33

EL HIJO DEL PADRE DEL AUTOR

Tardé mucho tiempo en poder tratar en términos literarios a Ronnie, embaucador, farsante, ocasional visitante de la cárcel y, además, mi padre.

Desde mis primeros intentos vacilantes como escritor de novelas, quise mirarlo a la cara, pero estaba a años luz de conseguirlo. Mis primeros borradores de lo que más adelante sería Un espía perfecto rezumaban autocompasión: ¡Contempla, amable lector, a este pobre muchacho emocionalmente mutilado, aplastado bajo la bota de un padre tiránico! Sólo cuando Ronnie estuvo a buen recaudo en su tumba y yo volví a trabajar en la novela, hice lo que debí hacer desde el principio y procuré que los pecados del hijo fueran mucho más censurables que los del padre.

Con ese asunto zanjado, pude aprovechar el legado de su vida tempestuosa: un catálogo de personajes que habría hecho salivar de gusto al más displicente de los escritores, desde juristas eminentes y estrellas del deporte y de la gran pantalla, hasta las figuras más destacadas del submundo criminal de Londres, con las espléndidas criaturas que las acompañaban. Allí donde iba Ronnie, todo se volvía impredecible. ¿Estábamos arriba o abajo? ¿Nos fiarían la gasolina cuando fuéramos a llenar el tanque? ¿Habría huido del país o volvería a estacionar orgullosamente su Bentley en el sendero cuando regresara por la noche? ¿O lo escondería en el jardín trasero, apagaría todas las luces, comprobaría puertas y ventanas, y se pondría a hablar por teléfono entre susurros si es que no lo habían cortado ya? ¿O estaría cómodo y seguro en casa de una de sus esposas alternativas?

De los tratos de Ronnie con el crimen organizado, si es que tuvo alguno, sé muy poco, por desgracia. Es cierto que se codeó con los infames gemelos Kray, pero puede que se les acercara solamente porque eran famosos. También es verdad que hizo algún tipo de negocio con el peor arrendador que recuerda Londres, Peter Rachman. Yo diría que cuando los matones de Rachman se deshicieron de los inquilinos de Ronnie, éste vendió las fincas y le dio a Rachman una parte.

Pero ¿participar de lleno en una trama delictiva? No, el Ronnie que yo conocí no. Los estafadores son estetas. Visten trajes bien cortados, tienen las uñas limpias y hablan con corrección en todo momento. En el mundo de Ronnie, los policías eran buenos amigos, abiertos a la negociación. En cambio, no podía decir lo mismo de «los chicos», como él los llamaba, y el que se mezclaba con ellos tenía que aceptar las consecuencias.

¿Tensiones? Ronnie pasó toda su vida andando sobre la capa de hielo más fina y resbaladiza que uno pueda imaginar. No le parecía una paradoja figurar en la lista de los más buscados por fraude y presentarse al mismo tiempo en las carreras de Ascot, en el recinto de los propietarios, luciendo un bombín gris. La recepción en el Claridge’s para celebrar su segundo matrimonio tuvo que interrumpirse mientras él convencía a los inspectores de Scotland Yard para que aplazaran su arresto hasta el final de la fiesta y entre tanto se sumaran a la diversión, cosa que hicieron.

Pero no creo que Ronnie hubiera podido vivir de cualquier otra forma, ni tampoco que lo deseara. Era adicto a las crisis y a las actuaciones, un gran orador que no conocía la vergüenza y sabía meterse al público en el bolsillo, un mitómano seductor y persuasivo que se consideraba el hijo predilecto de Dios y destrozó la vida de mucha gente.

Graham Greene dice que la infancia es el saldo que tiene un escritor a su favor. Si es así, yo nací millonario.

A lo largo del último tercio de la vida de Ronnie —murió de forma repentina a los sesenta y nueve años—, estuvimos distanciados o enfrentados. Teníamos escenas terribles, casi por mutuo consentimiento, y cada vez que enterrábamos el hacha de guerra, recordábamos siempre dónde la habíamos dejado. ¿Lo contemplo ahora con más benevolencia? A veces hago un rodeo para no verlo y otras veces sigue siendo una montaña que me veo obligado a escalar. En cualquier caso, siempre está presente. No puedo decir lo mismo de mi madre, porque todavía hoy sigo sin saber qué clase de persona fue. Las versiones que me han dado las personas que estuvieron a su lado y la apreciaron no han sido muy esclarecedoras. Quizá yo no quise que lo fueran. La encontré a mis veintiún años y desde entonces me ocupé más o menos de cubrir sus necesidades, no siempre de buena gana. Pero desde el día de nuestro encuentro hasta su muerte, el niño congelado en mi interior no dio la menor señal de descongelarse. ¿Le gustaban los animales? ¿Los paisajes? ¿El mar junto al cual vivía? ¿La música? ¿La pintura? ¿Yo? ¿Leía mis libros? Ciertamente, no tenía muy buena opinión de mí, pero ¿qué pensaba del resto de la gente?

En la residencia de ancianos donde vivió los últimos años, solíamos pasar mucho tiempo deplorando las fechorías de mi padre o riéndonos de sus trastadas. A medida que se fueron sucediendo mis visitas, me di cuenta de que se había construido —para ella y también para mí— una idílica relación entre madre e hijo que discurría sin interrupciones desde mi nacimiento hasta el presente.

Hoy no recuerdo que en la infancia sintiera ningún afecto, excepto por mi hermano mayor, que durante un tiempo fue mi único padre. Recuerdo una tensión constante en mi interior, que incluso a mi edad avanzada no se ha disipado del todo. Tengo pocos recuerdos de cuando era muy pequeño. Recuerdo el ocultamiento a medida que fui creciendo, la necesidad de forjarme una identidad y la manera de hacerlo, que consistía en robar comportamientos y estilos de vida a los que eran como yo o mejores, hasta el extremo de fingir que tenía una vida familiar asentada, con ponis y padres de verdad. Cada vez que me escucho o me veo, porque no tengo más remedio que hacerlo, detecto huellas de los modelos originales, entre los que destaca —obviamente— mi padre.

Todo eso, sin duda, me convirtió en el candidato ideal para los servicios secretos. Pero nada dura mucho: ni el profesor de Eton, ni el hombre del MI5, ni el agente del MI6. Sólo el escritor siguió en la brecha. Si contemplo mi vida desde aquí, la veo como una sucesión de compromisos y huidas, y agradezco al cielo que la escritura me haya ayudado a mantener un rumbo relativamente recto y cierta cordura. La negativa de mi padre a aceptar las verdades más simples sobre sí mismo me hizo emprender un camino de indagación del que nunca he regresado. En ausencia de madre o hermanas, aprendí tarde a conocer a las mujeres —si es que he aprendido alguna vez—, y todos hemos pagado por eso.

Durante mi infancia, toda la gente que me rodeaba intentaba venderme al Dios cristiano de una manera u otra. Mis tías, tíos y abuelos me enseñaron la iglesia más sencilla, y los colegios, la más pomposa. Cuando me llevaron ante el obispo para la confirmación, traté con todas mis fuerzas de sentir devoción, pero no sentí nada. Durante diez años más, intenté adquirir alguna forma de convicción religiosa, hasta que renuncié a seguir esforzándome. Hoy no tengo más dios que el paisaje y no espero nada de la muerte, excepto la extinción. Disfruto constantemente con mi familia y la gente que me quiere, y a la que yo quiero a mi vez. Cuando paseo por los acantilados de Cornualles me invaden oleadas de gratitud por la vida que tengo.

Sí, he visto la casa donde nací. Mis tías me la enseñaban, risueñas, cada vez que pasábamos. Pero la casa natal que yo prefiero es otra diferente, construida en mi imaginación. Es de ladrillo rojo y está destartalada y próxima a la demolición, con las ventanas rotas, un cartel de «Se vende» y una bañera vieja abandonada en el jardín. Se yergue en un descampado lleno de escombros, con restos de cristal emplomado en el marco de la puerta destrozada. Es un lugar para que los niños se escondan, no para que nazcan. Pero allí nací, o al menos así lo quiere mi imaginación, y lo que es más, nací en el desván, entre las pilas de cajas marrones que mi padre siempre se llevaba cuando huía.

La primera vez que inspeccioné clandestinamente esas cajas, poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial —puesto que en torno a los ocho años yo ya era un espía bien entrenado—, encontré solamente efectos personales: el traje de gala masónico de mi padre; la peluca y la toga de abogado con las que se proponía asombrar al mundo en cuanto solucionara el detalle de estudiar Derecho, y algunos elementos ultrasecretos, como sus planes para vender flotas de aviones al Aga Khan. Pero cuando finalmente estalló la guerra, el contenido de las cajas se volvió más sustancioso: chocolates Mars del mercado negro, inhaladores de anfetaminas para meterse estimulantes por la nariz y, después del Día D, medias de nailon y bolígrafos.

Ronnie sentía debilidad por las mercancías raras, siempre que estuvieran racionadas o fueran imposibles de conseguir. Veinte años más tarde, cuando Alemania aún estaba dividida y yo era un diplomático británico residente en Bonn, a orillas del Rin, se presentó sin anunciarse en mi puerta, con toda su corpulenta humanidad metida con calzador en una especie de barquilla metálica con ruedas adosadas. Nos explicó que era un automóvil anfibio, un prototipo. Acababa de comprar la patente para Gran Bretaña a sus fabricantes en Berlín, y estaba convencido de que el invento nos haría millonarios. Había conducido el vehículo por el corredor interzonal, bajo la mirada de los guardias fronterizos de Alemania del Este, y se proponía lanzarlo con mi ayuda al Rin, que casualmente bajaba bastante crecido y turbulento.

Lo disuadí, pese al entusiasmo de mis hijos, y lo convencí para que se quedara a comer, en lugar de echar el automóvil al río. Descansado y repuesto, partió horas después en dirección a Ostende e Inglaterra. No sé hasta dónde llegó, porque nunca más volvió a mencionar el coche. Supongo que en algún lugar del camino lo alcanzarían sus acreedores y se lo quitarían.

