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LAS LEYES DEL DOCTOR GLOBKE

«Maldito Bonn.» Así llamábamos a la ciudad los jóvenes diplomáticos británicos, a comienzos de los años sesenta, pero no por una particular falta de respeto hacia la soñolienta localidad balnearia de la Renania, sede de príncipes electores del Sacro Imperio y lugar de nacimiento de Ludwig van Beethoven, sino como escéptico reconocimiento de los absurdos sueños de nuestros anfitriones de trasladar la capital alemana a Berlín, que compartíamos felizmente con ellos, con la certeza de que nunca se harían realidad.

En 1961, la embajada británica, una extensa monstruosidad de aspecto industrial sobre la autovía de Bonn a Bad Godesberg, albergaba trescientas almas, la mayoría residentes en Gran Bretaña y no contratadas en el lugar. Hasta hoy mismo no consigo imaginar qué hacíamos los demás en el viciado aire renano. Sin embargo, los tres años que pasé en Bonn contienen tales movimientos sísmicos en mi vida que hoy considero esa ciudad como el lugar donde mi existencia anterior inició su imparable desaparición y comenzó mi vida de escritor.

Es cierto que mi primera novela había sido aceptada por un editor cuando aún vivía en Londres. Pero no hizo su modesta aparición hasta varios meses más tarde, cuando yo ya vivía en Bonn. Recuerdo que fui al aeropuerto de Colonia una húmeda tarde de domingo, compré los periódicos británicos, estacioné el coche y me senté en el banco de un parque cubierto, en Bonn, para leerlos a solas. Las críticas eran favorables, aunque no tan entusiastas como yo esperaba. Aprobaban a George Smiley. Y, de repente, eso era todo.

Probablemente, todos los escritores, en algún momento de su vida, sienten algo parecido: semanas y meses de angustia y giros equivocados; el valioso manuscrito terminado; el entusiasmo ritual del agente y el editor; la revisión de las pruebas de imprenta; las grandes expectativas; la zozobra a medida que se acerca el Gran Día; las críticas; y, de repente, nada más. Escribiste un libro hace un año, ¿qué estás haciendo ahí sentado en lugar de ponerte a escribir algo nuevo?

De hecho, yo estaba escribiendo otro.

Había empezado una novela ambientada en un colegio de clase alta. Como referencia, me basé en el de Sherborne, donde yo había sido alumno, y en el de Eton, donde había sido profesor. Se dice que empecé a preparar la novela cuando aún trabajaba en Eton, pero no recuerdo que fuera así. Levantándome a horas intempestivas, antes de salir para la embajada, la terminé en poco tiempo y la envié a la editorial. Una vez más, tarea cumplida. Pero había decidido que la vez siguiente haría algo más audaz. Escribiría sobre el mundo que empezaba más allá del umbral de mi puerta.

Cuando llevaba un año en la embajada, mi área de trabajo abarcaba toda Alemania occidental, lo que me proporcionaba libertad ilimitada de movimiento y acceso. En mi calidad de evangelista itinerante a favor del ingreso de Gran Bretaña en el Mercado Común Europeo, podía entrar en los ayuntamientos, las asambleas políticas y las audiencias de todos los alcaldes. En la determinación de Alemania occidental de parecer una sociedad abierta y democrática, todas las puertas estaban abiertas para un inquisitivo y joven diplomático. Podía pasar el día entero en la galería para diplomáticos del Bundestag y almorzar con asesores y periodistas parlamentarios. Podía llamar a la puerta de los ministros, asistir a manifestaciones de protesta y participar en prestigiosos seminarios de fin de semana sobre la cultura y el alma alemanas, y todo eso al tiempo que trataba de desentrañar, quince años después del colapso del Tercer Reich, dónde terminaba la antigua Alemania y dónde empezaba la nueva, algo que en 1961 no era nada fácil. O al menos no lo era para mí.

Una frase atribuida al canciller Konrad Adenauer, apodado «el Viejo», que ocupó el cargo desde la fundación de Alemania occidental en 1949 hasta 1963, resume con claridad el problema: «Hasta que no haya agua limpia, no se puede tirar la sucia». Está ampliamente aceptado que se trataba de una velada referencia al doctor Hans Josef Maria Globke, su eminencia gris en materia de seguridad nacional y muchas otras cosas. Los antecedentes de Globke eran impresionantes, incluso para criterios nazis. Ya antes de que Hitler subiera al poder, se había distinguido por redactar leyes antisemitas para el gobierno prusiano.

