Pocas entrevistas son agradables. Todas son estresantes, la mayoría son aburridas y algunas son directamente espantosas, sobre todo si el entrevistador es británico. Hay el periodista veterano que alberga cierto resentimiento hacia ti, no ha hecho los deberes, no ha leído el libro, cree que te está haciendo un favor por haberse desplazado y además necesita una copa; o el aspirante a novelista que te considera un escritor de segunda fila, pero aun así quiere que leas su manuscrito; o la feminista que atribuye tu éxito al hecho de ser un macho blanco de clase media que escribe pasablemente, y tú sospechas que quizá tenga razón.
Los periodistas extranjeros, en mi sencillo catálogo, son por el contrario sobrios y diligentes, han leído el libro a fondo y conocen mejor que yo mis anteriores títulos publicados, con la excepción de algún excéntrico, como el joven francés de L’Evénement du Jeudi, que, sin dejarse intimidar por mi negativa a concederle una entrevista, empezó a merodear ostensiblemente alrededor de mi casa de Cornualles, la sobrevoló a baja altura en avioneta y la vigiló desde un barco de pesca antes de escribir un artículo sobre su aventura, en el que demostró su gran capacidad para la invención.
O también aquel fotógrafo —igualmente francés y joven, pero enviado por otra revista— que insistió en que viera algunas muestras de su trabajo antes de fotografiarme. Abrió un grasiento álbum y me enseñó retratos de celebridades como Saul Bellow, Margaret Atwood y Philip Roth, y esperó a que yo admirara cada foto con mi obsequiosa atención habitual para luego pasar a su siguiente obra, que era una imagen de un gato en plena huida, con la cola levantada, visto desde atrás.
—¿Le gusta el trasero del gato? —me preguntó, observando atentamente mi reacción.
—Es una buena toma. Bien iluminada. Está bien —repliqué, recurriendo a toda la sangre fría de que fui capaz.
Se le entrecerraron los ojos y una sonrisa astuta se le extendió por la cara absurdamente joven.
—El trasero del gato es mi prueba —me explicó con orgullo—. Si la persona se escandaliza, sé que no es sofisticada.
—¿Y yo lo soy? —le pregunté.
Para el retrato que iba a hacerme, quería una puerta. Una puerta exterior. No tenía por qué ser de ningún tipo o color especial, pero la quería con hueco, para que hubiera sombra. Debo añadir que se trataba de un hombre muy pequeño y delgado, casi un duende, tanto que estuve a punto de ofrecerme para cargarle el pesado maletín de sus cámaras.
—No quiero posar para una foto de espías —dije, con una firmeza poco característica en mí.
Pero él me respondió que no me preocupara. La puerta no tenía nada que ver con los espías, sino con la profundidad. Al cabo de un rato, encontramos una que cumplía sus estrictos requisitos. Me puse delante y miré directo a la cámara, como él me indicó. El objetivo era diferente de cualquiera que hubiera visto hasta ese momento: una semiesfera de veinticinco centímetros de diámetro. Mi fotógrafo estaba agachado, con una rodilla apoyada en el suelo y el ojo pegado al visor, cuando dos hombres muy corpulentos de aspecto árabe que pasaban por la calle se detuvieron detrás de él y me hablaron por encima de su cabeza.
—Perdón —dijo uno de ellos—, ¿podría indicarnos el camino a la estación de metro de Hampstead?
Yo estaba a punto de decirle que siguieran por Flask Walk, cuando mi fotógrafo, furioso por haber perdido la concentración, se volvió de pronto, apoyado aún sobre una rodilla, y les dijo a gritos que se fueran al demonio.
Sorprendentemente, se fueron.
Aparte de esos incidentes, mis entrevistadores franceses a lo largo de los años han hecho gala de una sensibilidad que sus colegas británicos harían bien en imitar. Fue así —o quizá por esa causa— como en 1987, en la isla de Capri, me entregué atado de pies y manos a Bernard Pivot, la estrella más rutilante de la televisión cultural francesa, fundador, creador y presentador de Apostrophes, programa literario semanal que llevaba trece años encandilando a toda Francia en horario de máxima audiencia, los viernes por la noche.
