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EL HOMBRE MÁS BUSCADO

La misteriosa llamada a primera hora de la mañana era de Karel Reisz, cineasta británico de origen checo, conocido en aquella época sobre todo por Sábado noche, domingo mañana. Estamos en 1967 y me estoy esforzando por vivir solo en un ático espantoso de Maida Vale. Reisz y yo hemos estado trabajando juntos, aunque finalmente sin éxito, en la adaptación para el cine de una novela mía titulada El amante ingenuo y sentimental, que no ha gustado a todo el mundo, por decirlo suavemente. Pero Reisz no me llama para hablar del guion, como deduzco de su tono de voz, sonoro y conspiratorio.

—David, ¿estás solo?

Sí, Karel, mucho.

—Entonces, podrías acercarte un momento, lo antes posible. Sería de gran ayuda.

La familia Reisz vivía bastante cerca, en una casa victoriana de ladrillos rojos, en Belsize Park. Probablemente fui andando. Cuando tu matrimonio naufraga, vas andando a los sitios. Reisz abrió la puerta con tanta rapidez que probablemente me estaba esperando asomado a la ventana. Volvió a cerrar la puerta con pestillo y me condujo a la espaciosa cocina, que era el lugar donde transcurría la vida en la casa de los Reisz: alrededor de una robusta mesa circular de madera de pino, con pastas de té sobre una bandeja giratoria, teteras, cafeteras y jarras de jugo de fruta; un teléfono con un cable muy largo, que siempre estaba ocupado, y, en aquellos tiempos, montones de ceniceros, todo ello para uso y disfrute de huéspedes tan improbables como Vanessa Redgrave, Simone Signoret o Albert Finney, que entraban en la cocina, se servían, charlaban un rato y volvían a salir. Siempre he pensado que así debieron de vivir los padres de Reisz antes de que los asesinaran en Auschwitz.

Me senté. Cinco rostros me miraban fijamente, entre ellos el de la actriz Betsy Blair, que era la esposa de Reisz y que por una vez no estaba hablando por teléfono, y el del director Lindsay Anderson, famoso entonces por la película This Sporting Life, que Reisz había producido. Entre los dos directores, había un hombre más joven, sonriente, nervioso, carismático y de rasgos típicamente eslavos, que yo no había visto nunca.

—David, él es Vladimir —dijo Reisz con gravedad, tras lo cual el joven se puso en pie de un salto y me estrechó la mano vigorosamente, y yo diría que casi con desesperación, desde el otro lado de la mesa.

Sentada un poco por detrás de ese hombre tan efusivo, había una mujer joven que, a juzgar por su actitud protectora hacia él, parecía más su cuidadora que su amante, o quizá —en esas circunstancias— una agente teatral o una directora de reparto, porque el muchacho, incluso a primera vista, tenía mucha presencia.

—Vladimir es un actor checo —anunció Reisz.

—Muy bien.

—Y quiere quedarse en Inglaterra.

—Ah, ¿sí? Perfecto —dije yo, o algo parecido.

Turno de Anderson:

—Pensamos que, con tus antecedentes, probablemente conocerás a la gente que se ocupa de estas cosas.

Silencio general en torno a la mesa. Todos esperan mi respuesta.

—Que pida asilo —sugiero débilmente—. Si quiere desertar de su país, que pida asilo.

—¿Desertar? Si así es como quieres llamarlo... —dice Anderson en tono despreciativo, y vuelve a hacerse un silencio.

Me voy dando cuenta de que Anderson tiene un interés personal en Vladimir, y que Reisz, el amigo checo bilingüe, es más un intermediario que otra cosa. La situación me produce cierta incomodidad. Hasta ese momento, yo solamente había visto a Anderson en tres ocasiones y ninguna había sido muy agradable. Por alguna razón desconocida, habíamos empezado nuestra relación con mal pie y allí nos habíamos quedado. Nacido en el seno de una familia militar en la India, Anderson había estudiado en un exclusivo colegio británico (Cheltenham, al que más tarde castigó con su película If) y en Oxford. Durante la guerra, había servido en las filas de la inteligencia militar en Delhi, y creo que eso último lo había predispuesto contra mí. Como socialista confeso en revuelta constante contra el establishment que lo había nutrido, me tenía catalogado como una especie de burócrata de segunda fila en la lucha de clases, y no había nada que yo pudiera hacer al respecto.

