Eran los únicos dos, en aquel vagón repleto, que no tenían celular. No en la mano, no alienados por el aparato. Ella leía unos apuntes, él iba abstraído, colgado de la agarradera, mentón apoyado en el brazo y pensando en nada. Un vaho cítrico delicioso lo sacó de su abulia, buscó de dónde venía y la vio desperezarse dos asientos más allá. Se miraron un segundo. Ella le sonrió. En el intento de devolver el gesto a él le salió una mueca que le marcó dos hoyuelos en las mejillas y enseguida bajó la vista.
Él tenía muchos de los rasgos que a ella le gustaban de un tipo: alto, desaliñado, barba de varios días, pero no como esos hipsters prefabricados de los que la ciudad se había llenado últimamente. Además, sus párpados caídos. Y la mueca. A él ella le pareció encantadora, de facciones delicadas y ojos de caramelo. Pero, sobre todo, endemoniadamente sexy.
Tres estaciones anduvieron mirándose de reojo. Ella había abandonado ya la lectura, hacía garabatos en el margen de la fotocopia. Él se debatía entre tomar la iniciativa archivada en algún rincón de su modorra, acercarse, preguntarle aunque sea cómo te llamás. Eso o quedarse en el molde y, a decir verdad, no reunía el coraje suficiente. Encima faltaban dos paradas para Catedral. Llegando a 9 de Julio, ella se paró, guardó los apuntes en la mochila y se encaminó hacia la puerta. Antes de bajar volvió la cabeza para mirarlo por última vez.
Se quedó parada en el andén. Lo vio morderse el labio, con el puño aferrado a la argolla del pasamano, mientras el tren se perdía en el túnel.