Pero eso no le impidió presentarse en Berlín dos años después, anunciándose como mi «asesor profesional» y, en calidad de tal, hacer una visita de vip a los estudios de cine más grandes de Berlín occidental, disfrutar de su hospitalidad y conocer a un par de estrellas en alza, además de participar en gran cantidad de conversaciones sobre exenciones fiscales y subsidios a cineastas extranjeros y, en particular, a los productores de la película basada en mi reciente novela, El espía que surgió del frío.

No hace falta decir que ni la Paramount —que ya había firmado un acuerdo con los estudios Ardmore de Irlanda— ni yo estábamos al corriente de sus actividades.

No hay electricidad en mi casa natal, ni tampoco calefacción, por lo que la luz procede de las farolas de gas de Constitution Hill, que proyectan en el desván un fulgor amarillento. Mi madre está tumbada en un catre de campaña, intentando lastimosamente hacerlo lo mejor que puede, de la manera que sea (de hecho, la primera vez que imaginé esa escena no sabía muy bien en qué consistía un parto). Ronnie está en la puerta, comiéndose las uñas. Viste traje cruzado y los zapatos marrones y blancos que se pone para jugar al golf, y no deja de vigilar la calle ni de urgir a mi madre para que se esfuerce un poco más.

—¡Por el amor de Dios, Wiggly! ¿No puedes acabar de una vez? Esto es una vergüenza, no hay otra forma de llamarlo. El pobre Humphries está ahí fuera, esperando en el coche, muerto de frío, y tú ni siquiera lo intentas de verdad.

Aunque mi madre se llamaba Olive, mi padre insistía en llamarla Wiggly. Más adelante, cuando técnicamente me hice adulto, yo también adquirí la costumbre de poner apodos tontos a las mujeres para volverlas menos temibles.

El acento de Ronnie, cuando yo era pequeño, seguía siendo de Dorset, con erres sonoras y aes alargadas. Pero la autorremodelación ya estaba en marcha, y cuando llegué a la adolescencia, ya hablaba casi bien, aunque no del todo. Dicen que la lengua es la marca de los ingleses y, en aquella época, «hablar bien» podía ser la clave para una promoción en las filas del ejército, un préstamo bancario, un trato más respetuoso por parte de la policía o un empleo en el Ayuntamiento de Londres. Y es una ironía de la caprichosa vida de Ronnie que, por hacer realidad su ambición de enviarnos a mi hermano y a mí a colegios elegantes, se situara a sí mismo en una posición social inferior a la nuestra, según las crueles normas de la época. Tony y yo atravesamos sin esfuerzo la barrera del sonido interclasista mientras Ronnie se quedaba atrapado al otro lado.

No se puede decir exactamente que pagara nuestra educación —o no siempre, por lo que he podido averiguar—, pero de alguna manera lo consiguió. Tras una primera muestra de su proceder, uno de los colegios le exigió valientemente el pago por adelantado. Lo recibió en diferido, cuando a Ronnie le resultó más cómodo, y en especie: fruta desecada del mercado negro —higos, plátanos y ciruelas pasas— y una caja de ginebra, que entonces era imposible de conseguir, para el personal.

Aun así —y ahí estaba su genio—, nunca perdió la apariencia de hombre totalmente respetable. El respeto, y no el dinero, era lo que más le importaba en la vida. Necesitaba que cada día le reconocieran esa magia. El juicio que le merecían las otras personas dependía enteramente de lo mucho que lo respetaran. En el nivel más humilde de la vida, hay un Ronnie en cada callejón de Londres y en cada capital de condado. Es el muchacho fortachón, un poco imprudente, bastante adulador y con mucha labia, que sirve champán en las fiestas a gente que no está acostumbrada a beber champán, abre su casa a los bautistas aunque nunca pisa su iglesia, y es presidente honorario del equipo de futbol de los chicos y del club de críquet de los mayores, y les entrega copas plateadas en los campeonatos.

Hasta que un día se descubre que lleva un año sin pagar al lechero, o al taller mecánico, o al quiosco de periódicos, o a la bodega, o a la tienda que le vendió los trofeos plateados, y quizá se declara en bancarrota o ingresa en la cárcel, y su mujer se lleva a los niños a vivir con su madre, y al final se divorcia de él porque descubre —como su madre ya sabía desde el principio— que se estaba tirando a todas las chicas del vecindario y tenía hijos de los que nunca les había hablado. Y cuando nuestro chico malo sale en libertad o consigue corregirse temporalmente, vive un tiempo sin dar que hablar, portándose bien y encontrando placer en las cosas sencillas, hasta que se le vuelve a calentar la sangre y recae otra vez en sus viejos vicios.

Mi padre era uno de esos tipos, sin lugar a dudas. Pero eso no era más que el principio. La diferencia era cuestión de escala y estaba en su porte episcopal, su voz ecuménica y su aire de santidad herida cada vez que alguien se atrevía a dudar de su palabra, así como en su infinita capacidad para engañarse a sí mismo. Mientras que el chico malo corriente se gasta los últimos ahorros de la familia en apostar a las carreras en un antro del pueblo, Ronnie se sienta tranquilamente a la mesa más grande de Montecarlo, bebiendo brandy y ginger ale por cortesía de la casa, conmigo a su lado, tratando de aparentar más edad de la que tengo, diecisiete años, y el asistente del rey Faruk, que ya tiene más de cincuenta, al otro lado. El asistente del rey es bienvenido a esa mesa, porque podría comprarla varias veces con todo el dinero que ha perdido. Es pulcro, canoso, inofensivo y está muy cansado. El teléfono blanco que tiene junto al codo lo conecta directamente con el rey egipcio, rodeado de astrólogos. Suena el teléfono blanco, el asistente separa la mano de la barbilla, levanta el auricular, escucha con los grandes párpados entornados y, obedientemente, transfiere otra porción de la riqueza de Egipto a las casillas rojas, las negras o a cualquier número considerado propicio por los magos zodiacales de Alejandría o El Cairo.

Ronnie lleva cierto tiempo observando ese proceso, con una sonrisita combativa entre dientes, que parece decir: «Si eso es lo que quieres, amigo mío, eso es lo que tendrás». Entonces empieza a subir las apuestas. Con resolución. Las de diez se convierten en veinte, y las de veinte, en cincuenta. Y cuando reparte por la mesa las fichas que le quedan y pide ansiosamente que le den más, me doy cuenta de que no juega por una corazonada, ni para la casa, ni por los números. Está jugando para el rey Faruk. Si Faruk apuesta por el negro, Ronnie se decide por el rojo. Si Faruk va por los impares, Ronnie sube la apuesta por los pares. Y ya estamos hablando de cientos (hoy serían miles). Lo que Ronnie pretende decirle a Su Egipcia Majestad —mientras la pala del crupier se lleva primero la matrícula de todo un semestre de mi colegio y después la de un año entero— es que su línea de comunicación con el Altísimo es mucho más eficaz que la de un potentado árabe de pacotilla.

En la suave penumbra azul de Montecarlo, antes del alba, padre e hijo se encaminan juntos a través de la explanada hacia una joyería que abre las veinticuatro horas del día para empeñar la cigarrera de platino, la pluma de oro y el reloj Bucherer. ¿O era Boucheron? Tengo calor.

—Mañana lo recuperaremos todo con intereses, hijo —me dice mientras nos retiramos a dormir en el Hôtel de Paris, donde afortunadamente nuestra habitación ya está pagada por adelantado—. A las diez en punto —añade con expresión severa, para que no se me ocurra hacerme el enfermo.

De modo que nazco. De mi madre, Olive. Dócilmente, con la prisa que Ronnie le exigió. En un último esfuerzo, para eludir a los acreedores e impedir que el señor Humphries se muera de frío, acurrucado al volante de su Lanchester. Porque el señor Humphries no es un simple taxista, sino un valioso aliado, un destacado miembro de la exótica corte que rodea a Ronnie y un distinguido mago aficionado, capaz de hacer trucos con trozos de cuerda, como los nudos de los ahorcados. En los buenos tiempos, lo sustituye el señor Nubteam con su Bentley; pero en las horas bajas, el señor Humphries con su Lanchester siempre está a la orden.

Nazco y me empaquetan con las escasas pertenencias de mi madre, porque acabamos de recibir otra visita de los agentes judiciales y viajamos ligeros de equipaje. Me cargan en la cajuela del taxi del señor Humphries, como uno de los jamones de contrabando que Ronnie vendería unos años más tarde. Después de mí, cargan las cajas marrones y cierran por fuera la puerta de la cajuela. Miro a mi alrede­dor en la oscuridad, en busca de mi hermano mayor, Tony, pero no lo veo por ninguna parte. Tampoco a Olive, alias Wiggly. No importa. Nací y, como un potrillo recién llegado al mundo, ya estoy corriendo. Desde entonces no he dejado de correr.

Tengo otro recuerdo de infancia reconstruido, que según mi padre —que debía saberlo— es igualmente inexacto. Han pasado cuatro años y estoy en la ciudad de Exeter, caminando a través de un descampado. Voy de la mano de mi madre, Olive, alias Wiggly. Como los dos llevamos guantes, no hay contacto físico entre nosotros. De hecho, hasta donde yo recuerdo, nunca lo hubo. El que abrazaba era Ronnie, nunca Olive. Ella era la madre que no olía a nada mientras que Ronnie olía a tabaco caro y a loción capilar de Taylor, peluquero de la corte con comercio en Old Bond Street, y cuando acercabas la nariz al lanoso tejido de uno de sus trajes del señor Berman era como si olieras también el perfume de sus mujeres. Sin embargo, cuando a la edad de veintiún años, fui al encuentro de Olive en el andén número uno de la estación de trenes de Ipswich, para reunirme con ella después de dieciséis años sin abrazos, no supe por dónde agarrarla. Era tan alta como yo, pero toda aristas, sin contornos abrazables. Por su manera vacilante de andar y su cara alargada y vulnerable, habría podido ser mi hermano Tony con la peluca de abogado de Ronnie.

