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EN BUSCA DE LOS CAUDILLOS

La novela lo tenía todo, incluso un título: La canción de los misioneros. Estaba ambientada en Londres y el este del Congo, y tenía un protagonista llamado Salvo —apócope de Salvador—, hijo de un misionero irlandés descarriado y de la hija de un jefe tribal congoleño. A Salvo le habían lavado el cerebro desde la infancia unos misioneros cristianos excesivamente fervorosos, y la sociedad lo había tratado como un paria por los supuestos pecados de su padre. Por eso no me costaba demasiado ponerme sentimental e identificarme con él.

Tenía en mente tres caudillos congoleños, cada uno abanderado de la causa de la tribu o del grupo social que los había encumbrado. Había agasajado con copas y cenas, separadamente y en diferentes ocasiones, a un pequeño pelotón de mercenarios británicos y sudafricanos, y había ideado un argumento suficientemente flexible para responder a las necesidades e idiosincrasias de los personajes a medida que la historia se fuera desarrollando sobre el papel.

Había encontrado una enfermera congoleña joven y guapa, natural de Kivu, que trabajaba en un hospital del este de Londres y no dejaba de soñar con regresar a su pueblo. Había recorrido los pasillos de su hospital y había pasado los ratos muertos en sus salas de espera, contemplando el ir y venir de los médicos y las enfermeras. Había presenciado el cambio de los turnos de guardia y, desde una distancia respetuosa, había seguido a los grupos de cansadas enfermeras mientras regresaban a sus residencias u hostales. En Londres y Ostende, había dedicado largas horas a conversar con exiliados clandestinos del Congo, que me habían hablado de violaciones en masa y de persecuciones.

Pero me faltaba un pequeño detalle. No sabía nada de primera mano del país que estaba describiendo y prácticamente nada de sus pueblos nativos. Los tres caudillos congoleños que Maxie, el jefe de mis mercenarios, había involucrado en una operación para tomar el poder en Kivu no eran personajes de la vida real, sino retratos robot, compuestos a partir de relatos de terceros y de mi desinformada imaginación. En cuanto a la gran provincia de Kivu y a su capital, la ciudad de Bukavu, para mí eran lugares envueltos en brumas, que yo conjuraba buceando en internet y en viejas guías de viaje. Había construido todo el edificio en una época de mi vida en que me había sido imposible viajar por motivos familiares. Pero por fin podía hacer lo que en mejores circunstancias habría hecho un año antes: viajar al Congo.

El atractivo era irresistible. Bukavu, construida a comienzos del siglo XX por las autoridades coloniales belgas en el extremo meridional del lago Kivu, el más elevado y frío de los grandes lagos de África, se me presentaba como un paraíso perdido. La veía como un neblinoso Shangri-la de anchas avenidas cargadas de buganvillas y mansiones con exuberantes jardines, dispuestos en suave pendiente hasta el lago. El suelo volcánico de las laderas circundantes era tan fértil —me contaban los libros— y el clima tan benigno que prácticamente no había fruto, flor u hortaliza que no creciera en esas tierras.

El este del Congo era asimismo una trampa mortal. También había leído al respecto. Durante siglos, sus riquezas habían atraído a toda clase de depredadores humanos, desde milicias itinerantes ruandesas hasta empresarios oportunistas con lujosas oficinas en Londres, Houston, San Petersburgo o Pekín. Tras el genocidio en Ruanda, Bukavu había estado en primera fila de la crisis de los refugiados. Huidos a través de la frontera de Ruanda, los insurgentes hutus habían utilizado la ciudad como base para contraatacar al gobierno que los había expulsado. Durante lo que dio en llamarse la Primera Guerra del Congo, la ciudad había sido arrasada.

¿Cómo estaría al cabo de un tiempo? ¿Qué ambiente habría en sus calles? Bukavu era el lugar de nacimiento de Salvo, mi protagonista. En algún sitio no demasiado lejano de la selva, se levantaría el seminario católico donde había vivido su padre, el cura irlandés de voluntad frágil y gran corazón, que había cedido a los encantos de una mujer local. También me habría gustado localizar el seminario.

