sobre los hombros, me estudió con aire juguetón de la cabeza a los pies, bajo la luz del vestíbulo, y pareció encontrarlo todo a su entera satisfacción.

—¿Y viniste a ver a Mario? —dijo.

Si no hay inconveniente, respondí.

Sus manos seguían apoyadas en mis hombros, mientras sus ojos de muchos colores continuaban estudiándome.

—Todavía eres un niño —observó, como una especie de recordatorio que ella misma se dirigía.

El conde estaba de pie en su salón, de espaldas al fuego de la chimenea, como los embajadores de las películas de la época: alto, fuerte, con saco de terciopelo, las manos unidas detrás del cuerpo y una cabellera entrecana perfectamente ondulada. Me estrechó la mano como habría hecho con un hombre, aunque yo todavía era un chiquillo.

La condesa —porque así la consideraba yo llegado a ese punto— no me preguntó si ya bebía alcohol, ni menos aún si me gustaba el daiquiri. En cualquier caso, mi respuesta a ambas preguntas habría sido un falsario «sí». Me puso en las manos un vaso escarchado con una cereza dentro y nos sentamos en los sillones, para entregarnos a un rato de diplomática charla intrascendente. ¿Lo estaba pasando bien en la ciudad? ¿Tenía muchos amigos en París? ¿Una novia, tal vez? Guiño travieso. Para todas las preguntas tuve sin duda respuestas convincentes y poco sinceras, sin ninguna referencia a palos de golf ni a conserjes, hasta que una pausa en la conversación me indicó que había llegado el momento de sacar a relucir el propósito de mi visita que, como ya me había enseñado la experiencia, era mejor abordar de manera indirecta.

—De hecho, mi padre mencionó que usted y él tenían un pequeño asunto de negocios pendiente —sugerí, oyendo mis propias palabras como desde lejos, a causa del daiquiri.

Quizá convenga que explique el carácter de ese pequeño asunto, que a diferencia de muchos de los negocios de mi padre era la sencillez misma. Verás, hijo mío —lo cuento con el entusiasmo con que Ronnie me había preparado para la misión—, como embajador y diplomático de primera categoría, el conde estaba exento de algunas tediosas formalidades, como pagar impuestos o aranceles aduaneros. El conde podía importar lo que quisiera y exportar lo que le diera la gana. Si alguien, por ejemplo, decidía enviarle un barril de whisky escocés sin marca y sin madurar, a dos peniques la pinta, aprovechando su inmunidad diplomática, y el conde a su vez se encargaba de embotellar ese whisky y lo enviaba a Panamá o a donde le pareciera oportuno, utilizando los privilegios propios de su cargo, nadie podría inmiscuirse ni decir nada.

Del mismo modo, si el conde decidía exportar el mencionado whisky sin marca y sin madurar, en botellas de un diseño determinado —semejante, por ejemplo, al de las botellas de Dimple Haig, una marca muy popular de la época—, eso también era asunto suyo y de nadie más, lo mismo que la elección de la etiqueta y la descripción del contenido de las botellas. A mí sólo debía importarme que el conde pagara. «En efectivo, hijo. Nada de payasadas.» Una vez cobrado el dinero, podía disfrutar de una buena parrillada mixta a expensas de Ronnie, guardarme el recibo, tomar el primer ferri para Londres al día siguiente y presentarme directamente en sus grandiosas oficinas del West End con el saldo.

—¿Un asunto de negocios, David? —repitió el conde, con el mismo tono que solía utilizar el celador de mi colegio—. ¿Qué negocios son ésos?

—Las quinientas libras que le debe a mi padre, señor.

Recuerdo su sonrisa de desconcierto, llena de indulgencia. Recuerdo el lujoso tapizado de los sillones y los cojines de seda, los espejos antiguos y los sobredorados, y a mi condesa, con sus largas piernas cruzadas bajo los múltiples estratos de gasa. El conde seguía observándome con una mezcla de perplejidad e interés. También mi condesa. Después, se miraron entre sí, como para comparar sus impresiones sobre lo que acababan de observar.