Dos años después, bajo su nuevo Führer, elaboró las Leyes de Núremberg, que retiraban la ciudadanía alemana a los judíos y, con fines de identificación, los obligaban a añadir las palabras Sara o Israel a sus nombres. Además, disponían que los no judíos casados con judíos se deshicieran de sus cónyuges. A las órdenes de Adolf Eichmann, en la Oficina de Asuntos Judíos del gobierno nazi, Globke redactó una nueva Ley para la Protección de la Sangre Alemana y el Honor Alemán, que fue el tiro de salida para que diera comienzo el Holocausto.

Al mismo tiempo, supongo que en virtud de su ferviente catolicismo, Globke se las arregló para cubrirse las espaldas al relacionarse con grupos de resistencia antinazis de derechas, hasta el punto de ser señalado para ocupar un alto cargo en caso de que los conspiradores lograran deponer a Hitler. Quizá por eso logró eludir los tímidos intentos de los aliados de procesarlo cuando terminó la guerra. Adenauer quería tener a Globke a su lado y los británicos no se lo impidieron.

Fue así como en 1951, apenas seis años después del final de la guerra y dos años después de la creación de Alemania occidental como Estado, el doctor Hans Globke consiguió dar un golpe legislativo en nombre de sus antiguos y actuales colegas nazis, que hoy resultaría difícilmente concebible. Bajo la Nueva Ley de Globke, como la llamaré, los funcionarios del régimen de Hitler cuyas carreras habían quedado truncadas por circunstancias ajenas a su voluntad pudieron disfrutar de la plena restitución de los salarios, atrasos y derechos de pensión que les habrían correspondido si la Segunda Guerra Mundial no se hubiera producido o si Alemania la hubiera ganado. En pocas palabras, se les reconocía el derecho a cualquier promoción que hubieran obtenido de no haberse interpuesto en su camino el inconveniente de la victoria aliada.

El efecto fue inmediato. La vieja guardia nazi se aferró a los mejores cargos mientras una generación más joven y menos manchada tenía que conformarse con los puestos subalternos.

Entra entonces en escena el doctor Johannes Ullrich, erudito, archivista y aficionado a Bach, al buen tinto de Borgoña y a la historia militar prusiana. En abril de 1945, pocos días antes de la rendición incondicional del comandante militar de Berlín ante los rusos, Ullrich hacía lo que llevaba diez años haciendo: quemarse las pestañas como conservador y archivista de bajo rango del Archivo Imperial de Prusia, en el Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania, en Wilhelmstrasse. Como el reino de Prusia se había disuelto en 1918, ninguno de los documentos que pasaban por sus manos tenía menos de veintisiete años de antigüedad.

No he visto fotos de Johannes en su juventud, pero lo imagino como un tipo más bien atlético, rigurosamente vestido con los trajes y los cuellos almidonados de la época pasada que constituía su hábitat espiritual. Cuando Hitler llegó al poder, sus superiores lo instaron en tres ocasiones a afiliarse al partido nazi, y por tres veces él se negó. Por eso seguía siendo archivista de bajo rango en la primavera de 1945, cuando el Ejército Rojo del general Zhúkov avanzó sobre Wilhelmstrasse. Las tropas soviéticas que entraron en Berlín tenían poco interés en tomar prisioneros, pero el Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania prometía prisioneros de gran valor, así como documentos incriminatorios para los nazis.

Lo que hizo entonces Johannes, con los rusos llamando a su puerta, ha pasado a la historia. Tras envolver el archivo imperial en tiras de hule, lo cargó en un carrito y, sin prestar atención al diluvio de proyectiles de armas ligeras, morteros y granadas, lo transportó hasta un terreno donde podía cavar, lo sepultó y volvió a su puesto, a tiempo para ser hecho prisionero.

Los cargos contra él, desde el punto de vista de la justicia militar soviética, eran irrebatibles. Como encargado de unos archivos nazis, era por definición agente de la agresión fascista. De los diez años que pasó en cárceles siberianas, permaneció seis en confinamiento solitario y el resto en una celda colectiva para criminales dementes, cuyas peculiaridades aprendió a imitar para sobrevivir.