—Vladimir es nada menos que Vladimir Pucholt —me anuncia Reisz.

Y cuando mi reacción no es ni remotamente la que todos esperan de mí, lo que equivale a decir que no me quedo con la boca abierta, ni exclamo admirado «¿el auténtico Vladimir Pucholt?», Reisz se apresura a añadir una explicación, que el resto de los presentes amplían rápidamente. Vladimir Pucholt —averiguo para mi humillación— es una estrella rutilante de los escenarios y las pantallas checas, conocido sobre todo por su papel protagonista en Una rubia enamorada (película también comercializada con el irritante título de Los amores de una rubia), de Miloš Forman, un gran éxito internacional. Ha actuado también en las películas anteriores de Forman, que lo considera su actor favorito.

—Lo que significa, en pocas palabras —vuelve a intervenir Anderson con agresividad, como si yo hubiera cuestiona­do la valía de Pucholt y él se viera obligado a corregirme—, que cualquier maldito país que lo reciba podrá considerarse muy afortunado. Espero que se lo transmitas claramente a tu gente.

Pero yo no tengo ninguna gente. La única gente que tengo en los medios oficiales o semioficiales son mis antiguos colegas del mundo del espionaje y lo último que haría sería llamar a cualquiera de ellos para decirles que tengo a un potencial desertor checo entre manos. No me cuesta nada imaginar el tipo de solícitas preguntas que esperarían que Pucholt respondiera, como: «¿Eres un agente de la inteligencia checa?, y, de ser así, ¿cabe la posibilidad de volverte contra ellos?». O también: «Danos los nombres de otros disidentes checos que estén actualmente en Checoslovaquia y estén dispuestos a trabajar para nosotros». O quizá: «Suponiendo que no hayas revelado ya tus intenciones a una docena de tus mejores amigos, ¿podrías considerar la posibilidad de regresar a Checoslovaquia y hacer un par de trabajitos para nosotros?».

Pero estoy empezando a intuir que Pucholt no les prestaría demasiada atención. No es un fugitivo, o al menos él mismo no se considera como tal. Llegó a Inglaterra con la bendición de las autoridades checas. Antes de marcharse, puso discretamente todos sus asuntos en orden, cumplió todos sus contratos cinematográficos y teatrales y se aseguró de no firmar ninguno nuevo. Ha viajado otras veces a Inglaterra y las autoridades checas no tienen motivos para sospechar que esta vez no vaya a regresar.

A su llegada a Gran Bretaña, lo primero que hizo fue esconderse. De alguna manera, Lindsay Anderson se enteró de sus intenciones y le ofreció ayuda, ya que Pucholt y Anderson habían coincidido antes en Praga y en Londres. Entonces, Anderson recurrió a su amigo Reisz y entre los tres trazaron una especie de plan. Pucholt dejó claro desde el principio que bajo ninguna circunstancia solicitaría asilo político. Si lo hacía —argumentaba—, toda la ira de las autoridades checas recaería sobre los que había dejado atrás: amigos, familia, maestros y colegas. Quizá tuviera presente el ejemplo del bailarín soviético Rudolf Nuréyev, cuya deserción seis años antes había sido presentada como una victoria de Occidente y, como resultado, los amigos y la familia de Nuréyev habían sido totalmente marginados en Rusia.

Teniendo en cuenta ante todo esa condición, Reisz, Anderson y Pucholt pusieron en marcha su plan. No habría fanfarrias, ni tratamiento especial para él. Pucholt sería simplemente un joven desafecto más de Europa del Este, que entraría en una oficina en busca de la indulgencia de las autoridades británicas. Juntos, Anderson y Pucholt se dirigieron al Ministerio del Interior y se pusieron a la cola de los que deseaban extender sus visados de permanencia en el Reino Unido. Al llegar al mostrador, Pucholt presentó su pasaporte checo a través de la ventanilla.

—¿Para cuánto tiempo? —preguntó el funcionario, con el sello preparado.

A lo cual Anderson, que siempre hablaba con claridad, sobre todo cuando se dirigía a un lacayo del sistema de clases que aborrecía, replicó:

—Para siempre.

Tengo una imagen clara de la larga conversación que se produjo entonces entre Pucholt y el responsable del Ministerio del Interior asignado a su caso.