Vuelvo a estar en Exeter, balanceándome de la mano enguantada de Olive. Al otro lado del descampado hay una calle, desde la cual veo un muro alto de ladrillos con púas y vidrios rotos en lo alto, y detrás del muro, un edificio sombrío de fachada plana, con barrotes en las ventanas y ninguna luz dentro. Y en una de esas ventanas con barrotes, exactamente con el mismo aspecto que un preso del Monopoly cuando va directamente a la cárcel sin pasar por la salida ni recibir doscientas libras, veo a mi padre de los hombros para arriba. Como el preso del Monopoly, se agarra a los barrotes con las dos manos. Las mujeres siempre le decían que tenía unas manos preciosas y él siempre se las estaba arreglando con un cortaúñas que sacaba del bolsillo del saco. Tiene la frente ancha y blanca apoyada contra los barrotes. Nunca ha tenido mucho pelo. El poco que tenía le caía por delante y por detrás de la coronilla, en un río negro de olor agradable, y se detenía poco antes de llegar a la bóveda que tanto había hecho por la inmaculada imagen que tenía de sí mismo. Con la edad, el río se volvió gris y después se secó del todo; pero las arrugas de la vejez y la vida disoluta que con tanto esfuerzo se había ganado nunca se materializaron. El Eterno Femenino de Goethe prevaleció en él hasta el final.

Según Olive, estaba tan orgulloso de su cabeza como de sus manos y, poco antes de su boda, la vendió a la ciencia por cincuenta libras, con pago por adelantado y entrega de la mercancía después de su muerte. No sé por qué me lo contaría Olive, pero desde el día en que lo supe, empecé a mirar a Ronnie con el desapego de un verdugo. Tenía el cuello muy ancho y casi no se distinguía la unión con el tronco. Yo me preguntaba hacia dónde dirigiría el hacha si hubiera tenido que hacer el trabajo. Matarlo fue una de mis primeras preocupaciones y todavía persiste a ratos, incluso después de su muerte. Probablemente, sea fruto de mi exasperación por no haber podido comprenderlo nunca.

Agarrado aún de la mano enguantada de Olive, saludo a Ronnie en lo alto del muro y él me saluda como siempre: echándose un poco hacia atrás y dejando completamente inmóvil la mitad superior del cuerpo mientras un brazo profético se yergue hacia el cielo sobre su cabeza.

—¡Papá, papá! —le grito, y mi voz es la de una rana gigante.

De la mano de Olive, vuelvo al coche, completamente satisfecho conmigo mismo. Al fin y al cabo, no todos los niños tienen a su madre para ellos solos y a su padre encerrado en una jaula.

Pero, según mi padre, nada de eso sucedió realmente. La idea de que yo hubiera podido verlo encerrado en alguna de sus prisiones lo ofendía profundamente:

—Pura invención, de principio a fin, hijo.

Me reconoció que había pasado una temporada en la cárcel de Exeter, pero la mayor parte del tiempo había estado en Winchester y en los Scrubs. No había cometido ningún crimen, nada que no pudiera remediarse entre gente razonable. Le había sucedido lo que al chico de la oficina que toma prestados unos chelines de la caja de los sellos y lo descubren antes de que tenga ocasión de devolverlos. Pero eso no era lo importante, según le indicó a mi hermana Charlotte, hija suya de otro matrimonio, mientras se quejaba de mi conducta irrespetuosa hacia él, o, dicho de otro modo, de mi negativa a darle parte de mis derechos de autor o a facilitarle unos cientos de miles de libras para urbanizar una zona verde que un ayuntamiento mal aconsejado había puesto a su disposición. Lo importante era que cualquiera que conociera la cárcel de Exeter por den­tro sabía perfectamente que era imposible ver la calle desde las celdas.

Le creí y aún le creo. Yo me confundía y él estaba en lo cierto. No había estado nunca en esa ventana ni yo lo había saludado. Pero ¿cuál es la verdad? ¿Qué es un recuerdo? Deberíamos buscar otro nombre para los sucesos pasados que aún viven en nosotros y el modo en que los vemos. Yo lo vi en esa ventana, pero también lo veo ahora, agarrado a los barrotes, con el pecho de toro constreñido dentro del uniforme de recluso, que tenía flechas estampadas, como el que usaban los presos en los cómics de la vieja escuela. Hay una parte de mí que desde entonces no ha vuelto a verlo vestido de otra forma. Y sé que tenía cuatro años cuando lo vi, porque un año después salió en libertad, y al cabo de unas semanas o unos meses mi madre se marchó por la noche y desapareció, hasta que dieciséis años después la encontré en Suffolk, siendo ya madre de otros dos niños que habían crecido ajenos a la existencia de su medio hermano. Cuando se fue, se llevó una maleta blanca de piel de Harrods, con forro de seda, que encontré en su casa después de su muerte. Era el único testimonio de su primer matrimonio que había en toda la casa. Todavía la conservo.

También vi a mi padre encorvado en su celda, al borde de su litera, con la cabeza vendida apoyada entre las manos; era un joven orgulloso que nunca había pasado hambre, ni se había lavado sus propios calcetines, ni se había hecho la cama, y no dejaba de pensar en sus tres devotas hermanas y en sus padres, que lo adoraban: su madre, con el corazón destrozado, retorciéndose para siempre las manos y preguntándole a Dios «¿por qué?, ¿por qué?» con su acento irlandés; y su padre, antiguo alcalde de Poole, concejal y masón, cumpliendo mentalmente la pena de Ronnie, lo mismo que su madre, y encaneciendo los dos de forma prematura mientras lo esperaban.

¿Cómo podía Ronnie soportar el peso de saberlo mientras miraba la pared? ¿Cómo pudo soportar el encierro, con su orgullo, su prodigiosa energía y su carácter impulsivo? Yo soy tan inquieto como él. No puedo estarme sentado más de una hora. Soy incapaz de pasar una hora leyendo un libro, a menos que esté en alemán, lo que por alguna causa me mantiene sentado. Incluso cuando veo una buena obra de teatro, ansío que llegue el entreacto para estirar las piernas. Cuando escribo, me levanto constantemente del escritorio y salgo al jardín o a la calle. Si me quedo encerrado en el lavabo por más de tres segundos —la llave se cayó de la cerradura y la estoy buscando a tientas—, empiezo a sudar como un loco y grito para que me dejen salir. Y, sin embargo, Ronnie, en la plenitud de su vida, pasó una larga temporada en la prisión: tres o cuatro años. Cuando todavía estaba cumpliendo la primera sentencia, le abrieron una nueva causa y le aplicaron una segunda condena, esta vez con trabajos forzosos. Las penas que cumplió en años posteriores —en Hong Kong, Singapur, Yakarta y Zúrich— fueron, según tengo entendido, breves. Mientras me documentaba para escribir El honorable colegial, en Hong Kong, me topé con un antiguo carcelero suyo, que estaba como yo en la caseta de Jardine Matheson, en el hipódromo de Happy Valley.

—Señor Cornwell, su padre es uno de los mejores hombres que he conocido. Fue un privilegio tenerlo bajo mi responsabilidad. Dentro de poco, cuando me jubile, volveré a Londres y le pediré que me ayude a hacer negocios.

Incluso en la cárcel, Ronnie engordaba al carcelero para comérselo más adelante.

Estoy en Chicago, participando en una deslucida campaña para promover la exportación británica. El cónsul general, en cuya casa me alojo, me entrega un telegrama. Es de nuestro embajador en Yakarta, que me anuncia que Ronnie está en la cárcel y me pregunta si quiero pagar la fianza. Le prometo pagar lo que sea preciso. Para mi sorpresa y alarma, no son más que unos pocos cientos de libras. Ronnie debe de andar mal económicamente.

Desde la Bezirksgefängnis de Zúrich, donde está encarcelado por fraude hotelero, Ronnie me llama por cobrar.

—Hijo... Soy yo, tu padre.

—¿Qué puedo hacer por ti?

—Puedes sacarme de esta maldita cárcel, muchacho. Fue un malentendido. Estos chicos se niegan a considerar los hechos.

—¿Cuánto?

No hay respuesta. Oigo que traga saliva teatralmente, antes de poner el broche de oro a su actuación:

—No aguanto más la cárcel, hijo.

Y después, unos sollozos, que como de costumbre se me clavan en la carne como lentos cuchillos.

Se lo pregunto a mis dos tías vivas, que hablan como hablaba Ronnie cuando era joven, con la entonación ligera y despreocupada de Dorset que tanto me gusta. ¿Cómo se tomó Ronnie aquella primera estancia en la cárcel? ¿Cómo le afectó? ¿Cómo era él antes de entrar en prisión? ¿Cómo era cuando salió? Pero las tías no son historiadoras, sino hermanas. Quieren a Ronnie y prefieren no pensar más allá del amor que sienten por él. La escena que recuerdan mejor es la de Ronnie afeitándose por la mañana, el día en que los tribunales de Winchester iban a dictar el veredicto. El día anterior, Ronnie había presentado su defensa desde el banquillo de los acusados y estaba seguro de que esa noche volvería a su casa como un hombre libre. Era la primera vez que dejaban a las tías mirarlo mientras se afeitaba. Pero la única respuesta que consigo de ellas está en sus ojos y en sus palabras abatidas: «Fue terrible. Terrible».

Hablan de la pena como si todo hubiera sucedido ayer y no setenta años atrás.

Hace más de sesenta años, le hice la misma pregunta a mi madre, Olive. A diferencia de las tías, que prefieren guardarse los recuerdos, Olive era un grifo imposible de cerrar. Desde el instante en que nos reencontramos en la estación de trenes de Ipswich, me habló de Ronnie sin parar. Empezó a hablarme de su sexualidad mucho antes de que yo hubiera resuelto la mía y, para facilitarme las referencias, me dio un ejemplar gastado de la Psychopathia sexualis, de Krafft-Ebing, en edición de bolsillo, como mapa para orientarme a través de los apetitos de su marido antes y después de la cárcel.