—Es una pena, David, porque cuando supe de tu visita, pensé que vendrías a traerme una parte de la vasta suma de dinero que he invertido en los negocios de tu querido padre.

Todavía no sé cómo reaccioné ante esa inesperada respuesta, ni si mi asombro fue tan grande como debió ser. Recuerdo que perdí brevemente el sentido del tiempo y del espacio, en parte por culpa del daiquiri, supongo, y en parte por el reconocimiento de que no tenía nada que decir, ni me asistía ningún derecho para estar sentado en ese salón, y que lo mejor que podía hacer era pedir disculpas y marcharme. Entonces me di cuenta de que estaba solo en la habitación. Al cabo de un rato, mis anfitriones regresaron. La sonrisa del conde era amable y relajada, y la condesa parecía particularmente complacida.

—Bueno, David —dijo el conde, como si todo estuviera perdonado—, ¿qué te parece si vamos a cenar a algún sitio y hablamos de algo más agradable?

Su restaurante ruso favorito estaba a cincuenta metros de su casa. En mi memoria, el local es diminuto y no hay nadie más que nosotros en la sala, a excepción de un hombre de holgada camisa blanca que tocaba la balalaika. Durante la cena, mientras el conde hablaba de algo más agradable, la condesa se quitó un zapato y se puso a acariciarme la pierna con la punta del pie enfundada en una media de seda. En la minúscula pista de baile, me cantó Ojos negros al oído, estrechándome contra su pecho y mordisqueándome el lóbulo de la oreja mientras flirteaba con el hombre de la balalaika, bajo la mirada indulgente del conde. Cuando volvimos a la mesa, el conde decidió que ya estábamos listos para la cama. La condesa, apretándome la mano, secundó la iniciativa.

Mi memoria borró las excusas que puse, pero algo debí decirles. No sé cómo, pero acabé sentado en el banco de un parque, y tampoco sé cómo, pero de alguna manera me las arreglé para seguir siendo el niño que ella había dicho que era. Varias décadas después, paseando solo por París, intenté localizar la calle, la casa y el restaurante. Pero, para entonces, ninguna realidad habría estado a la altura de los recuerdos.

No pretendo afirmar que la fuerza magnética del conde y la condesa me atrajo medio siglo después a Panamá por el espacio de dos novelas y una película, sino simplemente que el recuerdo de aquella noche sensual que no llegó a consumarse permaneció alojado en mi memoria, aunque sólo fuera como una de las ocasiones perdidas de mi interminable adolescencia. A los pocos días de llegar a la ciudad de Panamá, empecé a preguntar por su nombre. ¿Bernaschina? Nadie lo había oído nunca. ¿Un conde? ¿De Panamá? Parecía sumamente improbable. ¿Lo habría soñado todo? No, no lo había soñado.

Había llegado a Panamá en busca de información para una novela. En contra de lo que era habitual en mí, ya tenía título: El infiltrado. Estaba buscando todo tipo de bandidos, estafadores y gente mezclada en negocios sucios, para iluminar la vida de un traficante de armas inglés llamado Richard Onslow Roper. Quería que Roper fuera un canalla de altos vuelos y no un timador de baja estofa como Ronnie, mi padre, que con tanta frecuencia se estrellaba. Cuando Ronnie había intentado vender armas en Indonesia, había acabado en la cárcel. Roper era demasiado grande para fracasar, hasta que se enfrentaba a su destino, en la forma de un antiguo soldado de las fuerzas especiales llamado Jonathan Pine, convertido en encargado nocturno de un hotel.

Con Pine como secreto acompañante, había encontrado un escondite para él y su amante entre los esplendores de Luxor, había explorado los hoteles de lujo de El Cairo y de Zúrich, y los bosques y las minas de oro del norte de Quebec, y había recalado en Miami, para pedir consejo a los responsables de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos, quienes me aseguraron que no había mejor lugar para que Roper cambiara armas por drogas que la zona libre de Colón, en la boca occidental del canal de Panamá. En Colón, me dijeron, Roper podría disfrutar de la falta de atención oficial que su proyecto exigía.