Por un lado, tenemos la encomiable insistencia de un funcionario de alto nivel, determinado a hacer lo correcto para el solicitante, sin contravenir las normas. Lo único que pretende es obtener una declaración inequívoca por parte de Pucholt de que sufriría persecución en caso de regresar a su país. Una vez cumplido ese trámite, todo estaría en orden: visado por tiempo indefinido y bienvenido a Gran Bretaña, señor Pucholt.

Por otro lado, tenemos la igualmente encomiable obstinación de Pucholt, que se niega de plano a decir lo que le piden que diga, porque decirlo equivaldría a pedir asilo político y poner en peligro a las personas que se ha comprometido a proteger. Así que no, señor, nadie me perseguiría, nada de eso. Soy un actor checo famoso y, si regresara, me recibirían con los brazos abiertos. Quizá me llevaría alguna reprimenda o algún tipo de represalia testimonial, pero no me perseguirían, y no, no quiero solicitar asilo político, muchas gracias.

Y, en la confrontación, todavía queda sitio para la comedia negra. En Checoslovaquia, Pucholt ha caído seriamente en desgracia y le vetaron la participación en cualquier película durante dos años. Antes le habían propuesto —o quizá «ordenado» sería un término más adecuado— interpretar el papel de un joven checo con antecedentes delictivos, que tras pasar por el reformatorio y ser instruido por sus devotos maestros en los elevados principios del marxismo y el leninismo, se ve incapaz de vivir en la sociedad capitalista a la que acaba de reintegrarse.

A Pucholt no le gustó el argumento, pero aun así pidió autorización para convivir unos días con los reclusos de un reformatorio. Tras la experiencia, se convenció más que nunca de que el guion era una basura y, para disgusto de sus responsables, declinó interpretar el papel. Hubo un gran revuelo, le pusieron delante el contrato, pero él se negó a firmarlo. Como resultado, le prohibieron que actuara durante dos años, una interdicción que en otras circunstancias habría podido alegar para demostrar que verdaderamente era víctima de persecución policial en su país de origen.

Una semana más tarde, Pucholt fue citado otra vez en las oficinas del Ministerio del Interior, y un nervioso funcionario le informó, en la mejor tradición británica de la transigencia, de que si bien no sería repatriado a la fuerza a Checoslovaquia, tendría que abandonar el país en un plazo de diez días.

Y en ese punto estamos ahora, sentados en torno a la mesa de Reisz, en estado de silenciosa alarma. Los diez días ya pasaron o están a punto de agotarse. «¿Qué sugieres que hagamos, David?». La respuesta, en pocas palabras, es que David no tiene la menor idea de lo que podemos hacer al respecto, y menos todavía cuando en algún punto de nuestras conversaciones circulares sale a relucir que Pucholt no vino a Inglaterra para continuar su brillante carrera interpretativa, sino porque —como él mismo me explica con expresión grave desde su puesto al otro lado de la mesa— quiere «ser doctor».

Reconoce que ser médico le llevará su tiempo. Calcula que unos siete años. Tiene las titulaciones checas básicas, pero duda que le sirvan de algo en Inglaterra.

Lo oigo decir todo eso. Reconozco el fervor en su voz y el entusiasmo en sus expresivos rasgos eslavos. Hago lo posible por parecer serio y sonreír con aprobación a su noble visión de la dedicación personal.

Pero sé un par de cosas sobre los actores. Y sé muy bien, como saben todos los presentes, que los actores son capaces de asumir una versión hipotética de sí mismos y de mantenerse aferrados a ella, pero solamente mientras dura la función. Después, se marchan en busca de un nuevo personaje que encarnar.

—Bueno, me parece fantástico, Vladimir —exclamo, haciendo grandes esfuerzos para contemporizar—. Aun así, supongo que mientras estudies medicina, seguirás con un pie en el mundo del espectáculo, ¿no? Imagino que querrás perfeccionar tu inglés, hacer un poco de teatro y aceptar de vez en cuando un papel en alguna película, ¿verdad? —añado, mirando a los dos directores de cine, buscando un apoyo que no obtengo.

—No, David, nada de eso —replica.

