Andaba desanimado esos días, se sentía muy solo. Ella venía desde hacía meses con una depresión profunda que ni con pastillas; no le encontraba demasiado sentido a nada. Coincidieron en un bar de mala muerte, en el barrio de Once, lúgubre y grasiento.
3 a. m. en la barra del bar. Otra ginebra, por favor, dijo él y se llevó a la boca un pucho apagado cuando la vio entrar. Tenía las ojeras más sensuales que hubiera visto jamás, tremendos ojazos negros, mirada de furia y rímel de haber llorado hasta recién. Ella lo miró fijo y fue directo a sentarse al lado suyo. Para mí, un café con leche.
Hablaron sin parar hasta las seis de la mañana. La impunidad de vomitar verdades con un desconocido no tiene comparación. Se contaron desventuras amorosas, miserias vergonzantes, abandonos, traumas. Hasta llegaron a sonreír.
A eso de las seis y media el mozo bajó la persiana. Los vio irse juntos, caminando, mientras empezaba a amanecer.
Qué clase de nueva oportunidad puede nacer de las ruinas.