En 1955, lo liberaron en el marco de un acuerdo de repatriación de prisioneros. Lo primero que hizo al llegar a Berlín fue conducir a un equipo de búsqueda hasta el lugar donde había enterrado el archivo y supervisar su exhumación. Después, se retiró para recuperarse.

Volvamos ahora a la Nueva Ley de Globke.

¿Qué derechos se le podían negar a ese leal funcionario de la era nazi, víctima de la brutalidad bolchevique? Da igual que hubiera rechazado tres veces la afiliación al Partido, o que su aversión a todo lo nazi lo hubiera impulsado a sumergirse cada vez más profundamente en el pasado imperial de Prusia. Más bien preguntémonos a qué alturas no hubiera llegado ese joven archivista de brillantes credenciales académicas si el Tercer Reich hubiera triunfado.

Johannes Ullrich, que durante diez años no había visto del mundo más que las paredes de una celda siberiana, pasó a tener el reconocimiento que le habría correspondido si durante todo el período de su encarcelamiento hubiera sido un ambicioso diplomático. Por lo tanto, se le otorgaron los aumentos de salario proporcionados a las promociones que habría recibido, incluidos los atrasos, los estipendios, los derechos de jubilación y el que seguramente es el más codiciado de los privilegios en toda administración pública: un despacho de dimensiones acordes con su categoría. ¡Ah, y un año completo de vacaciones pagadas, por lo menos!

Durante su recuperación, Johannes sigue estudiando la historia de Prusia, redescubre su afición al vino tinto de Borgoña y se casa con una intérprete belga de delicioso sentido del humor, que lo adora. Por fin llega el día en que ya no puede resistirse a la llamada del deber, consustancial con su alma prusiana. Se pone un traje nuevo; su mujer lo ayuda a anudarse el lazo de la corbata y lo lleva en coche al Ministerio de Asuntos Exteriores, que ya no está en la Wilhelmstrasse de Berlín, sino en Bonn. Un conserje lo acompaña a su despacho. No es un despacho —protesta—, sino todo un salón palaciego, con una mesa de escritorio de más de una hectárea, que en su opinión debió de ser diseñada por el mismísimo Albert Speer. Allí, Herr Doktor Johannes Ullrich, le guste o no, es a partir de ese momento un representante de alto nivel de Alemania occidental en Asuntos Exteriores.

Para ver a Johannes en toda su exuberancia, como tuve la suerte de verlo yo en varias ocasiones, hay que imaginarse a un hombre encorvado y vigoroso de cincuenta y tantos años, tan inquieto que parece como si aún estuviera midiendo con sus pasos una celda siberiana. De repente, lanza una mirada perpleja por encima del hombro, por si se está extralimitando. Enseguida pone los ojos en blanco, horrorizado ante su propio comportamiento, suelta una breve carcajada y da una vuelta más por la habitación, agitando los brazos. Pero no está loco, como los pobres reclusos con los que estuvo encadenado en Siberia. Es brillante, está insoportablemente cuerdo y, una vez más, la locura no está en él, sino a su alrededor.

Para empezar, describe minuciosamente cada detalle de su salón palaciego, para deleite de los fascinados huéspedes que han venido a cenar a mi casa alquilada de diplomático en Königswinter, junto al Rin: la emblemática Bundesadler, el águila negra con la cabeza girada y garras rojas que lo contempla con furia desde la pared y cuyo desdeñoso gesto él imita, mirándonos por encima del hombro derecho, y el juego de cubertería del embajador con su portaplumas y su tintero de plata.

Después, tras abrir un imaginario cajón del escritorio de más de cien metros de largo de Albert Speer, extrae la agenda telefónica confidencial interna del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, encuadernada —según nos dice— en finísima piel de becerro. La sostiene delante de nosotros en sus manos vacías, con la cabeza devotamente inclinada sobre sus tapas, mientras inhala el aroma del cuero y pone los ojos en blanco ante su calidad.

Entonces la abre. Muy lentamente. Cada nueva representación es un exorcismo para él, una coreografiada catarsis de lo que sea que le vino a la cabeza la primera vez que se topó con la lista de nombres. Son los mismos apellidos aristocráticos, los mismos caballeros que se ganaron sus galones diplomáticos bajo la égida del ridículo Joachim von Ribbentrop, el ministro de Asuntos Exteriores de Hitler, que desde la celda de Núremberg donde esperaba la muerte seguía proclamando su amor por el Führer.