Yo había viajado a Capri para recoger un premio y Pivot también. El mío era de literatura; el suyo, de periodismo. Imaginemos ahora Capri en una noche perfecta de otoño. Doscientos invitados para la cena, todos maravillosos, reunidos bajo un cielo cuajado de estrellas. La comida es exquisita y el vino, un auténtico néctar. En la mesa de los homenajeados, Pivot y yo intercambiamos unas pocas palabras cordiales. Él es un hombre en su plenitud: poco más de cincuenta años, impecable, enérgico y vital. Al observar que es el único de todos los hombres presentes que se puso corbata, bromea riéndose de sí mismo, la enrolla y se la guarda en el bolsillo. La corbata es significativa.
A medida que avanza la velada, me recrimina que no haya aceptado sus invitaciones para participar en su programa. Fingiendo contrición, le contesto que debía de estar pasando por uno de mis períodos de aislamiento —era cierto— y me las arreglo de alguna manera para dejar el asunto en suspenso.
A mediodía del día siguiente, acudimos al Ayuntamiento de Capri para la ceremonia oficial de entrega de premios. El antiguo diplomático que llevo dentro me aconseja ir de traje y corbata. Pivot se presenta vestido informalmente y descubre que si bien la noche anterior se había puesto la corbata sin ninguna necesidad, ahora todos la llevan menos él. En su discurso de agradecimiento, lamenta su falta de sensibilidad para las convenciones sociales y se refiere a mí como el hombre que siempre actúa con corrección, pero se niega a aparecer en su programa literario.
Ganado por su cordial ofensiva, me levanto de repente de mi puesto, me quito la cortaba, se la entrego y, delante de un nutrido público de testigos entusiastas —en aras de la teatralidad—, le digo que puede quedársela y que, a partir de ese momento, sólo tendrá que enseñármela para que me presente en su programa. A la mañana siguiente, en el avión que me lleva de vuelta a Londres, me pregunto si las promesas hechas en Capri serán legalmente vinculantes. Al cabo de unos días, descubro que sí lo son.
Me comprometí a ofrecer una entrevista en directo de setenta y cinco minutos de duración a Bernard Pivot y otros tres periodistas franceses de primera línea. No habrá conversación previa, ni preguntas telegrafiadas de antemano. Pero debo ir preparado —según me advierte mi editor francés— para un debate de amplio alcance que cubrirá todos los temas, entre ellos la política, la cultura, la literatura, el sexo y cualquier otro que se le ocurra a la mente febril de Bernard Pivot.
Y yo prácticamente no he hablado ni una palabra de francés desde que lo enseñaba en el colegio, treinta años atrás.
La Alianza Francesa se encuentra en una hermosa mansión, en una esquina de Dorset Square. Allí entré, después de hacer una inspiración profunda. Detrás del mostrador de la recepción, había una joven de pelo corto y grandes ojos castaños.
—Hola —la saludé—, quería informarme sobre la posibilidad de desempolvar mi francés.
Se me quedó mirando, desconcertada.
—Quoi? —dijo, y continuamos a partir de ahí.
En el poco francés que conservaba, hablé primero con Rita, después con Roland y finalmente con Jacqueline, creo que en ese orden. La sola mención de Apostrophes bastó para que todos se pusieran en acción. Rita y Jacqueline se turnarían para darme clases. Sería una auténtica inmersión. Rita —¿o era Jacqueline?— se concentraría en mi expresión oral y me ayudaría a pulir mis respuestas a las preguntas más previsibles. Jacqueline, en colaboración con Roland, planificaría nuestra campaña militar. Partiendo de la máxima «conoce a tu enemigo», haría un estudio de la psicología de Pivot, se documentaría sobre su forma de ejercer el periodismo y sus temas preferidos de discusión y seguiría de cerca las noticias diarias, ya que los productores de Apostrophes daban mucha importancia a la actualidad.
Con ese propósito, Roland me hizo ver varios de los programas ya emitidos de Apostrophes. La agilidad del diálogo y el ingenio de los participantes me aterrorizaron. Sin confesárselo a mis instructores, pregunté furtivamente si no sería mejor pedir un intérprete. La respuesta de Pivot fue instantánea: por las conversaciones que había mantenido conmigo en Capri, estaba convencido de que me las arreglaría perfectamente en francés. Mis otros tres entrevistadores serían Edward Behr, periodista políglota y acreditado corresponsal en el extranjero; Philippe Labro, conocido escritor, periodista y cineasta, y Catherine David, prestigiosa periodista literaria.