Había leído Tras los pasos del señor Kurtz, de Michela Wrong, y me había parecido un libro admirable. Wrong había vivido en la capital del Congo, Kinshasa, y había pasado un total de doce años en el continente africano. Había cubierto Ruanda para Reuters y la BBC después del genocidio. La invité a comer. ¿Existía la posibilidad de que me ayudara? Sí, existía esa posibilidad. ¿Estaba dispuesta a acompañarme a Bukavu? Sí, pero con una condición: tenía que acompañarnos Jason Stearns.

A sus veintinueve años, Jason Stearns, políglota y estudioso de África, era un destacado analista de la ONG International Crisis Group. Aunque a mí me resultaba prácticamente increíble, era cierto que había trabajado durante tres años en la ciudad de Bukavu como asesor político de las Naciones Unidas. Hablaba un francés perfecto y dominaba el suajili y un número indeterminado de otras lenguas africanas. Era uno de los principales expertos occidentales en el Congo.

Asombrosamente, resultó que Jason y Michela también tenían que viajar al este del Congo por motivos profesionales, por lo que accedieron a hacer coincidir sus viajes con el mío. Habían leído un bochornoso primer borrador de mi novela y me habían señalado sus numerosos errores, pero la lectura les había hecho comprender el tipo de gente que yo ansiaba conocer y los lugares que necesitaba ver. Lo primero en mi orden de prioridades eran los tres caudillos militares, y a continuación, los misioneros, los seminarios y los colegios católicos de la infancia de Salvo.

Por una vez, los consejos del Foreign Office eran inequívocos: no viajar al este del Congo. Pero Jason había sondeado la situación por su cuenta y nos informó que Bukavu estaba relativamente tranquila, teniendo en cuenta que la República Democrática del Congo iba a celebrar sus primeras elecciones multipartidistas en cuarenta y un años, y se palpaba cierto nerviosismo en el ambiente. Para mis dos acompañantes, era el momento perfecto para viajar, y también para mí y mis personajes, ya que la novela estaba ambientada en el período inmediatamente anterior a esas elecciones. El año era 2006, lo que significa que habían transcurrido doce desde el genocidio de Ruanda.

En retrospectiva, me avergüenza un poco haberles impuesto mi presencia. Si hubiera pasado algo malo, lo que en Kivu era prácticamente obligatorio, habrían tenido que cargar con un septuagenario de pelo blanco no demasiado ágil.

Mucho antes de que nuestro jeep partiera de Kigali, la capital de Ruanda, y antes de llegar a la frontera con el Congo, mi mundo imaginario ya había retrocedido, reemplazado por el mundo real. En el hotel Mille Collines, de Kigali —el hotel Rwanda de la película—, reinaba un ambiente de opresiva normalidad. En vano busqué una fotografía del actor Don Cheadle o de Paul Rusesabagina, su álter ego, el auténtico director del hotel que en 1994 había convertido el Mille Collines en refugio secreto para los tutsis que huían de los machetes y los fusiles.

Pero esa historia, a los ojos de los que para entonces estaban en el poder, había perdido su vigencia. Diez minutos en Ruanda con los ojos abiertos bastaban para saber que el gobierno dirigido por los tutsis controlaba el país con mano de hierro. Por las ventanas de nuestro coche, mientras circulábamos entre las colinas hacia Bukavu, fuimos testigos de la justicia ruandesa en acción. Sobre cuidados prados que no habrían desmerecido en un valle suizo, vimos círculos de campesinos en cuclillas, como escolares en un campamento de verano. En el centro, en lugar de profesores, había hombres vestidos con el uniforme rosa de la prisión, que gesticulaban o agachaban la cabeza. Para reducir la larga lista de genocidas en espera de juicio, Kigali había reinstaurado los tribunales populares tradicionales. Cualquiera podía ejercer de fiscal o de defensor, pero los jueces eran designados por el nuevo gobierno.