Ha sido actor desde la infancia. Ha ido pasando de un papel a otro —con frecuencia papeles que no le interesan, como el del joven del reformatorio—, pero ahora aspira a ser médico y por eso quiere quedarse en Inglaterra. Echo un vistazo alrededor de la mesa. Nadie parece sorprendido. Todos, excepto yo, aceptan que Vladimir Pucholt, galán checo de los escenarios y la gran pantalla, tenga como único objetivo ser médico. ¿No se preguntan, como yo, si lo suyo no será la fantasía de un actor, más que la ambición de toda una vida? No tengo manera de saberlo.

Pero no importa, porque ya me he avenido a ser el hombre que creen que soy. Me oigo decirles que hablaré con mi gente, aunque no tengo ninguna gente. Les aseguro que encontraré la mejor manera de llevar el asunto a una rápida y exitosa conclusión, como solemos decir los burócratas de segunda fila. Y les digo que ahora me voy a casa, pero que estaremos en contacto. Salgo por la izquierda, con la cabeza bien alta.

En el medio siglo transcurrido desde entonces, me he preguntado en más de una ocasión por qué demonios me ofrecí a hacer todo eso, cuando Anderson y Reisz, ambos cineastas de categoría internacional, tenían mucha más gente a su alcance y muchos más amigos en puestos elevados de los que yo había tenido en toda mi vida, por no mencionar a los distinguidos abogados que conocían. Yo sabía de buena tinta que Reisz era amigo de lord Goodman, eminencia gris y asesor jurídico del primer ministro Harold Wilson. Anderson, pese a su rigor socialista, tenía impecables credenciales de clase alta y, lo mismo que Reisz, estrechas conexiones con el Partido Laborista en el poder.

Creo que la respuesta podría estar en el alivio que me producía tratar de solucionar la vida ajena en una época en que la mía era un caos. En mis tiempos de joven soldado en Austria, había interrogado a docenas de refugiados de Euro­pa del Este, ante la remota eventualidad de que uno o dos de ellos fueran espías. Hasta donde yo sé, ninguno lo era, pero unos cuantos eran checos, y aquí al menos tenía la oportunidad de hacer algo por uno de ellos.

Ya no recuerdo muy bien dónde durmió Vladimir las noches siguientes, ni si se alojaba en casa de Reisz, en la de su compañera, en la de Lindsay Anderson o incluso en la mía. Pero lo que sé con seguridad es que pasaba las largas horas del día en mi espantoso ático, yendo y viniendo con nerviosismo, o inmóvil delante del ventanal contemplando las vistas.

Mientras tanto, yo me dedico a mover todos los contactos que tengo para que el Ministerio del Interior revoque su decisión. Llamo a mi afable editor británico, que me sugiere que hable con el corresponsal de The Guardian en el ministerio. Así lo hago. El periodista no tiene el teléfono directo del ministro, que es Roy Jenkins, pero conoce a su mujer. O, mejor dicho, su esposa la conoce. Me promete que hablará con ella y que volverá a llamarme.

Aumentan mis esperanzas. Roy Jenkins es un liberal valiente y sin pelos en la lengua. El periodista de The Guardian me llama. Lo que tienes que hacer —me dice— es escribir una carta estrictamente formal al ministro, sin sensiblería ni adulaciones. «Muy señor mío», le escribes. Expones los hechos, mecanografías la carta y la firmas. Si el hombre quiere ser médico, lo dices claramente, en lugar de prometer que será una bendición para el Teatro Nacional. Pero aquí está la diferencia. Cuando escribas la dirección en el sobre, no dirijas la carta a Roy Jenkins, sino a la señora Jenkins, su mujer. Ella se encargará de que mañana la encuentre encima de la mesa, al lado del huevo pasado por agua, cuando se siente a desayunar. Y entrégala en mano. Esta misma noche, en esta dirección.

Yo no sé escribir a máquina. Nunca he mecanografiado. En el ático hay una máquina eléctrica, pero no hay nadie que la sepa usar. Llamo a Jane. En aquella época, Jane y yo nos rondábamos mutuamente. Ahora estamos casados. Mientras Pucholt contempla el paisaje de Londres, le escribo «Muy señor mío» al ministro del Interior y Jane mecanografía la carta. Pongo el nombre de la señora Jenkins en el sobre, lo cierro y salimos rumbo a Notting Hill o a donde sea que vivieran los Jenkins.

