El más destacado de los políticos que acompañé a Gran Bretaña durante mis tres años en la embajada británica en Bonn fue Fritz Erler, que en 1963 era la máxima autoridad en defensa y política exterior del Partido Socialdemócrata de Alemania, y que muchos señalaban como futuro canciller de Alemania occidental. También era —como bien sabía yo por el tiempo que pasé siguiendo los debates en el Bundestag— un mordaz e ingenioso adversario del canciller Adenauer y de su ministro de Defensa, Franz Josef Strauss. Y puesto que en mi fuero interno estos dos últimos me gustaban tan poco como al propio Erler, me alegré doblemente de que me encargaran acompañarlo en un viaje a Londres, donde tenía previsto reunirse con destacados parlamentarios británicos de todas las tendencias, incluido el líder laborista Harold Wilson y el primer ministro Harold Macmillan.
El asunto candente del momento era el «dedo en el gatillo» de Alemania: ¿hasta qué punto debía pesar la opinión del gobierno de Bonn en la decisión de lanzar misiles estadounidenses desde Alemania occidental, en la eventualidad de una guerra nuclear? Era un tema que Erler había abordado recientemente en Washington con el presidente Kennedy y su secretario de Defensa, Robert McNamara. Mi tarea, por encargo de la embajada, consistía en acompañarlo durante toda su estancia en Inglaterra y ayudarlo en lo que pudiera necesitar, como secretario privado, factótum e intérprete. Aunque Erler, que no era ningún tonto, hablaba mejor inglés de lo que aparentaba, también apreciaba el tiempo añadido de reflexión que le aseguraba el proceso de interpretación. Por eso no se echó atrás cuando se enteró de que yo no era un intérprete profesional. La visita iba a durar diez días y la agenda era apretada. El Foreign Office había reservado para él una suite en el hotel Savoy, y para mí, una habitación a pocas puertas de distancia, en el mismo pasillo.
Cada mañana, en torno a las cinco, yo compraba la prensa del día en un quiosco del Strand y, con las ruidosas aspiradoras del Savoy taladrándome los oídos, me sentaba en el vestíbulo del hotel y subrayaba las noticias o los comentarios que en mi opinión debía conocer Erler antes de acudir a las reuniones del día. Después, le dejaba los periódicos en el suelo, delante de su puerta, volvía a mi habitación y esperaba a que me llamara para dar nuestro paseo matutino, a las siete en punto.
Andando a mi lado a grandes zancadas, con su boina negra y su impermeable, Erler aparentaba ser un personaje austero y con poco sentido del humor, pero yo sabía que no era ninguna de las dos cosas. Caminábamos en línea recta durante diez minutos, siguiendo cada mañana una ruta diferente. Entonces paraba, giraba sobre los talones y, con la cabeza gacha, las manos unidas a la espalda y los ojos fijos en el pavimento, recitaba los nombres de las tiendas y las placas de bronce que habíamos encontrado por el camino mientras yo comprobaba su acierto. Era un ejercicio de disciplina mental, según me explicó después de un par de excursiones similares, que había aprendido en el campo de concentración de Dachau. Justo antes del estallido de la guerra, había sido condenado a diez años de cárcel por alta traición contra el gobierno nazi. En 1945, durante una infame marcha de la muerte para sacar a los prisioneros de Dachau, logró fugarse, y a partir de entonces permaneció escondido en Baviera hasta la rendición de Alemania.
El ejercicio de disciplina mental evidentemente funcionaba, porque no recuerdo haberle oído fallar el nombre de un solo comercio ni olvidar una sola placa de bronce.
