Cada vez que me permito recordar mi primer encuentro con Martin Ritt, el veterano director estadounidense de El espía que surgió del frío, me sonrojo cuando pienso en la estúpida ropa que yo llevaba puesta.
Era el año 1963. Mi novela aún no se había publicado. Ritt había comprado los derechos después de que cayera en sus manos un manuscrito no definitivo, que había filtrado mi agente, mi editor o quizá alguna mente brillante de la sección de copias con un amigo en el estudio cinematográfico, que era la Paramount. Ritt presumiría más adelante de haberse hecho con los derechos del libro por nada, y con el tiempo yo también le daría la razón. Pero en aquel momento lo veía como un hombre de ilimitada generosidad, que se había tomado el trabajo de hacer todo el viaje desde Los Ángeles, acompañado de varios amigos, solamente para invitarme a comer en ese templo del lujo eduardiano que era el hotel Connaught y hablarme de mi libro en términos halagadores.
Yo, por mi parte, había viajado desde Bonn, capital de Alemania occidental, a expensas de Su Majestad la reina. Era un funcionario del servicio diplomático de treinta y dos años, y nunca había conocido a nadie relacionado con la industria del cine. En la infancia, como todos los niños de mi época, me había enamorado de Deanna Durbin y me había revolcado de risa por los pasillos del cine viendo a los Tres Chiflados. Durante la guerra, había derribado aviones alemanes pilotados por Eric Portman y había derrotado a la Gestapo de la mano de Leslie Howard. (Mi padre estaba tan convencido de que Eric Portman era nazi, que pedía a gritos que lo encarcelaran.) Pero como me había casado joven, tenía hijos pequeños y no me sobraba el dinero, desde entonces había visto muy pocas películas. Tenía un expansivo agente literario, con oficina en Londres, cuya ambición en la vida, si se hubiera permitido hacerla realidad, era tocar la batería en una orquesta de jazz. Seguramente sabía más que yo de cine, pero sospecho que no mucho más. Aun así, había sido él quien se había ocupado de cerrar el trato sobre los derechos cinematográficos, y yo, después de un agradable almuerzo con él, lo había firmado.
Como ya conté en otra parte, una de mis funciones como segundo secretario de la embajada británica en Bonn consistía en acompañar a los dignatarios alemanes invitados en sus rondas de entrevistas con los miembros del gobierno y de la oposición parlamentaria de Gran Bretaña, y precisamente por ese motivo estaba en Londres. Así se explica que, cuando me sustraje de mis obligaciones oficiales para ir a comer con Martin Ritt en el Connaught, fuera vestido con saco y chaleco negros, corbata gris plata y pantalones de rayas grises y negras, un traje que los alemanes denominan Stresemann, por el nombre de un estadista prusiano que tuvo la breve desgracia de presidir la República de Weimar. Eso explica también que Ritt me preguntara con estridente cordialidad, mientras nos estrechábamos las manos, por qué demonios iba vestido como un maître d’hôtel.
¿Y cómo iba vestido el propio Ritt para sentirse con derecho a formularme tan delicada pregunta? En el comedor del Connaught regían unas normas muy estrictas de vestimenta. Pero en el grill, en 1963, la dirección ya había decidido relajar un poco las exigencias, muy a su pesar. Encorvado en una esquina de la sala del grill, en compañía de otros cuatro veteranos de la industria cinematográfica, Martin Ritt, diecisiete años y varios siglos mayor que yo, iba vestido con camisa negra de revolucionario abotonada hasta el cuello y pantalones bombachos. Lo más asombroso de todo, desde mi punto de vista, era la boina con la visera subida, cuando debía estar bajada, que llevaba puesta en un espacio cerrado. Eso, en mi Inglaterra diplomática de aquella época, era más o menos tan aceptable como comer chícharos pinchándolos con la punta de un cuchillo. Y toda esa vestimenta lucía sobre el cuerpo de oso de un viejo jugador de futbol americano pasado de peso, con un ancho y bronceado rostro centroeuropeo esculpido por el dolor de los siglos, densa cabellera gris peinada hacia atrás y ojos atentos, enmarcados por unos lentes de armazón negro.