Mi desagrado por las entrevistas del tipo que sean no es una pose, aunque de vez en cuando ceda a la tentación o a las presiones de mis editores. El juego de la fama no tiene nada que ver con el oficio de escritor y se desarrolla en un terreno muy diferente. Siempre he sido consciente de que se trata de una interpretación teatral, de un ejercicio de proyección personal y, para los editores, de la mejor publicidad gratuita que pueda existir. Pero puede destruir el talento con tanta rapidez como lo promociona. Sé por lo menos de un escritor que después de un año entero de gira promocional de uno de sus libros por todo el mundo siente que perdió para siempre la creatividad, y me temo que quizá esté en lo cierto.
En mi caso, había dos grandes temas incómodos pero ineludibles, presentes desde el momento mismo en que empecé a escribir: la turbia carrera de mi padre, que era pública y notoria para cualquiera que se tomara el trabajo de establecer la conexión; y mis relaciones con los servicios de inteligencia, que yo no podía mencionar, por decisión propia y porque así me lo imponía la ley. Por lo tanto, la sensación de que en las entrevistas importaba tanto lo que ocultaba como lo que decía ya estaba profundamente arraigada en mí mucho antes de que tuviera una carrera literaria.
Tras este paréntesis, ocupo mi puesto en el escenario de un estudio de París abarrotado de público e ingreso en el territorio de serena irrealidad que se extiende justo al otro lado de la frontera del pánico a los escenarios. Pivot enseña mi corbata y, con delectación, cuenta cómo la consiguió. Al público le encanta la historia. Hablamos del Muro de Berlín y de la Guerra Fría. Unas escenas de la película El espía que surgió del frío me permiten hacer una pausa, lo mismo que las largas intervenciones de mis otros tres interrogadores, que tienden a formular declaraciones de principios más que preguntas. Hablamos de Kim Philby, de Oleg Penkovski, de la perestroika y la glásnost. ¿Habría cubierto esos temas mi equipo de asesores de la Alianza Francesa durante nuestras reuniones operativas? Es evidente que sí, porque tengo todo el aspecto de estar recitando de memoria. Hablamos de nuestra admiración por Joseph Conrad, Maugham, Greene y Balzac. Reflexionamos sobre Margaret Thatcher. ¿Fue Jacqueline la que me instruyó sobre el ritmo del párrafo retórico francés, que consiste en formular la tesis, plantear su antítesis y ampliarla en una recapitulación personal? Ya fuera Jacqueline, Rita o Roland, expreso mi agradecimiento a los tres y el público estalla en aplausos.
Viendo a Pivot actuar en directo delante de una audiencia cautivada por su encanto, no resulta difícil entender cómo ha conseguido algo que ningún otro personaje de televisión en el mundo ha estado ni remotamente cerca de imitar. No se trata sólo de carisma. No es únicamente energía, atractivo, habilidad y erudición. Pivot tiene la cualidad más difícil de encontrar, una por la que todos los productores cinematográficos y directores de reparto del mundo darían un ojo de la cara: una natural generosidad de espíritu, también llamada corazón. En un país famoso por hacer del ridículo una forma artística, Pivot consigue que su entrevistado sienta, desde el momento en que ocupa su puesto en el estudio, que todo va a salir bien. Y el público también lo siente. Sus entrevistados son su familia. Ningún otro entrevistador, ningún otro periodista de los pocos que aún recuerdo, ha dejado en mí una huella tan profunda.
Termina la entrevista. Ya puedo marcharme del escenario. Pivot se queda en escena, hablando del programa de la semana próxima. Robert Laffont, mi editor, me conduce rápidamente hasta la calle, que está vacía. No se ve ni un solo coche, ni un transeúnte, ni un policía. Es una noche perfecta de verano y París está desierto.
—¿Dónde se metió la gente? —le pregunto a Robert.
—Están terminando de ver el programa de Pivot, por supuesto —replica satisfecho mi editor.
¿Por qué cuento esta historia? Quizá porque me gusta recordar que, en medio de todo el bullicio, hubo una noche que valió la pena. De todas las entrevistas que he concedido, muchas de las cuales lamento, ésta es una de las que nunca me arrepentiré.