A menos de una hora de la frontera congoleña, nos apartamos de la carretera y subimos por una colina para ver a algunas de las víctimas de los genocidas. El edificio de un antiguo colegio se erguía sobre unos valles primorosamente cultivados. El cuidador, un improbable superviviente, nos llevó a ver las aulas. Los muertos —cientos de muertos, familias enteras engañadas, convencidas de que juntas estarían más protegidas, pero que habían visto a sus miembros rematados uno a uno— habían sido depositados de cuatro en cuatro o de seis en seis sobre tarimas de madera y cubiertos con una pasta que parecía engrudo. Una mujer con un cubo y la cara cubierta por una mascarilla les estaba aplicando otra capa de la misma sustancia. ¿Por cuánto tiempo más los seguiría pintando? ¿Cuánto durarían? Muchos eran niños. En un país donde los granjeros sacrifican a los animales, la técnica había surgido naturalmente: primero, cortar los tendones; después, tomarse su tiempo. Las manos, los brazos y los pies se guardaban por separado, en unas cestas. Piezas de ropa desgarrada, marrón por las manchas de sangre y en su mayoría de tallas infantiles, colgaban de las cornisas de la cavernosa sala de reuniones.

—¿Cuándo los sepultarán?

—Cuando hayan terminado de hacer su trabajo.

Su trabajo era conservar las pruebas de que realmente había sucedido.

—Las víctimas no tienen a nadie que las reconozca, ni que las llore, ni que las entierre —nos explica nuestro guía—. Sus allegados también están muertos. Dejamos los cadáveres a la vista para silenciar a los que dudan y a los negacionistas.

Tropas ruandesas en uniforme verde de estilo norteamericano aparecen en la carretera. El puesto fronterizo congoleño es un cobertizo ruinoso al otro lado de un puente de hierro, sobre un brazo del río Ruzizi. Varias mujeres soldado fruncen el ceño contemplando nuestros pasaportes y certificados de vacunación; después, niegan con la cabeza y deliberan. Cuanto más caótico es un país, más intrincada es su burocracia.

Pero tenemos a Jason.

Se abre bruscamente una puerta interior y oímos gritos de alegría. Jason entra en la sala. Al cabo de un momento, nuestros documentos nos son devueltos, entre carcajadas de enhorabuena. Nos despedimos de las carreteras perfectamente asfaltadas de Ruanda y, durante cinco minutos, vamos dando tumbos y sorteando baches gigantescos por el fango rojizo de Kivu, hasta llegar a nuestro hotel. Jason, como el Salvo de mi novela, domina los dialectos africanos. Cuando se encienden las pasiones, primero se suma al alboroto y después tranquiliza poco a poco a los protagonistas. No es una táctica, sino una reacción instintiva. Puedo imaginar a mi Salvo —hijo del conflicto y pacificador nato— haciendo exactamente lo mismo.

En todos los puntos conflictivos que cautamente he visitado, he encontrado siempre un local donde convergen, como atraídos por un rito secreto, periodistas, espías, cooperantes y hombres de negocios dispuestos a hacer fortuna. En Saigón era el Continental; en Phnom Penh, el Phnom; en Vientián, el Constellation, y en Beirut, el Commodore. Aquí, en Bukavu, es el Orchid, una villa colonial a orillas del lago, rodeada de discretas cabañas. El propietario es un colono belga de aire mundano, que habría muerto desangrado en una de las guerras de Kivu de no haber sido porque su hermano, ya fallecido, lo hizo pasar de contrabando a territorio seguro. En un rincón del comedor se sienta una señora alemana de cierta edad, que habla con los desconocidos y les describe con nostalgia los tiempos en que Bukavu era completamente blanca y ella podía bajar por el bulevar a cien kilómetros por hora al volante de su Alfa Romeo. A la mañana siguiente seguimos su misma ruta, aunque no a la misma velocidad.

El bulevar es ancho y recto, pero, como todas las calles de Bukavu, está lleno de baches y surcos abiertos por la roja escorrentía que baja de las montañas circundantes. Las casas son deterioradas joyas del Art Nouveau, con esquinas redondeadas, ventanales alargados y zaguanes que recuerdan los antiguos órganos de los teatros de la época del cine mudo. La ciudad se levanta sobre cinco penínsulas, «una mano verde tendida hacia el lago», como dicen las guías turísticas más líricas. La mayor y antiguamente más selecta de esas penínsulas es La Botte, donde Mobutu, el rey emperador loco del Zaire, tenía una de sus numerosas residencias. Según los soldados que nos impiden el paso, su mansión está siendo reacondicionada para el nuevo presidente congoleño, Joseph Kabila, natural de Kivu e hijo de un revolucionario marxista maoísta. En 1997, el padre de Kabila derrocó a Mobutu, sólo para ser asesinado por sus propios guardaespaldas cuatro años más tarde.