—¿Cambiado? ¿En la cárcel? ¡Ni por asomo! Estabas exactamente igual que antes. Habías adelgazado, claro. ¿Y cómo no? La comida de la cárcel no estaba hecha para que te gustara. —Y, a continuación, la imagen que nunca me abandonaría, entre otras cosas porque no parecía consciente de lo que estaba diciendo—: Y tenías esa tonta costumbre de pararte delante de las puertas y esperar en posición de firmes, con la cabeza gacha, hasta que yo las abría por ti. Eran puertas perfectamente corrientes y no estaban cerradas con llave, pero obviamente no esperabas que tú pudieras abrirlas.

¿Por qué Olive me hablaba de Ronnie en segunda persona? Decía en lugar de él, pero inconscientemente me trataba como si yo fuera su sustituto, y en eso me había convertido hacia el momento de su muerte. Hay una cinta que Olive grabó para mi hermano Tony en la que habla de su vida con Ronnie. Yo todavía no soporto escucharla, por lo que sólo he podido oír algunos fragmentos. En la cinta cuenta que Ronnie le pegaba y afirma que por esa razón se marchó de casa. La violencia de Ronnie no fue ninguna novedad para mí, porque también tenía la costumbre de pegarle a su segunda esposa. Lo hacía tan a menudo y con tanta determinación, y a unas horas tan intempestivas, cuando volvía a casa por la noche, que por un impulso de caballerosidad me autoerigí en su ridículo protector y por eso dormía en un colchón, delante de la puerta de su dormitorio, con un palo de golf en la mano, para que Ronnie tuviera que enfrentarse conmigo antes de acceder a ella.

¿De verdad le habría pegado en la cabeza vendida a la ciencia? ¿Habría sido capaz de matarlo y de ir a la cárcel tras sus pasos? ¿O le habría dado un abrazo y le habría deseado buenas noches? Nunca lo sabré, pero he visualizado tan a menudo las tres posibilidades en mi mente que las tres son verdaderas.

Ronnie también me pegaba a mí, desde luego, pero muy de vez en cuando y con poca convicción. La preparación era lo que daba más miedo: el descenso de los hombros, la recolocación de la barbilla... Y cuando me hice mayor, Ronnie intentó llevarme a juicio, lo que podría ser una forma disfrazada de violencia. Había visto un documental de televisión sobre mi vida y había considerado una difamación implícita el hecho de que yo omitiera mencionar que todo se lo debía a él.

¿Cómo se conocieron Olive y Ronnie? Le hice esta pregunta a mi madre durante mi período Krafft-Ebing, poco después de aquel primer abrazo recordado en la estación de Ipswich.

—Por tu tío Alec, cariño —respondió ella.

Se refería a un hermano con el que ya no se hablaba, veinticinco años mayor. Los padres de ambos habían muerto mucho tiempo atrás, por lo que el tío Alec, potentado de Poole, miembro del Parlamento y legendario predicador local, era en la práctica su padre. Lo mismo que Olive, era flaco, huesudo y muy alto, pero también engreído y vestido siempre elegantemente, con un gran sentido de su importancia social. Una vez lo llamaron para entregar un trofeo a un equipo de futbol del pueblo, y el tío Alec se llevó consigo a Olive, como a una futura princesa que fuera preciso preparar para el ejercicio de sus futuras obligaciones públicas.

Ronnie era el delantero centro del equipo. ¿En qué otra posición habría podido jugar? Mientras el tío Alec recorría la fila de jugadores, estrechándoles las manos, Olive iba detrás, enganchando las insignias del trofeo en cada orgulloso pecho. Pero, cuando fue a pincharle la insignia a Ronnie, éste cayó dramáticamente de rodillas, llevándose las dos manos al pecho y quejándose de que le había perforado el corazón. El tío Alec, que a todas luces era un imbécil grandilocuente, le permitió seguir adelante con la broma, y Ronnie, en un despliegue de aparente sumisión, le pidió permiso para visitar su casa los domingos por la tarde, aunque no para ver a Olive, que naturalmente ocupaba una posición social muy superior a la suya, sino a una sirvienta irlandesa con la que tenía cierta amistad. El tío Alec dio gentilmente su consentimiento, y Ronnie, con el pretexto de visitar a la sirvienta, sedujo a Olive.

—¡Me sentía tan sola, cariño! ¡Y tú eras tan fogoso y ardiente!

El fogoso no era yo, por supuesto, sino Ronnie.

El tío Alec fue mi primer informante secreto y yo lo delaté sin miramientos. Le escribí cuando cumplí veintiún años —«Alec Glassey, miembro del Parlamento, Cámara de los Comunes, Asunto privado»— para preguntarle si su hermana, mi madre, estaba viva y, en tal caso, si sabía dónde podía encontrarla. Hacía mucho tiempo que Glassey había dejado de ser miembro del Parlamento, pero milagrosamente la administración de los Comunes le remitió mi carta. En años anteriores le había hecho la misma pregunta a Ronnie, pero él se había limitado a fruncir el ceño y a negar con la cabeza, por lo que me di por vencido al cabo de un par de intentos. En una nota de dos líneas, el tío Alec me indicó que podría encontrar su dirección en la hoja adjunta. Me ofrecía esa información con la condición de que nunca le revelara «a la persona en cuestión» de quién la había obtenido. Animado por la exigencia, le conté toda la verdad a Olive a los pocos segundos de encontrarla.

—Debemos estarle agradecidos, cariño —dijo ella, y eso fue todo.

O eso debió ser todo, porque cuarenta años después, en Nuevo México, cuando ya habían pasado varios años de la muerte de mi madre, mi hermano Tony me reveló que, tras cumplir veintiún años, dos años antes que yo, él también le había escrito a Alec, había tomado el primer tren para ver a Olive y la había abrazado en el andén ­número uno, probablemente con mejores resultados que yo, ya que gracias a su altura habría podido abrazarla mejor. Y él también le había revelado la verdad.

¿Por qué no me lo había contado Tony en su momento? ¿Por qué no se lo había contado yo? ¿Por qué no nos había dicho nada Olive a cada uno acerca del otro? ¿Por qué había intentado Alec mantenernos alejados? La respuesta está en el miedo a Ronnie, que para todos nosotros era como el miedo a la propia vida. Su alcance psicológico y físico, y su terrible encanto, eran ineludibles. Ronnie era una red andante de contactos. Cuando descubría que una de sus mujeres había encontrado consuelo en un amante, se transmutaba en consejo de guerra de un solo hombre e iniciaba las hostilidades. En menos de una hora, lograba comunicarse con el patrón del pobre desgraciado, con el encargado de su banco, con su casero y con su suegro, y los reclutaba a todos como agentes de su destrucción.

Y lo que Ronnie era capaz de hacerle a un pobre marido descarriado nos lo podía hacer a nosotros multiplicado por diez. Ronnie destrozaba a medida que creaba. Cada vez que siento el impulso de admirarlo, recuerdo a sus víctimas, como su propia madre, viuda desconsolada, en posesión del patrimonio de su padre, y la madre de su segunda esposa, también viuda, e igualmente heredera de la fortuna de su marido. Las desvalijó a las dos, privándolas de los ahorros de sus maridos y robando a los legítimos herederos el legado que les correspondía. Y lo mismo hizo con varias docenas de personas más que confiaban en él y que según sus nobles criterios merecían su protección. A todas las estafó y les robó después de hacerse pasar por su caballero andante. ¿Cómo se lo explicaría a sí mismo si es que se lo explicaba? ¿Cómo justificaba las tardes en el hipódromo, las fiestas, las mujeres y los Bentley que formaban parte de su otra vida, mientras se quedaba con el dinero de unas personas tan indefensas por el amor que le profesaban que no podían negarle nada? ¿Alguna vez se habrá planteado el precio de ser el hijo predilecto de Dios?

Conservo pocas cartas, y la mayoría de las que me escribía Ronnie eran tan espantosas que las rompía prácticamente antes de leerlas: cartas suplicantes desde Estados Unidos, la India, Singapur o Indonesia; cartas perentorias, en las que me perdonaba mis transgresiones y me instaba a quererlo, a rezar por él, a sacar el máximo partido de todos los beneficios que generosamente me había proporcionado, y a enviarle dinero; mensajes intimidantes, en los que me exhortaba a devolverle lo que había gastado en mi educación, y pronósticos fatalistas de su muerte inminente. No lamento haberlas tirado, y a veces desearía poder tirar también su recuerdo. De vez en cuando, pese a mis esfuerzos, un retazo del pasado inextinguible de Ronnie vuelve para atormentarme: por ejemplo, una página de una de sus cartas mecanografiadas sobre etéreo papel de correo aéreo, en la que me presenta algún plan demencial y me pide que lo ponga en conocimiento de mis «asesores», con miras «a una inversión temprana». O una carta de un viejo adversario suyo en los negocios, que me escribe siempre amablemente, siempre feliz de haberlo conocido, aunque la experiencia le haya costado cara.

Hace unos años, indeciso al borde de una autobiografía y frustrado por la escasez de información colateral, contraté a un par de detectives, uno gordo y otro flaco, ambos recomendados por un curtido abogado de Londres y ambos aficionados a la buena mesa. Salgan al mundo —les dije alegremente—. Háganlo por mí. Encuentren testigos vivos y testimonios escritos, tráiganme hechos sobre mi padre, mi familia y yo mismo, y los recompensaré. Soy un mentiroso —les expliqué—. Nací y me crie entre mentiras; me formé en un sector donde la gente miente para ganarse la vida, y he practicado la mentira como novelista. Como fabricante de ficciones, invento versiones de mí mismo y nunca cuento la verdad, si es que tal cosa existe.

»Lo que pienso hacer es lo siguiente —continué—: dejaré que mi memoria imaginativa se explaye en la página de la izquierda del libro y pondré su informe objetivo, intacto y sin adornos en la página de la derecha. De ese modo, mis lectores podrán comprobar por sí mismos hasta qué punto la memoria de un viejo escritor es la puta de su imaginación. Todos reinventamos nuestro pasado —dije—, pero los escritores son una clase aparte. Aunque sepan la verdad, nunca les parece suficiente.