¿Y en caso de que Roper quisiera hacer una ostentosa demostración de las virtudes de su mercancía, sin suscitar un interés innecesario?, les pregunté. También en Panamá —me respondieron—. La región montañosa central. Allí nadie hace preguntas.

En una húmeda y selvática ladera de Panamá, cerca de la frontera con Costa Rica, un asesor militar estadounidense —ya retirado, insiste— me lleva a visitar un macabro campamento donde los instructores de la CIA solían entrenar a las fuerzas especiales de media docena de países centroamericanos, en la época en que Estados Unidos apoyaba a todos los narcotiranos de la región en su lucha contra cualquier cosa que pasara por comunismo. Basta jalar un cable para que surjan de la maleza dianas pintadas de colores chillones, acribilladas a balazos: una dama colonial española con los pechos al aire empuñando un kalashnikov; un pirata ensangrentado con tricornio enarbolando un alfanje; y una chiquilla pelirroja con la boca abierta en un grito que supuestamente dirá: «No me dispares, soy una niña». Al borde de la selva, hay jaulas de madera para los animales salvajes atrapados en el campamento: jaguares, pumas, venados, serpientes y monos, todos muertos de hambre, pudriéndose en sus celdas. Y en una pajarera mugrienta, restos de loros, águilas, grullas, milanos y buitres.

Para enseñar a los chicos a ser feroces, me explica el guía. Para enseñarles a ser desalmados.

En la ciudad de Panamá, un caballero panameño llamado Luis me acompaña al palacio de las Garzas para presentarme al presidente Endara. De camino al palacio, me entretiene con los escándalos del momento.

Las tradicionales garzas que veré pavoneándose por el jardín delantero del palacio no son las descendientes de muchas generaciones de garzas, como vulgarmente se cree. Son impostoras —me explica Luis con fingida indignación—, introducidas subrepticiamente en esos jardines en medio de la noche. Cuando el presidente Jimmy Carter vino a visitar a su homólogo panameño, los agentes de su Servicio Secreto esparcieron desinfectante por todo el palacio. Por la noche, toda la bandada de garzas reales yacía sin vida en el jardín delantero. Aves sustitutas de origen desconocido, capturadas en Colón, fueron enviadas en vuelo de línea regular poco antes de la llegada de Carter.

Endara, viudo reciente, se casó con su amante pocos meses después del fallecimiento de su mujer —me sigue explicando Luis—. El presidente tiene cincuenta y cuatro años y su nueva esposa, una estudiante de la Universidad de Panamá, veintidós. La prensa panameña ha recogido festivamente el acontecimiento y ahora llama a Endara «el Gordo Feliz».

Atravesamos los jardines del palacio, admiramos a las garzas impostoras y subimos por la magnífica escalinata colonial. Las fotografías antiguas retratan a Endara como el luchador callejero que fue en otro tiempo, pero el Endara que me recibe se parece tanto a mi conde Bernaschina que, de no haber sido por el frac y la banda roja que le atraviesa en diagonal el enorme chaleco blanco, le habría pedido quinientas libras. Agachada a sus pies, a cuatro patas, una mujer joven con el rotundo trasero comprimido dentro de unos pantalones de mezclilla de diseño lucha con un palacio de piezas de Lego, que está construyendo con los hijos del presidente.

—¡Querida! —la llama Endara, hablando en inglés por deferencia hacia mí—. ¡Mira quién vino! Seguramente habrás oído hablar de...

Etcétera.

Sin levantarse del suelo, la primera dama me estudia brevemente de arriba abajo y prosigue su construcción.

—Pero, querida, ¡claro que has oído hablar de él! —le implora el presidente—. ¡También has leído sus maravillosos libros! ¡Los dos los hemos leído!

Con cierto retraso, el diplomático que aún llevo dentro entra en acción.

—No hay ninguna razón para que la señora haya oído hablar de mí. Pero probablemente conocerá a Sean Connery, el actor que protagonizó mi última película...

Se hizo un largo silencio.

—¿Usted es amigo de Sean Connery?

—Tengo ese placer —replico, aunque solamente lo he visto un par de veces.

—Bienvenido a Panamá —me dice ella.

