Siempre había sido de ocupar el lado derecho de la cama. Habían cambiado de departamento, estado de vacaciones, incluso acampado, pero invariablemente cada noche acomodaba las pantuflas, o la ojotas, su libro, ahora su celular y los anteojos al alcance de su mano más dúctil.
Dormía hacia adentro. Mirándola a ella, abrazándola casi siempre, hasta que los vencía el sueño y cada uno se hundía en su sector del colchón.
Fue durísimo cuando ella se fue. Sobre todo por ese espacio vacío en la cama; por el recorte helado de la mitad izquierda de la sábana, por la otra almohada intacta.
Y, claro, su ausencia.