Una neblina vaporosa flota sobre el lago que la frontera con Ruanda parte a lo largo por la mitad. La punta de La Botte se desvía hacia el este. Los peces son muy pequeños. El monstruo del lago se llama mamba mutu y es mitad mujer mitad cocodrilo. Su manjar favorito son los cerebros humanos. Escucho a mi guía y tomo nota de todo eso, sabiendo que no lo utilizaré nunca. Las cámaras no son para mí. Cuando tomo notas, mi memoria almacena el recuerdo; cuando hago una fotografía, la cámara me roba el trabajo.

Entramos en un seminario católico. El padre de Salvo perteneció a una de esas comunidades. Los muros de ladrillos sin ventanas son diferentes del resto de las construcciones de la misma calle. Detrás de esas paredes hay un mundo de jardines, antenas parabólicas, habitaciones de invitados, salas de reuniones, ordenadores, bibliotecas y sirvientes silenciosos. En la cantina, un viejo cura blanco, en pantalones de mezclilla, se acerca a la cafetera arrastran­do los pies, nos dedica una larga mirada ultraterrena y se marcha. Me digo que si el padre de Salvo aún viviera, se parecería a ese hombre.

Un cura congoleño en hábito marrón se lamenta de que las confesiones de los fieles y su excesiva elocuencia para airear sus rencores étnicos son un peligro para sus hermanos africanos. Inflamados por la apasionada retórica que supuestamente deberían contribuir a aliviar —dice—, pueden convertirse en los peores extremistas. Así pasó en Ruanda, donde algunos sacerdotes —perfectamente piadosos hasta entonces— habían reunido a todos los tutsis de la parroquia en una iglesia, que a continuación había sido incendiada o derribada con la bendición del cura.

Mientras habla, yo escribo en mi libreta. Pero no apunto sus interesantes palabras, como quizá suponga, sino la manera en que las dice: la parsimoniosa y gutural elegancia de su cultivado francés africano, y la tristeza con que expone los pecados de sus hermanos.

Thomas está tan alejado de la versión que tenía de él que de nuevo abandono las ideas preconcebidas. Es alto, afable y viste un traje azul bien cortado. Nos recibe con consumada cortesía de diplomático. Su casa, vigilada por guardias con fusiles semiautomáticos, es espaciosa y concebida para impresionar al visitante. Un televisor enorme muestra en silencio un partido de futbol mientras hablamos. Ninguno de los caudillos que había imaginado yo en mis desinformadas fantasías se parece a él.

Thomas es banyamulenge. Su pueblo está en guerra en el Congo desde hace veinte años. Son pastores procedentes de Ruanda, que a lo largo de los últimos doscientos años se han ido estableciendo en las montañas de Mulenge, en el sur de Kivu. Famosos por sus dotes guerreras y su tendencia al aislamiento, y odiados por su supuesta afinidad con Ruanda, son los primeros en ser atacados en época de descontento.

Le pregunto si las inminentes elecciones multipartidistas mejorarán las cosas para ellos. Su respuesta no es alentadora. Los perdedores dirán que la votación fue amañada y tendrán razón. Los ganadores se lo llevarán todo y la culpa, como siempre, será de los banyamulenges. No por nada los llaman los judíos de África oriental: si algo falla, la culpa es de los banyamulenges. Tampoco espera mucho de los esfuerzos de Kinshasa por amalgamar las diferentes milicias del Congo en un solo ejército nacional.

—Muchos de nuestros chicos se alistaron, pero enseguida desertaron y se fueron a las montañas. En el ejército, nos matan y nos insultan, aunque hemos luchado de su parte y los hemos ayudado a ganar muchas batallas.

Pero hay un atisbo de esperanza, reconoce. Los Mai-Mai, que hasta ahora consideraban su deber mantener el Congo limpio de «extranjeros» —y más concretamente de banyamulenges—, se están dando cuenta del elevado costo de ser soldado a las órdenes de Kinshasa. No me explica cuál es ese costo.