—¿Verdad que les había dicho que sería joven? —preguntó orgullosamente a sus acompañantes mientras yo intentaba explicar lo mejor que podía por qué demonios iba vestido como un maître.
Sí, Marty, lo habías dicho, porque los directores de cine, como todo el mundo sabe, siempre tienen la razón.
Y Marty Ritt tenía más razón que la mayoría. Era un consumado cineasta, de gran corazón y sobrecogedora experiencia vital. Había servido en las filas estadounidenses en la Segunda Guerra Mundial. Quizá no había llegado a ser miembro del Partido Comunista, pero había sido uno de sus más devotos compañeros de viaje. Su imperturbable admiración por Karl Marx lo había llevado a la lista negra de las cadenas de televisión, en las que había actuado y dirigido con notable acierto. También había dirigido infinidad de obras de teatro, muchas de ellas de tendencias izquierdistas, incluida una función en el Madison Square Garden, organizada para enviar ayuda humanitaria a la Rusia de la posguerra. Había dirigido dos largometrajes, en particular Hud, con Paul Newman, dos años antes. Y no me ocultó el hecho, desde el momento en que nos sentamos, de que consideraba mi novela una especie de punto de inflexión entre sus convicciones anteriores y su presente estado de impotente disgusto hacia el macartismo, la cobardía de muchos de sus colegas y camaradas en el banco de los testigos, el fracaso del comunismo y la enfermiza inutilidad de la Guerra Fría.
Ritt —se apresuraba a aclararlo— era judío hasta los tuétanos. Si bien su familia no hubiera padecido directamente el Holocausto —aunque yo creo que sí lo había padecido—, él personalmente había sufrido y seguía sufriendo por todo su pueblo. Su identidad judía, fervorosa y bien articulada, era en él un tema constante. Y ese rasgo suyo se volvía particularmente relevante cuando empezaba a hablar de la película que pensaba hacer a partir de mi novela. En El espía que surgió del frío, dos comunistas idealistas —una inocente bibliotecaria de Londres y un miembro de la inteligencia de Alemania oriental— son sacrificados sin miramientos en aras de la causa superior (capitalista) de Occidente. Los dos son judíos.
Para Marty Ritt, la película era algo muy personal.
¿Y yo? ¿Qué certificaciones de la gran universidad de la vida podía ofrecerle a cambio? ¿Mi traje Stresemann? ¿Una educación inconclusa en un selecto colegio británico? ¿Una novela que había soñado a partir de retazos de experiencias ajenas? ¿O el hecho inquietante —que afortunadamente no podía revelarle— de haber pasado una buena porción de mi vida reciente trabajando en las protegidas filas de la Inteligencia británica, luchado contra la causa que él había defendido con entusiasmo, según él mismo acababa de reconocer?
Pero todas esas cosas las fui asimilando con el paso del tiempo. Después de todo, yo también estaba empezando a cuestionar las lealtades fáciles de mi juventud. Hacer una película es unir a la fuerza elementos opuestos e irreconciliables. Y eso nunca resultó tan evidente como cuando Richard Burton se puso en la piel de mi protagonista, Alec Leamas.
No recuerdo en qué momento me enteré de que Burton había aceptado el papel. Durante el almuerzo en el grill del Connaught, Marty Ritt me había preguntado quién me parecía que debía interpretar a Leamas y yo le había sugerido a Trevor Howard, o a Peter Finch, pero con la condición de que Finch estuviera dispuesto a hacer de inglés y no de australiano, porque estaba convencido de que se trataba de una historia muy británica sobre unos servicios secretos sumamente británicos. Ritt me escuchó con atención, como solía hacer, y me dijo que tomaba nota de mis preferencias y que le gustaban los dos actores, aunque no creía que ninguno de los dos diera la talla para una película con un presupuesto tan elevado. Unas semanas después, cuando volví a Londres —esta vez con los gastos pagados por la Paramount— para participar en la búsqueda de locaciones, me dijo que le había ofrecido el papel a Burt Lancaster.
