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ALEC GUINNESS

Alec Guinness murió con su discreción habitual. Me había escrito una carta una semana antes de su muerte, expresándome su preocupación por la enfermedad de Merula, su mujer. Como era típico en él, casi no mencionaba la suya.

A Alec nunca se le podía decir lo bueno que era, por supuesto. A todo el que cometía la tontería de intentarlo lo fulminaba con la mirada. Pero en 1994, para celebrar sus ochenta años, una exitosa operación secreta montada por el editor Christopher Sinclair-Stevenson produjo un elegante volumen de tapa dura, titulado Alec, que le fue entregado con motivo de su cumpleaños. Contenía memorias, poemas y expresiones de afecto y agradecimiento, en su mayor parte de viejos amigos. Yo no estaba presente cuando se lo dieron, pero estoy seguro de que Alec lo recibió con sus habituales gruñidos. Quizá también se alegrara un poco, aunque sólo fuera porque valoraba la amistad tanto como despreciaba la adulación, y al menos en ese libro había un puñado de sus amigos unidos bajo las mismas tapas.

En comparación con la mayoría de los que contribuyeron con aquel libro, yo había llegado tarde a la vida de Alec, pero habíamos colaborado estrechamente durante unos cinco años, de manera intermitente, y desde entonces habíamos mantenido con mucho gusto el contacto. Siempre me sentí orgulloso de nuestra relación, pero el momento de mayor orgullo fue cuando eligió el texto que yo había escrito para su octogésimo cumpleaños y lo incluyó como prefacio de su último libro de memorias.

Alec siempre había insistido en que no quería funerales, ni reuniones póstumas de amigos, ni efusiones sentimentales. Pero yo tengo la excusa de saber que este pequeño texto era un retrato que aquel hombre inmensamente discreto estaba contento de ofrecer al mundo.

El siguiente pasaje está extraído en parte de mi prefacio a sus memorias autobiográficas, con algunos comentarios añadidos:

No es un compañero cómodo. ¿Por qué iba a serlo? El niño que aún mira con atención desde el interior de ese octogenario todavía no ha encontrado puertos seguros ni respuestas fáciles. Las privaciones y las humillaciones que padeció hace tres cuartos de siglo siguen sin resolverse. Es como si aún se esforzara por aplacar al mundo adulto a su alrededor, por extraerle un poco de amor, por suplicarle una sonrisa y desviar o controlar sus monstruosidades.

Pero aborrece su adulación y desconfía de sus halagos. Es receloso, como aprenden a serlo los niños. Concede su confianza lentamente y con infinito cuidado, y está preparado para retirarla de un momento a otro. Si eres un incurable admirador suyo, como lo soy yo, lo mejor es que te guardes tu admiración.

Las formas son desesperadamente importantes para él. Por conocer demasiado bien el caos, valora como nadie los buenos modales y el orden. Admira agradecido la belleza en las personas, pero también aprecia a los payasos, los monos y los personajes peculiares que se cruza por la calle, a quienes contempla como sus aliados naturales.

Día y noche estudia y almacena las maneras y afectaciones del enemigo adulto, y modela su cara, su voz y su cuerpo en incontables versiones de nosotros, al tiempo que explora las posibilidades de su propia naturaleza: «¿Les gusto mejor así...?, ¿... o así?, ¿... o de esta otra forma?». Y sigue hasta el infinito. Cuando compone un personaje, roba desvergonzadamente elementos de toda la gente que lo rodea.

Verlo adoptar una identidad es como ver a un hombre que parte en una misión en territorio enemigo. ¿Será adecuado este disfraz para él (siendo él el propio Alec en su nuevo personaje)? ¿Están bien los lentes que usa? No, mejor probemos estas otras. ¿Y estos zapatos? ¿Son demasiado caros? ¿Demasiado nuevos? ¿Lo delatarán? ¿Y esta forma de andar, esto que hace con la rodilla, esta mirada, esta postura...? ¿No será demasiado? ¿Tú qué crees? Y si parece un nativo, ¿hablará como la gente del país? ¿Dominará la lengua vernácula?

Y cuando acaba la función o termina la jornada de rodaje y él vuelve a ser Alec —con el fluido rostro brillante por el maquillaje y el cigarrillo temblando ligeramente en la mano—, es difícil no pensar qué monótono es el mundo al que ha regresado después de todas las aventuras que ha vivido al otro lado.

Puede que sea un solitario, pero al antiguo oficial de la Armada le encanta formar parte de un equipo. Nada le gusta más que ser bien dirigido y poder respetar el sentido de sus órdenes y la calidad de sus colegas. Cuando actúa con ellos, se sabe sus partes del diálogo tanto como la suya propia. Más allá de toda consideración personal, lo que valora por encima de todo es la ilusión colectiva, también llamada «el espectáculo»: ese precioso mundo donde la vida tiene sentido, forma y resolución, y los acontecimientos se desarrollan según reglas escritas.

Trabajar con él sobre un guion es lo que los norteamericanos llaman una experiencia de aprendizaje. Una escena puede pasar por una docena de versiones diferentes, antes de convencerlo, mientras que otra, sin razón aparente, es adoptada sin discusión. Sólo más adelante, al ver lo que decidió hacer con ella, uno descubre el motivo.