—Quizá cuando los Mai-Mai aprendan a desconfiar de Kinshasa, se acercarán más a nosotros.

Estamos a punto de averiguarlo. Jason nos organizó un encuentro con un coronel de los Mai-Mai, la más grande y famosa de las muchas milicias armadas que operan en el Congo, y el segundo de mis caudillos guerreros.

Como Thomas, el coronel se presenta pulcramente vestido, pero no con un traje azul bien cortado, sino con el uniforme del denigrado ejército nacional del Congo. Su uniforme de faena proporcionado por Kinshasa está limpio y bien planchado, y sus galones relucen al sol del mediodía. Lleva anillos de oro en todos los dedos de la mano derecha. Hay dos teléfonos celulares en la mesa, delante de él. Estamos sentados en la terraza de un café. Desde una barricada rodeada de sacos de arena, al otro lado de la calle, unos soldados paquistaníes con uniforme de las Naciones Unidas nos contemplan por encima de los cañones de sus armas.

—La lucha ha sido mi vida —dice el coronel.

En otro tiempo, tuvo a sus órdenes combatientes que apenas habían cumplido los ocho años. Hoy son todos adultos.

—Hay grupos étnicos en mi país que no merecen estar aquí. Luchamos contra ellos porque tememos que se apoderen de la sagrada tierra congoleña. Como no podemos confiar en que lo haga ningún gobierno de Kinshasa, lo hacemos nosotros. Cuando Mobutu perdió el poder, nos levantamos con nuestros machetes y nuestros arcos y flechas. El Mai-Mai es una fuerza creada por nuestros antepasados. Nuestro dawa es nuestro escudo.

Se refiere a los poderes mágicos de los Mai-Mai, que les permiten desviar las balas o convertirlas en agua, o mai.

—Cuando te enfrentas a un AK-47 que te está disparando de improviso y ves que no pasa nada, te das cuenta de que nuestro dawa es real.

—En ese caso —pregunto con toda la delicadeza de que soy capaz—, ¿cómo se explican los Mai-Mai sus muertos y heridos?

—Si uno de nuestros combatientes cae, es porque es un ladrón o un violador, o porque no ha cumplido nuestros rituales, o tenía malas intenciones hacia uno de nuestros camaradas cuando fue a la batalla. Nuestros muertos son nuestros pecadores. Dejamos que los entierren los curanderos, sin ceremonias.

¿Y los banyamulenges? ¿Cómo los ve el coronel, en el actual clima político?

—Si empiezan otra guerra, los mataremos.

Cuando da rienda suelta a su odio hacia Kinshasa, sin embargo, se acerca mucho más de lo que cree a la posición de Thomas, su enemigo, con el que hablé la noche anterior:

—Esos salauds de Kinshasa han marginado a los Mai-Mai. Se les olvida que luchamos por ellos y que protegemos sus traseros gordos. Ni nos pagan, ni nos escuchan. Tampoco nos dejan votar mientras seamos soldados. Lo mejor será que volvamos al monte. ¿Cuánto cuesta una computadora?

Era el momento de conocer el aeropuerto de Bukavu, para la escena de acción del final de mi novela. Durante la semana, se habían producido un par de altercados en la ciudad y algunos tiroteos esporádicos. El toque de queda aún estaba en vigor. La carretera hasta el aeropuerto estaba en manos de los Mai-Mai, pero Jason había dicho que po­díamos circular sin problemas, por lo que supuse que le habría pedido permiso al coronel. Estamos a punto de salir cuando nos enteramos de que a pesar del toque de queda el centro de la ciudad está bloqueado por manifestantes, que están quemando neumáticos. Por lo visto, un hombre hipotecó su casa por cuatrocientos dólares, para pagarle a su mujer una intervención quirúrgica. Pero los soldados del ejército, que siguen sin cobrar el sueldo, irrumpieron en su casa y mataron al hombre para robarle el dinero. Enfurecidos, los vecinos capturaron a los soldados y los encerraron, pero los compañeros de los militares enviaron refuerzos para rescatarlos. En los disturbios, una chica de quince años resultó muerta a causa de un disparo y la revuelta se ha extendido.