Debe de ser que ahora son mejores diplomáticos, los propietarios de esos nobles apellidos. Quizá se hayan reconvertido en defensores de la democracia. Puede que llegaran a un acuerdo con algún grupo antinazi poco antes de la caída de Hitler, como hizo Globke. Pero Johannes no está de humor para contemplar a sus colegas bajo esa luz benévola. Observado aún por nuestra pequeña audiencia, se deja caer en un sillón y bebe un sorbo del buen vino de Borgoña que he comprado en su honor en el economato donde los diplomáticos podemos hacer nuestras privilegiadas compras. Nos quiere enseñar que eso fue lo que hizo aquella mañana en su salón palaciego, después de echar un primer vistazo a la agenda telefónica interna y confidencial, encuadernada en piel de becerro, del Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania occidental. Nos muestra cómo se desplomó en un mullido sillón de cuero, con la agenda abierta entre las manos, y se puso a leer en silencio un gran apellido tras otro, de izquierda a derecha, cada von y cada zu, como en cámara lenta. Vemos cómo se le ensanchan los ojos, cómo mueve los labios. Se queda mirando fijamente mi pared. «Así me quedé mirando la pared de mi salón palaciego —nos está diciendo—. Así miraba la pared de mi cárcel siberiana.»

Se levanta de un salto de mi sillón o, mejor dicho, del sillón de su salón palaciego. Ya está de vuelta delante de su escritorio de más de una hectárea, diseñado por Albert Speer, aunque en realidad no es más que una raquítica mesa auxi­liar de caoba, junto a la puerta acristalada que da al jardín de mi casa. Aplasta la agenda sobre el escritorio con las palmas de las manos. No hay ningún teléfono en mi diminuta mesa auxiliar, pero él levanta un imaginario auri­cu­lar y, con la ayuda del dedo índice de la otra mano, busca el primer número de extensión que aparece en la agenda. Oímos el tzz-tzz de un interfono que suena. Es Johannes, que reproduce el tzz-tzz con la boca cerrada. Le vemos enderezar la espalda arqueada y oímos que entrechoca los talones en la mejor tradición prusiana. Y con un vozarrón suficiente para despertar a mis hijos, que están durmiendo en el piso de arriba, lo oímos ladrar en tono marcial:

Heil Hitler, Herr Baron! Hier Ullrich! Ich möchte mich zurückmelden!

«¡Heil Hitler, señor barón! ¡Aquí Ullrich! ¡Me presento otra vez en mi puesto!».

No quisiera dar la impresión de que pasé mis tres años de diplomático en Alemania despotricando contra viejos nazis en cargos importantes, en una época en que mi Servicio dirigía sus energías a promover el comercio británico y a luchar contra el comunismo. Si de hecho despotricaba contra los viejos nazis —que en realidad no eran tan viejos, teniendo en cuenta que en 1960 apenas había pasado media generación desde Hitler—, era porque me identificaba con los alemanes de mi edad, que para avanzar en la carrera que habían escogido tenían que congraciarse con personas que habían participado en la ruina de su país.

¿Cómo tenía que ser —solía preguntarme—, para un joven político con ambiciones, saber que los peldaños más altos de su partido estaban ocupados por luminarias tales como Ernst Achenbach, que siendo oficial de alto rango de la embajada alemana en París durante la ocupación había supervisado personalmente la deportación masiva de judíos franceses a Auschwitz? Tanto los franceses como los estadounidenses habían intentado procesarlo, pero Achenbach era abogado de profesión y se había procurado algún tipo de misteriosa dispensa. Por eso, en lugar de declarar ante los jueces de Núremberg, había montado un lucrativo bufete, en el que defendía a personas acusadas de crímenes idénticos a los que él mismo había cometido. ¿Qué le parecería a mi joven y ambicioso político tener a Achenbach fiscalizando su carrera? ¿Sencillamente tragaría saliva y sonreiría? Muchas veces me lo preguntaba.