Cuarenta y ocho horas después, Vladimir Pucholt queda autorizado para permanecer indefinidamente en Gran Bretaña. Ningún periódico vespertino cacarea acerca de la deserción a Occidente de un prestigioso actor del cine checo. Pucholt puede comenzar sus estudios de medicina tan pronto y tan discretamente como quiera. Recibo la noticia mientras estoy almorzando con mi agente literario. Vuelvo al ático y encuentro a Vladimir, que ya no está mirando por la ventana, sino que salió a la terraza en pantalones de mezclilla y tenis. Hace una tarde cálida y soleada. Con una hoja de papel A4 que encontró en mi escritorio se fabricó un avión de papel. Asomado sobre la barandilla —demasiado asomado para mi gusto—, espera una brisa favorable, lo lanza y lo contempla mientras se aleja sobre los tejados de Londres. Hasta ese momento —me explicó más adelante— no había podido volar. Pero desde que tenía el permiso para quedarse, ya podía desplegar las alas.

Ésta no es, ni mucho menos, una historia sobre mi ilimitada generosidad, sino sobre el éxito de Vladimir, que se convirtió en uno de los pediatras más dedicados y apreciados de Toronto.

De alguna manera —y hasta el día de hoy no sé muy bien cómo—, acabé siendo responsable de pagar la factura de sus estudios de medicina en Inglaterra. Incluso en aquella época me pareció completamente natural hacerlo. Yo estaba en el cénit de mi capacidad de ganar dinero, y Vladimir, en el nadir de la suya. Mi oferta de ayudarle no me privó de nada, ni fue motivo de un solo segundo de penurias para mí, ni para mi familia, ni en aquella época ni nunca. Las necesidades económicas de Vladimir, por su propia insistencia, eran tremendamente modestas. Su determinación de devolver hasta el último penique en cuanto le fuera posible era inquebrantable. Para ahorrarnos a ambos incómodas conversaciones, dejé que mi contador se ocupara de determinar con él las cantidades: un poco para comer, otro poco para pagar los estudios, otro poco para el transporte, y así sucesivamente. Las negociaciones funcionaban al revés de lo que habría cabido esperar: yo insistía en darle más, y Vladimir, en que le diera menos.

Su primer trabajo en sanidad fue de auxiliar de laboratorio en Londres. Después pasó a hacer la residencia médica en Sheffield. En meticulosas cartas escritas en un inglés poético, que había perfeccionado muchísimo, ensalzaba el milagro de la medicina, de la cirugía, de la curación y del cuerpo humano como obra de la creación. Se especializó en medicina pediátrica y cuidados intensivos neonatales. Aún sigue escribiendo con imperturbable entusiasmo sobre los miles de niños y bebés que ha tenido a su cuidado.

Siempre me ha parecido aleccionador e incluso un poco embarazoso haber desempeñado el papel de ángel guardián de ese hombre, con tan poco sacrificio por mi parte y tantos y tan extraordinarios beneficios para los demás. Y más embarazoso aún es que casi hasta el día mismo de su establecimiento como pediatra no me creí del todo que fuera a conseguirlo.

Estamos en 2007 y han pasado cuarenta años desde que Vladimir lanzó su avión de papel desde la terraza del ático del que me deshice hace tiempo. Ahora vivo la mitad del tiempo en Cornualles y la otra en Hamburgo, donde escribo una novela titulada El hombre más buscado, sobre un joven que llega en busca de asilo, pero no desde Checoslovaquia, como sucedió en su momento, sino desde Chechenia. Es sólo medio eslavo, porque también es medio checheno. Se llama Issa, que significa «Jesús», y no es cristiano, sino musulmán. Su mayor ambición es llegar a ser un gran médico para curar a la gente que sufre en su país y sobre todo a los niños.

Encerrado en la planta alta de la nave industrial de Hamburgo donde los espías se disputan su futuro, fabrica aviones de papel con un rollo de papel pintado que encontró sin usar y los hace volar por la sala como metáfora de la libertad.

Antes de lo que hubiera creído posible, Vladimir me pagó hasta el último penique del dinero que yo le había prestado. Lo que él no sabía —ni tampoco lo sabía yo hasta que me puse a escribir El hombre más buscado— fue que además me había hecho un regalo imposible de retribuir: un personaje de ficción.