—¿Para interpretar a un inglés, Marty?
—A un canadiense. Burt es un gran actor, David. Hará de canadiense.
No encontré ninguna respuesta útil. Era cierto que Lancaster era muy bueno, pero mi Leamas no era canadiense, por muy grande o pequeño que fuera el actor. Sin embargo, a esas alturas ya se había instalado el Gran Silencio Sin Explicaciones.
En la realización de cada una de las películas basadas en mis novelas —o en su no realización—, ha habido siempre un Primer Arrebato, seguido de un Gran Silencio Sin Explicaciones, que puede durar meses, años o para siempre. ¿Está muerto el proyecto o marcha viento en popa y nadie me lo ha dicho? Lejos de las miradas de la plebe, enormes sumas de dinero cambian de manos; se encargan, escriben y rechazan guiones; y una diversidad de agentes se enfrentan, luchan y mienten. Detrás de las puertas cerradas de los despachos, jóvenes imberbes con corbata compiten por superarse unos a otros con joyas de juvenil creatividad. Pero fuera de los muros del campamento Hollywood, es imposible conseguir información contrastada, por la sencilla razón de que —en las inmortales palabras de William Goldman— nadie sabe nada.
Richard Burton apareció de repente. Es lo único que puedo decir desde aquí. No hubo un millar de violines que anunciaran su llegada, sino un reverente:
—David, tengo una noticia para ti. Richard Burton firmó para interpretar a Leamas.
Y no era Marty Ritt quien me lo anunciaba por teléfono, sino mi editor estadounidense, Jack Geoghegan, en estado de éxtasis religioso.
—Y hay más, David. ¡Vas a conocerlo!
Geoghegan era un veterano vendedor de libros. Había empezado vendiendo piel para confeccionar zapatos y había llegado a jefe de ventas de Doubleday. Ya próximo a la jubilación, había adquirido una pequeña editorial llamada Coward-McCann. El improbable éxito de mi novela y su asociación con Richard Burton eran para él un sueño hecho realidad.
Debemos de estar hablando de finales de 1964, porque para entonces yo había dejado mi puesto de funcionario y me había establecido, primero en Grecia y después en Viena, como escritor a tiempo completo. Estaba a punto de viajar por primera vez a Estados Unidos y, casualmente, Burton estaba interpretando Hamlet en Broadway, con Gielgud codirigiendo y dándole voz al fantasma. La producción era una especie de ensayo general para su proyección en cines. Geoghegan me llevaría a ver la función y después me presentaría a Burton en su camerino. Mi editor no habría estado más emocionado si hubiéramos tenido una audiencia con el mismísimo Papa.
La interpretación de Burton fue épica y nosotros teníamos las mejores localidades. En su camerino, fue encantador y dijo que mi novela era lo mejor desde no sé qué otra cosa que le había pasado. Yo a mi vez le dije que su Hamlet era mejor que el de Olivier —mejor incluso que el de Gielgud, dije con temeridad, aunque Gielgud muy bien podía estar en la habitación—, mejor que el de cualquier otro actor que yo hubiera conocido. Pero lo que yo estaba pensando interiormente, bajo ese torrente de cumplidos mutuos, era cómo demonios esa hermosa y atronadora voz de barítono galés y ese talento arrollador de macho alfa podrían encajar con el personaje de un oscuro espía británico de mediana edad, que no destacaba por su carisma, ni por su dicción clásica, ni por tener las facciones de un Dios griego con cicatrices de acné en la cara.
Y aunque yo no lo sabía entonces, la misma pregunta debía de estar atormentando a Ritt, porque una de las primeras de sus muchas batallas en la guerra que siguió fue la de intentar suavizar el vozarrón de Burton, algo que el actor no acabó de asimilar.
