Mil ochocientos mangos, la hora. Va a ser la mejor hora de tu día, dijo. Y cumplió.
Fui a su departamento en la calle Solís, como habíamos quedado, a las siete de la tarde. Llegué puntual. Me abrió por el portero eléctrico, cuando subí ya estaba en camisón pero le dije charlemos. Necesitaba conocerla un poco más, no puedo coger con una desconocida; ella me aclaró no hablo de mí en las citas, por qué no me contás vos. Yo había llevado una botella de vino para entrar en clima, tampoco tomo alcohol cuando trabajo, se excusó y preparó una limonada. No sabía por dónde empezar así que me presenté, di mis datos básicos, luego me quedé callado. Estábamos en la cocina, ella sentada frente a mí, cruzada de piernas con la mano apoyada en el mentón y por primera vez en mucho tiempo sentí que alguien me escuchaba. Entonces aproveché para contarle que mi mujer ni bola, que hace años me siento solo, que nos queremos, creo, pero estamos desencontrados, que ya perdí la cuenta de cuánto llevamos sin hacer el amor, que el otro día vi que se mensajea con alguien. Dije eso y me empezó a temblar la voz, tenía la garganta seca, tomé un poco de limonada, le pedí un beso, me dijo en la boca no doy. En cambio, me dio un abrazo. Y me largué a llorar.
Quedan diez minutos, me dijo, ¿lo hacemos? Así que fuimos a su habitación.