Una de mis obligaciones más agradables cuando trabajaba en la embajada británica en Bonn, a comienzos de los años sesenta, era hacer de acompañante de delegaciones de prometedores jóvenes alemanes que viajaban a Gran Bretaña para aprender de nuestro sistema democrático y —como orgullosamente esperábamos— tratar de emularlo. La mayoría eran parlamentarios en su primer mandato o periodistas políticos en ascenso, algunos muy brillantes. Y solamente ahora me doy cuenta de que todos eran hombres.
La visita habitual duraba una semana: salida el domingo del aeropuerto de Colonia, en el vuelo vespertino de la BEA; discurso de bienvenida a cargo de un representante del British Council o del Foreign Office; y regreso el domingo siguiente por la mañana. Durante cinco días de intensa actividad, los invitados visitaban las dos cámaras del Parlamento; asistían a una sesión de control en la Cámara de los Comunes; visitaban el Tribunal Supremo de Justicia y a veces la BBC; eran recibidos por ministros y líderes de la oposición, de un rango determinado en parte por la importancia de los delegados y en parte por el humor cambiante de los anfitriones; y paladeaban las rústicas bellezas de Inglaterra (el castillo de Windsor, la pradera de Runnymede con el monumento a la Carta Magna y la localidad de Woodstock, en Oxfordshire, paradigma de pueblecito rural inglés).
Por la noche, podían elegir entre ir al teatro o atender sus intereses personales, lo que significaba —como se desprendía del dosier informativo del British Council— que los delegados de convicciones católicas o luteranas podían relacionarse con sus correligionarios; los socialistas, con sus compañeros laboristas, y los que tuvieran intereses personales más específicos —como las economías emergentes del Tercer Mundo— podían sentarse a charlar con sus homólogos británicos. Para tener más información o en caso de necesitar algo, no debían dudar en consultar a su guía e intérprete, es decir, a mí.
Y no lo dudaban. Fue así como, una cálida noche veraniega de domingo, me encontré ante el mostrador de recepción de un hotel del West End con un billete de diez libras en la mano y media docena de jóvenes parlamentarios alemanes bien comidos y acicalados a mis espaldas, pidiendo compañía femenina. Llevaban cuatro horas en Inglaterra, la mayoría por primera vez en su vida. Del Londres de los años sesenta sabían únicamente que era una ciudad alegre y promiscua, y venían dispuestos a compartir la alegría y la promiscuidad. Poco antes, un sargento de Scotland Yard que yo casualmente conocía me había recomendado un club nocturno en Bond Street, donde «las chicas eran amables y no te timaban». Dos taxis londinenses nos habían llevado rápidamente hasta allí, pero encontramos las puertas cerradas herméticamente y todas las luces apagadas. El sargento había olvidado las leyes vigentes en aquella época lejana, que obligaban al cierre de los bares en domingo. Con las esperanzas de mis invitados frustradas, tuve que dirigirme como último recurso al conserje, que por diez libras no me defraudó:
—Sigan por Curzon Street y, antes de llegar a la esquina, a su izquierda, verá una ventana con una luz azul y un cartel que dice: «Se dan clases de francés». Si la luz está apagada, es que las chicas están ocupadas. Si no, el negocio está abierto. Pero no hagan mucho ruido y mantengan la discreción.
¿Debía acompañar a mis pupilos pasara lo que pasara, o dejarlos entregados a sus placeres? Tenían la sangre encendida. Sabían poco inglés y no siempre mantenían la discreción cuando hablaban en alemán. La luz azul estaba encendida. Era de una fluorescencia curiosamente insinuante y parecía ser la única de toda la calle. Un breve sendero atravesaba el jardincillo delantero y llegaba hasta la puerta. Había un timbre iluminado y una nota que decía «Pulse aquí». Haciendo caso omiso de las instrucciones del conserje, mis delegados no estaban siendo nada discretos. Pulsé el botón del timbre. Nos abrió la puerta una dama corpulenta, de mediana edad, vestida con un caftán blanco y un pañuelo anudado a la cabeza.
—¿Sí? —preguntó indignada, como si la hubiéramos despertado de la siesta.
Yo estuve a punto de disculparme por importunarla, pero el representante parlamentario de un distrito del oeste de Frankfurt se me adelantó.
—¡Somos alemanes y queremos aprender francés! —aulló en su mejor inglés, entre los rugidos de aprobación de sus camaradas.
Nuestra anfitriona no se inmutó.
—Serán cinco libras por cabeza, por un rato corto, y tendrán que pasar de uno en uno —dijo con la severidad de una institutriz.
Cuando ya estaba a punto de dejar a mis delegados entregados a sus intereses específicos, vi que dos policías uniformados, uno joven y otro mayor, venían hacia nosotros por la acera. Yo vestía saco negro formal y pantalones de raya diplomática.
—Soy del Foreign Office. Estos caballeros vienen conmigo y están de visita oficial.
—No hagan tanto alboroto —dijo el policía más viejo mientras los dos seguían andando, graves y circunspectos.