Nuestras reuniones a lo largo de los diez días siguientes fueron un recorrido turístico por lo mejor, lo bueno y lo menos bueno de Westminster. Tengo el recuerdo visual de las caras al otro lado de la mesa y la memoria auditiva de algunas voces. La de Harold Wilson me resultó particularmente molesta, porque me distraía. Sin el desapego del intérprete profesional, yo estaba demasiado interesado en las idiosincrasias vocales y físicas de mis sujetos. Recuerdo sobre todo la pipa apagada de Wilson y el uso teatral que le daba, como si fueran un elemento de utilería. Del contenido de nuestros diálogos supuestamente de alto nivel no recuerdo nada. Nuestros interlocutores parecían entender tan poco de defensa como yo, lo que fue una suerte, porque si bien me había preparado un glosario técnico del macabro vocabulario de la Destrucción Mutua Asegurada (DMA), los términos seguían siendo tan incomprensibles para mí en inglés como lo eran en alemán. Sin embargo, no creo que los haya usado nunca y dudo que ahora fuera capaz de reconocerlos.
Sólo un encuentro permanece grabado de manera indeleble en mi memoria, tanto en sus elementos visuales y auditivos como en su contenido. Fue la culminación de nuestro circuito de diez días, el momento en que Fritz Erler, considerado por todos el futuro canciller de Alemania occidental, se reunió con el primer ministro británico, Harold Macmillan, en el 10 de Downing Street.
Estamos a mediados de septiembre de 1963. En marzo de aquel año, John Profumo, secretario de Estado para la Guerra (cargo equivalente al de ministro de Defensa), había hecho una declaración personal ante el Parlamento, en la que negaba haber mantenido una relación inapropiada con una tal Christine Keeler, cabaretera inglesa que vivía bajo la protección de Stephen Ward, osteópata de moda en Londres. El hecho de que un secretario de Estado tuviera una amante podía ser reprobable, pero no inaudito. Pero compartirla con el agregado naval de la embajada soviética en Londres —como aseguraba la propia Keeler— ya era excesivo. El chivo expiatorio fue el desgraciado osteópata Stephen Ward, que después de someterse a un juicio manipulado se suicidó sin esperar el veredicto. En junio, Profumo había dimitido del gobierno y del Parlamento. En octubre, Macmillan también presentó su dimisión, alegando problemas de salud. El encuentro con Erler tuvo lugar en septiembre, unas semanas antes de que el primer ministro tirara la toalla.
Llegamos al número 10 de Downing Street con retraso, lo que nunca es buen comienzo. El coche oficial que nos habían asignado no se presentó, y no me quedó más remedio que ponerme en medio del tráfico, con mi saco negro formal y mis pantalones de rayas, para parar un coche y pedirle al conductor que nos llevara a la residencia del primer ministro. Comprensiblemente, el conductor, un hombre joven y bien vestido, acompañado de una mujer, me tomó por loco. Pero su acompañante lo regañó: «¡Vamos, llévalos, o llegarán tarde!», le dijo, y el joven se mordió los labios y obedeció. Nos acomodamos en el asiento trasero y Erler le entregó al conductor su tarjeta de visita, para ponerse a su disposición si en algún momento viajaba a Bonn. Aun así, llegamos diez minutos tarde.
Cuando nos hicieron pasar al despacho de Macmillan, nos disculpamos y tomamos asiento. Macmillan permanecía inmóvil, sentado detrás de su escritorio, con las manos, cubiertas de manchas hepáticas, sobre la mesa. Su secretario privado, Philip de Zulueta, miembro de la guardia de Gales y futuro caballero del reino, estaba a su lado. Erler lamentó en alemán que el coche se hubiera retrasado y yo lo secundé en inglés. Bajo las manos del primer ministro había una placa de vidrio y, debajo de ésta, en letras mecanografiadas suficientemente grandes para leerlas al revés, un informe ministerial, con el currículo de Erler. La palabra Dachau destacaba en grandes caracteres. Mientras Macmillan hablaba, sus manos se desplazaban sobre el cristal, como si estuviera leyendo en braille. Su particular manera de arrastrar las palabras, perfectamente reproducida por Alan Bennett en Beyond the Fringe, hacía pensar en un viejo gramófono que funcionara a muy poca velocidad. Un surco de lágrimas imparables le bajaba desde el rabillo del ojo derecho hasta el cuello de la camisa.