Ahora ya estamos en 1965 y me entero por casualidad —como todavía no tengo agente cinematográfico, debo de tener un espía en algún sitio— de que en el último guion basado en mi novela, Alec Leamas, el personaje que interpretará Burton, no va a la cárcel por darle un puñetazo a un tendero, sino que ingresa en un hospital psiquiátrico y escapa por la ventana de su habitación, situada en un primer piso. Como el Leamas de mi libro no se habría acercado a un psiquiátrico ni para salvar la vida, no entiendo qué está haciendo en ese hospital. La respuesta es sencilla: a los ojos de Hollywood, la psiquiatría tiene más glamur que la cárcel.
Unas semanas después, se filtró a través de las líneas la noticia de que el guionista, que al igual que Ritt había figurado en otro tiempo en la lista negra, se había puesto enfermo, por lo que su responsabilidad había recaído en Paul Dehn. Lo sentí por el guionista, pero fue un alivio para mí. Dehn era británico como yo. Ya había escrito otros guiones, como el de Orden de ejecución, una película que me había gustado mucho. Y, además, era de la familia. Durante la guerra, había entrenado a los agentes aliados en técnicas silenciosas de matar y había participado en misiones secretas en Francia y Noruega.
Nos reunimos en Londres. A Dehn tampoco le gustaban los psiquiátricos, no le parecía mal propinarle un puñetazo a un tendero y no tenía ningún problema en meter a Leamas en la cárcel durante todo el tiempo que hiciera falta. Fue su guion el que llegó a mis manos un par de meses después, con una amable nota en la que Ritt me pedía comentarios.
Para entonces, me había trasladado a Viena y, en la mejor tradición de los escritores bendecidos por un éxito imprevisto, estaba luchando con una novela que no me gustaba, con sumas de dinero que jamás habría soñado tener y con un caos marital del que era enteramente responsable. Leí el guion, me gustó, le dije a Ritt que me parecía bien y volví a sumirme en mi novela y en mi caos. Unas noches después, sonó el teléfono. Era Ritt, que me llamaba desde los estudios Ardmore de Irlanda, donde se suponía que tenía que haber empezado el rodaje. Su voz tenía el temblor estrangulado del mensaje de un rehén consciente de que sus palabras pueden ser las últimas.
—Richard te necesita, David. Te necesita tanto que se niega a interpretar su papel a menos que tú reescribas sus diálogos.
—Pero ¿qué tienen de malo los diálogos de Richard, Marty? A mí me parecieron bien.
—Eso no importa, David. Richard te necesita y paró el rodaje hasta que vengas. Te pagaremos el viaje en primera clase y una suite. ¿Qué más puedes pedir?
La respuesta —si era verdad que Burton tenía parado el rodaje por mi culpa— era que podía pedir la luna y ellos me la darían. Pero creo que no pedí nada. Ya pasó medio siglo y puede que los archivos de la Paramount digan lo contrario, pero lo dudo. Quizá estaba tan ansioso por ver mi película terminada que no quise pedir nada o no me atreví. Tal vez quería escapar del caos que tenía en Viena.
O quizá todavía estaba tan verde que no supe reconocer una oportunidad por la que cualquier agente cinematográfico habría vendido a su madre: una película que ya tenía el visto bueno de los estudios; toda una unidad de la Paramount desplazada al lugar del rodaje; sesenta electricistas dando vueltas por ahí sin nada que hacer, excepto comer hamburguesas gratis; y una de las mayores estrellas del momento negándose a actuar a menos que la criatura más despreciable del zoo cinematográfico —¡el autor de la novela original, por el amor de Dios!— se presentara en el lugar del rodaje para tomarlo de la mano.
Lo único que sé con seguridad es que colgué el teléfono y salí a la mañana siguiente para Dublín, porque «Richard me necesitaba».
¿Era verdad que Richard me necesitaba?
¿O Marty me necesitaba todavía más?