En el Club Unión, donde los ricos y famosos de Panamá encuentran su lugar en el mundo, pregunto una vez más por el conde Mario da Bernaschina, embajador en Francia, aparente marido de la condesa y proveedor de whisky escocés a granel. Nadie lo recuerda o quizá prefieren olvidarlo. Sólo gracias a un infatigable amigo panameño llamado Roberto consigo averiguar, tras una larga investigación, que el conde no sólo existió, sino que desempeñó un pequeñísimo papel en la volátil historia del país.

El título de conde le venía «de España, vía Suiza», aunque no sé muy bien lo que eso puede significar. Había sido amigo de Arnulfo Arias, presidente de Panamá. Cuando Arias fue depuesto por Torrijos, Bernaschina huyó a la Zona del Canal, perteneciente a Estados Unidos, y allí dijo ser el antiguo ministro de Asuntos Exteriores de Arias. No lo era en absoluto. Aun así, consiguió vivir a lo grande durante varios años, hasta que una noche, mientras cenaba en un club privado estadounidense —me gusta pensar que la cena era cara y copiosa—, fue secuestrado por la policía secreta de Torrijos. Encerrado en la cárcel Modelo, de sombría fama, fue acusado de conspiración contra el Estado, traición y sedición. Tres meses después, fue misteriosamente puesto en libertad. Aunque presumía de sus veinticinco años en el cuerpo diplomático panameño, nunca había pertenecido al servicio exterior de Panamá, ni menos aún había sido embajador en Francia. En cuanto a la condesa, si es que lo era, afortunadamente no pude averiguar nada de ella y así pude conservar intactas mis fantasías de adolescente.

Respecto al barril de whisky sin marca y el contencioso sobre quién debía quinientas libras a quién, si es que era cierto que alguien las debía, sólo podemos estar seguros de una cosa: cuando dos timadores se encuentran, los dos acaban acusando al otro de estafa.

Los países también son personajes. Tras su papel secundario en El infiltrado, Panamá quiere mayor protagonismo en la nueva novela que estoy preparando, aunque ya pasaron cinco años. El héroe de mi próxima historia será ese postergado habitante del mundo del espionaje: el fabricante de información falsa, también conocido en la jerga del oficio con el nombre de «buhonero». Es cierto que Graham Greene ya había rendido homenaje al oficio del informador fantasioso en Nuestro hombre en La Habana, pero las invenciones de su Wormold no provocaban ninguna guerra repentina. Yo quería que la farsa se convirtiera en tragedia. Los estadounidenses ya habían logrado la notable hazaña de invadir Panamá cuando todavía tenían el país ocupado. ¿Por qué no hacer que lo invadieran por segunda vez, a raíz de los informes que se había inventado mi buhonero?

Pero ¿a quién asignaría el papel? Tenía que ser un hombre corriente, benévolo, inocente y entrañable, que no revistiera la menor importancia en el tablero del mundo, pero aun así fuera un luchador. Tenía que ser fiel a sus grandes amores: su mujer, sus hijos y su profesión. Y, además, debía tener mucha fantasía, tenía que ser un fabulador. Ya se sabe que los servicios de inteligencia son particularmente vulnerables a los fabuladores. Muchos de sus hijos más famosos —Allen Dulles, por ejemplo— lo han sido de una manera u otra. Mi buhonero debía trabajar en algo que le permitiera codearse con lo selecto, lo más grande y lo más influyente de la sociedad, y con la gente más crédula. ¿Un peluquero de moda, tal vez? ¿Un anticuario? ¿Un galerista?

¿O quizá un sastre?

Solamente hay dos o tres de mis libros de los que puedo decir sin la menor duda: «Ahí empezaron». El espía que surgió del frío empezó en el aeropuerto de Londres, cuando un hombre bajo y fornido de unos cuarenta años se sentó a mi lado delante de la barra de un bar, rebuscó un momento en un bolsillo del impermeable y dejó caer sobre el mostrador una lluvia de monedas sueltas de media docena de divisas diferentes. Después, con las manos toscas de un luchador, estuvo clasificando las monedas, hasta reunir un importe suficiente en una sola divisa.