Después de unas cuantas frases corteses de bienvenida, enunciadas con el tono entrecortado típico de la era eduardiana («¿Su estancia fue confortable? ¿Lo atienden bien? ¿Pudo hablar con las personas adecuadas?»), Macmillan le preguntó a Erler con evidente curiosidad de qué quería hablar, una pregunta que al menos a Erler lo tomó por sorpresa:
—Verteidigung —replicó él.
«Defensa.»
Enterado de esta forma, Macmillan volvió a consultar el informe y supongo que sus ojos, como los míos, captaron una vez más la palabra Dachau, porque se le iluminó la cara.
—Bueno, Herr Erler —declaró con repentina energía—. Usted sufrió en la Segunda Guerra Mundial, y yo sufrí en la Primera.
Una pausa, para mi innecesaria traducción.
Otro intercambio de cortesías. ¿Tiene familia el señor Erler? Sí, admite él; tiene familia. Yo traduzco oportunamente. A solicitud de Macmillan, Erler enumera sus hijos y añade que su esposa también trabaja en política. Lo traduzco sin más.
—Por lo que veo, ha estado hablando con los «expertos en defensa» de Estados Unidos —prosiguió Macmillan en tono de divertida sorpresa, tras un nuevo vistazo a las grandes letras impresas bajo la placa de vidrio.
—Ja.
«Sí», traduzco yo.
—¿Y también tiene «expertos en defensa» en su partido? —inquiere Macmillan, como un atribulado estadista compadeciéndose de otro.
—Ja —responde Erler, en un tono más seco y cortante de lo que yo habría deseado.
«Sí.»
Se abre un paréntesis. Miro a Zulueta, buscando su apoyo. No lo encuentro. Tras una semana de estrecha convivencia con Erler, conozco bien su impaciencia cuando una conversación no satisface sus expectativas. Sé que no teme expresar su decepción. Sé con cuánta dedicación ha preparado esta entrevista por encima de todas las demás.
—Esos «expertos en defensa» siempre están viniendo a hablar conmigo —se lamenta Macmillan, con expresión abstraída—. Supongo que también irán a verlo a usted. Y me dicen que las bombas caerán aquí, o que caerán allá... —Las ministeriales manos del primer ministro distribuyen las bombas por la superficie de vidrio—. Pero ¡usted sufrió en la Segunda Guerra Mundial y yo sufrí en la Primera! —Una vez más, percibo la misma sensación de descubrimiento—. ¡Y tanto usted como yo sabemos que las bombas caerán donde tengan que caer!
Lo traduje como pude. Incluso en alemán, me bastó la tercera parte del tiempo que había empleado Macmillan y el resultado fue el doble de ridículo. Cuando terminé, Erler se quedó un momento pensativo. Cuando reflexionaba, era como si los músculos de la cara subieran y bajaran independientemente unos de otros. De repente, se puso de pie, recogió la boina y le agradeció a Macmillan su tiempo. Noté que esperaba que yo también me levantara, de modo que así lo hice. Macmillan, tan sorprendido como los demás, se incorporó para estrecharle la mano y enseguida volvió a dejarse caer en la silla. Mientras nos dirigíamos hacia la puerta, Erler se volvió hacia mí y dejó que hablara su exasperación:
—Dieser Mann ist nicht mehr regierungsfähig.
«Este hombre ya no es capaz de gobernar.» La formulación suena un poco rara en alemán. Quizá Erler estuviera repitiendo algo que había oído o leído recientemente. Fuera como fuera, Zulueta lo oyó también y lo peor del caso es que sabía alemán. Un furioso «Lo oí» que capté al pasar me lo confirmó.
El coche oficial ya nos estaba esperando. Pero Erler prefirió caminar, con la cabeza gacha, las manos unidas a la espalda y los ojos fijos en el suelo. De vuelta en Bonn, le envié un ejemplar de El espía que surgió del frío, que se acababa de publicar, y le confesé mi autoría. Cuando llegó la Navidad, se refirió al libro con mucha amabilidad en la prensa alemana. Ese mismo diciembre, fue elegido oficialmente jefe de la oposición parlamentaria de Alemania. Tres años después moría de cáncer.