Les proporcioné las fechas, los nombres y las direcciones de Ronnie, y les sugerí que investigaran en los archivos de los tribunales. Los imaginé buscando testigos directos cuando aún quedaban algunos con vida: antiguas secretarias, funcionarios de prisiones y policías. Les dije que hicieran lo mismo con mi expediente escolar, con mis antecedentes en el ejército y, como había sido objeto de investigaciones de seguridad en varias ocasiones, con los informes que sobre mi fiabilidad hubieran redactado los servicios que solíamos considerar secretos. Los animé a no detenerse ante nada en su búsqueda de mi persona. Les conté todo lo que pude recordar acerca de las estafas de mi padre en el país y en el extranjero. Les dije que había tratado de timar a los primeros ministros de Singapur y de Malasia con un dudoso sistema de apuestas futbolísticas y que por un pelo no lo había logrado. Pero siempre le fallaba todo por un pelo.

Les hablé de sus otras familias y de sus amantes y enamoradas, que —según él mismo me dijo— siempre estaban dispuestas a freírle una salchicha si se presentaba en su casa. Les di los nombres de un par de mujeres que conocía, una o dos direcciones y los nombres de algunos de sus hijos, aunque no diré de cuáles. Les hablé del servicio militar de Ronnie durante la guerra, que consistió en utilizar todos los trucos habidos y por haber para no hacerlo, incluido el de presentarse a las elecciones parciales del Parlamento bajo el emocionante lema de «independiente progresista», lo que obligó al ejército a licenciarlo para que pudiera ejercer sus derechos democráticos. Y les conté que, incluso mientras estaba recibiendo entrenamiento militar, mantuvo a un par de secuaces y a una o dos secretarias a mano, alojados en hoteles cercanos, para seguir desarrollando su legítimo negocio de acaparador en tiempos de guerra y traficante de mercancías escasas. En los años de la inmediata posguerra, maquilló su expediente militar, autoconcediéndose el alias de «coronel Cornhill», por el que era conocido en los rincones más sombríos del West End. Cuando mi hermana Charlotte tuvo que interpretar un papel en Los Kray, una película sobre una famosa familia de gángsters del este de Londres, consultó al hermano mayor de la familia, Charlie, para documentarse. Después de servirle un té, Charlie Kray sacó el álbum de fotos de la familia, y ahí estaba Ronnie, posando con los dos hermanos gemelos.

Les hablé a los detectives de la noche que llegué al Royal Hotel de Copenhague y de inmediato me invitaron a pasar al despacho del director. Supuse que mi fama me habría precedido. Pero no era mi fama, sino la de Ronnie. Lo buscaba la policía danesa, y allí estaban dos de sus agentes, con la espalda recta como escolares sentados en sillas de castigo, contra la pared. Me dijeron que Ronnie había entrado en Dinamarca ilegalmente, procedente de Estados Unidos, con la ayuda de dos pilotos escandinavos a los que había desplumado jugando al póquer en un tugurio de Nueva York. En lugar de reclamarles el dinero, les había sugerido que lo llevaran gratis a Dinamarca, y eso fue lo que hicieron, además de ayudarlo a saltarse los controles de aduanas e inmigración cuando aterrizaron. ¿Sabía yo, por casualidad —me preguntaron los policías daneses—, dónde podían encontrar a mi padre? Les dije que no y, por suerte, era verdad. La última vez que había oído hablar de Ronnie había sido un año antes, cuando se había fugado subrepticiamente de Inglaterra, para huir de los acreedores, o de la justicia, o de la muchedumbre furibunda, o de las tres cosas a la vez.

Ésa era otra pista para mis detectives. Averigüen de qué se estaba escapando cuando se fue de Inglaterra —les dije— y por qué tuvo que marcharse también de Estados Unidos por la puerta de atrás. Les hablé de los caballos de carreras que Ronnie mantenía aunque estuviera en la más absoluta bancarrota: en Newmarket, en Irlanda y en Maisons-Laffitte, en las afueras de París. Les di los nombres de los entrenadores y de los jockeys, y les conté que Lester Piggott había montado para él cuando todavía era un aprendiz, y que Gordon Richards le había aconsejado que lo fichara. También les conté que una vez me encontré al joven Lester detrás de un remolque, vestido con los colores de Ronnie, leyendo un cómic infantil antes de la carrera.

Ronnie bautizaba a sus caballos con los nombres de sus queridos hijos: Dato —Dios lo perdone— por David y Tony; Tummy Tunmers, por el nombre de su casa y el aprecio que sentía por su propio estómago; Prince Rupert —el único caballo que valía algo—, por mi medio hermano Rupert; y Rose Sang, en alusión al pelo rojo de mi medio hermana Charlotte.

Les conté a los detectives que, cuando yo tenía poco menos de veinte años, iba a las carreras en lugar de Ronnie, porque a él le habían prohibido entrar en el hipódromo por no pagar las deudas de juego. Y que cuando Prince Rupert, para sorpresa de todos, quedó segundo no recuerdo en qué carrera —¿la de Cesarewitch, quizá?—, volví a Londres en el mismo tren que los corredores a los que Ronnie no había pagado, cargando un maletín repleto con el dinero de las apuestas que había hecho en su nombre.

Les hablé de la «corte de Ronnie», como yo llamaba en secreto al variopinto grupo de antiguos reclusos que componían el núcleo de su familia comercial: antiguos maestros de escuela, antiguos abogados y antiguos de todo. Y les conté que uno de ellos, llamado Reg, me llevó aparte después de la muerte de Ronnie y me hizo entre lágrimas lo que él llamaba su balance. Reg había ido a la cárcel por Ronnie, me dijo. Y no era el único con esa distinción. También George-Percival, otro miembro de la corte. Y también Eric y Arthur. Los cuatro habían pagado por delitos cometidos por Ronnie en un momento u otro, y lo habían hecho de buena gana, para no ver a la corte privada del talento que la dirigía. Pero no era eso lo que quería decirme Reg. Lo que quería decirme —me confesó entre lágrimas— era que todos ellos eran una pandilla de imbéciles, que siempre se habían dejado timar por Ronnie. Y lo seguían siendo. Y si Ronnie se levantara ahora mismo de la tumba y le pidiera a Reg que volviera a dar la cara por él, Reg lo haría, y también George-Percival, Eric y Arthur. Porque cuando se trataba de Ronnie —a Reg no le importaba reconocerlo—, a todos ellos les fallaba algo en la cabeza.

—Todos éramos unos estafadores de la peor calaña, muchacho —añadió Reg, en un último y respetuoso epitafio para un amigo—. Pero tu padre era el peor de todos.

Les conté a los detectives que Ronnie había concurrido a las elecciones generales de 1950 como candidato del Partido Liberal por la circunscripción de Yarmouth y que toda la corte había apoyado como un solo hombre a los liberales. Y que el agente del candidato del Partido Conservador había citado a Ronnie en un lugar privado y, ante la preocupación de que Ronnie dividiera el voto de la derecha en beneficio del Partido Laborista, lo había amenazado con filtrar su expediente con la justicia y algún otro escándalo más si no renunciaba a la candidatura, a lo que Ronnie, tras consultarlo en sesión plenaria con la corte, de la que yo formaba parte de oficio, se había negado. ¿Sería el tío Alec quien había ido con el soplo a los conservadores? ¿Les habría enviado una de sus cartas secretas, instándolos a no revelar la fuente? Siempre lo he sospechado. En cualquier caso, los conservadores hicieron lo que habían dicho que harían. Filtraron los antecedentes penales de Ronnie, y Ronnie, tal como estaba previsto, dividió el voto de la derecha, y el Partido Laborista ganó las elecciones.

Quizá como amistosa advertencia a mis detectives, o tal vez para presumir un poco, les hablé de la extensa red de contactos de Ronnie y de su capacidad de acceso directo a la gente más improbable. A finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta, su época dorada, Ronnie podía organizar fiestas en su casa de Chalfont Saint Peter e invitar a entrenadores del Arsenal, subsecretarios de Estado, jockeys campeones, estrellas de cine, celebridades de la radio, ases del billar, antiguos alcaldes de Londres y el reparto completo del musical Crazy Gang, que se estaba representando en el Victoria Palace, por no mencionar a un repertorio de bellezas que no se sabe muy bien de dónde salían y a toda la selección de críquet de Australia o de las Indias Occidentales, de visita en Inglaterra. Don Bradman estuvo en su casa, lo mismo que la mayoría de los grandes jugadores de críquet de la posguerra. Y a eso hay que añadir un coro de jueces y abogados, y un ejército de oficiales de Scotland Yard, vestidos de paisano, con los bolsillos de los sacos azules convenientemente abultados.

Con su educación precoz en métodos policiales, Ronnie era capaz de detectar un policía «flexible» a kilómetros de distancia. Con sólo mirarlos, sabía qué comían y bebían, qué los hacía felices, hasta dónde podían ceder y cuándo no daban más de sí. Uno de sus placeres consistía en extender la protección policial a sus amigos, de tal manera que si el hijo de alguien, completamente borracho, metía el Riley de sus padres en una zanja, el primero en recibir una nerviosa llamada telefónica de la madre del muchacho era Ronnie, que enseguida agitaba la varita mágica y conseguía que se perdieran las muestras de sangre en el laboratorio de la policía, entre profusas disculpas del fiscal por hacerle perder el tiempo a su señoría, con el feliz resultado añadido de que Ronnie sumaba un nuevo favor a su cuenta en el gran Banco de las Promesas, donde guardaba sus únicos activos.

Pero al instruir a mis detectives, yo estaba perdiendo el tiempo, por supuesto. Ningún detective del mundo habría podido encontrar lo que yo estaba buscando, y dos no eran mejor que uno. Diez mil libras y varias excelentes comidas más tarde, lo único que pudieron ofrecerme fue un montón de recortes de prensa sobre antiguas bancarrotas y elecciones en el distrito de Yarmouth, y una serie de informes empresariales sin ningún valor. No me trajeron expedientes judiciales, ni declaraciones de carceleros retirados, ni testigos estrellas, ni pistolas humeantes. Tampoco localizaron ni una sola mención del juicio de Ronnie en los tribunales de Winchester, donde él mismo decía haberse defendido brillantemente contra un joven abogado de nombre Norman Birkett, que después fue sir Norman y más tarde lord Birkett, y llegó a ser uno de los jueces británicos de los juicios de Núremberg.