—Un whisky largo —pidió—. Sin ningún maldito cubito de hielo.

Fue todo lo que le oí decir, o al menos eso creo ahora, pero me pareció notar cierta entonación irlandesa en su voz. Cuando llegó el vaso, se lo llevó a los labios con el ensayado movimiento de un bebedor habitual y lo vació en dos tragos. Después, siguió su camino, sin mirar a nadie. Hasta donde yo sabía, podía ser un viajero de negocios preocupado por una racha de mala suerte. Pero fuera quien fuera, se convirtió en mi espía, Alec Leamas, en El espía que surgió del frío.

Después estaba Doug.

Un amigo norteamericano de visita en Londres me sugiere que vayamos a ver a su sastre, Doug Hayward, que tiene el taller en Mount Street, en el West End. Estamos a mediados de los años noventa. Mi amigo es de Hollywood. Me dice que Doug Hayward viste a muchos actores y estrellas de cine. Por alguna razón, uno no espera encontrar a un sastre sentado; pero, cuando llegamos, Doug está entronizado en un sillón de orejas, hablando por teléfono. Una de las razones por las que a menudo se sentaba —me contó más adelante— era su altura. No le gustaba erguirse por encima de sus clientes.

Está hablando con una mujer, o al menos supongo que es una mujer, por las palabras cariñosas y las referencias a un hombre que podría ser su marido. Su manera de hablar, teatral y llena de autoridad, ha perdido los giros de los barrios bajos de Londres, pero conserva su cadencia. En su juventud, Doug dedicó mucho tiempo a educar su dicción, para hablar como la gente elegante cuando estuviera al frente de su negocio. Pero llegaron los años sesenta, la variante más refinada del inglés pasó de moda y se impusieron las modalidades regionales. Gracias entre otros al actor Michael Caine, que también era cliente de Doug, el acento de los barrios bajos de Londres pasó a ser lo más moderno. Pero Doug se negaba a perder su refinada forma de hablar, que tanto trabajo le había costado adquirir, y se empeñaba en mantenerla en una época en que los jóvenes de los distritos elegantes frecuentaban los barrios populares para aprender a hablar como el vulgo.

—Escucha, cariño —le está diciendo Doug al teléfono—, siento mucho que esté jugando contigo, porque les tengo afecto a los dos. Pero míralo de esta forma: cuando ustedes empezaron, él tenía su legítima y tú eras la otra. Después se quitó de encima a la legítima y se casó contigo. —Una breve pausa de efecto, porque a esas alturas ya se dio cuenta de que lo estamos escuchando—. ¿No lo entiendes, querida? ¡Quedó un puesto vacante!

Mientras comemos Doug nos dice:

—La sastrería es teatro. Nadie viene porque necesite un traje. Vienen por los chismes, para recuperar la juventud o para charlar un rato. ¿Alguno de ellos sabe lo que quiere? No, claro que no. Cualquiera puede vestir a un Michael Caine, pero ¿quién sabe vestir a un Charles Laughton? Alguien tiene que hacerse cargo de un traje. El otro día vino un individuo y me preguntó por qué no hago trajes como los de Armani. Le dije: «Mire, Armani hace los trajes de Armani mucho mejor que yo. Si quiere un Armani, vaya a Bond Street, saque seiscientas libras y cómprese uno».

A mi sastre no lo llamé Hayward, sino Pendel, y al libro lo titulé El sastre de Panamá, como tácito reconocimiento a El sastre de Gloucester, de Beatrix Potter. Le asigné una ascendencia medio judía, porque, al igual que los primeros cineastas de Estados Unidos, la mayoría de nuestros sastres de aquella época pertenecían a familias inmigrantes centroeuropeas, establecidas en el East End. Y le puse Pendel, que significa «péndulo» en alemán, porque me gustaba imaginarlo oscilando entre la realidad y la ficción. Solamente me faltaba un decadente canalla británico de buena familia, que reclutara a Pendel y lo utilizara para su propio beneficio económico. Pero habiendo enseñado en Eton, me sobraban los candidatos.