Entre las otras preocupaciones de mi época en Bonn y más adelante en Hamburgo, el pasado irresuelto de Alemania se negaba a dejarme en paz. Por dentro no sucumbí nunca a la corrección política de la época, aunque de cara al exterior la respetaba. En ese sentido, supongo que me comporté como debieron de hacerlo muchos alemanes durante la guerra, entre 1939 y 1945.

Pero cuando me marché de Alemania, el tema no me dejaba tranquilo. Tras dejar atrás El espía que surgió del frío, volví a Hamburgo y busqué a un pediatra alemán acusado de participar en un programa nazi de eutanasia, concebido para librar de bocas inútiles a la nación aria. Descubrí que los cargos contra él los había fabricado un rival académico envidioso y que carecían de fundamento. Quedé debidamente escarmentado. El mismo año, 1964, viajé a Ludwigsburg para hablar con Erwin Schüle, director del Centro de Baden-Württemberg para la Investigación de los Crímenes Nacionalsocialistas. Iba en busca del tipo de historia que más tarde se convertiría en Una pequeña ciudad en Alemania, pero aún no me había decidido a ambientar la novela en la embajada británica en Bonn. Todavía me sentía demasiado próximo a la experiencia.

Erwin Schüle resultó ser exactamente tal como me lo habían descrito: una persona decente, sincera y entregada a su trabajo. Y lo mismo podía decirse de su equipo de media docena de pálidos y jóvenes abogados. Cada uno en su cubículo independiente, pasaban largas jornadas repasando con atención las espeluznantes pruebas recopiladas en los archivos nazis y las escuetas declaraciones de los testigos. Su propósito era atribuir las atrocidades a individuos concretos, susceptibles de ser procesados, y no a unidades militares, imposibles de llevar a juicio. Arrodillados delante de un arenero infantil, habían colocado pequeños personajes de juguete, cada uno con un número: en una fila, los soldados, con su uniforme y su fusil; en otra, los hombres, mujeres y niños, vestidos de paisano; y, entre ellos, en la arena, una zanja, que indicaba la fosa común a punto de llenarse.

Por la noche, Schüle y su mujer me invitaron a cenar en la terraza de su casa, construida en una ladera boscosa. Schüle me habló con pasión de su trabajo. Me dijo que era su vocación y una necesidad histórica. Quedamos en volver a vernos muy pronto, pero no volvimos a encontrarnos. En febrero del año siguiente, Schüle se bajó de un avión en Varsovia. Lo habían invitado para inspeccionar unos archivos nazis recién descubiertos, pero, en lugar de eso, lo recibieron con un facsímil ampliado de su carnet del Partido Nacionalsocialista. Simultáneamente, el gobierno soviético publicó una larga lista de cargos contra él, entre ellos la acusación de haber matado a dos civiles rusos con su pistola y de haber violado a una mujer rusa mientras servía como soldado en el frente de Rusia. También en esa ocasión, los cargos carecían de fundamento.

¿Qué lección debemos extraer de todo esto? Que cuanto más te empeñas en buscar verdades absolutas, menos probabilidades tienes de encontrarlas. Creo que Schüle, en la época en que lo conocí, era un hombre decente. Pero tenía que vivir con su pasado y cargar con él, por mucho que le pesara. La forma en que los alemanes de su generación se las arreglaron para hacer lo mismo que él ha sido uno de mis intereses más perdurables. Cuando comenzó la era Baader-Meinhof en Alemania, yo fui uno de los que no se sorprendieron. Para muchos jóvenes alemanes, el pasado de sus padres había sido enterrado, negado o simplemente condenado a la inexistencia a base de mentiras. Algo tenía que estallar en algún momento, y así sucedió. Y no fueron simplemente unos pocos «elementos alborotadores». Fue toda una generación airada de frustrados hijos e hijas de la clase media, que se acercaron de puntitas a la refriega y proporcionaron a la primera línea de terroristas apoyo logístico y moral.

¿Podría pasar algo similar en Gran Bretaña? Hace tiempo que dejamos de compararnos con Alemania, tal vez porque ya no nos atrevemos. La emergencia de la Alemania moderna como una potencia segura de sí misma, nada agresiva y democrática —por no mencionar su ejemplo humanitario—, es una realidad difícil de digerir para muchos de nosotros en Gran Bretaña. Es triste que así sea y llevo mucho tiempo lamentándolo.