Desde la cárcel —según me contó el propio Ronnie—, le había escrito a Birkett y, con la deportividad que ambos apreciaban, había felicitado al gran jurista por su actuación. Y Birkett, halagado por recibir esa carta de un pobre recluso que estaba pagando su deuda con la sociedad, le contestó. De ese modo, surgió entre ellos una correspondencia, en la que Ronnie prometió dedicar el resto de su vida a estudiar Derecho. En cuanto salió en libertad, se matriculó como estudiante en el Gray’s Inn. Animado por ese paso heroico, se compró la peluca y la toga que todavía me parece ver dando tumbos tras él en su caja de cartón mientras recorre el mundo en su búsqueda de El Dorado.

Mi madre, Olive, se fue de puntitas de nuestras vidas cuando yo tenía cinco años y mi hermano Tony, siete, y los dos estábamos profundamente dormidos. En el chirriante argot del mundo secreto en el que ingresé más adelante, su marcha se habría descrito como una bien planeada operación de «exfiltración», ejecutada según los principios mejor establecidos del conocimiento necesario. Los conspiradores eligieron una noche en la que se esperaba un regreso tardío de Ronnie desde Londres, si es que regresaba. No fue difícil. Tras las privaciones padecidas en la cárcel, Ronnie había establecido su negocio en el West End, donde estaba recuperando con diligencia el tiempo perdido. No sé muy bien qué tipo de negocio sería, pero su ascenso había sido fulminante.

Casi sin darse tiempo a inhalar la primera bocanada de aire en libertad, Ronnie reunió a su alrededor al núcleo disperso de la corte. A la misma velocidad vertiginosa, abandonamos la humilde casa de ladrillos de Saint Albans, a la que nos había conducido mi abuelo con muchos bufidos y reproches poco antes de la liberación de Ronnie, y nos establecimos en el suburbio residencial de Rickmansworth, conocido por sus limusinas y sus escuelas de hípica, a menos de una hora por carretera de los antros más caros de Londres. En compañía de la corte, pasamos unas vacaciones de invierno en el esplendor del hotel Kulm de Sankt Moritz. En Rickmansworth, los armarios de nuestras habitaciones se llenaron de juguetes nuevos a una escala árabe. Los fines de semana eran una juerga interminable de los mayores, en la que Tony y yo tratábamos de convencer a nuestros bulliciosos tíos de que nos chutaran balones de futbol, o pasábamos el rato mirando las paredes sin libros de nuestros dormitorios mientras escuchábamos la música que subía del piso de abajo. Entre los visitantes más improbables de aquellos tiempos, puedo mencionar a Learie Constantine, que más tarde sería sir Learie y posteriormente lord Constantine, quizá el mejor jugador de críquet de las Indias Occidentales de todos los tiempos. Una de las muchas paradojas de la naturaleza de Ronnie era que le gustaba ser visto en compañía de personas de piel oscura, algo que en aquella época lo convertía en una rareza. Learie Constantine jugaba con nosotros al «críquet francés» y nosotros lo adorábamos. Tengo el recuerdo de una jovial ceremonia doméstica en la cual, sin la intervención de ningún sacerdote, Learie fue proclamado mi padrino o el de mi hermano, no estoy muy seguro, ni mi hermano tampoco.

—Pero ¿de dónde salía el dinero? —le pregunté a mi madre en una de las muchas sesiones informativas que siguieron a nuestro reencuentro.

No tenía ni la menor idea. Los negocios estaban por debajo o quizá por encima de ella. Cuanto más difícil se volvía todo, menos le interesaban. Ronnie era un embaucador —me dijo—, pero ¿no lo eran todos en el mundo de los negocios?

La casa de la que Olive se fugó discretamente era una mansión de falso estilo Tudor, llamada Hazel Cottage. En la penumbra, el alargado jardín en pendiente y las ventanas de cristales emplomados le conferían el aspecto de un pabellón de caza perdido en el bosque. Veo a mi madre, durante todo el día interminable de su huida, ocupada en subrepticios preparativos: llenando la maleta blanca de piel de Harrods con los artículos de primera necesidad —un suéter grueso, ya que haría un frío de muerte en el este de Inglaterra, y la licencia de conducir, que dónde demonios habría metido—, y lanzando miradas nerviosas a su reloj de oro Sankt Moritz mientras trataba de mantener la compostura delante de sus hijos, la cocinera, la sirvienta, el jardinero y la niñera alemana, Annaliese.

Olive ya no confía en ninguno de nosotros. Sus hijos son subsidiarios de Ronnie, totalmente ganados por él, y sospecha que Annaliese se acuesta con el enemigo. La mejor amiga de Olive, Mabel, vive con sus padres a pocos kilómetros de distancia, en un apartamento con vistas al club de golf de Moor Park, pero sabe tan poco como Annaliese del plan de fuga. Mabel se ha sometido a dos abortos en los últimos tres años, tras quedarse embarazada de un hombre cuya identidad se niega a revelar, y Olive empieza a creer que hay gato encerrado. En el salón con vigas falsas, que ella atraviesa de puntitas, se yergue uno de los primeros aparatos de televisión de antes de la guerra, un ataúd invertido de caoba, con una pantalla diminuta donde se ven unas manchas en rápido movimiento y, sólo ocasionalmente, la figura borrosa de un hombre en traje de etiqueta. Está apagado, silencioso. Olive nunca volverá a mirarlo.

—¿Por qué no nos llevaste contigo? —le pregunté en una de nuestras reuniones.

—Porque tú nos habrías perseguido —replicó ella refiriéndose como de costumbre no a mí, sino a Ronnie—. No habrías descansado hasta recuperar a tus preciosos niños.

Además, estaba también la importante cuestión de nuestra educación, me dijo. Ronnie tenía tantas ambiciones para sus hijos que de alguna manera —más por las malas que por las buenas, pero eso daba igual— nos haría estudiar en los mejores colegios. Olive jamás lo habría conseguido, ¿verdad que no, cariño?

No sé describir bien a Olive. De niño, no la conocí, y de mayor, no la entendí. De sus capacidades, sé tan poco como del resto. ¿Era una persona de buen corazón, pero débil? ¿Vivía atormentada por la separación de sus dos primeros hijos, que aún estaban creciendo, o era una mujer sin emociones profundas, que sencillamente iba por la vida dejándose arrastrar por las decisiones de los demás? ¿Tenía talentos latentes que pugnaban por salir a la superficie sin conseguirlo? En cualquiera de esas identidades me reconocería a mí mismo, pero no sé cuál elegir, si es que he de elegir alguna.

La maleta blanca de piel todavía está en mi casa de Londres y se ha convertido para mí en objeto de intensas especulaciones. Como en todas las grandes obras de arte, hay tensión en su inmovilidad. ¿Volverá a largarse de repente, sin dejar una dirección donde encontrarla? Por fuera, es una maleta de buena marca, diseñada para el viaje de luna de miel de una novia acomodada. Los dos porteros uniformados que en mi memoria montan guardia eternamente delante de las puertas acristaladas del hotel Kulm de Sankt Moritz, sacudiendo la nieve de las botas de los huéspedes con movimientos histriónicos, identificarían de inmediato a su propietaria como perteneciente a la clase de gente que da propinas. Pero cuando estoy cansado y mi memoria se pone a rebuscar por su cuenta, el interior de la maleta empieza a respirar una pesada sexualidad.

La razón, en parte, es el deteriorado forro rosa: unas reveladoras enaguas, a la espera de que alguien las desgarre. Pero también, en algún lugar de mi cabeza, hay una imagen vagamente recordada de ajetreo carnal, una disputa de alcoba que debí de interrumpir cuando era muy pequeño, y el color es el rosa. ¿Será la vez que vi a Ronnie haciendo el amor con Annaliese? ¿O a Ronnie con Olive? ¿O a Olive con Annaliese? ¿O a los tres juntos? ¿O a ninguno de los tres, excepto en mis sueños? ¿Y retrata ese falso recuerdo algún tipo de paraíso erótico infantil del que fui expulsado cuando Olive hizo la maleta y se marchó?

Como pieza histórica, la maleta no tiene precio. Es el único objeto conocido que lleva aún las iniciales de Olive en su época con Ronnie: O. M. C., es decir, Olive Moore Cornwell, impreso en negro bajo el cuero sudado del asa. ¿De quién será el sudor? ¿De Olive? ¿O de su cómplice y rescatador, un irascible administrador de fincas pelirrojo que también conducía el coche en el que huyó? Tengo la impresión de que, como Olive, el hombre estaba casado, y de que, como ella, tenía hijos. Si así fue, ¿también sus hijos estarían profundamente dormidos? Por su cercano trato profesional con la aristocracia rural, el rescatador también tenía clase y estilo, mientras que Ronnie, en opinión de Olive, carecía de ambas cosas. Olive nunca perdonó a Ronnie que se hubiera casado por encima de su clase social.

Al final de su vida, Olive insistió en ese tema, hasta que empecé a comprender que la inferioridad social de Ronnie era la hoja de parra de la dignidad con que ella intentaba cubrirse mientras seguía arrastrándose impotente tras él en los años de su supuesto distanciamiento. Le permitía que la llevara a comer en el West End, escuchaba los fabulosos relatos de su fortuna prodigiosa, aunque a ella le llegara poco o nada, y después del café y el brandy —o al menos así lo imagino— se entregaba a él en alguna casa discreta, antes de que Ronnie se marchara a ganar otro fantaseado millón. Al mantener abiertas las heridas que la baja procedencia de Ronnie le había causado, al burlarse de su vulgar forma de hablar y de su falta de delicadeza social, podía culparlo a él de todo y a sí misma de nada, excepto de su estúpida aquiescencia.