Después de un mareante recorrido a toda velocidad por irregulares calles secundarias, llegamos a la carretera de Goma y ponemos rumbo al norte, bordeando la orilla occidental del lago Kivu. El aeropuerto ha sido escenario de luchas intensas en los últimos tiempos. Una milicia de Ruanda lo ha ocupado durante varios meses, antes de ser expulsada. Ahora está bajo la protección de una fuerza conjunta de la ONU, con tropas de la India y de Uruguay. Los uruguayos nos ofrecen un suculento almuerzo y nos invitan a volver pronto, para celebrar una fiesta de verdad.

—¿Qué harían ustedes —le pregunto a mi anfitrión uruguayo— si volvieran los ruandeses?

—Nos iríamos —me responde sin dudarlo.

En realidad, yo quería averiguar qué habrían hecho él y sus compañeros ante la imprevista aparición de un grupo de mercenarios blancos armados hasta los dientes, como pasa en mi novela. No tuve el valor de exponerle mi hipótesis tan directamente, pero estoy seguro de que, si hubiera sabido el verdadero propósito de mi pregunta, su respuesta habría sido la misma.

Después de recorrer el aeropuerto, iniciamos el regreso a la ciudad. Un torrencial aguacero tropical azota la carretera de tierra roja. Cuando llegamos al pie de la ladera, nos encontramos con un lago en rápida crecida donde horas antes había un estacionamiento. Un hombre en traje negro se subió al techo de su vehículo inundado y agita los brazos, para entretenimiento de un grupo de observadores cada vez más nutrido. La llegada de nuestro jeep con dos blancos y una blanca a bordo no hace más que aumentar la diversión. En un abrir y cerrar de ojos, un grupo de niños nos rodea y se pone a balancear con fuerza el vehículo. En su entusiasmo, habrían podido arrojarnos al agua de no haber sido porque Jason se baja de un salto y, hablándoles en su idioma, los tranquiliza haciéndolos reír a carcajadas.

Para Michela, fue un episodio tan corriente que ni siquiera lo recuerda. Pero yo no lo he olvidado.

La discoteca es el último y más querido de mis recuerdos de Bukavu. En la novela, su propietario es el heredero de una fortuna del este del Congo, de educación francesa, que más adelante se convierte en el salvador de mi protagonista. También es un caudillo guerrero a su modo, pero su auténtica base de poder son los jóvenes intelectuales y empresarios de Bukavu. Y aquí están.

Hay toque de queda y en la ciudad reina un silencio mortal. Llueve. No recuerdo señales con guiños, ni hombres corpulentos estudiándonos a la entrada del local, sino únicamente una fila de cines Essoldo en miniatura que desaparecía en la oscuridad y un pasamanos de cuerda para bajar por una escalera de piedra tenuemente iluminada. Bajamos a tientas. La música y las luces estroboscópicas nos envuelven. Gritos de «¡Jason!» mientras vemos desaparecer a nuestro amigo bajo un mar de acogedores brazos morenos.

Me han dicho que los congoleños saben divertirse mejor que nadie y aquí al menos se están divirtiendo. Lejos de la pista de baile se está desarrollando una partida de billar, de modo que me sumo a los mirones. En torno a la mesa, un tenso silencio acompaña cada jugada. La última bola baja por la tronera. Entre gritos de alegría, el público levanta en andas al vencedor y lo pasea triunfalmente por la sala. Junto a la barra, varias chicas guapas charlan y ríen entre ellas. En nuestra mesa, escucho la opinión que alguien tiene de Voltaire. ¿O era de Proust? Michela rechaza cortésmente los avances de un borracho. Jason se suma a los hombres que bailan en la pista. Dejaré que diga unas últimas palabras:

—Con todos los problemas que hay en el Congo, te encuentras menos tipos deprimidos en las calles de Bukavu que en Nueva York.

Espero haber incluido esa frase en la novela, aunque no estoy seguro, porque hace mucho tiempo que no la leo. La visita al este del Congo fue mi última incursión en los campos de batalla. ¿Le hace justicia la novela a la experiencia? Por supuesto que no. Pero todo lo que aprendí fue apasionante.