La disciplina que se impone es rigurosa y no espera menos de los demás. Yo estaba presente cuando un actor que desde entonces se ha vuelto abstemio se presentó borracho al rodaje, entre otras cosas porque estaba aterrorizado ante la perspectiva de darle la réplica a Guinness. La ofensa, a los ojos de Alec, fue absoluta. Era como si el pobre hombre se hubiera quedado dormido durante una guardia en el puesto de centinela. Pero diez minutos más tarde, la furia de Alec se había disuelto en una benevolencia casi desesperada. Al día siguiente, el rodaje funcionó como una seda.

Si invitas a Alec a cenar, se presentará ante tu puerta compuesto y peinado cuando aún estén sonando las últimas campanadas de la hora convenida, aunque todo Londres esté paralizado bajo una tormenta de nieve. Si te invita a ti —lo que es más probable, ya que es un anfitrión compulsivamente generoso—, entonces te llegará una tarjeta escrita con hermosa caligrafía elegantemente inclinada hacia el sureste, para confirmar el día y la hora acordados por teléfono el día anterior.

Y harás bien en devolverle la cortesía de su puntualidad. Tus gestos son muy importantes para él. Son una parte ineludible del guion de la vida; son lo que nos distingue de la indignidad y el desorden de sus desdichados primeros años de vida.

Pero ¡nada más lejos de mi intención que presentarlo como un hombre severo!

La risa chispeante de Alec y su camaradería parecen todavía más milagrosas cuando se presentan, por la atmósfera incierta que las precedió. Ahora mismo estoy viendo, mientras escribo, su repentina expresión de radiante complacencia, sus anécdotas maravillosamente pausadas, sus breves y magistrales imitaciones y su traviesa sonrisa de delfín que se extiende y revolotea. Si lo observas en compañía de otros actores de diferentes edades y procedencias, lo verás acomodarse junto a ellos como un hombre que ha encontrado su puesto favorito junto al fuego. Lo nuevo nunca lo escandaliza. Le encanta descubrir talentos jóvenes y echarles una mano en el difícil camino que él ya ha recorrido.

Y lee.

Algunos actores, cuando se les ofrece trabajo, cuentan antes que nada sus líneas de diálogo, para calcular la importancia de su papel. Alec no podría estar más lejos de esa actitud. Ningún director, productor o guionista que yo conozca tiene mejor vista que él para la estructura y el diálogo, o para ese algo más que siempre anda buscando: el McGuffin, la pizca de magia que eleva una obra por encima de lo común.

La carrera de Alec está cuajada de papeles brillantes e improbables. El talento que los escogió tenía tanta inspiración como el que los interpretó. También he oído —¿será uno de sus secretos mejor guardados?— que Merula, su esposa, tiene mucha influencia en sus elecciones. No me sorprendería en absoluto. Merula es una mujer tranquila y sensata, una artista delicada y de gran visión.

¿Qué nos une, entonces, a los que hemos tenido la fortuna de compartir un kilómetro o dos en el largo trayecto de la vida de Alec? Sospecho que una constante duda sobre lo que hemos de ser para él. Queremos expresarle nuestro cariño, pero también ofrecerle el espacio que claramente necesita. Su talento está tan cerca de la superficie que la reacción instintiva es tratar de protegerlo de los golpes de la vida diaria. Sin embargo, él se las arregla perfectamente sin nuestra ayuda, gracias.

Entonces nos convertimos en lo mismo que el resto de su gran público: en donantes frustrados, permanentemente incapaces de expresar nuestra gratitud y reconciliados con el hecho de ser beneficiarios del genio que él tan empecinadamente se niega a reconocer.

Es la hora del almuerzo en el piso más alto de la BBC, un día del verano de 1979. El reparto, los técnicos, los productores, el director y el autor de El topo acudieron vestidos con sus mejores galas y están bebiendo vino blanco tibio —un vaso cada uno—, antes de pasar al comedor, donde los espera un festivo bufet frío.

Pero hay un pequeño retraso. Sonó el gong y los dirigentes de la BBC ya están desfilando hacia la otra sala. El autor, los productores y el director hace tiempo que llegaron con toda corrección. Los jefes son quisquillosos con la puntualidad. Los miembros del reparto se presentaron temprano y Alec, como es su costumbre, más temprano todavía. Pero ¿dónde se metió Bernard Hepton, el principal de nuestros actores secundarios, nuestro Toby Esterhase?

Mientras los vasos de vino se calientan todavía más, todas las miradas gravitan hacia la doble puerta. ¿Estará enfermo Bernard? ¿Se le habrá olvidado? ¿Estará enfadado? Se rumorea que hubo fricciones durante el rodaje entre Alec y Bernard.

Se abren las puertas. Con estudiada indiferencia, Bernard hace su aparición, pero no va vestido con los aburridos grises y azules marinos del resto de nosotros, sino con un tres piezas verde estridente, a cuadros, y unos zapatos anaranjados de charol.

Mientras entra sonriendo en la sala, se levanta la acrisolada voz de George Smiley para darle la bienvenida.

—¡Bernard! ¡Viniste vestido de rana!