Pero Olive era cualquier cosa menos estúpida. Tenía una lengua afilada, ingeniosa y lúcida. Hablaba en frases largas y claras, listas para la imprenta, y sus cartas eran convincentes, bien escritas y divertidas. En mi presencia, hablaba con dolorosa corrección, como la señora Thatcher a mitad de su curso de elocución. Pero cuando estaba con otros —como supe recientemente de alguien que la conocía mejor que yo—, adoptaba al instante las peculiaridades vocales de sus acompañantes, aunque para eso tuviera que bajar hasta los últimos peldaños de la escala social. Sí, yo también tengo oído para distinguir voces y acentos. Quizá sea una de las cosas que he heredado de ella, porque Ronnie no tenía esa habilidad. Y a mí también me gusta imitar voces ajenas y reproducirlas sobre el papel. Pero de sus lecturas, si es que leía algo, no sé mucho más que de su contribución genética a mi existencia. Volviendo la vista atrás, escuchando lo que cuentan sus otros hijos, sé que había en ella una madre por descubrir. Pero yo nunca la descubrí, quizá porque no quise.

Aun así, en los términos que utilizan los buscadores de pareja por internet, yo diría que Ronnie y Olive tenían un grado de compatibilidad muy elevado. Sin embargo, mientras que Olive estaba dispuesta a dejarse definir por cualquiera que afirmara amarla, Ronnie era un estafador de cinco estrellas, dotado con el desafortunado don de despertar el amor en hombres y mujeres por igual. El padre de Ronnie —mi venerado abuelo Frank, exalcalde de Poole, masón, abstemio, predicador y emblema de la honradez de nuestra familia, nada menos— era, según Olive, tan canallesco como Ronnie. Había sido Frank quien había empujado a Ronnie a dar su primer golpe. Él se lo había financiado y dirigido a distancia, y después se había mantenido en un discreto segundo plano mientras Ronnie apechugaba con el castigo. Olive hasta hablaba mal del abuelo de Ronnie, al que yo recuerdo como un doble de D. H. Lawrence de larga barba blanca, que montaba en triciclo a los noventa años. Nunca me dijo en qué posición quedaba yo, dentro de esa condena general a toda la línea masculina de mi familia. Pero yo tenía una excelente educación (¿verdad, cariño?). Tenía inculcados los modales y las expresiones de la gente respetable.

Hay una anécdota familiar sobre Ronnie cuya veracidad está por comprobar, pero que me gusta dar por cierta, porque pone de manifiesto su buen corazón, que con tanta frecuencia y de manera exasperante desafiaba a sus detractores.

Ronnie es un prófugo de la justicia, pero aún no se ha marchado de Inglaterra. Las acusaciones de fraude que pesan sobre él son tan contundentes que la policía británica ha organizado un operativo para arrestarlo. Y en medio de todo el alboroto, un viejo socio de Ronnie muere de manera repentina y hay que enterrarlo. Pensando que Ronnie asistirá al funeral, la policía lo pone bajo vigilancia. Agentes vestidos de paisano se mezclan con los allegados del difunto, pero Ronnie no figura entre los presentes. Al día siguiente, un miembro de la familia del muerto acude al cementerio para arreglar las flores y encuentra a Ronnie solo junto a la tumba.

Ahora pasamos a los años ochenta, y esto no fue simplemente una historia familiar. Sucedió de verdad, a plena luz del día, en presencia de mi editor británico, mi agente literario y mi mujer.

Me encuentro en plena gira promocional en el sur de Australia. Recepción y bufet en una carpa enorme. Estoy sentado a una mesa de caballetes, con mi mujer y mi editor a mi lado, bajo la mirada atenta de mi agente, firmando ejemplares de mi última novela, Un espía perfecto, que contiene un retrato bastante transparente de Ronnie, a cuya vida me he referido en el discurso pronunciado después del almuerzo. Una señora mayor, en silla de ruedas, se me acerca resueltamente sin prestar atención a la cola y me dice con cierto acaloramiento que es absolutamente falso que Ronnie estuviera preso en Hong Kong. Durante todo el tiempo que él pasó en la colonia, ella convivió con él, por lo que si hubiera estado en la cárcel, es evidente que lo habría notado, ¿verdad?

Mientras yo aún estoy meditando la respuesta —para decirle, por ejemplo, que hace poco tuve una amistosa conversación con el carcelero de Ronnie en Hong Kong—, otra señora de edad similar viene hacia nosotros.

—¡Eso que usted dice no tiene el menor sentido! —proclama—. ¡Él estaba viviendo conmigo en Bangkok y sólo viajaba a Hong Kong por cuestiones de negocios!

Les aseguro a las dos que probablemente ambas tienen razón.

No les sorprenderá leer que, en los momentos bajos, como muchos hijos de muchos padres, me pregunto qué parte de mí sigue siendo de Ronnie y cuánto de lo mío es puramente mío. ¿Realmente hay una gran diferencia —me pregunto— entre un hombre que se sienta en su escritorio y maquina engaños sobre la página en blanco (yo) y el hombre que cada mañana se pone una camisa limpia y, sin nada más que su imaginación en el bolsillo, sale en busca de una nueva víctima de sus estafas (Ronnie)?

Ronnie, el timador, podía fabricar una historia de la nada, interpretar un personaje inexistente y pintar una oportunidad de oro donde no había más que humo. Podía cegar a la gente con detalles falsos o aclararle servicialmente una ilusoria complejidad, si no tenían rapidez mental para entender de entrada los aspectos más técnicos de su estafa. Podía guardar un gran secreto por no quebrar la confidencialidad y susurrárselo después a alguien al oído solamente porque había decidido que le caía bien.

Ya me dirán si todo eso no forma parte del arte del escritor.

Ronnie tuvo la desgracia de convertirse en vida en un anacronismo. Durante los años veinte, cuando empezó a trabajar, un comerciante poco escrupuloso podía quebrar en una ciudad y conseguir crédito al día siguiente en otra, a cien kilómetros de distancia. Pero con el paso del tiempo, las comunicaciones alcanzaron a Ronnie, del mismo modo que habían alcanzado a Butch Cassidy y a Sundance Kid. Estoy seguro de que quedó profundamente desconcertado cuando la policía de Singapur le puso delante su ficha policial británica. También se habrá quedado perplejo cuando lo deportaron sumariamente a Indonesia, donde lo pusieron entre rejas por fraude monetario y tráfico de armas, y más todavía cuando unos años después la policía suiza lo sacó de su habitación en el hotel Dolder Grand, de Zúrich, para encerrarlo en la cárcel del distrito. Hace poco, mientras leía que la policía sacó de sus habitaciones en el Baur au Lac, de Zúrich, a los caballeros de la FIFA y los distribuyó por diversos calabozos de la ciudad, me pareció ver a Ronnie, hace más de cuarenta años, sufriendo la misma humillación, a la misma hora, a manos de la misma policía suiza.

Los hoteles de lujo son un imán para los estafadores. Hasta esa madrugada en Zúrich, Ronnie se había alojado en infinidad de establecimientos de cinco estrellas gracias a un sistema infalible: elige la mejor suite en el mejor hotel de la ciudad, agasaja generosamente a los invitados y gánate el aprecio de botones, meseros y, sobre todo, encargados y conserjes, dándoles propinas abultadas y frecuentes. Haz llamadas a todo el mundo y, cuando el hotel te presente la primera factura, diles que se la pasaste a tu empresa para que la abone. O, si tienes planes a largo plazo, demora el pago de la primera factura y abónala al cabo de un tiempo, pero no pagues nada más a partir de ese momento.

En cuanto empieces a sospechar que ya no eres bienvenido, prepara una maleta ligera, deslízale al conserje un billete de veinte o de cincuenta, y dile que tienes asuntos urgentes que atender fuera de la ciudad, que quizá te ocupen hasta el día siguiente; o, si es ese tipo de conserje, hazle un guiño cargado de intención y dile que tienes una obligación que cumplir con una dama, ¡ah!, y pídele que se asegure de que tu habitación quede bien cerrada, por todas las cosas de valor que dejas dentro, aunque ya te habrás asegurado de que todas las cosas de valor, si es que tienes alguna, estén perfectamente a salvo dentro de tu maleta ligera. Para cubrirte mejor las espaldas, puedes darle al conserje tus palos de golf y pedirle que te los cuide, para quedarte más tranquilo, aunque eso lo harás solamente si es imprescindible, porque te encanta jugar al golf.

Pero aquella operación policial de madrugada en el Dolder le hizo ver a Ronnie que su juego se había terminado. Hoy en día sería imposible. Tienen los datos de tu tarjeta de crédito. Saben a qué colegio van tus hijos.

¿Habría sido un buen espía Ronnie, con su habilidad para el engaño? Es cierto que cuando engañaba a la gente también se engañaba a sí mismo, aunque eso no lo descalificaría necesariamente. Pero cuando tenía un secreto —ya fuera propio o ajeno—, se sentía tremendamente incómodo hasta que lo revelaba, lo que sin duda supondría un problema.

¿Y si se hubiera dedicado al negocio del espectáculo? Después de todo, no le había ido mal cuando consiguió visitar unos grandes estudios de Berlín bajo el falso supuesto de representarme a mí y a la Paramount. ¿Por qué detenerse ahí? Como todo el mundo sabe, Hollywood tiene una larga tradición de acoger estafadores en su seno.

¿O habría podido ser actor? ¿No le encantaba mirarse al espejo? ¿No había pasado toda su vida fingiendo ser lo que no era?

Pero Ronnie nunca quiso ser una estrella. Quería ser Ronnie, todo un cosmos en un solo individuo.

En cuanto a escribir sus propias ficciones, olvídenlo. No envidiaba mi fama literaria. La consideraba suya.

Estamos en 1963. Acabo de llegar a Nueva York, en mi primer viaje a Estados Unidos. El espía que surgió del frío encabeza las listas de ventas. Mi editor estadounidense me lleva al Club 21 para una cena por todo lo alto. Mientras el maître nos acompaña a nuestra mesa, veo a Ronnie sentado en un rincón.

Estamos distanciados desde hace años. Yo no tenía idea de que estuviera en Estados Unidos, pero ahí está, a cuatro metros de distancia, con una copa de brandy con ginger ale sobre la mesa. ¿Cómo demonios llegó hasta aquí? Muy fácil. Llamó a mi sentimental editor norteamericano y jugó la carta de las emociones. Le tocó la fibra irlandesa. Bastaba echar un vistazo al nombre de mi editor para descubrir su origen irlandés.