En teoría, estaba en Dublín para reescribir los diálogos de Burton, lo que significaba replantear las escenas para que funcionaran a su manera. Pero la manera de Burton no siempre coincidía con la de Ritt, por lo que durante ese breve período me convertí en intermediario entre ambos. Recuerdo que estaba un rato con Ritt cambiando una escena; después pasaba otro rato con Burton, cambiándola todavía más, y por último volvía corriendo para hablar con Ritt. Pero no recuerdo haber trabajado nunca con los dos juntos. El proceso duró solamente unos días, hasta que Ritt se declaró satisfecho con las revisiones y Burton depuso su actitud beligerante, al menos conmigo. Pero cuando le anuncié a Ritt que me volvía a Viena, reaccionó con un torrente de reproches, como sólo él podía hacer.
Alguien tiene que vigilar a Richard, David. Richard está bebiendo demasiado. Richard necesita un amigo.
¿Richard necesitaba un amigo? ¿No acababa de casarse con Elizabeth Taylor? ¿No era ella una amiga? ¿No estaba allí con él? ¿No detenía el rodaje cada vez que se presentaba con su Rolls-Royce blanco, rodeada de más amigos, como Yul Brynner o Franco Zeffirelli, o los agentes y abogados que iban a visitarlos, o las diecisiete personas que ocupaban todo un piso del hotel más lujoso de Dublín y que, según se decía, integraban el hogar de los Burton, entre hijos de diferentes matrimonios, tutores e institutrices para dichos hijos, peluqueros, secretarias y, al decir de un irrespetuoso miembro de la unidad de rodaje, el tipo que le cortaba las uñas al loro? ¿Richard tenía a toda esa gente y aun así me necesitaba a mí?
Claro que sí. Estaba encarnando a Alec Leamas.
Y, en el papel de Alec Leamas, era un solitario empedernido en pleno descenso; su carrera se había ido al diablo, y las únicas personas con las que podía hablar eran desconocidos como yo. Aunque en aquel momento no lo noté, me estaba iniciando en el proceso por el que un actor sondea las regiones más oscuras de su vida, en busca de elementos para el papel que está a punto de interpretar. Y el primer elemento que hay que buscar cuando uno tiene que interpretar a un Alec Leamas en decadencia es la soledad. Por lo tanto, mientras Burton fuera Leamas, todo su séquito familiar se convertía en su enemigo. Si Leamas estaba solo, también tenía que estarlo Burton. Si Leamas llevaba una petaca de Johnnie Walker en el bolsillo del impermeable, también tenía que llevarla Burton, que además bebía un buen trago de whisky cada vez que la soledad se le volvía demasiado insoportable, aunque su resistencia al alcohol —como pronto resultó evidente— era muy inferior a la de Leamas.
No tengo idea de cómo afectaba eso a su vida doméstica, aunque, según los ocasionales retazos de conversación que intercambiábamos mientras bebíamos nuestros whiskies, Elizabeth no estaba contenta y lo tenía castigado. Pero yo no le daba mucho crédito a esas confidencias. Burton, como muchos actores, no descansaba hasta hacerse instantáneamente amigo de todo el mundo, como pude observar viéndolo desplegar sus encantos ante cualquiera, desde el iluminador hasta la chica que servía el té, para visible irritación de nuestro director.
Por otro lado, es posible que Elizabeth Taylor tuviera sus propias razones para no estar contenta. Burton le había pedido a Ritt que le diera a ella el papel femenino, pero Ritt ya se lo había dado a Claire Bloom, con la que Burton —según se rumoreaba— había tenido un lío. Y aunque Bloom pasaba la mayor parte del tiempo confinada en su tráiler, es poco probable que la agraviada Elizabeth disfrutara viéndola flirtear con Burton en el set.
Imaginemos ahora una plaza de Dublín iluminada con un montón de focos y un Muro de Berlín en toda su horrorosa similitud —construido con grises bloques de hormigón y alambre de espino— que atraviesa la plaza por la mitad. Los pubs ya están cerrando y todo Dublín vino a ver el espectáculo. ¿Y cómo podía ser de otra manera? Por una vez, no está lloviendo, por lo que hay varios camiones de bomberos de la ciudad preparados para intervenir. A Oswald Morris, nuestro director de fotografía, le gustan las calles nocturnas mojadas. A lo largo del muro, los escenógrafos y técnicos están dando los últimos retoques. Hay un punto donde varios tornillos de hierro forman una tosca escalera, apenas perceptible. Oswald Morris y Ritt la están estudiando.
De un momento a otro, Leamas subirá por esa escalera, apartará el alambre de espino y, asomado por encima del muro, contemplará horrorizado el cuerpo sin vida de la pobre mujer que yace al otro lado, que él traicionó tras caer en un engaño. En la novela, la mujer se llama Liz; pero en la película, por razones obvias, la rebautizamos con el nombre de Nan.
De un momento a otro, un asistente de dirección o cualquier otro miembro de la unidad de rodaje bajará los peldaños del sombrío semisótano donde Burton y yo hemos permanecido recluidos las dos últimas horas. Desde allí saldrá Alec Leamas con su viejo impermeable gastado y ocupará su puesto delante del muro, para iniciar el fatídico ascenso, a las órdenes de Ritt.
Pero en realidad no hará nada de eso. La petaca de Johnnie Walker hace rato que está vacía. Aunque conseguí beberme la mayor parte del whisky y es posible que Leamas aún esté en condiciones de subir, es evidente que Burton no lo está.
Mientras tanto, para deleite de la bulliciosa multitud, aparece el Rolls-Royce blanco conducido por un chofer francés. Reaccionando con cierto retraso al clamor de la calle, Burton lanza un gutural «¡Por Dios, Elizabeth! ¡No seas tonta!», y sube precipitadamente los peldaños, hacia la plaza. Una vez allí, desplegando a todo volumen la voz de barítono que Ritt ansía suprimir, se pone a recriminar al chofer —en un francés defectuoso, aunque el chofer domina el inglés— por haber dejado a Elizabeth a merced de la muchedumbre dublinesa, un riesgo que no puede ser muy grande ya que todo el cuerpo de policía de Dublín parece haber acudido a la fiesta.
Pero nadie puede oponerse a la furia operística de Burton. Con Elizabeth evidentemente disgustada, tal como podemos apreciar a través de la ventanilla bajada del automóvil, el conductor pone la marcha atrás y se va con el Rolls por donde vino, dejando a Marty Ritt de pie junto al muro, bajo su boina, con todo el aspecto de ser el hombre más solo y enfadado del planeta.
En aquel momento y en otros desde entonces, cada vez que he visto a actores y directores trabajando juntos en otras películas, me he preguntado cuál sería la causa de la hostilidad creciente entre Burton y Ritt, y llegué a la conclusión de que estaban predestinados para que fuera así. Es cierto que también había irritación entre ambos, por el hecho de que Ritt hubiera rechazado a Taylor para el papel de Nan y se lo hubiera dado a Bloom. Pero, en mi opinión, la causa venía de mucho más atrás, de la época en que Ritt era un radical incluido en la lista negra, herido y furibundo. Para él, la conciencia social no era solamente una actitud, sino su razón de ser.
En una de las pocas conversaciones sustanciosas que tuve con Burton durante nuestra breve temporada juntos, casi presumió del desprecio que sentía por su vertiente de actor famoso y me confesó lo mucho que habría deseado «hacer como Paul Scofield», es decir, evitar las superproducciones, rehuir el dinero de los grandes estudios y concentrarse únicamente en papeles de verdadero valor artístico. Ritt le habría dado toda la razón.