Le pedimos a Ronnie que se siente con nosotros. Acepta humildemente, trayéndose consigo su brandy con ginger ale, pero insiste en que se acabará la copa y después se marchará y nos dejará en paz. Se comporta con dulzura y orgullo, me da palmaditas en el brazo y me dice con lágrimas en los ojos que no ha sido tan mal padre, después de todo —¿verdad que no, hijo?—, y que no lo hemos pasado tan mal juntos. No, claro que no, papá. Lo hemos pasado muy bien juntos, le digo.

Entonces Jack, mi editor, que es un padre orgulloso además de ser irlandés, propone que Ronnie termine lo que está bebiendo y que después pidamos una botella de champán. Lo hacemos y Ronnie levanta la copa y brinda por nuestro libro. Nótese que dijo «nuestro». Entonces Jack interviene: «¡Qué demonios, Ronnie! ¿Por qué no te quedas y comes con nosotros?».

Ronnie se deja convencer y pide una suculenta parrillada mixta.

Ya en la acera, nos damos nuestro obligatorio abrazo y él se echa a llorar, que es algo que hace con frecuencia: grandes y aparatosos sollozos. Yo también derramo unas lágrimas y le pregunto si necesita dinero, a lo que asombrosamente responde que no. Entonces me da algunos consejos para la vida, por si el éxito de nuestro libro se me estuviera subiendo a la cabeza.

—Puede que seas un escritor de éxito, hijo mío —me dice con la voz entrecortada por más sollozos—, pero no eres una celebridad.

Y tras ofrecerme esa advertencia incomprensible, desaparece en la noche sin decirme adónde va, lo que significa —supongo— que tiene compañía femenina, porque casi siempre la tiene.

Unos meses más tarde, consigo reconstruir los antecedentes de ese encuentro. Ronnie estaba en la calle, sin dinero, ni un lugar donde vivir. Sin embargo, los agentes inmobiliarios de Nueva York ofrecían un mes de alquiler gratis a los inquilinos de edificios nuevos. Bajo nombres diferentes, Ronnie había estado saltando de un apartamento a otro: un mes gratis aquí, otro allá y hasta ese momento no lo habían cachado, pero cuando lo hicieran, las cosas se le podían poner muy feas. Solamente por orgullo se explica que rechazara mi oferta de dinero, porque estaba desesperado y ya le había sacado a mi hermano mayor una buena parte de sus ahorros.

Al día siguiente de nuestra cena en el Club 21, llamó al Departamento de Ventas de mi editorial en Estados Unidos, dijo que era mi padre —y también, cómo no, amigo íntimo del editor—, pidió que le enviaran un par de cientos de ejemplares de nuestro libro, los cargó en la cuenta del autor y los firmó con su nombre, para utilizarlos a modo de tarjeta de visita.

Desde entonces me han ido llegando una docena de esos libros, con la solicitud de que añada mi firma a la de mi padre. En la versión estándar se lee: «Firmado por el padre del autor», con la P de «padre» muy grande. En la que yo devuelvo a los dueños de los libros, se lee lo siguiente: «Firmado por el hijo del padre del autor», con la H de «hijo» muy grande también.

Pero imagina por un momento, lector, que eres Ronnie, como he hecho yo en incontables ocasiones. Estás solo en las calles de Nueva York, sin un centavo en el bolsillo. Has sangrado a todos tus conocidos y ya no te quedan más contactos. En Inglaterra te busca la policía y también en Nueva York. No te atreves a enseñar el pasaporte; usas nombres falsos para pasar de un apartamento que no puedes pagar a otro que tampoco puedes pagar, y lo único que puede salvarte de la ruina es tu ingenio animal y un traje cruzado de raya diplomática, confeccionado por Berman de Savile Row, que tú mismo te planchas todas las noches. Es el tipo de situaciones que te plantean en la escuela de espías: «Veamos cómo te las arreglas para salir de ésta sin ayuda». Exceptuando pequeños fallos aquí y allá, Ronnie habría superado brillantemente la prueba.

El barco con el que Ronnie siempre había soñado llegó a puerto poco después de su muerte, en uno de esos adormilados tribunales dickensianos donde los pleitos sobre complejos asuntos de dinero se perpetúan.

Por precaución, llamaré al suburbio londinense afectado con el nombre falso de Cudlip, porque es muy posible que aún se siga lidiando la misma batalla legal, tal como se había disputado a lo largo de los últimos veinte años de la vida de Ronnie y como se siguió disputando durante dos años más después de su muerte.

Los hechos que dieron pie al litigio son muy simples. Ronnie había entablado una buena relación de amistad con los miembros del consejo municipal de Cudlip y, más concretamente, con su comisión de planificación. Es fácil imaginar cómo empezó todo. Los consejeros debían de ser bautistas, o masones, o jugadores de críquet, o aficionados al billar. O quizá todos ellos eran hombres casados en la flor de la vida que hasta conocer a Ronnie no habían saboreado nunca los placeres nocturnos del West End. Quizá también esperaban llevarse una rebanada de lo que Ronnie les aseguró que sería un gran pastel.

Sea como sea, no cabía ninguna duda, ni jurídica, ni de otro tipo, de que el Ayuntamiento de Cudlip había autorizado a una de las ochenta y tres empresas insolventes de Ronnie a construir un centenar de preciosas casas en las zonas verdes de la periferia del pueblo. Y en cuanto estuvo firmado el permiso, Ronnie, que había comprado las parcelas por poco dinero, cuando eran terreno no urbanizable, las vendió a una gran promotora, junto con la autorización para construir, por una gran suma de dinero. Corrió el champán y la corte estaba exultante. Ronnie había hecho el negocio de su vida. Mi hermano Tony y yo teníamos el futuro asegurado.

Y como tantas otras veces en su vida, Ronnie estuvo a un paso de acertar; pero no fue así, a causa de los vecinos de Cudlip, que, espoleados a la acción por el periódico local, proclamaron como un solo hombre que todo intento de construir viviendas o cualquier otra cosa en sus apreciadas zonas verdes —su campo de futbol, sus pistas de tenis, los parques de sus hijos y sus áreas de picnic— tendría que pasar por encima de sus cadáveres. Fue tal su apasionamiento que en poco tiempo obtuvieron una orden judicial que dejó a Ronnie con el contrato firmado en la mano, pero sin un solo penique del dinero de la promotora.

Ronnie estaba tan indignado como los vecinos de Cudlip. Como ellos, no había visto nunca tanta perfidia. Insistía en que no era el dinero lo que lo impulsaba a actuar, sino los principios. Reunió a un equipo de abogados, lo mejor de lo mejor, y entre todos llegaron a la conclusión de que tenía grandes probabilidades. Aceptaron defenderlo. Si no ganaban el juicio, no cobrarían. A partir de ese momento, los terrenos de Cudlip se convirtieron en el paradigma de nuestra confianza en Ronnie. Durante los veinte años siguientes, o quizá más, se impuso la idea de que todos los contratiempos pasajeros quedarían olvidados cuando llegara el gran día del juicio. Cuando Ronnie me escribía, ya fuera desde Dublín, Hong Kong, Penang o Tombuctú, el mantra que repetía con sus extrañas mayúsculas no variaba nunca: «Algún día, Hijo mío, quizá después de que llegue mi Hora, la Justicia Británica prevalecerá».

Y así fue. A los pocos meses de su muerte, la justicia prevaleció. Yo no estaba en la sala para oír el veredicto. Mi abogado me había aconsejado que no demostrara mucho interés por el patrimonio de Ronnie, para no acabar cargando con sus gigantescas deudas. Me cuentan mis fuentes que la sala estaba abarrotada, en particular los bancos de los abogados. Había tres jueces, pero uno de ellos habló por los tres, y lo hizo en un lenguaje tan enrevesado que por un momento ningún lego acertó a comprender el sentido de lo que estaba diciendo.

Después, poco a poco, la noticia empezó a conocerse. El tribunal había fallado a favor del demandante, ¡a favor de Ronnie! Completamente a favor. El premio gordo. Sin condiciones, ni peros. Sin trampas, ni matices. Desde la tumba, Ronnie se había alzado con la victoria arrolladora que siempre había considerado suya: la victoria del pueblo sobre los idiotas y los cabezas huecas —términos con los que solía referirse a los descreídos y los intelectuales—, la justificación póstuma de todas sus batallas.

Se hace un silencio. En medio del regocijo, un funcionario vuelve a llamar al orden al público. Los apretones de manos y las palmadas en la espalda ceden el paso a una incomodidad colectiva. Un abogado, que hasta ese momento no se ha dirigido al tribunal, reclama la atención de sus seño­rías. Me he hecho de él una imagen mental completamente arbitraria. Es rechoncho, pomposo, tiene la cara llena de granos y la peluca le queda pequeña. Representa a la Corona, según informa a los jueces. Más concretamente, representa al Tesoro de Su Majestad, entidad a la que describe como «acreedora preferente» en el asunto sobre el que sus señorías acaban de emitir sentencia. Y para ir al grano y no perder el valioso tiempo de los jueces, pasa a solicitarles, con infinito respeto, que la totalidad de la suma acordada al patrimonio del demandante sea confiscada para sufragar, aunque sólo sea en una ínfima parte, la enorme deuda que a lo largo de su vida el fallecido fue acumulando con la Hacienda pública.

Ronnie murió y yo vuelvo a Viena para respirar el aire de la ciudad mientras incluyo a mi padre en la novela semiautobiográfica que finalmente me siento libre de escribir. Pero no vuelvo al Sacher; temo que los meseros recuerden la vez que Ronnie se derrumbó sobre una mesa y tuve que llevármelo a rastras. El vuelo llegó con retraso a Schwechat y la recepción del pequeño hotel que elegí al azar está a cargo de un conserje nocturno de edad avanzada. Me contempla en silencio mientras relleno el formulario de registro. Después, me habla en su suave y venerable alemán de Viena:

—Su padre era un gran hombre —me dice— y usted debería avergonzarse de haberlo tratado tan mal.