Pero no por eso lo habría justificado. A los ojos del puritano, comprometido, monógamo, izquierdista y activista Ritt, Burton estaba muy cerca de todo lo que Ritt instintivamente condenaba. Una vez dijo en una entrevista: «No siento gran respeto por el talento. El talento es genético. Lo que importa es lo que hacemos con él». Ya era suficientemente malo poner las ganancias por encima del arte, o el sexo por encima de la familia, o alardear de fortuna y de mujer espectacular, o emborracharse en público, o pavonearse por el mundo como un dios mientras las masas clamaban justicia; pero tener talento y desperdiciarlo era un pecado contra todos los dioses y los hombres. Y cuanto mayor fuera el talento —y el de Burton era monumental y extraordinario—, más imperdonable era el pecado a los ojos de Ritt.
En 1952, el año en que la industria puso a Ritt en la lista negra, Burton, el prodigio galés de veintiséis años con lengua de oro, estaba iniciando su carrera en Hollywood. No es ninguna coincidencia que varios miembros del reparto de El espía que surgió del frío —entre ellos Claire Bloom y Sam Wanamaker— también hubieran figurado en la lista negra. Si alguien mencionaba cualquier nombre de aquella época, la reacción inmediata de Ritt era: «¿Dónde estaba cuando lo necesitábamos?». En realidad, quería decir: «¿Nos defendió, nos traicionó o cerró la boca como un cobarde?». Y no me habría sorprendido que en lo más profundo de la mente de Ritt, o quizá incluso en la superficie, hubiera persistido siempre la misma pregunta planeando sobre su relación con Burton.
La casa donde nos encontramos está en una playa barrida por el viento, en Scheveningen, en la costa holandesa. Es el último día de rodaje de El espía que surgió del frío. El escenario es un interior poco espacioso. Leamas está negociando su propia destrucción, al avenirse a pasarse a Alemania oriental y revelar importantes secretos a los enemigos de su país. Yo estoy detrás de Oswald Morris y Martin Ritt, tratando de no molestar. La tensión entre Burton y Ritt es palpable. Las órdenes del director son secas y monosilábicas. Burton prácticamente no responde. Como pasa siempre en las escenas que se ruedan en interiores, como la de hoy, los actores hablan en voz tan baja y de manera tan casual que el observador no iniciado pensaría que están ensayando en lugar de actuar. Por eso me sorprendo cuando Ritt da por buena la escena y anuncia el final del rodaje.
Pero todavía no ha terminado. Cae sobre nosotros un silencio expectante, como si todos excepto yo supieran lo que va a pasar. Entonces Ritt, que después de todo es un actor bastante bueno y sabe un par de cosas sobre la elección del momento más oportuno, suelta la frase que probablemente se ha estado guardando para este instante:
—Richard, le saqué una última cogida a una puta vieja, y tuvo que ser delante del espejo.
¿Era cierto? ¿Era justo?
No, no era ni remotamente cierto, ni tampoco justo. Richard era un artista serio y culto, un erudito autodidacta, con apetitos y defectos que de una manera u otra todos compartimos. Aunque era prisionero de sus propias debilidades, la pizca de puritanismo galés que llevaba dentro no estaba muy alejada del carácter de Ritt. Era irreverente, travieso y generoso, pero también bastante manipulador. Para los muy famosos, ser manipulador viene con el oficio. No lo conocí en sus épocas más tranquilas, pero me habría gustado. Estuvo soberbio en el papel de Alec Leamas y, en cualquier otro año, su actuación le habría valido el Oscar, que lo eludió toda su vida. La película era sombría y rodada en blanco y negro, y eso no se llevaba en 1965.
Si el director o el protagonista hubieran sido menos grandes, probablemente tampoco habría sido tan grande la película. Supongo que en aquella época me sentía más inclinado a proteger al fiel, amargado y rollizo Ritt que al extravagante e impredecible Burton. Un director lleva todo el peso de la película sobre sus hombros y en esa carga van incluidas las particularidades de sus estrellas. A veces yo tenía la sensación de que Burton hacía todo lo posible por empequeñecer la imagen de Ritt, pero al final supongo que quedaron más o menos igualados. Y sin duda Ritt tuvo la última palabra. Fue un director brillante y apasionado, cuya justa furia nunca pudo ser silenciada.